GRAVEDAD CERO

Ben Bova

He aquí una historia detallada y verosímil de un programa espacial de nuestro cercano futuro, y de un astronauta que quería experimentar y ser el primero en un nuevo sentido: el del sexo en caída libre. Pero para eso necesitaba a una mujer, y esta historia también nos habla de ella.

Joe Tenny parecía un defensa central de los Steelers de Pittsburgh. Sentado en las frías sombras del bar del Astro Motel, moreno, de complexión atlética y rostro ceñudo, con un humeante puro, no se le tomaría nunca por uno de los pájaros más raros de todos: un buen ingeniero y a la vez un buen oficial militar.

—Buenas tardes, mayor.

Tenny se volvió en su taburete para observar al viejo Cy Calder, el decano de los periodistas del servicio de prensa que cubría las noticias de la base.

—Hola. ¿Quiere una copa?

—Estoy trabajando —contestó Calder, con dignidad.

Pero sentó su estructura antiguamente larguirucha sobre el taburete más próximo.

—Escocés doble —ordenó Tenny al barman—. Y vuelva a ponerme otro a mí.

—Un oficial y un caballero —murmuró Calder.

Su voz era grave, como correspondía a la expresión de su rostro.

Cuando el barman les sirvió las bebidas, Tenny dijo:

—Quiere saber quién se ha llevado la misión, ¿verdad?

—Ya le dije que estaba trabajando.

Tenny sonrió burlonamente.

—¿Mantendrá la boca cerrada hasta mañana? —pregunto—. Será entonces cuando Murdock haga el anuncio oficial, en su conferencia de prensa.

—Si me puede ahorrar el tedio de escuchar al buen coronel durante dos horas para escuchar al fin un solo nombre, le pagaré la próxima ronda, le limpiaré los’zapatos durante un mes, y me las arreglaré para perder alguna que otra mano de póquer con usted.

—¡Que me cuelguen si hace eso!

Calder se encogió de hombros. Tenny bebió un largo trago de su bebida. Calder hizo lo mismo.

—Está bien. De todos modos, se va a enterar. Pero no se lo diga a nadie hasta el anuncio de Murdock. Va a ser Kinsman.

Calder dejó cuidadosamente un vaso sobre el mostrador.

—¿Chester A. Kinsman, el orgullo de la Fuerza Aérea? Eso algo difícil de creer.

—Murdock lo escogió.

—Sé que esta misión sólo se lleva a cabo por motivos estrictamente publicitarios —observó Calder—, ¿pero Kinsman? ¿En órbita durante tres días con la más hermosa mujer de la revista Life? ¿Qué quiere Murdock: publicidad o una denuncia por paternidad?

—Vamos, Chet no es tan malo…

—¿Conque no, eh? Por las historias que he oído contar sobre las pocas semanas que pasaron en el centro de la NASA, Kinsman parece que hizo de todo desde Berkeley a North Beach.

—Es joven y bien parecido —replicó Tenny—. Y las mueres no han tenido muchos astronautas con los que jugar. El equipo de la NASA es una banda de viejos comparados con mis muchachos. Pero Chet es el mejor del grupo, de eso cabe la menor duda. Calder parecía no estar muy convencido. —Escuche. Cuando estábamos entrenándonos en Edwards, sabe lo que hizo Kinsman? Construyó un biplano; una réplica exacta de un caza «Spad». De la punta a la cola. Es un ciudadano sólido.

—Sí, y después jugó a ser el Barón Rojo durante seis semanas. ¿No se metió en ningún problema por hacer zumbar un avión?

La respuesta de Tenny quedó ahogada por una explosión palabras y risas. Media docena de jóvenes enjutos y ágiles, vestidos con el color azul de la Fuerza Aérea —todos ellos capitanes—, bajaron por las escaleras alfombradas que conducían al bar.

—Ahí están —dijo Tenny—. Usted mismo se lo puede preguntar a Chet.

Kinsman no parecía diferenciarse de los otros astronautas de la Fuerza Aérea. De un metro ochenta y cinco de estatura, delgado, con esa agilidad que da la juventud, con el pelo moreno corto, al estilo militar, unos ojos azul-grisáceos y un rostro alargado y huesudo. Sonreía ampliamente en aquellos momentos, mientras él y otros cinco astronautas ocupaban sus sillas en una esquina del bar y pedían sus bebidas al único camarero.

Calder tomó la suya y fue hacia la mesa, seguido por el mayor Tenny.

—A callar —dijo uno de los capitanes—. Ahí viene la prensa.

—Máxima seguridad.

—¿Cómo, muchachos? —preguntó Calder, tratando de dar a su voz rasposa el matiz de quien se siente herido—. ¿Es que no confían en mí?

Tenny acercó una silla al periodista y tomó otra para sí. Sentándose a horcajadas en ella, dijo a los capitanes:

—Todo está bien. Yo mismo se lo dije.

—¿Cuánto le ha pagado, jefe?

—Eso queda entre él y yo.

Cuando el camarero llevó una bandeja de bebidas, Calder dijo:

—Dejen que el cuarto estado pague por esto, caballeros. Quiero sacarles alguna información.

—Puede que eso requiera unas cuantas rondas más.

Dirigiéndose a Kinsman, Calder le dijo:

—Felicidades, muchacho. El coronel Murdock debe tener un alto concepto de usted.

Kinsman se echó a reír.

—¿Murdock? Debería haber visto su cara cuando me dijo que iba a ser yo.

—Parecía como si estuviera chupando limones.

—La elección para este vuelo se hizo principalmente a través de una computadora —explicó Tenny—. Murdock quería ser absolutamente justo, así que dio a la computadora los informes de cada uno y de todos ellos salió el nombre de Kinsman. Si no hubiese armado tanto jaleo con eso de ser imparcial, podría haber barajado las cartas de nuevo para volverlo a intentar. Pero yo mismo estaba allí cuando la máquina terminó su trabajo, de modo que no pudo hacer nada para evitarlo.

—Muy bien —dijo Calder, sonriendo burlonamente—. En este caso, Chet, la computadora tiene un alto concepto de usted. Supongo que eso sigue siendo una especie de honor.

—Más bien un privilegio. He estado observando a esa del Life durante todo su entrenamiento. Está en su punto.

—Aún tendrá mejor aspecto cuando esté en órbita.

—Una vez que se quite el traje presurizado…, etcétera.

—¿Eh, sabes? Nadie lo hizo antes en órbita.

—Sí…, caída libre, gravedad cero. Kinsman pareció pensativo.

—Eso añade una nueva dimensión al problema, ¿no es cierto?

—Tridimensional —dijo Tenny, apartando de los labios la colilla del puro y echándose a reír.

Calder se levantó con lentitud de su silla e hizo callar a os demás. Después, mirando orgullosamente a Kinsman, dijo:

—Muchacho… en 1915, en Londres, me convertí en miembro del Mile High Club. A una altura de exactamente 1.609 metros, mientras dábamos vueltas alrededor de la catedral de San Pablo, logré penetrar con éxito a una enfermera del ejército en una cabina abierta… a pesar de las antiparras oscuras, de los barrios obreros y de un viento bastante fuerte.

»Desde entonces ha habido muy poco más que anhelar. ¡Los que lo hacían bajo el mar, abrieron una nueva frontera, ¡pero, en realidad, están en retroceso. Cualquier delfín tonto puede hacerlo en el agua.

»Pero ahora tiene usted algo realmente nuevo: falta de peso. Flotando en caída libre, cogiéndose la cola en tres dimensiones. ¡Eso sí que excita la imaginación!

—Kinsman, le paso la antorcha. ¡Por el fundador del Club (Gravedad Cero!

Como un solo hombre, todos se levantaron y brindaron solemnemente por el capitán Kinsman.

Al volverse a sentar, el mayor Tenny hizo explotar el globo.

—Muchachos, no le habéis concedido a Murdock el beneficio de una gran inteligencia. ¿No pensaréis que va a dejar que Chet suba con esa guapa, toda para él solo, verdad?

El rostro de Kinsman se ensombreció. Los de los demás se iluminaron.

—¡Será una misión de tres hombres!

—Dos hombres y la guapa.

—Bueno, no empecéis a quedaros extasiados como tontos —advirtió Tenny—. Murdock quiere una acompañante, no el ayudante de un violador.

Fue Kinsman quien lo comprendió primero. Echándose hacia atrás en su silla, hundiendo la barbilla en el pecho, murmuró:

—¡Hijo de perra…, va a enviar a Jill!

Se produjeron unas risotadas colectivas.

—Murdock lo decidió hace apenas una hora —dijo Tenny—. Le molestaba que te hubiera tocado a ti, Chet, así que se le ocurrió la idea del acompañante. También te va a proporcionar algunas buenas tareas que hacer, para mantenerte ocupado. Como ocuparte de la vaina energética.

—Jill Meyers —dijo con disgusto uno de los capitanes.

—Está cualificada, y ha estado ocupándose de la chica de Life durante todo el entrenamiento. Apostaría a que ella sabe más de la misión que cualquiera de vosotros.

—Debería saberlo.

—En realidad —añadió Tenny, maliciosamente—, creo que ella es el capitán más veterano entre novatos como vosotros.

Ante esto, Kinsman sólo tuvo un comentario que hacer:

—Mierda.

