LA QUINTA CABEZA DE CERBERO
Gene Wolfe
Si 1972 produjo un clásico de la ciencia ficción, sin duda es esta novela de Gene Wolfe. Sitúa la acción en un planeta colonizado entre las lejanas estrellas, y no recuerdo ninguna otra historieta reciente de ciencia ficción en que los personajes y su mundo muestren tal vitalidad. Es un notable logro técnico en el puro sentido de la narrativa; una mezcla de ciencia ficción y del tradicional estilo de horror y misterio que, sin acoplarse ninguno de estos, los utiliza al máximo. Y se refiere de un modo dramático, sorprendente, obsesionante, a la gente de ayer, de hoy y de mañana.
Cuando la hiedra oprimida por la nieve
y la lechuza le grita al lobo que está abajo
mientras devora la cría de la loba…
Samuel Taylor Coleridge
The Rime of the Ancient Mariner
Cuando era niño, mi hermano David y yo nos íbamos a dormir temprano, tanto si teníamos sueño como si no. En verano, particularmente, nos acostábamos antes del crepúsculo y puesto que nuestro dormitorio estaba en el ala este de la casa, con una amplia ventana que se abría al patio central que daba al oeste, la violenta y rosada luz penetraba a veces a chorro durante horas, mientras contemplábamos acostados el tullido mono de mi padre encaramado en un parapeto desconchado, o bien, con gestos silenciosos, nos contábamos cuentos de una cama a la otra.
Nuestro dormitorio estaba en el último piso de la casa y la ventana tenía una persiana de hierro que nos prohibían abrir. Según mi teoría particular, supongo que para que algún escalador, en una lluviosa mañana (único momento del día en que podía hallar abandonado el tejado, dispuesto como un placentero jardín) dejase caer una cuerda y pudiese penetrar en nuestro cuarto si las persianas no estaban cerradas.
El objeto de ese hipotético y valiente ladrón no sería únicamente robarnos. Los niños, tanto los chicos como las chicas, eran extraordinariamente baratos en Port-Mimizon. Una vez me contaron que mi padre, que antes había comerciado con ellos, abandonó el negocio a causa de la escasez de mercado. Si era o no cierto, todos o casi todos conocían algún profesional que les proporcionaba lo que querían a un precio bajo, dentro de lo razonable. Esos hombres hacían investigaciones en los hijos de los pobres o indiferentes y si necesitaban, por ejemplo, una niña de piel morena, pelirroja, o bien, una regordeta o ceceante, o un niño rubio como David o uno pálido, de cabello y ojos castaños como yo, lo conseguían en pocas horas.
Probablemente, tampoco el imaginario ladrón nos buscaba para pedir un rescate, aunque mi padre era considerado, en algunas regiones, como hombre inmensamente rico. Había otros motivos. Las pocas personas que conocían la existencia de mi hermano y también la mía, sabían, o por lo menos se lo habían hecho creer, que mi padre no se preocupaba en absoluto de nosotros. No puedo asegurar si era verdad o no, pero lo creía, y mi padre nunca me dio motivo para dudarlo, si bien en aquel tiempo jamás se me ocurrió la idea de matarlo.
Por si tales motivos no fueran bastante convincentes, cualquiera con un conocimiento del estrato que había llegado a ser, quizá su característica más permanente, se habría percatado de que para él, que ya se veía obligado a entregar grandes sobornos a la policía secreta, aquel dinero arrojado de ese modo lo dejaría a merced de miles de ataques ruinosos; y esto, junto con el temor de que era presa, pudo haber sido la verdadera razón de que nunca nos raptasen.
La persiana de hierro está (pues ahora escribo en mi antiguo dormitorio) trabajada a martillo para que semeje las ramas de un sauce tieso y demasiado simétrico. En mi infancia estaba cubierta por una parra que se encaramaba por la pared desde el patio, y yo hubiera deseado que cubriera por completo la ventana para resguardarnos del Sol cuando queríamos dormir; pero David, cuyo lecho se encontraba debajo de la ventana, solía cortar las ramas para soplar por los tallos huecos, formando una especie de caramillo de cuatro o cinco cañas. El silbido, por descontado, cada vez más fuerte a medida que David se envalentonaba, atraía a veces la atención de Mr. Million, nuestro preceptor. Mr. Million entraba en el cuarto en perfecto silencio, deslizando las grandes ruedas por el desnivelado suelo mientras David fingía dormir. Podía ocultar los caramillos debajo de la almohada, entre las sábanas o hasta debajo del colchón, y aún así Mr. Million los hubiera encontrado.
Hasta ayer olvidé lo que hacía con esos pequeños instrumentos musicales después de confiscarlos; aunque en la prisión, donde nos encerraban cuando había tormenta o caía una espesa nevada, a veces me distraía tratando de recordarlo. Hubiera sido impropio de él romperlos o tirarlos al patio por entre las rejas; Mr. Million jamás rompía o arrojaba nada intencionadamente. Imaginaba su expresión un tanto pesarosa cuando se llevaba los pequeños caramillos (el rostro que parecía flotar detrás de su pantalla, se parecía mucho al de mi padre) y el modo en que daba la vuelta y se deslizaba fuera de la estancia. Pero ¿qué hacía con ellos?
Ayer, como dije (éstas son las cosas que me infunden confianza), me acordé. Había estado hablando conmigo mientras yo trabajaba y al marcharse me pareció —mientras seguía indiferente con la mirada el suave oscilar al cruzar el umbral— que echaba algo de menos; una especie de ademán que recordaba desde mi niñez. Cerré los ojos y procuré recordar lo que era, eliminando cualquier suposición, cualquier intento por adivinar de antemano lo que «debía» haber sido, y descubrí que el elemento que faltaba era un breve resplandor, el brillo del metal sobre la cabeza de Mr. Million.
Una vez comprobado supe que procedía de un rápido movimiento hacia arriba de su brazo, como un saludo al salir del cuarto. Tardé más de una hora en adivinar la razón de aquel gesto y, fuera lo que fuese, la única explicación que saqué es que había sido aniquilado por el tiempo. Procuré recordar si el pasillo, fuera de nuestro cuarto —en aquel pasado aún no lejano—, contenía algún objeto desaparecido ahora: cortina o persiana, cualquier cosa que pudiera moverse, algo que me diera una explicación. No había nada.
Penetré en el pasillo y examiné minuciosamente el suelo en busca de huellas que indicasen que hubo muebles. Busqué en las paredes ganchos o clavos, empujando los gruesos y viejos tapices. Estirando el cuello todo lo que pude, examiné el techo. Luego, tras una hora, miré la puerta y vi, cosa que no había visto en tantísimas veces que la había cruzado, que como todas las puertas de esta casa tan antigua tenía una maciza estructura de tablas y que del dintel sobresalía una estrecha repisa.
Empujé una silla hasta el vestíbulo y me puse de pie en el asiento. La repisa estaba cubierta de polvo y en ella había cuarenta y siete caramillos de mi hermano y una fantástica variedad de pequeños objetos; muchos de ellos los recordé, pero otros no consiguieron evocar en lo más hondo de mi cerebro la más mínima señal de haberlos visto antes.
