CIELO AZUL
Alexei y Cory Panshin
La ciencia ficción surge con todas las formas y matices, en todos los estados de ánimo y estilos. Sin embargo, esta historia puede ser algo nuevo en el campo. Podemos denominarla simbolismo; o fuerte historia de cama, o dulce de algodón experimental… Pero sea cual sea el término, me parece una historia fresca y deliciosa. Un grupo de viajeros estelares pierden el impulso de su nave, pero son rescatados por Propietario Cosa, que les presta un planeta. Lo que sigue es algo inteligente y entretenido… y, en último término, bastante serio.
Cielo Azul espera a Propietario Cosa. Tiene el más poderoso cañón que la Colonia Groombridge puede prestarle. Está sentado en una pequeña y antinaturalmente cómoda roca en el espacio.
Por encima de las ruedas del cielo. Por debajo de él, gira el planeta marrón. Y él pasa entre piedras de molino, como un mosquito en un grano de trigo.
Un día, entre Algún Lugar Importante y Algún Lugar Importante, una gruesa nave espacial, llena de vida, como una brillante pepita negra de sandía, quedó extraviada en su camino, totalmente perdida en el gran negro de la galaxia. Fue culpa del piloto, si es que se quiere culpar a alguien. Se quedó mirando las estrellas en el momento más inoportuno, aplicó erróneamente sus matemáticas, y después rizó el vuelo en un inútil intento por recuperarse.
La nave-quedó a la deriva, sin energía, en un lugar donde las estrellas brillaban nerviosamente y todos los cielos eran extraños. Aquello era fantástico y, tras echar un vistazo, se bajaron las cortinas. Nadie quería mirar fuera, excepto un chico llamado Harold, que sostuvo las cortinas en sus manos y miró.
El piloto se suicidó en otro arranque de supercompensación, pero nadie se dio cuenta. Eran todos hombres muertos en su oscura nave sin energía, en aquella extraña y helada esquina del universo, pero nadie lo hubiera dicho así. Se reunieron en diversas partes de la nave y hablaron de cosas usuales.
Ahora bien, ésta no era ninguna vieja nave cualquiera. Se trataba de una gran colonia en su viaje de colonización hacia Groombridge 1618/2, un planeta condenado a ser importante. Era un lugar tan jugoso que se tenía que pagar una elevada cantidad para recibir un trozo del pastel.
Todos los pasajeros de esta nave habían pagado. Eran hombres experimentados. Conocían las respuestas. Aquí hay uno con sombrero de copa. Triphamer y Puddleduck tenían más respuestas que cualquier otra persona a bordo. Estaban allí para las ceremonias de dedicación, dispuestos después para un rápido regreso a casa. Se movían en círculos muy elevados.
El haber quedado tan repentinamente perdidos fue tan doloroso y frustrante para Triphammer y Puddleduck como un acto sexual interrumpido. De repente, sus respuestas no eran de ninguna utilidad para ellos. ¡Oh! Eso dolía mucho.
Triphammer, Puddleduck y el Monte Rushmore eran los picachos más elevados de todos. Se reunieron en una habitación, con una vela. Triphammer paseaba frenéticamente de un lado a otro; Puddleduck hacía gestos de asentimiento en los momentos apropiados, y Monte Rushmore vislumbraba los peligros. Harold miraba hacia el universo, a través de las cortinas.
—¡Oh, perdidos! —dijo Triphammer—. ¡Es para morirse de risa! La acción desbaratada.
La expresión de su rostro no podía ocultar lo mucho que lo sentía.
—Miseria —dijo Puddleduck, asintiendo con un gesto.
—Miseria —dijo Monte Rushmore.
—Hay alguien andando por ahí fuera —dijo Harold.
Era el hijo de Triphammer y de Puddleduck. No le habían dado aún un nombre adecuado, y él no estaba muy seguro de que tuvieran intenciones de mantenerlo. Él los necesitaba, de modo que hasta que descubriera sus intenciones, actuaba con tranquilidad.
—Apártalo de la cabeza —dijo Puddleduck, pegándose en el codo—. Recházalo y olvídalo.