El rugido que hacía retemblar los huesos y la vibración del despegue, desaparecieron de repente. Sentado en el puesto adaptado a su cuerpo, vigilando los grupos de diales e instrumentos situados a pocos centímetros de sus ojos, Kinsman pudo sentir cómo disminuían la presión y la tensión. No es que regresaran a normal. Sino a cero. Ya no se sentía aplastado contra el asiento, sino que sólo parecía tocarlo ligeramente, como si flotara en él, sujeto únicamente por sus correas.

Era la cuarta vez que sentía la ingravidez. Y eso aún le hacía sonreír en el interior del incómodo casco.

Sin pensarlo, tocó un botón de control situado en el brazo de su sillón. Un reactor de maniobra se puso en marcha brevemente y el bulto pesado y maravilloso del planeta Tierra apareció ante él a través de la portezuela situada frente a Kinsman. Se curvaba, enorme y sereno, azul en su mayor parte, pero ligeramente envuelto por la más pura capa de nubes, hermoso, pacífico, brillante.

Kinsman podría haberse quedado observándolo eternamente, pero escuchó sonidos de movimiento en sus audífonos. Las dos mujeres estaban sentadas detrás de él, una al lado de la otra. La cabina de la nave espacial tenía el aspecto del interior de un submarino: los tres asientos estaban instalados entre hileras de instrumentos y equipo.

Jill Meyers, que llegó al programa astronáutico a través del Departamento Médico Aeroespacial, era oficialmente la segundo piloto y la oficial biomédico. Y Kinsman sabía que también era dama de compañía. La fotógrafo Linda Symmes era, simplemente, una pasajera.

Los audífonos de Kinsman crepitaron en una incorpórea unión con la Tierra.

—AF-9, aquí control Tierra. Les hemos confirmado en órbita. Trayectoria nominal. Funcionan todos los sistemas.

—Comprobado —dijo Kinsman por el micrófono del interior de su casco.

La voz, que ya empezaba a desvanecerse, adquirió un tono coloquial ordinario.

—Parece que estás en buen camino, Chet. Obtendremos los parámetros orbitales de la computadora y te los daremos cuando pases Ascensión. Probablemente, no tendrás que hacer muchas maniobras para la cita con el laboratorio.

—Bien. Aquí, en el panel, todo está verde.

—De acuerdo. Control Tierra fuera —débilmente, la voz añadió—: ¡Ah…! y buena suerte, Padre Creador.

Kinsman sonrió burlonamente al escuchar esto. Levantó el visor de su casco, desabrochó las correas y se volvió en el asiento.

—Muy bien, chicas, podéis quitaros los cascos, si queréis.

Jill Meyers levantó el visor y empezó a soltar las sujeciones del cuello del casco.

—Lo haré yo primero —dijo—, y así podré ayudar después a Linda con el suyo.

—¿Seguro que no necesitáis ninguna ayuda? —ofreció Kinsman.

Jill se quitó el casco.

—He estado en órbita más tiempo que tú. ¿Y no deberías estar prestando toda tu atención a los instrumentos?

De modo que es así como van a ir las cosas, pensó Kinsman.

El rostro de Jill era redondo y chato y parecía tan brillante como una moneda recién acuñada. Tenía la nariz chata, la boca amplia y el pelo corto, de un color moreno más bien mediocre. Kinsman sabía que, bajo el traje presurizado, había una figura que, en el mejor de los casos, podía ser descrita como ordinaria.

Linda Symmes ya era una cuestión totalmente distinta. Se había levantado el visor de su casco y le estaba mirando fijamente con unos grandes ojos azules en los que se combinaba la curiosidad femenina con un ligero matiz de desamparo. Era alta, casi tanto como el propio Kinsman, con un cabello espeso, del color de la miel y un cuerpo que él ya había memorizado hasta su última curva. Utilizando su tono de voz más dulce, ella dijo:

—Creo que voy a sentir náuseas.

—¡Oh, por…!

Jill se inclinó hacia el compartimiento situado entre sus dos asientos.

—Ya me haré cargo de esto. Tú, mantén tu atención en los controles.

Y sacó una bolsa de plástico blanco, acoplándola al rostro de Linda.

Estremeciéndose ante el pensamiento de lo que podía suceder en gravedad cero, Kinsman se volvió al panel de control. Se cerró el visor de su casco y elevó el acondicionador de aire del interior de su traje, tratando de no escuchar los desagradables sonidos producidos por los esfuerzos de Linda.

—¡Por el amor de Dios, desconecta su radio! —gritó—. ¿Es que quieres que yo también lo eche todo?

—AF-9, aquí Ascensión.

Intentando alejar de su mente lo que estaba sucediendo tras él, Kinsman apretó el interruptor de comunicaciones de su panel.

—Adelante, Ascensión.

Durante la hora siguiente, Kinsman agradeció a los dioses el tener muchas cosas que hacer. Adaptó la órbita de la nave espacial de tres tripulantes a la del laboratorio orbital de la Fuerza Aérea, que hacía ya más de un año que estaba ahí arriba y que era ocupado intermitentemente por tripulaciones de dos o tres hombres.

El laboratorio tenía una forma casi cilíndrica, silueteada contra el blanco brillante de la Tierra, cubierta de nubes. A medida que fue acercando más la nave espacial, Kinsman pudo ver las antenas, las esclusas de aire y otros fragmentos de instrumentos extraños que se habían acumulado sobre ellas. A cada viaje parece más un montón de trastos viejos. Situado tras él, sin conexión alguna, se encontraba el cono macizo de la nueva vaina energética.

Kinsman dio una vuelta alrededor del laboratorio, utilizando hábiles chorros de sus jets de maniobra. Tocó un interruptor de señal de mando y el radar de encuentro del laboratorio se puso en marcha, lo que se anunció mediante una luz que se encendió en su panel de control.

—Todos los sistemas verdes —informó a control de Tierra—. Todo parece correcto.

—Roger, nueve. Camino libre para el contacto.

Eso era algo más delicado. Puedes estar agradecido de que Jill sea capaz de leer la computadora…

—Distancia, ochenta y ocho metros —sonó con firmeza la voz de Jill en sus audífonos—. Ángulo de aproximación…

Instintivamente, Kinsman se volvió, pero su casco le impidió ver nada.

—¿Eh, cómo está tu paciente?

—Vacía. Le di un sedante. Está dormida.

—Muy bien —dijo Kinsman—. Hagamos el atraque.

Dirigió poco a poco la nave espacial hacia el cuello de atraque, situado en uno de los extremos del laboratorio, penetró en él, estableciendo contacto, y después vio que las luces del panel le confirmaban un atraque seguro.

—Será mejor que le cierres la cremallera a la Bella Durmiente —le dijo a Jill, mientras apretaba los botones que extendían el acceso flexible, en forma de túnel, desde la escotilla situada sobre sus cabezas, hasta la escotilla principal del laboratorio. Cuando el túnel se acopló herméticamente alrededor de la escotilla del laboratorio, las luces del panel cambiaron de ámbar a verde.

—Se supone que debo comprobar el túnel —dijo Jill.

—Quédate donde estás. Ya lo haré yo.

Cerrando herméticamente el visor de su casco, Kinsman se desabrochó y se elevó sin el menor esfuerzo del asiento, chocando ligeramente con su casco contra la escotilla situada sobre él.

—¿Estáis las dos herméticamente cerradas?

—Sí.

—Vigila el manómetro de aire.

A continuación, abrió la escotilla unos pocos milímetros.

—Presión correcta. No hay luces rojas.

Con un gesto de asentimiento, Kinsman abrió la escotilla por completo. Se elevó con facilidad, atravesándola y penetrando en el túnel, tan ancho como sus hombros, impulsándose a lo largo de su curvada longitud mediante unos pocos golpes rápidos de sus dedos contra las nervaduras de las paredes.

Ligero y suave, se recordó a sí mismo. Nada de movimientos amplios ni repentinos.

Cuando llegó a la escotilla del laboratorio, giró lentamente como un nadador rodando perezosamente sobre sí mismo é inspeccionó cada centímetro del cierre hermético del túnel a la luz de la lámpara de su casco. Satisfecho, al ver que estaba perfectamente acoplado, abrió la escotilla del laboratorio y se introdujo en el interior. Cuidadosamente, tocó con sus botas ligeramente adhesivas el suelo de plástico y se puso de pie. Sus brazos mostraban tendencia a flotar, pero tocaron las estanterías de equipo situadas a ambos lados del estrecho pasillo central. Kinsman encendió las luces interiores del laboratorio, comprobó el suministro de aire, los manómetros de presión y de temperatura, y después se elevó hacia la escotilla y volvió a introducirse en el túnel.

Penetró a continuación en la nave espacial, con la cabeza hacia abajo y tuvo que contornearse después con lentitud alrededor del asiento del piloto para recuperar su postura «normal».

—El laboratorio está bien —dijo, finalmente—. ¿Cómo diablos vamos a hacerla pasar por el túnel?

Jill ya había desabrochado los cinturones que sujetaban a Linda por los hombros.

—Tú tiras de ella y yo la empujo. Deberá doblarse bien alrededor de las esquinas.

Y lo hizo.