El pequeño huevo azul moteado de pardo de un pájaro cantor. Supuse que el pájaro anidó en la parra fuera de nuestra ventana y que David y yo arrancamos el nido sólo para que nos lo robase Mr. Million, aunque no recuerdo el incidente. Y hay un rompecabezas roto hecho de las vísceras bronceadas de algún pequeño animal, y —deliciosamente evocadora— una de esas grandes llaves caprichosamente decoradas, vendidas anualmente y que durante el año que duraba su autorización, permitía a su poseedor permanecer durante horas en ciertas salas de la biblioteca de la ciudad. Imagino que Mr. Million la confiscó cuando, al expirar el plazo, descubrió que hacía las veces de juguete. ¡Qué recuerdos!
Mi padre tenía su propia biblioteca que ahora poseo yo, pero nos había prohibido entrar. Recuerdo vagamente —aunque no sabría decir cuántos años tenía— que permanecía de pie delante de la enorme puerta labrada. Contemplaba el vaivén con que se abría y cerraba y el lisiado mono sobre el hombro de mi padre apretándose contra su rostro de halcón, con la bufanda negra y debajo la bata escarlata, y las hileras e hileras de viejos libros y libretas tras ellos, y el olor dulzón y nauseabundo de formaldehído que surgía del laboratorio al otro lado del espejo deslizante.
No recuerdo lo que dijo, o si fui yo u otra persona que llamó a la puerta, pero sí que cuando la hubo cerrado, una mujer vestida de color de rosa se inclinó gentilmente para colocar su rostro al nivel del mío y me aseguró que mi padre había escrito todos los libros que yo había visto, lo que no dudé en absoluto.
Como ya dije, mi hermano y yo teníamos prohibido entrar en esa estancia, pero cuando fuimos un poco mayores, Mr. Million solía llevarnos, unas dos veces por semana, a la biblioteca de la ciudad. Eran casi las únicas ocasiones en que nos dejaban salir de casa y, puesto que a nuestro preceptor le desagradaba enroscar las articulaciones de sus módulos de metal en un coche alquilado, y una silla de mano no hubiera soportado su peso ni contenido su volumen, dichas correrías las realizábamos a pie.
Durante mucho tiempo la ruta a la biblioteca fue el único lugar de la ciudad que conocía. Tres manzanas más abajo de donde se alzaba nuestra casa, en la calle Saltimbanque, derecho por la Rué d’Asticot al mercado de esclavos y pasada otra manzana, ya estaba la biblioteca. Un niño que desconoce lo que es extraordinario y lo que es corriente, se sitúa en un punto intermedio y encuentra interesantes circunstancias que desestiman los adultos, y acepta tranquilamente los sucesos más inverosímiles. Mi hermano y yo nos deteníamos fascinados ante las falsas antigüedades y los saldos de la Rué d’Asticot, pero nos aburríamos cuando Mr. Million insistía en detenerse durante una hora en el mercado de esclavos.
Al no ser Port-Mimizon un centro comercial, no era muy grande, y los subastadores ofrecían su mercancía de una manera amistosa al encontrarse muchas veces con que una serie de propietarios descubrían el mismo defecto. Mr. Million jamás pujaba sino que observaba la puja inmóvil, mientras nosotros zascandileábamos masticando el pan frito que nos había comprado en los tenderetes. Había portadores de sillas de mano con nudosos músculos en las piernas; siervos que se ocupaban de los baños con afectada sonrisa; esclavos luchadores encadenados, con ojos apagados por las drogas o llameantes con una estúpida ferocidad. Cocineros, criados y muchos más, aunque David y yo suplicábamos para que nos dejara proseguir solos hasta la biblioteca.
La biblioteca era un edificio excesivamente grande y en los viejos tiempos en que se hablaba francés comprendía las oficinas del gobierno. El parque, en el que en un tiempo se alzaba, había desaparecido debido a pequeñas corruptelas y ahora sobresalía por entre un grupo de tiendas y casas de vecindad. Una angosta calle conducía a la entrada principal, y una vez dentro, la cochambre del barrio desaparecía reemplazada por una especie de desconchados que denunciaban su antigua magnificencia. El escritorio principal se encontraba justo debajo de la bóveda y ésta formaba un pasaje en espiral con las principales colecciones y se elevaba a unos cien metros bajo un cielo pedregoso del que si se desprendía un pedacito podía matar en el acto a uno de los bibliotecarios.
Mientras Mr. Million se deslizaba majestuoso por la hélice, David y yo echábamos a correr adelantándonos por varios recodos y hacíamos lo que nos placía. Cuando era todavía muy joven, se me ocurría a veces que, puesto que mi padre había escrito (según testimonio de la dama vestida de rosa) todos los libros que llenaban el aposento, algunos los podía encontrar aquí y trepaba resueltamente hasta casi alcanzar la bóveda y los buscaba revolviéndolos todos. Puesto que los bibliotecarios eran demasiado negligentes como para volver a colocar los libros en los estantes, siempre cabía la posibilidad de encontrar lo que al principio se me había pasado por alto. Los estantes se alzaban mucho más arriba de mi cabeza, pero cuando no me observaban trepaba por ellos como si fueran escaleras, pisando los libros cuando no había lugar en los estantes para las cuadradas punteras de mis pequeños zapatos marrones, y de vez en cuando se me caían libros al suelo, donde permanecían hasta nuestra próxima visita y aún más tiempo, lo que demostraba la repugnancia del personal por trepar por aquella larga y enroscada pendiente.
Los estantes superiores estaban, si cabe, aún más desordenados que los mejor situados y un maravilloso día en que llegué al más alto de todos encontré que ocupaban aquella encumbrada y polvorienta posición (al lado de un tema astronáutico colocado fuera de lugar, La nave espacial de una milla, escrita por algún alemán) un ejemplar único de Lunes o martes, entre un libro sobre el asesinato de Trotsky y un deteriorado volumen de cuentos de Vernos Vinge que debía su presencia allí, o así lo sospecho, al error de algún bibliotecario muerto hacía tiempo, que confundió las borrosas letras del lomo V. Vinge por «Winge».
Jamás encontré un libro de mi padre, pero no lamento el haber trepado hasta la cima de la bóveda. Si David venía conmigo, corríamos juntos de parte a parte del suelo inclinado, o escudriñábamos desde la barandilla los lentos pasos de Mr. Million mientras discutíamos la posibilidad de acabar con él arrojándole algún grueso volumen. Si David prefería quedarse abajo interesado en buscar las obras de su padre, yo ascendía hasta arriba de todo, donde la cúspide de la bóveda se curvaba sobre mi cabeza, y allí, después de un pasadizo de hierro oxidado no más ancho que las repisas por las que había trepado (y sospecho que ni siquiera tan resistente), se abría un círculo de diminutas perforaciones en un tabique de hierro, pero tan delgado que cuando descorría los corroídos tapajuntas pasaba la cabeza y me sentía completamente fuera, sintiendo el viento y los pájaros que volaban a mi alrededor y la bóveda de cemento se curvaba debajo de mí.