Triphammer se llevó una mano a su boca.
—¡Oh, no hables! —dijo ella.
—Miseria —volvió a decir Monte Rushmore.
Harold hizo señas con una mano.
—¡Eh! Él me está viendo —dijo, y volvió a hacer señas.
Ni Triphammer ni Puddleduck escucharon lo que dijo Harold. Era culpa de él. Él no hablaba. Le habían dicho que, si no era escuchado, sería por su culpa.
El Gran Monte Rushmore se pegó en el pecho.
—Esperanzas perdidas. Miseria. Miseria.
—Miseria —dijo Puddleduck.
—Mis —dijo Triphammer.
Se produjo un tirón de la manga y ella miró hacia abajo. Era Harold, que reclamaba su atención.
—¿Otra vez?
Harold puso la mejor expresión en su cara y se enderezó hasta alcanzar toda su pequeña estatura, que era lo que se le había enseñado a hacer cuando quería pedir algo.
—¿Puedo salir a jugar, mamá? ¿Por favor? —preguntó, señalando hacia la ventana.
La expresión de Triphammer dejó claro que cualquier petición en estos momentos era como tirarse un pedo en la iglesia, y que los dioses se quedaban muy disgustados con el olor.
—¿Qué, qué? ¿Gorjeo de pájaros mientras caen los imperios? Avergüénzate, Harold, esqueje sin nombre. (Conteniéndose, pero no mucho.) Prohibido.
—Siento muchísimo haberlo pedido —dijo Harold.
Se produjo una repentina consternación en la habitación. De alguna parte —sin duda alguna no a través de la puerta— había llegado un ser absolutamente extraño. Y aquí estaban ahora: cinco alrededor de la vela. Tenía seudópodos y unos grandes ojos marrones.
—¡Es tremendo! ¡Una criatura! —dijo Monte Rushmore, y retrocedió—. Ciégala.
La criatura se quedó mirando a Harold y preguntó:
—¿Vas a venir o no?
Triphammer tenía un estómago delicado. Trató de provocarse un vómito sin conseguirlo.
—¡Desvanécete! —dijo ella—. ¡Ciégalo!
—No me lo permiten —contestó Harold—. Ya lo he pedido.
Puddleduck miró una y otra vez por la habitación, haciendo furiosos gestos de asentimiento y murmurándose constantes instrucciones a sí mismo para no olvidarlas, pero no había nada a mano con que cegar a la criatura. Puddleduck hizo oscilar sus brazos, como si fueran semáforos frustrados.
—Pues claro que se te permite —dijo la criatura—. Si quieres venir conmigo, puedes hacerlo. No prohíbo nada a nadie.
Se volvió bruscamente y miró a su alrededor, a Monte Rushmore, Triphammer y Puddleduck, mientras éstos retrocedían.
—¿Ocurre algo? —preguntó, flexionando sus pólipos, interrogativamente.
Triphammer lo miró como si lo estuviera señalando con un dedo, y terminó por vomitar, con reproche.
—Perdone —dijo la criatura.
Se encogió sobre sí misma, contrayendo sus seudópodos en la masa principal de su cuerpo. Sus ojos marrones abultaban enormemente y parpadeaban. Y, con una enorme rapidez, quedó alterada su apariencia. Allí donde momentos antes sólo había existido un —¡oh!— monstruo amorfo, se encontraba ahora un moreno y dulce anciano, con un bigote corto y peludo y una nariz como la cabeza de una flecha, tan exacta como si fuese un aditamento geométrico. Iba vestido con una camisa de color caqui, unos pantalones cortos que le llegaban hasta la rodilla, y unos burdos zapatos de caminante.
—¿Está mejor así?
—¡Oh, escrúpulos! —exclamó Triphammer.
Y fue mejor así. Triphammer y Puddleduck sabían cómo tratar a la gente. Las criaturas fantasmales eran otra cosa. Se pusieron más brillantes para verle, pues el viejo parecía una señal y ellos necesitaban desesperadamente de alguien de quien aprovecharse.
El dulce viejo miró a su alrededor, observando aquella habitación en semipenumbras, dentro de la nave espacial muerta y silenciosa, como si se tratara de un lugar muy extraño.