El laboratorio tenía aproximadamente la forma y el tamaño del interior de un pequeño avión de transporte. En un lado y a lo largo de casi toda su longitud había estanterías de instrumentos, equipo de control y la computadora, zumbando casi inaudiblemente, por detrás de ligeros paneles de plástico. A través del estrecho pasillo de separación estaban los puestos de trabajo de la tripulación: mesa de control, dos portillas de observación y bancos de trabajo de biología y astrofísica. En el extremo más alejado, tras una discreta cortina, se encontraba la letrina y una sola hamaca.

Kinsman se sentó ante la mesa de control, vestido ahora con su traje de faena, con una pierna enganchada alrededor de la única columna de soporte de la silla de tejido, para impedir la flotación de su cuerpo. Estaba realizando una comprobación formal de todos los sistemas vitales del laboratorio: aire, agua, calor, energía eléctrica. En el panel central, todo eran luces verdes. El equipo de comunicaciones Verde. La pantalla de radar situada a su izquierda mostraba una única y gran señal visual cercana: la vaina energética.

Levantó la mirada cuando Jill salió del espacio donde estaba la litera, apartando la cortina. Aún llevaba puesto su traje presurizado, y sólo se había quitado el casco.

—¿Cómo está ella?

Con aspecto de estar cansada, contestó Jill:

—Muy bien. Sigue durmiendo. Creo que estará bien cuando se despierte.

—Será mejor que sea así. No voy a dejar que deambule por aquí una flor marchita. Daría la misión por terminada.

—Dale una oportunidad, Chet. Sólo perdió el control cuando-se sintió afectada por la caída libre. Ni todo el entrenamiento del mundo puede prepararle a una para esos primeros pocos minutos.

Kinsman recordó su propio y primer vuelo orbital. No se interrumpe. Va uno cayendo. Es como esquiar o lanzarse en paracaídas. Pero mucho mejor.

Jill tomó impulso hacia él, agarrándose con firmeza a las sillas situadas frente a los bancos de trabajo y a los manillares instalados en las estanterías de equipo. Kinsman se levantó y tomó impulso hacia ella.

—Vamos, déjame que te ayude a quitarte el traje.

—Puedo hacerlo yo Sola.

—Cállate.

Varios minutos después, Jill se había librado del abultado-traje y estaba sentada en una de las sillas, vestida con su traje de faena. Agachándose ligeramente debido a la curvatura que tenía sobre él, Kinsman se metió en el hueco que hacía de cocina. Tenía aproximadamente la mitad de anchura una cabina telefónica, aunque no era ni tan profunda ni tan elevada.

—¿Café, té o leche?

—Zumo de naranja —contestó Jill, sonriéndole burlonamente.

—Eres una chica difícil de satisfacer —comentó Kinsman, .sacando una bolsa de zumo concentrado.

—No, no lo soy. Es fácil llevarse bien conmigo. Como si fuera un compañero más.

Sintiéndose ligeramente extrañado, Kinsman le tendió la bolsa de zumo de naranja.

Durante las dos horas siguientes, comprobaron con todo detalle el funcionamiento del equipo del laboratorio. Kinsman estaba montando de nuevo una cámara de elevado grado de separación óptica, tras haberla limpiado. Las partes de la cámara permanecían suspendidas en el aire, a su alrededor, mientras él permanecía sentado, trabajando intensamente y Jill se encargaba de inspeccionar y cuidar un filodendro de aspecto descuidado que surgía del banco de biología, extendiéndose hacia los paneles luminosos del techo. En aquel momento, Linda apartó la cortina del dormitorio y penetró con paso indeciso, en el compartimiento principal.

Jill fue la primera en darse cuenta de su presencia.

—¡Hola! ¿Cómo te encuentras?

Kinsman levantó la mirada. Ella llevaba puesto un traje muy ajustado. Kinsman casi saltó de su silla, hacia ella, desparramando las partes de la cámara en todas direcciones.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Creo que sí —contestó ella, sonriendo tímidamente—. Me siento bastante avergonzada… —su voz era alta y suave.

—¡Oh, no pasa nada! —se apresuró a decir Kinsman—. Eso les sucede prácticamente a todos. Yo mismo tuve náuseas la primera vez que entré en órbita.

—Eso no es más que una pequeña mentira para que te sientas como en casa —dijo Jill, recogiendo una lente que se desplazaba lentamente por el techo.

Kinsman hizo un verdadero esfuerzo para no fruncir el ceño. ¿Por qué razón pretende Jill molestarme?

—Chet —dijo Jill—, será mejor que recojas esas piezas de la cámara antes de que se desparramen tanto que no las puedas encontrar.

Quiso espetarle una contestación adecuada, pero lo pensó mejor y se limitó a contestar:

—Está bien.

Mientras terminaba el trabajo con la cámara, le echó un buen vistazo a Linda. El color había vuelto a su rostro y parecía firme, con los ojos claros, sin sentirse ni asustada ni enojada. Quizá, después de todo, esté bien. Jill le preparó una taza de té, que ella bebió sorbiendo por el pitorro de plástico.

Kinsman se dirigió hacia el panel de control e inspeccionó el horario del programa de la misión.

—¡En, Jill! Ya es hora de marcharte a la cama.

—En realidad, no tengo mucho sueño —dijo ella.

—Quizá. Pero has tenido un día muy atareado, pequeña. Y mañana aún lo será más. Ahora debes dormir tus cuatro horas y después yo dormiré las mías. Tenemos que estar frescos para el apareamiento

—¿Apareamiento? —preguntó Linda desde su asiento, en el extremo más alejado del pasillo, a unas buenas cinco zancadas de Kinsman; entonces, lo recordó—: ¡Oh…! ¿Se refiere a la unión de la vaina con el laboratorio?

Evitando media docena de posibles bromas, Kinsman asintió.

—Actividad extravehicular.

De mala gana, Jill se levantó de su silla.

—Está bien, me acostaré. Estoy cansada, pero en realidad siempre tengo la impresión de no poder dormir aquí.

Me pregunto cuánto le habrá dicho Murdock. Sin duda alguna, está actuando como una dama de compañía.

Jill se metió en el dormitorio y cerró la cortina con firmeza. Tras unos momentos de silencio, Kinsman se volvió hacia Linda.

—Finalmente solos.

Ella le sonrió.

—¡Vaya! Resulta que estás sentada precisamente donde tengo que instalar esta cámara —dijo, dando un pequeño impulso al aparato terminado, de modo que éste flotó hacia ella, con suavidad.

Linda se levantó con cuidado y lentitud y permaneció tras la silla, agarrándose al respaldo con las dos manos, como si tuviera miedo de caerse. Kinsman se deslizó en la silla y detuvo el ligero movimiento de la cámara con una mano. Mientras trabajaba en el mamparo de sujeción, preguntó:

—¿Te sientes bien, de verdad?

—Sí, de veras.

—¿Crees que podrás ir a EVA mañana?

—Espero que sí… Quiero salir contigo.

Y a mí más bien me gustaría estar dentro contigo. Kinsman sonrió con sorna mientras trabajaba.

Una hora después estaban sentados el uno al lado del otro frente a una de las portillas de observación, mirando hacia la masa curvada de la Tierra, contemplando el esplendor azul y blanco del Pacífico, salpicado de nubes. Kinsman acababa de informar a la estación terrestre de Hawai. El plan de vuelo de la misión permanecía suspendido en el aire, entre ellos, sujeto a una tablilla. Él estaba tratando de estudiarlo, comparando los momentos en que Jill estaría durmiendo con los largos espacios de tiempo que se extendían entre un contacto y otro con las estaciones terrestres, cuando no existiría la menor posibilidad de ser interrumpido.

—Eso de ahí, ¿es tierra? —preguntó Linda, señalando hacia un espeso grupo de nubes que envolvían el horizonte.

Levantando la mirada del plan de vuelo, Kinsman contestó:

—Es la costa sudamericana. Chile.

—Allí hay otra estación de seguimiento.

—Es de la NASA. No pertenece a nuestra red. Nosotros sólo utilizamos estaciones de la Fuerza Aérea.

—¿Por qué se hace así?

—Es ese Murdock, jugando a los soldados —contestó, notando cómo aparecía una expresión fruncida en su rostro—. Se supone que ésta es una operación estrictamente militar. No es que hagamos nada parecido a la guerra. Pero funcionamos como si no existiera ninguna estación civil para ayudarnos. La mierda usual de cada dos por tres.

—¿No estás de acuerdo con el coronel? —preguntó ella, sonriendo.

—En los últimos tiempos sólo ha hecho una cosa con la que estoy totalmente de acuerdo.

—¿Qué es?

—Traerte a ti aquí arriba.

La sonrisa permaneció en su cara, pero sus ojos se apartaron.

—Ahora pareces estar hablando como un soldado.

—¿No como un oficial y un caballero?

Linda volvió a mirarle directamente a los ojos.

—Cambiemos de tema.

—Claro —admitió Kinsman, encogiéndose de hombros—. Está bien. Tú estás aquí para escribir un reportaje. Murdock quiere que la Fuerza Aérea tenga tanta publicidad como la NASA. Y el Pentágono quiere mostrarle al mundo que no tenemos a bordo ningún arma. Somos militares, claro, pero militares amables.

—¿Y tú? —preguntó Linda, ahora seria—. ¿Qué quieres tú? ¿Cómo puede un capitán de la Fuerza Aérea entrar a formar parte de los cadetes del espacio?