Al oeste, puesto que era más alta que los edificios que la rodeaban, y visible por entre los naranjos de los tejados, divisaba nuestra casa. Al sur, los mástiles de los barcos anclados en el puerto y, si el tiempo era claro y la hora adecuada, la blanca cresta de las olas que las fuertes corrientes de la marea de Sainte Arme lanzaba entre las penínsulas llamadas Primer Dedo y Pulgar (una vez, lo recuerdo muy bien, vi el gran geiser iluminado por el Sol cuando un satélite amerizó). Al este y al norte se extendía la ciudad, la ciudadela y el gran mercado y, al fondo, los bosques y montañas.
Pero llegaba el momento en que Mr. Million nos reclamaba. Tanto si David me había acompañado o se había largado por su cuenta, nos veíamos obligados a ir con él a una de las salas de cualquier colección científica, es decir: libros para estudiar. Mi padre insistía en que yo aprendiera a fondo biología, anatomía y química y estudiábamos bajo la tutela de Mr. Million, quien nunca consideraba dominado un tema hasta que discutíamos cada tópico de todos los libros. Las ciencias naturales constituían mi lectura favorita pero David prefería lenguas, literatura y leyes, de las que teníamos algunas nociones, así como de antropología, cibernética y psicología.
Cuando había seleccionado los libros que debían servir de base para estudiar los próximos días y nos instaba a que eligiéramos algunos más para nuestro recreo, Mr. Million se retiraba con nosotros a un silencioso rincón de una de las salas de lectura donde había sillas y una mesa y espacio suficiente para poder doblar las articulaciones de su cuerpo, o se colocaba junto a una pared o librería, de modo que dejaba libres los pasillos. Para indicar el comienzo formal de la clase solía comenzar por leer la lista, y mi nombre siempre era el primero.
Yo respondía «Presente», para indicar que estaba atento.
—¿Y David?
—Presente. (David tenía en el regazo un libro ilustrado: Cuentos de la Odisea que Mr. Million no podía ver, pero miraba a nuestro preceptor con claro y fingido interés. La luz entraba oblicuamente por una ventana alta hasta la mesa y en el rayo de Sol se veían flotar motitas de polvo.)
—Quisiera saber si alguno se ha fijado en los útiles de piedra que había en la sala que acabamos de cruzar.
Asentíamos y cada uno esperaba que hablara el otro.
—¿Los hicieron en la Tierra o en nuestro planeta?
Es una pregunta capciosa pero fácil. David responde:
—En ninguno de los dos sitios. Son de plástico —y soltamos una picara risita.
Mr. Million exclama con paciencia:
—Sí, son reproducciones en plástico, pero, ¿de dónde proceden los originales?
Su rostro, tan similar al de mi padre, me parecía en aquel momento que era sólo el suyo, de manera que parecía un espantoso juego de la naturaleza verlo en un hombre vivo; no demostraba interés, ni enfado ni aburrimiento, sino una calma remota. David responde:
—De Sainte Anne —Sainte Anne es el planeta gemelo que gira con nosotros en un mismo centro mientras oscilamos alrededor del Sol—. El signo lo dice y los aborígenes lo hicieron; aquí no había abos.
Mr. Million asiente y vuelve hacia mí su rostro.
—¿Crees que esos instrumentos de piedra ocupaban un lugar importante en la vida de los que los hicieron? Di no.
—No.
—¿Por qué no?
Pienso profundamente, sin que David me ayude. Por debajo de la mesa me da patadas en la espinilla. De pronto, un rayo me ilumina.
—Habla. Enseguida.
—Es evidente, ¿verdad? —una buena respuesta cuando uno no está seguro de si algo es posible—. En primer lugar, no podían ser muy buenas, de manera que, ¿por qué los abos iban a confiar en ellas? Podría decir que necesitaban esas flechas con puntas de obsidiana y anzuelos de hueso para proveerse de alimentos, pero no es verdad. Envenenaban el agua con el jugo de ciertas plantas, y para el hombre primitivo el modo más eficaz de pescar era con nasas o con redes de cuero crudo o de fibra vegetal. Asimismo, atrapar con lazo a los animales o haciendo una batida con fuego hubiera sido más eficaz que atacarlos, y no iban a usar esas armas de piedra para recoger bayas o vástagos de plantas comestibles y otras cosas por el estilo que seguramente constituían su alimento más importante. Esas piezas de piedra están en las vitrinas porque los lazos y las redes se echaron a perder y son lo único que queda, por eso los que se ganan la vida aquí, fingen que eran muy importantes.
—¿De veras, David? Vamos, un poco más de originalidad; no repitas lo que acabas de oír.
David alza la cabeza del libro con una mirada de desdén en sus azules ojos.
—Si pudiera preguntarles qué era para ellos lo más importante, dirían que su religión, su magia, las canciones que entonaban y las tradiciones de su pueblo. Sacrificaban a los animales con conchas o caracoles de mar que cortaban como navajas y no permitían a los hombres que engendrasen, hasta que soportaban la prueba del fuego que les dejaba mutilados para el resto de su vida. Se apareaban con árboles y ahogaban a los niños en honor de sus ríos. Eso era la trascendencia.
Mr. Million bajó el rostro sin cuello en señal de aprobación.
—Vamos a discutir la humanidad de esos aborígenes. Para empezar, la respuesta de David no es correcta.
(Le doy una patada, pero él se ha sentado sobre sus fuertes y pecosas piernas o las ha escondido tras las patas de la silla, lo cual es una trampa.)
—La humanidad —dice con su voz más inaguantable—, en la historia del pensamiento humano, presupone que desciende de lo que prácticamente llamamos Adán; es decir, de la estirpe primitiva terrestre, y si no lo comprendéis, sois idiotas.
Espero que siga, pero ha terminado. Para ganar tiempo y poder pensar, expongo:
—Mr. Million, no es justo que me insulte en un debate. Dígale que no discuta; está peleando, ¿verdad?
—Nada de observaciones ofensivas, David.
(Mi hermano vuelve a mirar a hurtadillas a Polifemo, los Cíclopes y Odiseo, en espera de que yo prosiga, y ese desafío me impulsa a hacerlo.)
—La tesis que sostiene que descendemos fundamentalmente de la estirpe terrestre no es ni válida ni decisiva. Y no es decisiva porque pudiera ser que los aborígenes de Sainte Anne descendieran de alguna oleada de expansión humana, quizás anterior a los griegos homéricos.
—Yo, en tu lugar, me limitaría a exponer argumentos de valor más positivo.
Sin embargo, discurro sobre los etruscos, la Atlántida y la tenacidad y tendencia expansionista de una cultura supuestamente tecnológica que ocupaba Gondwanaland, antiguo e hipotético continente que comprendía lo que hoy es la India, Australia, África, América del Sur y la Antártida, que se supone se separaron a finales de la Era Paleozoica.
Cuando termino, Mr. Million exclama:
—Ahora cambiemos.
David, da una respuesta afirmativa sin repetir.