—Perdónenme si soy demasiado crítico con respecto a sus pasatiempos favoritos, pero ¿es esto realmente lo que les gusta hacer? Parece algo muy limitado. Podrían estar fuera, en un día como éste —dijo.
Monte Rushmore sacudió la cabeza como una mariposa.
—No feliz, no feliz —dijo—. ¡Oh, no! Se han perdido las esperanzas, ya lo sabe.
—Perdidas y terminadas —explicó Triphammer—. Sin juicio, sin impulsión, sin nada.
—¡Es como para echarse a reír! —dijo Puddleduck—. ¡Frustración masiva! En nombre de nuestra importancia, no nos apures.
—Tuve la impresión de que las cosas no iban bien —dijo el anciano—. No me pregunten cómo lo sabía. Tengo un verdadero instinto para estas cosas. Bien, les ayudaré todo lo que pueda. Vengan conmigo.
Se volvió y echó a andar abruptamente a través de la pared de la nave. Y nadie le siguió.
Volvió a meter la cabeza en el interior de la habitación, pareciendo como si se tratara de un buen trofeo de caza.
—Bueno, vamos —dijo, razonablemente.
Harold, sonriendo ampliamente, dio un feliz paso hacia adelante. Entonces, se dio cuenta de que Triphammer y Puddleduck seguían quietos. Quería, por encima de todas las cosas, agradarles y ser mantenido con ellos. No pudo evitarlo. Se detuvo y borró la sonrisa de su rostro, y ya no se movió, ya no respiró más. Tendría que comprobar qué hacían sus padres, los ojos parpadeando a la derecha, los ojos parpadeando a la izquierda, protegidos por los párpados.
—¿No vienen? —preguntó el anciano—. Estoy dispuesto a ayudarles.
Monte Rushmore se sobresaltó. Triphammer y Puddleduck, con una presencia de ánimo infinitivamente mayor, sacudieron las cabezas en silencio.
—¿Qué ocurre?
—Ni una pluma con que volar —dijeron—. Ya se lo dijimos, viejo. Estamos atrapados. Eso es lo que pasa.
El amable viejo volvió a entrar en la nave y se acarició el bigote.
—¿Están seguros de que no pueden seguirme? —preguntó.
—No podemos.
—Podrían hacerlo si quisieran.
—No podemos.
—¿Por qué no lo intentan?
—No podemos. Eso es todo.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer, entonces? —preguntó el anciano—. Parece que nos encontramos en un callejón sin salida.
Él pensó. Todos ellos pensaron, excepto Harold. Él observó. Él fue testigo.
Entonces, el anciano dijo:
—Lo tengo. Sabía que podría pensar en algo. Medios mecánicos.
Y apenas hubo pronunciado las palabras cuando se encendieron las luces en la habitación, parpadeando al principio, como la vela, pero terminando por brillar y sonreír con fuerza.
Sonó el teléfono. Puddleduck contestó.
—¿Habla?
—Bésanos —dijo el rostro excitado que apareció en el visor—. Arreglados los auxiliares. Podemos buscar refugio.
—Gracias —dijo Puddleduck—. ¿No podemos ir a casa?
—No hay forma. Se han de hacer los principales nuevos.
—¡Oh! —exclamó Puddleduck, y colgó.
—¿Pueden venir ahora? —preguntó el anciano.
La nave avanzó penosamente hacia donde él la dirigió y con el tiempo llegaron a un planeta, verde como el Edén. No era tan malo, excepto por el hecho de que no estaba cerca de nada. Se pusieron en órbita alrededor de él, manteniéndose en estrecha compañía con el pequeño zumbido de un satélite.
—Esa roca es mi sede —dijo el anciano—. Ahí es donde me siento para verlo todo cuando vengo de visita. Éste es uno de mis planetas. Es pequeño, pero es un buen hogar. Si os gusta, lo cultiváis, lo cuidáis y tenéis cuidado con él, os lo presto. ¿Qué os parece?
—Hecho —dijeron ellos.