—Del mismo modo que sucede todo… se está en un lugar determinado en un momento concreto. Me dijeron que iba a ser astronauta. Todo formaba parte de mi trabajo… hasta mi primer vuelo orbital. Ahora, es un estilo de vida.

—¿De veras? ¿Por qué es así?

—Espera a que salgamos fuera —contestó, sonriendo burlonamente—. Entonces sabrás el porqué.

Jill volvió a salir a la cabina principal precisamente a la hora exacta que marcaba el programa, y a Kinsman le llegó el turno de irse a dormir. En la Tierra raras veces tenía dificultades para dormir, y cuando estaba en órbita nunca. Pero ahora, mientras se abrochaba las mangas de presión alrededor de brazos y piernas, se preguntó cuál sería la reacción de Linda cuando estuviera fuera. Los médicos insistían en que se pusieran aquellas mangas, afirmando que ejercitaban el sistema cardiovascular mientras uno dormía.

Maldita y estúpida molestia, gruñó Kinsman para sí mismo. Seguro que fue idea de algún médico de tierra que no sabía como hacerse famoso.

Finalmente, se introdujo en la hamaca, que parecía un suave capullo, cerrando la cremallera y entornando los ojos, pudo sentir el suave bombeo producido por las mangas de presión. Su último pensamiento consciente fue la inoportuna preocupación de que Linda pudiera sentirse aterrorizada ante EVA.

Cuando se despertó y Linda ocupó su turno de sueño en la hamaca, habló del asunto con Jill.

—Creo que estará bien, Chet. No utilices esos primeros minutos pasados en ingravidez en contra de ella.

—No sé. Aquí arriba sólo hay dos clases de personas: o le encanta a uno, o se siente uno cag… bueno, muy asustado. Y so es algo que no se puede fingir. Si se pone a hacer el mono ahí fuera…

—No lo hará —dijo Jill con firmeza—. Y, de todos modos, estarás allí para ayudarla. Le he dicho que no saldrá mientras tú no hayas terminado con la tarea de apareamiento. Ella quería haberte tomado fotografías mientras estabas trabajando, pero se las arreglará con unas pocas exposiciones fijas.

Kinsman asintió con un gesto, pero la preocupación permaneció. Me pregunto si la enfermera del ejército de Calder tenía miedo a volar.

Se estaba poniendo las botas, apretando su pie libre contra la estantería de equipo para impedir que flotara, cuando Linda salió del dormitorio.

—¿Preparada para dar una vuelta a la manzana? —le preguntó.

Ella sonrió y asintió sin la menor duda.

—Lo espero con impaciencia. ¿Puedo tomarte algunas fotos cuando te cierres la cremallera de tu traje?

Después de todo, quizás esté bien.

Por fin, quedó herméticamente encerrado en el traje de presión. Linda y Jill permanecieron atrás, mientras Kinsman se deslizó hacia la escotilla-esclusa de aire. Se encontraba en el suelo, al final de la cabina donde estaba atracada la nave espacial. Ayudado por Jill, se introdujo por la esclusa de aire y cerró la escotilla. La propia cámara de aire tenía el tamaño de un ataúd. Kinsman medio tenía que doblarse para moverse alrededor de ella. Comprobó su traje y después hizo expulsar el aire de la cámara. Entonces, estuvo preparado para abrir la escotilla exterior.

Estaba bajo sus pies, pero al abrirse, revelando las estrellas, la ingrávida orientación de Kinsman se tambaleó, como si se tratara de una ilusión óptica y, de repente, tuvo la sensación de estar de pie sobre su cabeza, mirando hacia arriba.

—Salgo ahora —dijo por el micrófono de su casco.

—Muy bien —le contestó la voz de Jill.

Salió cuidadosamente a través de la escotilla abierta, agarrándose a su borde con una mano enguantada, una vez que estuvo completamente fuera, del mismo modo que un nadador se agarra a la barandilla durante un momento cuando se desliza por primera vez hacia aguas profundas. Fuera. Haciendo oscilar lentamente su cuerpo, captó la inmensa belleza de la Tierra, brillantemente iluminada incluso a través de su visor oscuro. Más allá de su curvatura se extendía la oscuridad del infinito, con las parpadeantes estrellas observándole con una imperturbable solemnidad.

Ahora estaba solo. Dentro de su propio universo, apretado, autosuficiente, independiente de todo y de todos. Podía cortar la línea umbilical portadora de vida que le unía al laboratorio y flotar eternamente, siguiendo su propio impulso. Y estaría muerto al cabo de dos minutos. ¡Ah, ahí está el problema!

En lugar de hacer lo que pensaba, desenfundó la pequeña pistola de gas de su cinturón y, arrastrando el umbilical, avanzó a chorro hacia la vaina energética. Ésta permanecía suavemente suspendida tras el laboratorio, en forma de un cono truncado, más corto, pero más grueso que el propio laboratorio, con uno de sus bordes brillantemente iluminado por el Sol, y con el resto bañado en la luz más suave reflejada por la parte de la Tierra donde ahora era de día.

La tarea de Kinsman consistía en inspeccionar la vaina energética, comprobar su equipo y finalmente acoplarla al sistema eléctrico del laboratorio. No había necesidad de conectar físicamente los dos cuerpos, puesto que lo único que debía hacer era enlazar un par de cables de energía entre ellos. En la propia vaina energética se habían construido todos los instrumentos necesarios para realizar la tarea —herramientas, líneas energéticas, instrumentos de comprobación—, en espera de que un hombre los utilizara.

En la Tierra habría sido un trabajo muy simple. Pero en la gravedad cero, resultaba complicado. El más ligero movimiento de cualquier parte del cuerpo le desplazaba a uno. Había que luchar contra todos los hábitos innatos de una vida; había que trabajar constantemente para mantenerse en el lugar correcto. Era fácil quedar agotado en gravedad cero.

Kinsman aceptaba todo esto sin dedicarle apenas un pensamiento consciente. Trabajó con lentitud, metódicamente, utilizando tan poco movimiento como le era posible, dejándose deslizar ligeramente hasta que un movimiento más o menos natural de su cuerpo actuaba en sentido opuesto y volvía a impulsarle en dirección contraria. Cabalga sobre las olas, con lentitud y facilidad. Existía un ritmo en su trabajo, el ritmo ensoñador natural de la ingravidez.

Sus audífonos permanecían silenciosos y él no dijo nada. Todo lo que escuchaba era el susurro de los soplos de aire del traje, así como el de su propia y firme respiración. Todo lo que veía era su trabajo.

Finalmente, regresó con propulsión a chorro hacia el laboratorio, remolcando el par de gruesos cables. Encontró los conectores que le esperaban en la pared lateral del laboratorio e insertó las clavijas de los cables. Te nombro fuente de energía del laboratorio. Inspeccionó las luces de comprobación, situadas a lo largo de los conectares. Todas estaban verdes. Que produzcas muchos kilovatios.

Balanceándose de un manillar a otro, a lo largo de la longitud del laboratorio, recorrió el camino que le separaba de la esclusa de aire.

—Bien, ya está listo. ¿Cómo está Linda?

—Preparada —replicó Jill.

—Hazla salir.

Ella salió con lentitud, haciendo oscilar con vacilación los pies, que fueron los primeros en aparecer por la esclusa de aire de aspecto bulboso. Eso le recordó a Kinsman una película en la que se observaba cómo paría una ballena.

—Bienvenida al mundo real —le dijo cuando su cabeza surgió por la escotilla de la esclusa.

Ella se volvió para contestarle y él escuchó su boqueada de asombro y se dio cuenta de que él le gustaba a ella.

—Es… es…

—Asombroso —le sugirió Kinsman—. Y mírate a ti misma… sin necesidad de manos.

Linda flotaba libremente, con el traje presurizado cargado con cámaras y el umbilical flexionándose con suavidad tras ella. Kinsman no podía ver su rostro a través del visor oscuro, pero pudo escuchar el asombro en su voz, e incluso en su respiración.

—No he visto nunca nada tan absolutamente abrumador… Y entonces, de repente, toda ella fue actividad, buscando una cámara, enfocando hacia la Tierra y las estrellas y la distante Luna, y haciendo fotografías con rapidez. Se movía con excesiva rapidez y empezó a dar volteretas. Kinsman se impulsó hacia ella con su pistola a chorro y la mantuvo firme, sosteniéndola por los hombros.

—¡Eh, tómalo con calma! No van a desaparecer. Y dispones de mucho tiempo.

—Quiero hacerte algunas fotografías junto al laboratorio. ¿Puedes volver a la vaina y hacer algunos de los movimientos que hiciste mientras trabajabas?

Kinsman posó para ella, contestó sus preguntas, rescató una cámara cuando se le escapó de entre las manos y no la pudo alcanzar mientras se alejaba de su lado.

—Aquí fuera no resulta fácil juzgar las distancias —le dijo, devolviéndole la cámara.

Jill les llamó dos veces, pidiéndoles que regresaran.

—Chet, ¡ya te has pasado quince minutos del tiempo límite!

—Queda un buen margen de tiempo en el programa. Nos podemos quedar aquí un poco más.

—Vas a conseguir que ella termine agotada.

—Me siento muy bien, de veras —dijo Linda con su voz lírica.

—¿Cuánta película te queda? —le preguntó Kinsman.