Por descontado, mi hermano miraba su libro sin escuchar y le doy un puntapié, esperando que se quede atascado, pero responde:
—Los abos son humanos porque todos están muertos.
—Explícate.
—Si estuvieran vivos, sería peligroso que fueran humanos porque investigarían, pero digamos que vale más que estén muertos que vivos, y los colonizadores los mataron a todos.
Y así seguimos. La mota del Sol viaja por la superficie de la mesa rayada de rojo y negro, la recorrió cien veces. Salimos por una de las puertas laterales y caminamos por un descuidado patio entre dos alas. Estaba lleno de botellas vacías y toda clase de papeles esparcidos por el viento y acto seguido un hombre muerto cubierto de andrajos de vivos colores, sobre cuyas piernas saltamos mientras Mr. Million giraba en silencio a su alrededor. Al salir del patio y entrar en una calleja, las cornetas de la guarnición de la ciudadela llamaban a los soldados para la misa nocturna. En la Rué d’Asticot, el farolero atendía a su trabajo y las tiendas estaban cerradas tras las rejas de hierro. Las aceras, despejadas como por arte de magia de viejos muebles, parecían más anchas y limpias.
La calle Saltimbanque se transformaba con la llegada de los primeros grupos de jaraneros. Hombres de cabello blanco, campechanos, conducían jovencitos y niños; jóvenes y muchachos hermosos y robustos aunque un tanto sobrealimentados; jóvenes que insinuaban tímidas bromas y les sonreían mostrando su impecable dentadura. Eran siempre los primeros y a medida que pasaba el tiempo, me preguntaba si eran los primeros sólo porque los hombres de cabello blanco querían que se divirtieran y a la vez se fueran a dormir pronto, o porque sabían que los jóvenes que introducían en el establecimiento de mi padre, se encontrarían soñolientos e irritables pasada la medianoche, como niños a los que han tenido despiertos hasta muy tarde.
Puesto que Mr. Million no permitía que anduviéramos por los callejones después de anochecer, entrábamos en casa por la puerta principal con los hombres de cabello blanco y sus hijos y sobrinos. Había un jardín no mayor que un saloncito, oculto tras las fachadas sin ventanas, con macizos de helechos del tamaño de tumbas; una pequeña fuente de la que manaba el agua sobre varillas de cristal que producían un continuo tintineo, protegida de los chicos de la calle, y, con las patas fijas y casi enterradas en el musgo, una estatua de hierro de un perro con tres cabezas.
Supongo que dicha estatua era la que daba a nuestra casa el apodo de Maison du Chien, aunque quizá también hacía referencia a nuestro apellido. Las tres cabezas eran lustrosas, con hocicos y orejas puntiagudos. Una gruñía; la del centro contemplaba con aire tolerante el mundo del jardín y de la calle. La tercera, más próxima al sendero de ladrillos que conducía a la puerta, mostraba —y no se puede expresar con otras palabras— una risa burlona, y los clientes de mi padre, al pasar por el sendero, Solían acariciarla entre las orejas. Los dedos habían bruñido aquel espacio hasta darle la consistencia de un cristal negro.
Éste, pues, era mi mundo a los siete años de nuestro mundo de largos años y quizás aún medio año más. La mayor parte del día lo pasaba en la pequeña clase que presidía Mr. Million, y las noches en el dormitorio donde David y yo jugábamos y nos peleábamos en medio de una quietud absoluta. Lo único que variaba eran los viajes a la biblioteca o, en raras ocasiones, a otra parte. De vez en cuando, separaba las hojas de la parra para contemplar a las jóvenes y a sus protectores en el patio de abajo, o bien oía sus charlas que descendían desde el jardín de la terraza, pero ni lo que hacían o hablaban me interesaba. Sabía que el hombre alto con cara de cuchillo y al que las jóvenes y los criados llamaban «Maître» era mi padre. También conocía la existencia de una mujer espantosa —los sirvientes le tenían terror—, llamada «Madame», pero que no era ni mi madre, ni la de David, ni tampoco la esposa de mi padre.
Aquella vida, mi niñez, o cuando menos mi infancia, se interrumpieron una noche después de que David y yo, cansados de luchar y discutir en silencio, nos fuimos a dormir. Alguien me sacudió por los hombros y me llamó; no era Mr. Million, sino uno de los criados de mi padre, un hombrecito jorobado con una raída chaqueta roja.
—Levántate, quiere verte.
Así lo hice, y en seguida advirtió que yo llevaba puesto un camisón. Creo que ese detalle no entraba en las instrucciones recibidas y durante un instante, en que yo bostezaba de pie, pugnó consigo mismo.
—Vístete y péinate —dijo finalmente.
Obedecí, y me puse los pantalones de terciopelo negro que llevaba el día anterior, pero (guiado por un misterioso instinto) una camisa limpia. La estancia a la que me condujo (por tortuosos corredores vacíos de los últimos parroquianos, y por otros, mohosos, sucios de excremento de ratas que los clientes no conocían), era la biblioteca de mi padre, la habitación de la gran puerta labrada ante la que la dama de rosa me había susurrado las confidencias. Jamás había estado, pero cuando mi guía golpeó discretamente la puerta, ésta se abrió y casi sin darme cuenta, me hallé dentro.
Mi padre, que había abierto la puerta, la volvió a cerrar detrás de mí, y dejándome de pie, donde estaba, se dirigió al otro extremo de la larga estancia y se dejó caer en un gran sillón. Llevaba la bata roja y la bufanda negra que ya vi en otra ocasión, y el ralo cabello largo peinado hacia atrás. Me miró y recuerdo que mis labios temblaban al tratar de reprimir unos sollozos.
—Bien, ya estás aquí, ¿cómo te voy a llamar? —me expuso después de habernos contemplado los dos un largo rato.
Le dije mi nombre, pero sacudió la cabeza.
—Ése no. Para mí debes de tener otro… Uno privado. Si quieres, puedes elegirlo tú.
No contesté. Me parecía imposible tener otro nombre que las dos palabras que, en cierto sentido místico y que sólo yo respetaba, sin comprender, era mi nombre.
—Entonces, yo elegiré por ti. Eres el Número Cinco. Acércate, Número Cinco.
Me acerqué adonde estaba y cuando quedé de pie ante él, me interpeló:
—Ahora vamos a jugar. Voy a mostrarte algunos cuadros, y mientras los contemplas, tienes que hablar. Haz comentarios sobre los cuadros. Si hablas, tú ganas, pero si te detienes un Solo segundo, gano yo, ¿entiendes?
Le respondí que había comprendido.
—Bien. Sé que eres un chico inteligente. A decir verdad, Mr. Million me ha enviado los resultados de todos los exámenes y las cintas grabadas de cuando te habla, ¿lo sabías? ¿No te has preguntado nunca lo que hacía con ellas?
—Creí que las tiraba —respondí y observé que mi padre se inclinaba hacia delante mientras yo hablaba, una circunstancia que me halagó.
—No, las tengo aquí —apretó un botón—. Recuerda que no debes dejar de hablar.