—Entonces, ya está hecho —dijo el anciano—. Bueno, tengo que seguir con mis asuntos. Dentro de poco pasaré a comprobar cómo os van las cosas. Si me necesitáis, sentaros en mi roca y llamadme. Apareceré de inmediato. Y ahora, si me perdonáis…
—Espera, espera —dijeron ellos—. Antes de marcharte hemos de saber… ¿quién eres, caprichoso anciano?
—Me podéis llamar Propietario Cosa —dijo el viejo y volviéndose a Harold, preguntó—: ¿Vienes?
Harold miró a sus padres con una rápida desviación de sus ojos, y después sacudió la cabeza con la misma rapidez con que un corderillo puede mover la cola cuando mama.
—No —contestó—. Gracias.
Propietario Cosa se dio un pequeño impulso sobre sus zapatos y atravesó ligeramente la pared, penetrando en el espacio. Después, cuando ellos aún tenían las bocas abiertas para hablarle, volvió a aparecer con la cabeza a través de la pared, por última vez.
—Debéis tener mucho cuidado con mi mundo, os lo advierto —dijo.
Y después desapareció como un gurú que se desliza sobre sus pies desnudos por los campos de hielo del Himalaya.
Cielo Azul espera a Propietario Cosa. Tiene un pesado cañón en sus manos y tiene la intención de hacer desaparecer adecuadamente a la Cosa. Ésa es la razón por la que está aquí, sentado sobre esa pequeña roca del espacio.
Su mente gira con los cielos de arriba. Su mente gira con el planeta marrón y desnudo de abajo. Su mente se ha convertido en harina entre grandes piedras.
Él piensa: «Vamos. Vamos. Ven y sé muerto.»
Llamaron al planeta Aquí, o Zapato Este, o Este Basurero. No les gustó. No se ocuparon de él. No lo cultivaron, ni lo cuidaron, ni hicieron lo que habían prometido hacer. No tenían la intención de quedarse, así es que ¿para qué iban a hacerlo?
Se llamaron a sí mismos Colonia Groombridge. En cuanto fijaron el rumbo, tuvieron la intención de marcharse. Tenían la intención de largarse. Tenían la intención de irse. Hacia Groombridge 1618/2 y hacia las cosas, tal y como se suponía que éstas debían ser. Después de todo, habían pagado su buen dinero.
Desde que Triphammer y Puddleduck quisieron regresar al gran tiempo galáctico, haciendo más hincapié que cualesquiera otros —¡habla, sí!—, quedaron a cargo de todo. Y, como verdaderos líderes, exhortaron a todos a que hicieran lo máximo posible.
Recordad: fijar el rumbo; los principales se han de construir nuevos. Para hacer el trabajo, necesitaban algo de Esto, algo de Aquello y algo de la Tercera Cosa.
Después de ponerse a trabajar, no esperaron ni un momento. Construyeron ejes como moléculas. Construyeron torres como hormigas. Martillearon, hicieron humo, fundieron y forjaron. Electrolizaron y transmutaron. Desgarraron y explotaron y volvieron el planeta patas arriba en busca de todo lo que necesitaban. Convirtieron el planeta verde en un planeta marrón, aquellos groombrugianos. Realmente, lo dejaron todo en estado caótico.
Y aquí viene lo más duro. Esto es algo raro en el universo. Lo hicieron prácticamente en ningún tiempo. Y eso no se puede comprar en cualquier tienda de la esquina. Encontraron dos veces más de lo que necesitaban. Pero la Tercera Cosa, que en cualquier otra parte es algo tan común como el polvo, se mostraba tan elusiva como la mariposa salvaje del amor. Después de años y años de trabajo, apenas si habían acumulado un pequeño montón de material, y eso no era suficiente.
Cuando estaban planeando abandonar Zapato Este por la mañana, a la banda de Groombridge no le interesó nada lo que le estaban haciendo al planeta. Pero cuando quedó demostrado que no podrían marcharse tan temprano, hubo algunos que empezaron a preocuparse por lo que Propietario Cosa podría convertir su trabajo.
No se trataba de nada que se pudiera deslizar bajo la alfombra y sonreír como si nada hubiera pasado. Era algo mucho más evidente que eso. Sí, en efecto.