—Seis fotos más —contestó, tras mirar la cámara.

—Muy bien. Regresaremos cuando las haya hecho, Jill.

—¡Se va a hacer de noche dentro de cinco minutos!

Volviéndose a Linda, que estaba flotando con la cabeza hacia abajo, con la Tierra cubierta de nubes tras ella, le dijo:

—Guarda las fotos para la puesta del Sol y cuando se produzca hazlas todas lo más rápidamente que puedas.

—¿La puesta de Sol? ¿Hacia dónde tengo que enfocar?

—Lo sabrás en cuanto se produzca. Sólo observa. Se produjo con rapidez, pero Linda también lo fue. A medida que el laboratorio oscilaba en su órbita hacia las sombras nocturnas de la noche, el Sol cayó en el horizonte, lanzando unos pocos y espectaculares momentos de los rojos y los naranjas más puros y finalmente un azul que conmovía el corazón. Kinsman observó en silencio, escuchando la respiración de Linda, que se hacía más rápida a medida que iba haciendo funcionar la cámara.

Después, quedaron envueltos por la oscuridad. Kinsman encendió la lámpara de su casco. Linda seguía allí, colgada, con la cámara aún en la mano.

—Es… imposible de describir —su voz parecía vacía, agotada—. Si no lo hubiese visto… de no haberlo captado en película. No creo que sea capaz de convencerme de que no estaba soñando.

La voz de Jill sonó ásperamente en los audífonos de Kinsman.

—¡Chet, entra! Estar ahí fuera, en la oscuridad, va en contra de todas las reglas de seguridad.

Él miró hacia el laboratorio. Las luces eran visibles a lo largo de su longitud y las portillas aparecían iluminadas desde el interior. De no haber sido así, apenas si podría haberlo distinguido, aunque sólo estuviese a unos pocos metros de distancia.

—Está bien, está bien. Enciende la luz de la esclusa, para que podamos ver la escotilla,

Linda seguía murmurando cosas sobre la vista exterior mucho después de haberse quitado los trajes presurizados, e incluso tras haber comido bocadillos y dulces.

—¿Has estado alguna vez ahí fuera? —le preguntó a Jill.

Sentada sobre el borde del banco de biología, cerca de la colonia de ratas, Jill asintió con brevedad.

—Dos veces.

—¿No te parece espectacular? Espero que salgan bien las fotos. Algunos de los mandos de la cámara…

—Saldrán bien —afirmó Jill—. Y si no es así, disponemos de un montón de fotos que puedes utilizar.

—¡Oh! Pero no tendríamos las fotos de Chet trabajando en la vaina energética.

—¿Es que no vas a tomar más fotos aquí? —preguntó Jill, encogiéndose de hombros—. Si quieres tomar algunas fotos de verdaderos veteranos del espacio, tendrías que captar a estos ratones. Hace ya varios meses que están aquí arriba, viviendo estupendamente y criando familias. Y ellos no arman tanto jaleo por eso.

—Bueno, algunos de nosotros hacemos cosas excitantes —dijo Kinsman—, y otros se dedican a cuidar a las ratas.

Jill le dirigió una mirada brillante.

Kinsman observó su reloj de pulsera y dijo:

—Chicas, es mi hora de descanso. He tenido un día agotador: mecánico, guía turístico y modelo para el Life. Trabajo, trabajo y más trabajo.

Se deslizó junto a Linda con una sonrisa, que mantuvo para Jill al pasar a su lado. Su mirada seguía siendo brillante. Cuando se despertó de nuevo y regresó a la cabina principal, Jill estaba hablando agradablemente con Linda, mientras las dos mujeres permanecían inclinadas sobre el microscopio y la estantería de especímenes del banco de biología.

Linda fue la primera en verle.

—¡Hola! Jill me ha estado enseñando las esporas que está estudiando. Y he fotografiado a los ratones. Quizás salgan en la portada, en tu lugar.

—Te ha estado envenenando la mente contra mí —comentó Kinsman, sonriendo burlonamente.

Pero en su interior, se preguntó: ¿Qué diablos le habrá estado diciendo Jill sobre mí?

Jill tomó impulso hacia el panel de control, recogió la tablilla donde estaba indicado el programa de la misión y le dio un ligero impulso hacia Kinsman.

—Control de Tierra dice que todas las comprobaciones de la vaina energética son verdes —le informó—. Hiciste un buen trabajo.

—Gracias —dijo, cogiendo la tablilla—, ¿A quién le toca descansar ahora?

—A mí —contestó Jill.

—Muy bien. ¿Se está cociendo algo especial?

—No. Todo sigue el horario previsto. La siguiente transmisión de información se producirá dentro de doce minutos. Estación Kodiak.

—Que duermas bien —dijo Kinsman, asintiendo con un gesto.

Una vez que Jill hubo cerrado la cortina del dormitorio, Kinsman se llevó el programa de la misión hacia el panel de control y se sentó. Linda permaneció en el banco de biología, a unos tres pasos de distancia.

Kinsman comprobó el panel de instrumentos, echándole un rápido vistazo y después se volvió hacia Linda.

—Bueno, ¿sabes ya a qué me refería cuando dije que esto era un estilo de vida?

—Creo que sí. Es tan diferente…

—Es lo verdadero. Libertad completa. Un mundo nuevo y estupendo. Después de haber pasado diez minutos en EVA, todo lo demás no tiene ni comparación.

—Fue algo realmente excitante.

—Más que eso. Es vida. El estar en el suelo es un fastidio. Ahora, hasta el volar en un avión es un aburrimiento. Aquí es donde está la diversión…, ahí fuera, en órbita, y también en la Luna. Es casi tan cerca del cielo como cualquiera podría haber soñado.

—¿Estás hablando en serio?

—Por completo. Hasta he estado pensando en pedirle a Murdock que me transfiriera a la NASA. Las misiones de la fuerza Aérea no incluyen la Luna, y a mí me gustaría caminar por el nuevo mundo, ver los paisajes.

—Me temo que no soy tan entusiasta —le dijo ella, sonriéndole.

—Bueno, piénsalo por un momento. Aquí arriba, eres libre. Realmente libre por primera vez en tu vida. Todas las leyes, reglas y prejuicios que te han estado metiendo en la cabeza durante toda tu vida…, todos están allá abajo. Aquí arriba es como un principio nuevo. Puedes ser tú misma y hacer tus propias cosas… y nadie puede decirte que lo hagas de otro nodo.

—Mientras alguien te proporcione aire y comida y agua y…

—Ése es el extremo físico de la cuestión, claro. Vivimos en microcosmos, por cortesía de la industria aeroespacial y de la Comisión Científica de las Fuerzas Aéreas. Pero no hay nada que nos ate. Aquí arriba, los jefazos no pueden hacernos seguir sus reglas. Las reglas las escribimos nosotros mismos… Por primera vez desde 1776, estamos redactando nuestras propias reglas.

Ahora, Linda parecía pensativa. Kinsman no sabía si es que se sentía realmente impresionada por sus pensamientos, si sabía adonde quería ir a parar. Se volvió hacia el panel de control y volvió a estudiar el plan de vuelo de la misión. Había considerado cuidadosamente todas las oportunidades, hasta dejarlas reducidas a dos. Las dos mañana, sobre Océano índico. De cuarenta a cincuenta minutos entre las estaciones de Tierra y con Jill dormida en ambas ocasiones.

—AF-9, aquí Kodiak.

Extendió la mano hacia el conmutador de radio.

—Aquí AF-9, Kodiak. Adelante.

—Estamos recibiendo alto y fuerte su transmisión automática de información.

—Roger, Kodiak. Aquí, todo normal. El marco de la misión sigue sin cambiar.

—Muy bien, Nueve. No tenemos nada nuevo para ti. ¡Oh, espera…! Chet, Lew Regneson está aquí y dice que apuesta por ti para que mantengas el honor de la Fuerza Aérea. Mantenlos volando.

Conservando la expresión de su rostro lo más imperturbable posible, Kinsman contestó:

—Roger, Kodiak. El marco de la misión sigue sin cambiar.

—¡Buena suerte!

La expresión pensativa de Linda se había hecho más profunda.

—¿A qué venía todo eso? —preguntó.

Él miró directamente aquellos fríos ojos azules y contestó:

—Que me cuelguen si lo sé. Regneson pertenece al equipo de astronautas, y está asignado a Kodiak desde hace seis semanas. Debe sentirse helado. Pensé que era mejor seguirle la broma.

—Ya entiendo.

Pero no parecía estar muy convencida.

—¿Has comprobado algunas de tus fotos en el proyector?

—No —contestó Linda, sacudiendo la cabeza—. No quiero arriesgarlas en vuestro equipo automático. Las revelaré yo misma cuando regresemos.

—Es un equipo excelente —dijo Kinsman.

—Yo soy muy exigente.

Kinsman se encogió de hombros y dejó pasar la observación.

—¿Chet?

—¿Qué hay?

—Esa vaina energética…, ¿para qué es? El coronel Murdock se puso terriblemente desconcertado cuando se lo pregunté.

—Se supone que no debe saberlo nadie hasta que se haga el anuncio en Washington…, probablemente cuando regresemos. No te lo puedo decir oficialmente —sonrió, con sorna—, pero en fuentes generalmente bien informadas se cree que va a proporcionar energía a un equipo de radar que será puesto en órbita el mes que viene. El radar formará parte de nuestro sistema de prevención MAB.