Aunque en los primeros momentos estaba demasiado interesado para pronunciar una sola palabra, como por arte de magia aparecieron en la estancia un niño mucho más pequeño que yo y un soldado de madera pintada, casi tan grande como yo, pero cuando alargué el brazo para tocarlo, demostró ser tan impalpable como el aire.
—Di algo —me conminó mi padre—. ¿Qué opinas de todo eso, Número Cinco?
Pensaba en el soldado, como es natural y lo mismo el niño que aparentaba unos tres años. Caminaba con pasos vacilantes por mi brazo como la bruma e intentó volcarme.
Eran hologramas: imágenes tridimensionales formadas por la interferencia de dos ondas de luz y que encontré muy aburridas cuando las vi reproducidas como piezas de ajedrez en el libro de física; pero eso fue antes de que las relacionara con los fantasmas que se paseaban por la noche por la biblioteca de mi padre. Durante todo el rato mi padre iba diciendo:
—¡Habla! ¡Di algo! ¿Qué crees que siente el niño?
—Al niño le gusta el gran soldado pero quiere derribarlo si puede, porque el soldado es sólo un juguete, pero es mayor que él… —continué hablando durante mucho tiempo, imagino que varias horas seguidas. La escena cambiaba. Al soldado gigante lo reemplazó un poney, un conejo, unas papillas con galletas. Pero el niño de tres años seguía siendo la figura central.
Cuando el jorobado de la chaqueta roja volvió bostezando para llevarme a la cama, mi voz no era más que un ronco susurro y me dolía la garganta. Aquella noche soñé que veía al pequeñuelo corriendo de una a otra actividad y, en cierto modo, su personalidad se confundía con la mía y la de mi padre, de modo que yo resultaba a la vez observador, observado y una tercera presencia nos observaba a los dos.
La noche siguiente me quedé dormido casi al instante en que Mr. Million nos envió a la cama, consciente sólo el tiempo suficiente para congratularme de que así fuera. Me desperté cuando el jorobado entró en el dormitorio, pero no fue a mí a quien hizo levantar de la cama sino a David. Callado y quieto, fingiendo que dormía (pues se me ocurrió, y en aquel momento me pareció razonable, que si notaba que estaba despierto, nos llevaría a los dos), observé cómo mi hermano se vestía esforzándose por dar a su rubio y enredado cabello un aspecto más aseado. Al regresar, me encontraba profundamente dormido y no tuve oportunidad de interrogarle hasta que Mr. Million nos dejó solos, como hacía muchas veces cuando desayunábamos. Le conté mis experiencias como algo normal y me dijo que había pasado una noche muy parecida a la mía. Había visto hologramas y, al parecer, los mismos: el soldado de madera, el poney, etc. Se vio obligado a hablar sin cesar, como Mr. Million nos exhortaba en los debates y exámenes orales. En lo único que difería su entrevista con nuestro padre, por lo que pude deducir, fue en cuanto al nombre que le había dado.
Me miró sin comprender, a punto de llevarse a la boca un trocito de tostada.
Le volví a preguntar:
—¿Con qué nombre te llamaba al hablarte?
—Me llamaba David; ¿qué creías?
Con el comienzo de esas entrevistas, mi norma de vida cambió; las modificaciones que suponía iban a ser temporales, se volvían imperceptiblemente permanentes, ajustándose a un nuevo modelo del que ni David ni yo éramos conscientes. Dejamos de jugar y de relatarnos cuentos a la hora de acostarnos y David moderaba cada vez más su afición a hacer caramillos de la parra. Mr. Million nos permitía retirarnos más tarde, y de un modo sutil nos percatábamos de que nos hacíamos mayores. También, más o menos por esa época, empezó a llevarnos a un parque donde había una barraca de tiro con arco y equipos para diversos juegos. Ese pequeño parque, no lejos de nuestra casa, estaba bordeado a ambos lados por un canal y allí, mientras David arrojaba flechas a un ganso relleno de paja, o jugaba al tenis, yo me sentaba a contemplar las tranquilas aguas ligeramente turbias, o a esperar que llegara uno de los blancos barcos: grandes naves de proas afiladas como el pico de un martín pescador y cuatro, cinco o hasta siete mástiles y que, con muy poca frecuencia, eran remolcados desde el puerto por diez o doce yuntas de bueyes.
El verano en que tenía once o doce años —creo que eran doce—, nos permitieron por primera vez quedarnos en el parque hasta la puesta del Sol, sentados en las márgenes en declive y herbosas del canal para contemplar un castillo de fuegos artificiales. El primer cohete aún no había estallado a media milla sobre la ciudad cuando David se puso enfermo. Corrió hacia el agua y vomitó, zambullendo las manos hasta los codos en la porquería mientras las rojas y blancas estrellas resplandecían sobre él. Mr. Million se lo llevó en brazos, y cuando el pobre David se hubo desahogado, corrimos a casa.
Su enfermedad no duró mucho más que el corrompido emparedado que se la provocó, pero mientras nuestro preceptor lo metía en la cama, decidí no perderme el resto de la exhibición, de la que había visto parte por entre los edificios en nuestro camino de vuelta. Me habían prohibido entrar en el terrado después del anochecer, pero conocía muy bien el lugar donde se encontraba la escalera más próxima. La emoción que experimenté al entrar en aquel mundo prohibido de hojas y sombras, mientras las flores de fuego, púrpura, oro y de un resplandeciente escarlata se elevaban, me afectó como si tuviera fiebre, dejándome sin aliento, frío y tembloroso a pesar del calor del verano.
Había mucha más gente en la terraza de la que yo suponía. Los hombres, sin capa, sombrero ni bastón (lo habían dejado en el guardarropa de mi padre) y las muchachas, empleadas de mi padre, vestían trajes que mostraban los pechos pintados de carmín dentro de receptáculos de tela metálica, como jaulas que los hacían parecer más erguidos (ilusión óptica que se desvanecía si alguien se acercaba mucho), o vestidos cuyas faldas reflejaban sus rostros y bustos como en las aguas tranquilas se reflejan los árboles que se alzan en su borde, de modo que semejaban, en los intermitentes resplandores coloreados, como las reinas de los extraños palos de una baraja de cartas tarot.
Me vieron, por supuesto, ya que estaba demasiado excitado para ocultarme adecuadamente, pero nadie me ordenó que me fuera, y supuse que daban por hecho que tenía permiso para subir a contemplar los fuegos de artificio.
Éstos continuaron largo rato. Recuerdo a un cliente, un hombre robusto, de rostro cuadrado y mirada estúpida, con aire avasallador, que estaba tan ansioso de disfrutar de la compañía de su protegida —ella se resistía a entrar hasta que finalizase la exhibición— que, en su deseo de estar a solas, se alinearon en el parterre veinte o treinta arbustos y arbolitos para formar a su alrededor un pequeño bosquecillo. Yo ayudaba a los camareros a llevar algunos de los tiestos y vasijas más pequeños, y me las arreglé para ocultarme dentro de la estructura cuando ésta quedó dispuesta. Allí podía contemplar la explosión de los cohetes y «bombas aéreas» a través de las ramas y, a la vez, al cliente y a su nymphe du bois, que los contemplaba con muchísima más atención que yo.