Fue Triphammer la primera en protestar por aquello. Y Puddleduck lo recogió de ella. Pero fue Puddleduck quien pensó en la respuesta, y Triphammer quien la encontró válida. A menudo funcionaba de ese modo. Formaban un equipo.
La respuesta fue situar a Cielo Azul en aquella roca que giraba, para que fuera él quien asesinara al monstruo por ellos. Según sus propios conceptos, resultaba una solución perfecta. Puddleduck recordó que Propietario Cosa había dicho que acudiría instantáneamente si se le llamaba desde aquella roca. ¡Ja! A su llamada, cuando ellos estuvieran convenientemente preparados para recibirle, y después: ¡desaparecido! Entonces, tendrían todo el tiempo y la paz que necesitaban para desgarrar el planeta hasta su propio corazón. Y Cielo Azul era el hombre.
Se estrecharon las manos y se pusieron a buscar a Cielo Azul. Así era como llamaban ahora a Harold. Le llamaban Cielo Azul porque se vestía así para almorzar. Pero ahora le necesitaban. Él podía disparar.
Sí, él podía disparar. Era una de las cosas que él podía hacer y que ningún otro pensaría en hacer. Cielo Azul había crecido, para convertirse en un excéntrico.
Lo más difícil de todo era que se tomaba la responsabilidad con seriedad. Él había estado allí cuando se estableció el acuerdo con Propietario Cosa, y él había dicho en lo más profundo de su corazón: «Prometo.» Y con lo perdedor que era, desperdiciaba su tiempo tratando de vivir tal y como había prometido.
Allí donde las cosas eran marrones, hacía todo lo que podía para volverlas verdes. Inútil. Allí donde la banda de Groombridge cortaba y destrozaba el planeta, él se esforzaba en reparar y corregir. Pero le superaban en número. Allí donde ellos extraían y robaban, él cultivaba y cuidaba. Al menos, así lo intentaba. Cada día se encontraba más lejos de sus propósitos.
Allí donde era necesario para mantener el equilibrio, disparaba contra las cosas. Él pensaría: «Vamos. Ven y sé muerto.» Y como todo el planeta de Propietario Cosa sabía que ponía todo su interés, ellos acudían y él los mataba con amor y sentimiento.
Si Triphammer y Puddleduck no hubieran sido consumados políticos y, en consecuencia, tolerantes, y si no hubieran disfrutado de la carne fresca que él traía a casa de vez en cuando, le habrían rechazado y habrían renegado de él. De todos modos, probablemente tendrían que hacerlo. Tal y como estaban las cosas, le llamaban Cielo Azul y le permitían que siguiera divirtiéndose. Y como Triphammer y Puddleduck eran Triphammer y Puddleduck, la colonia Groombridge lo admitía.
Tal y como dijo Monte Rushmore, hablando en nombre de la comunidad:
—Los mejores necesitan los más bajos para contrastar, ¿eh?
Cuando Triphammer y Puddleduck encontraron a Cielo Azul, estaba lleno de polvo hasta las orejas, tratando de empequeñecer un gran agujero. Durante el tiempo que él tardara en rellenarlo, se harían otros tres grandes agujeros más en busca de la Tercera Cosa, pero no era él de los que se quejaban. Conocía su obligación y, aunque nadie más la cumpliera, él vivía para cumplirla.
—¡Eh, ruido sordo, hijo de nosotros! —le dijeron—. Deja esa pala y ven acá. Hay cosas que llaman.
Cielo Azul hizo lo que se le pedía. Dejó la pala en la arena y se apresuró a acudir junto a ellos… Aún anhelaba alcanzar su buena opinión, siempre que eso fuera compatible con lo que él creía era correcto. ¡Oh! Para decir la verdad… hasta podía llegar a establecer un compromiso con lo correcto con tal de lograr su buena opinión. Ellos le habían cogido.
—Sí, sí —dijo él—. Amor a los progen. Pongo mis fuerzas para vuestro propósito.
—¡Oh, mejor de los niños! Trompetas por tu afán —le dijeron ellos.