—¿Misiles Anti-Balísticos?

Kinsman hizo un gesto de asentimiento y explicó:

—Desde la órbita se pueden detectar los lanzamientos de misiles mucho antes, lo que proporciona un mayor tiempo de advertencia a los Estados Unidos.

—Así que tu mundo nuevo también está envuelto en la guerra.

—Algo así —admitió Kinsman, frunciendo el ceño—. Los radares no matarán a nadie, desde luego. Pero pueden salvar vidas.

—Pero éste es un satélite militar.

—Desarmado. Hay dos cosas que este nuevo mundo no conoce aún: la muerte y el amor.

—Han muerto hombres…

—No en órbita. En el viaje de reentrada. En tierra, o en accidentes aéreos. Pero aquí no ha muerto nadie. Y tampoco nadié ha hecho el amor.

A Kinsman le pareció que ella sonreía, a pesar de sí misma.

—¿Ha habido alguna posibilidad?

—Bueno, los rusos han tenido cosmonautas mujeres. Jill sido la primera mujer norteamericana en ser puesta en órbita. Tú eres la segunda.

Linda se quedó pensando un momento.

—Esto no es exactamente la suite nupcial del Waldorf… realidad, he visto habitaciones de motel mejores que esto lo largo de la autopista de Jersey.

—¡Los pioneros siempre tienen que desbastar!

—Yo soy una fotógrafo, Chet, no una pionera.

Kinsman se alzó de hombros y extendió las manos, en un gesto de desamparo, haciendo un movimiento que le obligó sacudirse ligeramente en la silla.

—Golpe tres. Estoy fuera.

—Mejor suerte para la próxima vez.

—Gracias.

Volvió su atención hacia el plan de vuelo de la misión. La próxima vez será exactamente dentro de dieciséis horas, monada.

Cuando Jill salió del dormitorio, le tocó a Linda el turno de dormir. Kinsman permaneció en el panel de control, sorbiendo de un recipiente de café caliente. Todas las luces del panel eran verdes. Jill estaba obteniendo una muestra de sangre de uno de los ratones blancos.

—¿Qué tal están?

—Estupendamente —contestó ella, sin levantar la mirada—. Se han adaptado maravillosamente a la ingravidez. El nivel de calcio es equilibrado, el tono muscular es bueno…

—Entonces, ¿hay esperanzas para los tipos de dos patas como nosotros?

Jill volvió a colocar al ratón en la entrada de la colonia y cerró la abertura. El animal atravesó rápidamente la entrada para reunirse con su clan, en el transparente rompecabezas plástico de los túneles.

—No veo ninguna razón física por la que los humanos no puedan vivir indefinidamente en órbita —contestó ella.

Kinsman captó una ligera pero clara tensión en la palabra física.

—¿Crees que puede haber problemas emocionales a largo plazo?

—Chet, puedo ver problemas emocionales en una misión de tres días —dijo Jill, introduciendo la muestra de sangre en un tubo de ensayo herméticamente cerrado.

—¿Qué quieres decir?

—Vamos —dijo ella, con una expresión que era mezcla de desilusión y disgusto—. Es evidente lo que estás tratando de hacer. Cada vez que está ella a la vista, se te mueve la cola como la de un perrito.

—No has estado durmiendo mucho, ¿verdad?

—No he estado escuchando, si es eso lo que quieres dar a entender. Sólo he estado observando cómo la mirabas. Y algunos de los mensajes procedentes de Tierra… ¿Está toda la Fuerza Aérea en esto? ¿Cuánto dinero se está apostando?

—No tengo relación con ninguna clase de apuestas. Yo sólo…

—Sólo estás corriendo el riesgo de echar a perder esta misión y quizá de matarnos a los tres, simplemente para demostrar que tú eres Tarzán y ella es Jane.

—Maldita sea, Jill, ahora hablas como si fueras Murdock.

La expresión agria de su rostro se hizo ahora más profunda.

—Está bien. Eres un gran chico. Si quieres jugar a ser Tarzán mientras estás de servicio, es asunto tuyo. No me interpondré en tu camino. Me tomaré una píldora para dormir y me quedaré en el saco.

—¿Lo harás?

—Así es. Podrás tener a tu muñequita rubia, y buena suerte. Pero te voy a decir una cosa… Es una farsante. He estado hablando con ella el tiempo suficiente como para darme cuenta de eso. Tú estás tratando de utilizarla, pero ella también nos está utilizando a nosotros. Mientras tú estabas durmiendo, trató de sonsacarme sobre la vaina energética. Ella está aquí por razones propias, Chet, y si juega contigo, ten seguro que no será por el romanticismo y la aventura.

Dios Todopoderoso, ¡Jill está celosa!

El ambiente estaba tenso y tranquilo cuando Linda regresó, procedente del dormitorio. Los tres trabajaron por separado: Jill mimando la colonia de algas situada en la estantería, sobre el banco de biología; Kinsman sacando metódicamente la película de las cámaras de observación, para su envío a la Tierra, y recargándolas; Linda haciéndoles fotos a ambos, con eficacia.

Control de Tierra llamó para preguntar cómo iban las cosas. Tanto Jill como Linda lanzaron agudas miradas hacia Kinsman, quien se limitó a contestar:

—Seguimos el esquema de la misión. Todos los sistemas en verde.

Compartieron una comida de pastas y tubos, manteniéndose en silencio durante la mayor parte del tiempo y entonces le tocó a Kinsman el turno de dormir. Pero no lo hizo sin-comprobar antes el plan de vuelo de la misión. Jill será la siguiente y después estaremos cuatro horas solos, incluyendo \n trozo sobre el Océano Indico.

Cuando le tocó el turno a Jill, Kinsman llamó inmediatamente a Linda, pidiéndole que se acercara al panel de control, con el pretexto de enseñarle la imagen de radar de un satélite ruso.

—Nos estamos acercando ahora.

Estaban el uno al lado del otro, junto al panel, mirando la pantalla de radar, de un brillo naranja, lo bastante cerca como para que Kinsman percibiera un matiz de perfume muy femenino.

—Sólo está a mil kilómetros de distancia.

—¿Por qué no hacéis parpadear las luces cuando pasan?

—No va tripulado.

—¡Oh!

—Aquí arriba es un poco como en la Primera Guerra Mundial —dijo Kinsman, incorporándose—. El simple hecho de estar aquí es más importante que la nación a la que se pertenece.

—¿Y los rusos también piensan de ese modo?

—Creo que sí —contestó él, asintiendo con un gesto.

Ella permaneció frente a él, tan cerca que casi se tocaban.

—¿Sabes? —dijo Kinsman—. La primera vez que te vi en la base, pensé que eras una modelo fotográfica… y no la verdadera fotógrafa.

Separándose ligeramente de él, contestó:

—Empecé como modelo… —y su voz se desvaneció.

—No te detengas. ¿Qué ibas a decir?

Kinsman se dio cuenta de que en ella algo había cambiado. Mantenía una actitud fríamente amistosa, pero ahora estaba alerta, cautelosa…, ¿enfadada? Encogiéndose de hombros, Linda dijo:

—El ser modelo es un callejón sin salida. Finalmente, llegué a la conclusión de que había mucho más futuro estando al otro lado de la cámara.

—Tienes demasiada inteligencia para ser modelo.

—No me halagues.

—¿Y por qué diablos voy a halagarte?

—No estamos en la Tierra.

—Touché.

Ella se alejó hacia la cocina. Kinsman la siguió.

—¿Cuánto tiempo hace que estás al otro lado de la cámara?

—Se supone que debo ser yo quien consiga la historia de tu vida, y no viceversa —le dijo, volviéndose hacia él.

—Está bien… Hazme algunas preguntas.

—¿Cuánta gente sabe que se supone que tú has de tener relaciones conmigo aquí?

Kinsman sintió la sonrisa en su rostro, como una acción automática de enmascaramiento. ¡Qué diablos!, pensó. En voz alta, replicó:

—No lo sé. Todo empezó como una pequeña broma entre unos pocos de los chicos…, al parecer, se ha corrido la voz.

—¿Y cuánto dinero esperas ganar o perder? —preguntó ella, sin sonreír.

—¿Dinero? —Kinsman se sintió realmente sorprendido—. El dinero no forma parte de esto.

—¿De veras?

—No, al menos conmigo —insistió.

La tensión del cuerpo de Linda pareció relajarse un poco.

—Entonces, ¿por qué…? Quiero decir…, ¿a qué viene todo esto?

Kinsman volvió a exteriorizar su sonrisa y tomó impulso hacia la silla más próxima, sentándose.

—¿Por qué no? Eres endiabladamente bonita, ninguno de los dos tiene lazo alguno, nadie lo ha intentado antes en gravedad cero… ¿Por qué no lo vamos a hacer?

—¿Pero por qué iba a hacerlo yo?

—Ésa es la gran cuestión. Eso es lo que lo convierte todo en una aventura.

Ella le miró pensativamente, reclinando su alta estructura contra los paneles de la cocina.

—¿Así de simple? Una aventura. ¿No hay nada más que eso?

—Depende —contestó Kinsman—. Es difícil decirlo antes de tiempo.

—Vives en un mundo muy simple, Chet.