El motivo de que yo me quedase allí no era, lo recuerdo bien, lúbrico, sino pura y simple curiosidad. Estaba en esa edad en que todo despierta un interés apasionado, pero la pasión es como una ciencia, y la mía se hallaba casi satisfecha cuando alguien detrás de mí me agarró por la camisa y me sacó a rastras de aquel vergel.
Cuando estuve libre del follaje, me soltaron y me volví, creyendo encontrarme con Mr. Million, pero no era él. Mi raptor resultó ser una mujercita de cabello gris vestida de negro, cuya falda, en la que me fijé incluso en aquellos momentos, le colgaba recta hasta el suelo desde la cintura. Imagino que me incliné ante ella, pues era evidente que no se trataba de una sirvienta, pero ella no me devolvió el saludo, sino que me miró atentamente de un modo que me hizo pensar que conseguía ver lo mismo en los intervalos de los resplandecientes estallidos que a su luz. Por último, como remate del castillo de fuegos artificiales, un enorme cohete se elevó silbando con un río de llamas y, durante un instante, alzó la vista. Luego, cuando hubo estallado en una orquídea malva de increíble tamaño y fulgor, la fantástica mujercita me volvió a agarrar y me condujo con firmeza hacia la escalera.
Mientras estábamos en el liso pavimento del jardín de la terraza, tal como pude observar, no caminaba, sino que parecía deslizarse por la superficie como una pieza de ajedrez de ónix sobre un pulido tablero, y fue eso, a pesar de todo lo que me había ocurrido, la causa de que aún la recuerde como la Reina Negra; una reina de ajedrez ni siniestra ni benéfica, y Negra, sólo para distinguirse de alguna Reina Blanca que no estaba predestinado a encontrar.
Sin embargo, al llegar a la escalera, aquel suave deslizarse se convirtió en un inestable traqueteo que hacía bajar el borde de su negra falda más de dos pulgadas a cada paso, como si su torso descendiera a cada escalón como un pequeño bote por entre unos rápidos, precipitándose o interrumpiéndose o retrocediendo en el cruce de la corriente.
En los peldaños conservaba el equilibrio sosteniéndose en mí y agarrada del brazo de una doncella que nos esperaba en lo alto de la escalera y la ayudaba por el otro lado. Cuando cruzamos el jardín, imaginé que aquel caminar deslizante se debía únicamente a un modo de andar perfectamente controlado y a una buena postura, pero luego comprendí que estaba, en cierto modo, imposibilitada y tuve la impresión de que, si no fuera por la doncella y por mí, se hubiera caído de cabeza.
En cuanto llegamos al pie de la escalera, reanudó su marcha firme y uniforme. Despidió a la doncella con un gesto y me condujo por el corredor en dirección opuesta a la de nuestro dormitorio y la clase, hasta llegar al hueco de una escalera, lejos de la parte posterior de la casa, con un tramo en espiral muy empinada, una sola barandilla de hierro y un descenso de seis pisos que daba al sótano. Allí me soltó y en tono resuelto me ordenó que bajara. Descendí unos escalones y me volví para cerciorarme de que no se encontraba en dificultades.
No le pasaba nada, pero tampoco empleaba la escalera para bajar. Con la larga falda que le colgaba tan recta como una cortina, flotaba, suspendida en el centro de la escalera, y me miraba desde el hueco. Yo estaba tan asombrado que me detuve, lo que motivó que ella hiciera un brusco gesto de enfado con la cabeza y eché a correr. En tanto yo descendía girando por el espiral, ella daba vueltas a mi alrededor, volviendo siempre hacia mí un rostro extraordinariamente parecido al de mi padre, con una mano apoyada en la barandilla. Cuando llegamos al segundo piso, se abalanzó sobre mí y me agarró con la facilidad con que un gato se hace cargo de un minino, y me llevó a través de varias estancias y pasadizos que jamás me habían permitido recorrer, hasta que me sentí tan confundido como si se tratara de un edificio desconocido. Finalmente, nos detuvimos delante de una puerta que no se distinguía de cualquier otra. La abrió con una anticuada llave de latón con el borde como una sierra y me indicó que entrara.
La estancia estaba brillantemente iluminada y vi con absoluta claridad lo que sólo había vislumbrado en la terraza y el pasillo: que el borde de su falda colgaba dos pulgadas sobre el suelo, sin que en aquel fenómeno interfiriera cualquier movimiento, y que entre el borde y el suelo sólo había el vacío. Con un ademán me indicó un pequeño escabel tapizado de petit-point.
—Siéntate —y cuando hube obedecido, se deslizó hacia una mecedora con orejas y se acomodó en ella frente a mí. Pasado un momento, preguntó—: ¿Cómo te llamas? —le di mi nombre y me miró fijamente levantando una ceja y comenzó a mecerse ayudándose ligeramente con una lámpara de pie que tenía a su lado. Pasado un largo rato, volvió a interrogarme—: ¿Y cómo te llama él?
—¿Él? —me sentía estúpido y lo atribuí a la falta de sueño.
—Mi hermano —y frunció los labios.
Me expansioné un poco.
—¡Ah, en tal caso es usted mi tía y veo que se parece mucho a mi padre! Me llama Número Cinco.
Durante unos segundos continuó mirándome con las comisuras de los labios hacia abajo, igual que mi padre, luego, prosiguió:
—Ese número o es muy bajo o muy alto. Vivimos él y yo, y supongo que cuenta con el simulador. ¿Tienes una hermana, Número Cinco?
Mr. Million nos había leído David Copperfield y al pronunciar aquellas palabras, me recordó de un modo tan sorprendente e inesperado a la tía Betsey Trotwood, que solté una carcajada.
—No hay nada absurdo en lo que pregunto. Tu padre tenía una hermana…, ¿por qué no puedes tener una tú? ¿No tienes ninguna?
—No, señora, pero tengo un hermano que se llama David.
—Llámame tía Jeannine. ¿Se parece David a ti, Número Cinco?
—Tiene el cabello rubio y rizado, no como el mío. Quizá nos parecemos un poco, pero no mucho.
—Sospecho que recurrió a una de mis jóvenes —musitó.
—¿Qué dice?
—¿Sabes quién es la madre de David, Número Cinco?
—Somos hermanos, e imagino que será la misma que la mía, si bien Mr. Million declara que murió hace tiempo.
—No es la misma, no —manifestó mi tía—. Puedo mostrarte un retrato de tu madre; ¿quieres verlo? —tocó un timbre y desde otro aposento apareció una doncella que hizo una reverencia. Mi tía le susurró algo y la sirvienta volvió a salir—. ¿Qué haces durante el día, además de subir a la terraza donde no debes? ¿Estudias, Número Cinco?
Le hablé de mis experimentos (estimulaba huevos de rana sin fecundar hasta conseguir un desarrollo asexual y después duplicaba los cromosomas por un tratamiento químico para producir una nueva generación asexual) y de las disecciones que por entonces Mr. Million me animaba a realizar y mientras hablaba, se me escapó un comentario sobre lo interesante que resultaría realizar una biopsia en uno de los aborígenes de Sainte Anne, si aún quedaba alguno, ya que las descripciones de los primeros investigadores diferían ampliamente y ciertos pioneros proclamaban que los aborígenes podían cambiar su configuración.