Sacaron entonces el arma, el rayo más poderoso de la colonia Groombridge que hacía desaparecer, y la pusieron en sus manos.
—Elimina Propietario Cosa para mamá y papá. Es una buena acción, hijo.
—¿Desaparecer Propietario Cosa? ¿Dónde? ¿Por qué? ¡Oh, digo no!
Y Cielo Azul trató de devolver el arma a Triphammer y Puddleduck, pero ellos no quisieron cogerla.
—Tuya —dijo Puddleduck.
—Tuya —dijo Triphammer.
—No, no, yo no —dijo Cielo Azul.
—¿Quieres Este Basurero, hijo mío? —preguntó Triphammer.
—Claro que sí.
—Una bota, dos botas cuando el trabajo hecho y vete. Pierdes.
—Muerte miseria —dijo Cielo Azul—. ¿Yo también? Pero no…, agujeros todas partes. Me aparto de vista.
—¡Jo, jo! Hermit Harold por sí mismo —dijo Puddleduck—. Pierdes.
—Desgracias —dijo Cielo Azul, mirando el ecualizador que tenía en sus manos—. ¿Qué, qué? ¡Oh! ¿Doble qué, qué?
Triphammer se acercó más a él y le susurró dulcemente en la oreja:
—Hazle desaparecer en fragmentos y trocitos.
—¿Qué se ha hecho de la promesa?
Así que Cielo Azul espera a Propietario Cosa. Arriba, arriba. Abajo, abajo. Está sentado en esa roca, con la llamada habiéndose marchado lejos, y espera.
¡Y ahí está Propietario Cosa! El anciano vadea a través del espacio hacia la roca donde está sentado Cielo Azul.
Temblando, incapaz apenas de controlarse, Cielo Azul levanta el arma en sus manos: la culata sobre su hombro, la boca oscilando hacia abajo, apuntando. El arma ya está apuntada, centrada sobre el bigote peludo. Y Cielo Azul aprieta el gatillo.
Surge un rayo y se produce un resplandor cegador. Ante el resplandor, el traje espacial de Cielo Azul se polariza.
Le coge el rifle y lo lanza al espacio, Sollozando. Sus ojos llenos de lágrimas. Grita más fuerte de lo que jamás puede recordar haber hecho, como si hubiese perdido para siempre su última e infinitamente preciosa esperanza.
Pero mientras está sentado allí, desolado, un seudópodo le envuelve reconfortante por los hombros y una voz de advertencia le dice:
—¿Cómo han ido las cosas? Háblame de ellos.
Cielo Azul vuelve la cabeza y abre los ojos. Allí, sentado a su lado, en esta roca antinaturalmente cómoda, está Propietario Cosa, tal y como le vio por primera vez a través de las cortinas echadas, hace ya mucho tiempo. Cálidos ojos marrones y seudópodos.
—Nada está bien —dice Cielo Azul—. Mira allá abajo, a tu planeta. Ha sido convertido en marrón. A nadie le gusta estar en tu mundo, excepto a mí. Todos los demás quieren marcharse y, por mucho que lo intento, no puedo limpiarlo todo.
—Eso no es lo peor que haya podido pasar en el mundo —dice Propietario Cosa—. Ya veremos lo que se puede hacer. Sígueme.
Se desplaza hacia el otro lado de la roca y Cielo Azul le sigue.
—Ésta es la parte de arriba —dice Propietario Cosa—. Y ahora, mira.
Cielo Azul levanta la mirada hacia Aquí. Llena el cielo por encima de él. Se siente invadido por una gran ola cálida de misterio y respeto. Es momentáneamente demasiado para él y tiene que cerrar los ojos y apartar la mirada, antes de poder mirar de nuevo.
—Nunca me di cuenta —dice.
—Puedes curar el mundo —le dice Propietario Cosa—. Puedes volver a hacerlo verde.
—¿Yo? —pregunta Cielo Azul—. No, no puedo.
—¡Oh, claro que puedes! —afirma Propietario Cosa—. Tengo fe en ti, Cielo Azul.