—Trato de hacerlo. ¿Tú no?

—No —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Mi mundo es muy complejo.

—Pero incluye el sexo.

Ahora ella sonrió, pero no había ningún placer en su sonrisa.

—¿Tú crees?

—¿Quieres decir que nunca…? —la voz de Kinsman parecía incrédula, incluso para sí mismo.

Ella no contestó.

—¿Nunca? No me lo puedo creer…

—No —dijo ella—, nunca por… por una aventura. Por seguridad en el trabajo, sí. Por lograr las misiones buenas, por lograr que me enseñaran a manejar una cámara, en primer lugar. Pero nunca por diversión…, al menos, hace mucho, muchísimo tiempo que no ha sido por diversión.

Kinsman miró aquellos helados ojos azules y vio que estaban completamente secos y que le observaban directamente a él. Notó una sensación extraña en su interior. Extendió una mano hacia ella, pero Linda no movió un Solo músculo.

—Eso…, eso es una forma de vivir condenadamente sola —dijo.

—Sí, lo es —admitió con un tono de voz tan cortante como la hoja de un cuchillo, sin el menor rastro de autocompasión.

—Pero…, ¿cómo ocurrió? ¿Por qué…?

Ella apoyó la cabeza contra los paneles de la cocina, apartando los ojos, como si mirara hacia el pasado.

—Tuve una hija. Él no la quiso. Tuve que desprenderme de ella, para que la adoptaran… O hacía eso, o abortaba. Ahora debe tener cinco años… No sé dónde está —se enderezó y volvió a mirar a Kinsman—. Pero descubrí que el sexo sirve para hacer niños o para hacer carreras, no para divertirse.

Kinsman permaneció sentado, con la sensación de haber recibido un golpe bajo. El único sonido que se escuchaba en la cabina era el débil zumbido de la maquinaria eléctrica, el susurro de los acondicionadores de aire.

—Quisiera que pudieras verte la cara —dijo finalmente Linda, con una sonrisa burlona—. Tarzán, el Hombre Mono, tratando de descubrir un reactor nuclear.

—El único problema con gravedad cero —murmuró él—, es que no puede uno ahorcarse.

Según le pareció a Kinsman, Jill notó que algo andaba mal. Desde el momento en que salió del saco, pareció husmear, lanzando miradas enigmáticas. Finalmente, cuando Linda se retiró para pasar su último período de descanso antes del regreso, Jill le preguntó:

—¿Qué tal os va a los dos?

—Muy bien.

—¿De veras?

—De veras. Vamos a abrir aquí un «Club Playboy». ¿Quieres ser un conejito?

—De ésos ya tienes bastantes —contestó ella, arrugando la nariz.

Los dos trabajaron en tareas separadas, en silencio, durante más de una hora. Kinsman estaba concentrado en volver a calibrar el mapa de radar, cuando Jill le alcanzó un recipiente con café caliente.

Él se volvió en la silla. Jill estaba a su lado. No era mucho más alta que su estatura sentado.

—Gracias.

La expresión del rostro de Jill era muy seria.

—Algo te está preocupando, Chet. ¿Qué te ha hecho ella?

—Nada.

—¿De veras?

—¡Por el amor de Dios, no vuelvas a empezar con eso! No ha ocurrido nada, absolutamente nada. Quizá sea eso lo que me está preocupando,

—No —dijo ella, sacudiendo la cabeza—, tú estás preocupado por algo y no se refiere a ti mismo.

—No seas tan terriblemente dramática, Jill.

Ella le puso una mano sobre el hombro.

—Chet… Sé que todo esto no es más que un juego para ti, pero la gente no puede quedar herida con esta clase de juego y… bien…, no hay en la vida nada que sea tan bueno como una espera que sea.

Levantando la mirada hacia sus ojos, que le observaban intensamente, Kinsman sintió cómo se desvanecía su irritación.

—Está bien, muchacha. Gracias por la filosofía. Sin embargo, ya soy un chico grandecito y sé muy bien de qué va todo…

—Crees saberlo.

—Está bien —admitió, encogiéndose de hombros—. Creo saberlo. Quizá no haya nada tan bueno como debería ser, pero «un hombre es inocente hasta que se demuestre su culpabilidad, y todo lo que es nuevo es tan bueno como el oro hasta que se descubre alguna mancha. ¡Esa es mi filosofía por el momento!

—Muy bien, haragán —dijo Jill, sonriendo tristemente—, Ya puedes ser el Hombre Mono, si quieres. Combátelo tú mismo. Pero no quiero ver que ella te haga daño.

—No me voy a hacer ningún daño.

—En eso confías —dijo Jill—. Muy bien, si puedo hacer algo…

—Sí, hay algo.

—¿Qué?

—Cuando vuelvas a dormirte, asegúrate de que Linda te ve tomar una pastilla para dormir. ¿Querrás hacerlo?

El rostro de Jill se quedó sin expresión.

—Claro —contestó monótonamente—. Cualquier cosa por un compañero oficial.

Unas horas después, representó todo un espectáculo para tomarse una pastilla para dormir, con el propósito de descansar muy bien su último período antes de que se produjera el regreso. A Kinsman le pareció que Jill lo hacía deliberadamente con demasiado descaro

—¿Siempre tomáis somníferos en el último período de descanso? —preguntó Linda, una vez que Jill se hubo metido en el dormitorio.

—Debemos estar completamente alerta y descansados —replicó Kinsman— para el vuelo de regreso. La reentrada es la parte más compleja de toda la operación.

—¡Oh! Entiendo.

—Sin embargo, no hay nada de qué preocuparse —añadió Kinsman.

Se dirigió hacia el panel de control y se ocupó de las tareas exigidas por el desarrollo de la misión. Linda permaneció ligeramente sentada en la silla más próxima, al alcance de su brazo. Kinsman habló brevemente con la estación Kodiak, según el programa, e hizo una anotación en el cuaderno.

Tres estaciones terrestres más y estaremos sobre el Océano Indico, con espacio y tiempo suficientes.

Pero no levantó la cabeza del panel de control; comprobó el funcionamiento de cada uno de los sistemas a bordo del laboratorio, haciendo oscilar sus dedos sobre los botones de control, dirigiendo la mirada hacia las luces rojas, ámbar y verdes que le indicaban cómo estaba funcionando la maquinaria mecánica y eléctrica del laboratorio.

—¿Chet?

—Sí.

—¿Estás… resentido conmigo?

—No —contestó, sin mirarla—, estoy ocupado. ¿Por qué iba a estar resentido contigo?

—Bueno, quizá no resentido, pero…

—¿Extrañado?

—Extrañado, herido, algo así.

Marcó una entrada en el teclado de la computadora, a su lado. Después, se volvió hacia ella.

—Linda, en realidad no he tenido tiempo para averiguar lo que siento. Eres una mujer complicada, quizá demasiado complicada para mí. La vida ya tiene suficientes complicaciones en sí misma.

La boca de ella se abrió un poco.

—Por otra parte —añadió él—, nosotros, los norteamericanos de origen, debemos permanecer juntos. No quedamos muchos.

Eso hizo que ella sonriera débilmente.

—Yo no soy norteamericana de origen. Mi verdadero nombre es Szimanski… Me lo cambié cuando empecé a trabajar de modelo.

—¡Oh! Ésa es otra complicación.

Ella estaba a punto de contestar cuando sonó el altavoz de la radio.

—AF-9, aquí Cheyenne. Cheyenne a AF-9.

Kinsman se inclinó sobre el panel y apretó el conmutador del transmisor.

—AF-9 a Cheyenne. Os oigo débilmente, pero sin interferencias.

—Roger, Nueve. Te estamos recibiendo telemétricamente. Desde aquí, todos los sistemas están verdes.

—La comprobación manual de los sistemas también es verde —dijo Kinsman—. El programa de la misión se desarrolla perfectamente. Sin desviaciones. Aproximadamente el noventa por ciento de las tareas ya están cumplidas.

—Roger. Control de Tierra sugiere que empieces a comprobar la nave espacial a partir de la siguiente órbita. El regreso está previsto para dentro de diez horas.

—De acuerdo. Lo haremos.

—Muy bien, Chet. Todo parece bien desde aquí. ¿Alguna otra cosa que informar, viejo Padre Creador?

—Métete en tus propios asuntos —replicó, apagando el transmisor.

Linda le estaba sonriendo.

—¿Qué hay de divertido en eso? —preguntó Kinsman.

—Tú. Te estás volviendo muy susceptible con todo esto.

—Seguramente, esto va a seguir siendo susceptible durante mucho tiempo. Esos tipos van a ir detrás de mí durante años por esto.

—Siempre puedes contarles mentiras.

—¿Sobre ti? No, no creo que pueda hacerlo. Si la mujer fuese anónima, sería otra cosa. Pero todos ellos te conocen, saben dónde trabajas…

—Eres un oficial muy galante. Supongo que esa clase de rumor llegaría hasta Nueva York.

—Hasta podrías convertirlo en titular de la primera página del National Enquirer —bromeó Kinsman, sonriendo burlonamente.

Ella se echó a reír.

—Apostaría a que publicarían alguna de mis viejas fotografías en bikini.

—Ten cuidado ahora —dijo Kinsman, extendiendo hacia ella una mano, en señal de advertencia—. No agites mi imaginación más de lo que está. Ahora mismo lo estoy pasando muy mal por ser galante.