—Ah, de modo que estás enterado. Deja que te examine. ¿Qué es la Hipótesis de Veil?
Hacía varios años que la habíamos estudiado, de modo que respondí:
—La Hipótesis de Veil supone en los abos la capacidad de imitar perfectamente a la humanidad. Veil creía que cuando llegaban las naves de la Tierra, los abos mataban a todos los tripulantes y ocupaban sus lugares en las naves, de modo que no están muertos, en absoluto; somos nosotros.
—¿Quieres decir que los habitantes de la Tierra son «los seres humanos»?
—¿Cómo?
—Si Veil estaba en lo cierto, entonces tú y yo somos abos de Sainte Anne, por lo menos de origen. Supongo que eso es a lo que te refieres. ¿Opinas que tenía razón?
—Creo que no tiene demasiada importancia. Dijo que la imitación debió ser perfecta y, en ese caso, son iguales a nosotros.
Pensé que me había mostrado muy inteligente, pero mi tía sonrió meciéndose con más fuerza. Hacía mucho calor en el íntimo y brillante cuartito.
—Número Cinco, eres demasiado joven para la semántica y mucho me temo que ese vocablo perfectamente te haya llevado por mal camino. Estoy segura de que la intención del Dr. Veil era emplearlo de un modo más generalizado y no tan exacto como tú crees. La imitación difícilmente podría ser exacta, puesto que los seres humanos no poseen ese talento, y al imitarlos perfectamente, los abos, lo hubieran perdido.
—¿De veras?
—Mi querido niño, cualquier tipo de habilidad debe evolucionar y si las llevan a cabo han de utilizarlas, o de lo contrario se atrofian. Si los abos hubieran sido capaces de imitarlos tan bien, hasta el punto de perder la facultad de hacerlo, hubiera significado su fin, y no hay duda de que eso sucedió mucho antes de que llegaran las primeras naves. Por supuesto, no existe la más ligera prueba de que hicieran nada de eso. Simplemente, desaparecieron antes de que los examinaran a fondo, y Veil, que desea una explicación espectacular, por la crueldad e irracionalidad que ve a su alrededor, presenta una teoría sin base.
Esta última observación, junto con la actitud amistosa de mi tía, me ofrecía una oportunidad ideal para preguntarle acerca de su sistema de locomoción, pero cuando estaba a punto de expresarme nos interrumpieron, casi a la vez, desde dos direcciones. La doncella regresaba con un gran libro encuadernado en cuero labrado, y apenas se lo entregó a mi tía, se oyeron unos golpecitos en la puerta.
—Mira —dijo mi tía abstraída, y como la observación igual la podía dirigir a mí que a la doncella, satisfice mi curiosidad indicándole que abriera la puerta.
En el vestíbulo aguardaban dos démi-mondaines de mi padre vestidas y pintadas hasta el extremo de que parecían más extrañas que cualquier abo, imponentes como álamos de Lombardía, e inhumanas como espectros, con los ojos pintados de verde y amarillo del tamaño de un huevo y los senos tan exageradamente turgentes y enhiestos que casi les llegaban a los hombros, y puesto que se mantenían en una actitud artificialmente educada, me percaté con sumo agrado de su sorpresa al verme en el umbral. Las saludé con una reverencia, pero cuando la doncella cerró la puerta al entrar ellas, mi tía exclamó:
—Un momento, muchachas, quiero enseñarle algo al chico; luego, nos dejará.
Aquel «algo» era una fotografía, en la que habían utilizado una nueva técnica que eliminaba el color excepto un ligero tono sepia. Era pequeña, y por su aspecto y los bordes ajados, también muy antigua. Mostraba a una joven de unos veinticinco años, delgada, más bien alta, de pie junto a un joven rechoncho en un paseo adoquinado y con un niño en brazos. El paseo se extendía frente a un singular edificio: una casa de madera larga de un solo piso, con un porche o galería que variaba su estilo arquitectónico cada veinte o treinta pies, de modo que daba casi la impresión de un gran número de casas estrechas edificadas unas junto a las otras. Menciono ese detalle, que en aquel momento apenas observé, porque desde que salí de la cárcel he intentado muchas veces encontrar una pista de dicha casa. Al mostrarme por primera vez la fotografía me interesaba más contemplar el rostro de la joven y el del niño. El de éste apenas se veía, cubierto casi todo él por una manta de lana blanca. La joven tenía un rostro amplio y una sonrisa luminosa que daba la impresión de poseer un encanto inusitado que raras veces se ve, indiferente, poético y a la vez astuto. Mi primer pensamiento fue que se trataba de una gitana, pero su piel era demasiado blanca. Puesto que en este mundo todos descendemos de un grupo relativamente pequeño de colonizadores, somos, más bien, una población uniforme; pero mis estudios me han proporcionado ciertos conocimientos de las primitivas razas Terrestres, y mi segunda suposición, casi cierta, fue que se trataba de una celta.
—De Gales —exclamé—. O escocesa o irlandesa.
—¿Cómo? —profirió mi tía.
Una de las chicas Soltó una risita; se habían sentado en el diván, con las largas y resplandecientes piernas cruzadas ante ella, como las astas barnizadas de las banderas.
—No importa.
Mi tía me dirigió una mirada penetrante y dijo:
—Tienes razón. Te mandaré a buscar y hablaremos sobre el tema, cuando los dos tengamos tiempo. Ahora, mi doncella te acompañará a tu cuarto.
No recuerdo absolutamente nada del largo trayecto que la doncella y yo recorrimos hasta llegar a mi habitación, ni qué excusas le presenté a Mr. Million por mi desautorizada ausencia. Cualesquiera que fueran, imagino que las comprendió, o descubrió la verdad interrogando a los criados, porqué no me llegó ninguna llamada del apartamento de mi tía, por más que durante las semanas siguientes la esperaba cada día.
Aquella noche —estoy razonablemente seguro de que fue esa misma noche— soñé con los abos de Sainte Anne; abos que danzaban con penachos de hierba fresca en las cabezas, brazos y tobillos; abos que agitaban sus escudos fabricados con juncos entrelazados y sus lanzas con puntas de jade, hasta que el movimiento influyó en mi lecho y se convirtió en los brazos del ayuda de cámara de mi padre que venía a llevárseme, como casi cada noche, a la biblioteca.