Cielo Azul se le queda mirando, lleno de asombro. No le ha dicho a Propietario Cosa su nuevo nombre.
—¿Cómo puedo hacerlo? —pregunta Cielo Azul—. No sé cómo.
—Debes salir fuera de ti mismo y ponerte en el planeta. Nutrir y cuidar el planeta. Volverlo bueno de nuevo. Concéntrate muy, muy intensamente. Mira el planeta y extiéndete tú mismo de un modo tan tenue que desaparezcas.
Cielo Azul se siente inseguro. Cielo Azul no cree. Pero Cielo Azul está decidido.
Levanta la mirada hacia Aquí, dominando el cielo como un gran mandala. Es una ola: él anega. Es un viento: él disipa. Es una tela: pero él es la araña que teje tenuemente, que hila muy fino, perdiéndose a sí mismo entre los hilos de la telaraña. Y él trata al mundo, con ternura.
Propietario Cosa observa. Propietario Cosa es testigo. Y por encima de ellos, en el cielo, el mundo se vuelve verde.
Cuando Cielo Azul reaparece, no es el mismo. Mira una vez a Propietario Cosa y sonríe, y después los dos permanecen sentados allí, en silencio. Ellos han llamado. Ellos esperan que su llamada sea contestada. Y, al cabo de un tiempo, una nave se eleva del planeta y acude a la roca.
Se trata de Triphammer y de Puddleduck. Hacen señas a Cielo Azul, como si él estuviera Solo. Él y Propietario Cosa pasan a bordo de la nave. Triphammer y Puddleduck actúan como si fueran ciegos ante la presencia de Propietario Cosa. Cielo Azul se quita su traje espacial.
Triphammer y Puddleduck dicen:
—¡Boquea, farfulla, habla! ¡No, no, no! Debes quemar frustración… ¡Es como para echarse a reír!
Cielo Azul se siente aturdido. Se vuelve hacia Propietario Cosa y dice:
—No les entiendo una sola palabra.
Propietario Cosa hace oscilar un pólipo, en gesto de simpatía.
—Puede ser de ese modo al principio. Escúchales con atención. Concéntrate en cada una de las palabras y algunas de ellas te parecerán claras.
Y así, Cielo Azul incluía una de sus orejas hacia las palabras de Triphammer y de Puddleduck y se concentra más intensamente que cuando curó el planeta. Y, a duras penas, el significado se filtra hasta él. Están hablando sobre el repentino regreso del planeta a su condición original. Al parecer, durante el proceso se han derrumbado todos sus castillos. Sus minas ya no son suyas. Los montones acumulados de Esto, Aquello y la Tercera Cosa han desaparecido en un repentino parpadeo. Hablan sobre lo que ha sucedido y sobre lo que deben hacer.
Cielo Azul les escucha hasta que ellos dejan de hablar. Entonces, sacude la cabeza, lleno de admiración.
—Ofensa. Injusto. Falta respeto —dice Triphammer.
Puddleduck asiente con un gesto.
—Falta respeto por nuestra importancia —dice—. Todo por hacer.
Propietario Cosa asiente.
—En efecto —dice—. Todo por hacer. Decidles que se les va a dar una segunda oportunidad. Su única esperanza consiste en aprovecharla debidamente.
Cielo Azul transmite el mensaje.
—Regresad a Aquí —dice—, y aprended a vivir allí. Es vuestra única vida. Utilizadla bien.
Triphammer y Puddleduck quedan asombrados ante estas palabras. Sus mandíbulas caen como la trampa de una horca. Su hijo criado nunca les había hablado así con anterioridad.
Propietario Cosa dice:
—Vamos, Cielo Azul. Quiero presentarte a alguna gente. Creo que te gustarán.
Atraviesa la pared como si no existiera nada ante él. Cielo Azul mira a sus padres una última vez y después le sigue. Atraviesa la pared de la nave y penetra en el espacio.
—Voy —le dice a Propietario Cosa, avanzando a grandes zancadas hacia las estrellas situadas ante él.
Cielo Azul ha mantenido las cortinas muy apretadas en sus manos durante todo este largo tiempo. Ahora, las abre del todo y mira.