Permanecieron aparte, en silencio, con Kinsman sentado ante el panel de control, mientras Linda se deslizaba hacia la cocina, llegando casi a tocar la cortina que les separaba el dormitorio.

El centro de control terrestre llamó y Kinsman dio un breve informe. Cuando volvió a mirar hacia Linda, ella estaba sentada frente a la portilla de observación, al otro lado del pasillo. Mirando a Kinsman, la expresión de su rostro parecía ahora preocupada, y sus ojos…, no estaba muy seguro de lo que veía en sus ojos. Parecían diferentes: ya no eran fríos, y tampoco calculadores; parecían despiertos, preocupados, casi asustados.

Kinsman permaneció en silencio. Comprobó y volvió a comprobar el tablero de control, asegurándose absolutamente de que cada válvula y cada transistor de a bordo estaba funcionando a la perfección. Miró su reloj: Faltan cinco minutos para que llame Ascensión. Volvió a comprobar el estado del panel iluminado.

Ascensión llamó exactamente en el momento previsto. Notando cómo aumentaba la tensión en su interior, Kinsman dio su informe habitual de un modo deliberadamente tranquilo y mecánico. Ascensión se despidió.

Echando una última y larga mirada a los controles, Kinsman se elevó de la silla con un impulso y se balanceó hacia Linda, tocando ligeramente con las manos los manillares situados a lo largo de las estanterías.

—Has estado terriblemente quieta —le dijo, permaneciendo sobre ella.

—He estado pensando en lo que dijiste hace un rato —¿qué había en sus ojos? ¿Esperanza? ¿Temor?—. Ha… ha sido una vida condenadamente Solitaria, Chet.

El la tomó por el brazo y la levantó suavemente de la silla, hacia sí, besándola.

—Pero…

—Está bien —susurró él—. Nadie nos molestará. Nadie lo sabrá.

Ella sacudió la cabeza.

—Las cosas no son así de fáciles, Chet. No son tan simples.

—¿Por qué no? Estamos aquí juntos… ¿qué hay de complicado?

—Pero…, ¿no hay algo que te molesta? Estás flotando como en un sueño. Estás rodeado por máquinas de guerra, estás viviendo cada minuto con el peligro. Si falla una bomba o cae un meteorito…

—¿Crees que se está más seguro allá abajo?

—Pero la vida es compleja, Chet. Y el amor…, bueno, hay en él algo más que simple diversión.

—Pues claro que lo hay. Pero también existe para ser disfrutado. ¿Qué hay de malo en aprovechar una oportunidad cuando se presenta? ¿Qué puede haber tan condenadamente complicado o importante? Estamos por encima de las preocupaciones y angustias de la Tierra. Quizá sea sólo durante unas pocas horas, pero se trata de un aquí y un ahora, de nosotros. Ellos no pueden tocarnos, no pueden obligarnos a hacer nada, ni impedir que hagamos lo que deseamos hacer. Dependemos de nosotros mismos. ¿Comprendes? Dependemos completamente de nosotros mismos.

Ella asintió con un gesto. Seguía teniendo los ojos muy abiertos, con la mirada de un animal asustado. Pero sus manos se deslizaron alrededor de él y juntos se desplazaron hacia el panel de control. Sin decir nada, Kinsman apagó las luces que brillaban sobre ellos, de modo que todo lo que vieron fue el brillo del panel de control y el parpadeo de la computadora, mientras ésta murmuraba para sí misma.

Ahora estaban en su propio mundo, en su cosmos privado, flotando libremente, con suavidad, en la oscuridad. Tocándose desplazándose, uniéndose, buscando los nuevos mares y continentes, exploraron su mundo.

Jill permaneció en la hamaca hasta que Linda entró en el dormitorio, tranquilamente, para ver si ya se había despertado. Kinsman estaba sentado ante el panel de control, sintiéndose no cansado, pero sí extrañamente entumecido.

El resto del vuelo fue de estricta rutina. Jill y Kinsman hicieron sus trabajos, hablaron el uno con el otro cuando tuvieron que hacerlo. Linda descabezó un breve sueño, y después regresó para hacer unas últimas fotografías. Finalmente, se introdujeron de nuevo en la nave espacial, la desacoplaron del laboratorio, e iniciaron el largo vuelo de regreso a la Tierra.

Kinsman echó un último vistazo a la majestuosa belleza el-planeta, sereno e incomparable entre las estrellas, antes de tocar el botón que deslizaba sobre su portilla de visión la tapa protectora contra el calor. Después, sintieron la agitación del impulso del cohete y penetraron en la atmósfera, sabiendo que el aire caliente, más allá de toda posibilidad de supervivencia, les rodeaba como una garra feroz, convirtiendo su diminuta nave en una estrella llameante que caía. Presionado contra su asiento a causa de la aceleración, Kinsman dejó que los controles automáticos le dirigieran a traves del proceso de reentrada, a través del calor y de la golpeante turbulencia, bajando a una altura en la que su excelente nave pudiera volar como un avión-cohete.

Se hizo cargo del control y dirigió la nave hacia la base de la Fuerza Aérea, en Patrick, hacia el mundo de los hombres, del tiempo meteorológico, de las ciudades, de las jerarquías y las regulaciones oficiales. Lo hizo solo, en silencio; no necesitaba la ayuda de Jill, ni la de nadie. Dirigía la nave desde el interior de su traje presurizado herméticamente cerrado, frunciendo el ceño a través del visor de su casco ante las luces que se iban encendiendo en el panel.

Automáticamente, comprobó con el control de Tierra y recibió permiso para subir la pantalla protectora contra el calor. La portilla de visión le permitió contemplar un espacio nubes oscuras extendiéndose desde el mar, sobre la playa, metiéndose tierra adentro. Ahora, sus audífonos estaban vivos con las voces de otros hombres: condiciones del viento, comprobaciones de altura, estimaciones de velocidad. Sabía, aunque no podía verlos, que dos aviones a reacción viajaban tras él, con sus cámaras enfocadas sobre la nave espacial que acababa de regresar. Para proporcionar pruebas en caso de accidente.

Se metieron entre las nubes y una oleada de neblina gris cubrió la portilla de visión. Los ojos de Kinsman se pegaron a la pantalla de radar, situada ligeramente a su derecha. La nave se estremeció brevemente y después terminaron de atravesar la capa de nubes y pudo ver la larga cinta negra de la pista, extendiéndose ante él. Tiró ligeramente de los controles, con las manos y los pies actuando instintivamente, volaron por encima de una extensión de vegetación baja y después dirigió la nave hacia la pista. Los patines de aterrizaje hicieron contacto, pegando un salto momentáneo, y después volvieron a tomar el suelo con un chillido rechinante. Se deslizaron durante más de un kilómetro y medio antes de detenerse.

Se reclinó después contra el asiento y sintió su cuerpo bañado en sudor.

—Buen aterrizaje —dijo Jill.

—Gracias.

Apagó todos los sistemas de la nave, moviendo las manos automáticamente, en respuesta a un largo proceso de entrenamiento. Después, levantó la visera de su casco, se levantó y abrió la escotilla.

—El viaje ha terminado —dijo, con voz cansada—. Todo el mundo fuera.

Subió, saliendo por la escotilla, notando su propio peso con una repentina sensación de resentimiento, y después ayudó a Linda y finalmente a Jill a salir de la nave. Descendieron a la superficie negra de la pista. Dos camiones, una ambulancia y dos vehículos contra incendios rodaban hacia ellos desde sus estacionamientos, al final de la pista, a casi un kilómetro de distancia.

Lentamente, Kinsman se quitó el casco. El calor de Florida y la humedad le molestaban ahora. Jill anduvo unos pasos, separándose de él, dirigiéndose hacia los vehículos que se aproximaban.

Él avanzó hacia Linda. Ella también se había quitado el casco y llevaba una bolsa llena de película filmada.

—He estado pensando —le dijo a ella—. Ese asunto sobre el llevar una vida solitaria…, ya sabes. No eres la única. Y no tiene por qué ser de ese modo. Puedo ir a Nueva York en cuanto…

—¿Quién se está tomando ahora las cosas con seriedad?

El rostro de Linda volvía a tener una expresión tranquila, fría, a pesar del calor reinante.

—Pero yo quiero decir…

—Escucha, Chet. Cada uno de nosotros ha tenido sus reacciones. Ahora, puedes contárselas a tus amigos, y yo se las podré contar a los míos. Con eso, cada uno de nosotros recorrerá una gran distancia. Ayudará a nuestras respectivas carreras.

—Nunca tuve la intención de… Yo no…

Pero ella ya se apartaba de él, echando a caminar hacia los hombres que corrían hacia ellos, procedentes de los camiones. Uno de ellos, un civil, llevaba una cámara en sus manos. Se detuvo, puso una rodilla en tierra y tomó una fotografía de Linda con la bolsa de película extendida en una mano y una amplia sonrisa en su rostro.

Kinsman permaneció allí, con la boca abierta.

Jill regresó hacia donde él estaba.

—¿Y bien? ¿Conseguiste lo que ibas buscando?

—No —contestó él, con lentitud—. Creo que no.

Ella empezó a extender una mano hacia él y dijo:

—Nunca lo conseguimos, ¿verdad?