Esa misma noche —y ahora sí que estoy plenamente convencido de que fue la primera noche que soñé con los abos—, la táctica que empleaba conmigo y que durante los cuatro o cinco años anteriores constituían la misma secuencia de conversaciones, hologramas, libre asociación y despedida, cambió. Tras las primeras palabras de costumbre, deduzco que para tranquilizarme —en lo que falló, como siempre—, me ordenó que me acostase sobre una vieja mesa de reconocimiento en un rincón de la estancia. A continuación, me pidió que mirase la pared, o sea, los estantes donde los cuadernos se amontonaban en desorden. Noté que me introducía una aguja en la parte interna del brazo pero, con la cabeza y el rostro dados vuelta, no podía incorporarme ni ver lo que hacía. Luego, retiró la aguja y me ordenó que permaneciera quieto. Pasado un tiempo que me pareció muy largo, durante el cual mi padre me separaba de vez en cuando los párpados para examinarme las pupilas o me tomaba el pulso, alguien, que se encontraba en un lugar distante del aposento, empezó a relatar una historia muy larga y complicada. Mi padre tomaba notas de lo que decía y de vez en cuando se detenía para hacerme preguntas que yo consideraba innecesario responder puesto que el narrador lo hacía por mí.
La droga que me había administrado no disminuía su efecto a medida que transcurrían las horas, como había yo supuesto erróneamente. Por el contrario; parecía llevarme progresivamente fuera de la realidad y preservar la individualidad del pensamiento. La mesa de cuero donde me encontraba se iba esfumando para encontrarme ora en el puente de un barco o en las alas de una paloma que volaba sobre el mundo y hasta dejó de interesarme si la voz que oía era la de mi padre o la mía. A veces me sentía lanzado a lo más alto, otras a lo más bajo, y en ocasiones notaba que hablaba desde las profundidades de un pecho mayor que el mío, y su voz, que reconocía, así como el suave susurro de las páginas de su libreta de notas, semejaban los agudos gritos de los niños que corrían por las calles, tal como los oía en verano cuando asomaba la cabeza por las ventanas situadas en la base de la cúpula de la biblioteca.
Aquella noche, mi vida volvió a experimentar otro cambio. Las drogas —pues al parecer se trataba de varias y aunque el efecto que acabo de describir era el normal—, a veces no conseguía permanecer quieto y corría durante horas de un lado a otro mientras hablaba, o me sumía en sueños felices o terroríficos, afectaron mi salud. A menudo me despertaba por la mañana con un dolor de cabeza que me atormentaba todo el día o sujeto a períodos de extremo nerviosismo y aprensión. Pero lo peor era la ausencia absoluta de memoria y que a veces duraba días enteros de modo que me despertaba, me vestía, leía, paseaba e incluso conversaba sin recordar en absoluto nada de lo que había sucedido desde la noche anterior, en que me acostaba sobre la mesa de la biblioteca de mi padre.
Las lecciones que seguía con David no cesaron, pero en cierto modo la tarea de Mr. Million y la mía se invertían. Ahora era yo el que insistía en proseguir la clase cuando ésta había concluido. Y también era yo quien escogía el tema, y en muchas ocasiones el que preguntaba a David y a Mr. Million. Por el contrario, cuando acudían a veces a la biblioteca o al parque, me quedaba en la cama leyendo y me parece que en diversas ocasiones, al leer o estudiar seguía consciente en la cama hasta que el mayordomo acudía a buscarme.
Debo señalar que en las entrevistas que David sostenía con nuestro padre, él experimentaba los mismos cambios y al mismo tiempo que yo; pero puesto que eran menos frecuentes —y se fueron espaciando a medida que transcurría el verano, llegaba el otoño y por último el invierno— padecía, en conjunto, reacciones menos adversas a las drogas, cuyo efecto en él no era tan acusado.
En un momento determinado de aquel invierno llegué al término de mi infancia. Mi precaria salud me tenía alejado de las actividades infantiles y me estimulaba a realizar experimentos con animalitos y disecciones en los cuerpos de bocas y ojos abiertos que Mr. Million me suministraba sin cesar. Como dije, leía muchas horas seguidas o, simplemente, me acostaba con las manos detrás de la cabeza, luchando por recordar, a veces, días enteros, las conversaciones con mi padre. Ni David ni yo lográbamos reconstruir una teoría coherente sobre las preguntas que nos hacía, pero en mi memoria conservo fijas ciertas escenas de las que estoy seguro jamás contemplé y estimo que eran imágenes producidas por sugerencias susurradas mientras fluctuaba y me sumergía en esos estados variables de conciencia.
Mi tía, antes tan alejada de mí, me hablaba ahora por los pasillos, e incluso me visitaba en nuestro cuarto. Supe que llevaba el orden interno de la casa y por ella conseguí un pequeño laboratorio ubicado en la misma ala; pero, como ya indiqué antes, pasé la mayor parte del invierno ante mi mesa de disección o en la cama. La nieve se amontonaba en los cristales de la ventana, cubriendo casi la mitad; se adhería a los tallos desnudos de la parra. Los clientes de mi padre, en las raras ocasiones en que los veía, entraban con las botas mojadas, los hombros y sombreros cubiertos de nieve, jadeantes, la cara enrojecida, mientras sacudían los abrigos en el vestíbulo. Los naranjos habían desaparecido. Ya no usaban el jardín de la azotea ni el patio, bajo nuestra ventana; Solamente a altas horas de la noche, cuando media docena de clientes con sus protegidas, borrachos todos, se arrojaban bolas de nieve entre risas y algazara; un juego que finalizaba invariablemente desnudando a las chicas y tumbándolas desnudas en la nieve.
La primavera me sorprendió, como a todos los que, como yo, ven transcurrir la mayor parte de su vida en el interior de una casa. Un día del mes de abril, mientras pensaba, y no por cierto en el fin del invierno, David abrió la ventana de par en par e insistió en que bajara con él al parque. Mr. Million nos acompañó y recuerdo que cuando salimos por la puerta principal al pequeño jardín que daba a la calle —un jardín al que vi la última vez bordeado por la nieve que habían sacado a paladas del sendero, radiante ahora por los tempranos capullos y el borboteo de la fuente—, David acarició el hocico risueño del perro de hierro y recitó: «He aquí el perro. Con su cuádruple cabeza anima estos reinos de luz.»
Hice una observación acerca de que se había equivocado.
—¡Ah, no! El viejo Cerbero tiene cuatro cabezas, ¿no lo sabías? La cuarta es la de su doncella y es tan perra que ningún perro puede despojarla de su doncellez.
Hasta Mr. Million se rió, pero después reflexioné, al reparar en la espléndida salud de David y la incipiente virilidad en el porte de sus hombros que si, como siempre había creído, las tres cabezas representaban al Amo, Madame y Mr. Million, es decir: mi padre, mi tía y mi tutor, y la doncella a la que aludía David, en efecto, había que soldar muy pronto una cuarta cabeza para mi hermano.
El parque debía representar para él un paraíso, pero en mi decaimiento lo hallé bastante inhóspito y pasé casi toda la mañana acurrucado en un banco contemplando a David que jugaba al frontón. Hacia el mediodía, una joven de cabello oscuro con un tobillo escayolado vino a romper mi Soledad, aunque no se sentó en el mismo banco que ocupaba yo, pero sí en otro muy próximo. Llegó con muletas acompañada por una especie de carabina que también se sentó, y me pareció que deliberadamente, entre la joven y yo. No obstante, la antipática mujer era demasiado estirada para que su misión de vigilante resultara un éxito total. Ocupó el banco mientras la joven, con la pierna lesionada extendida ante ella, se apoyaba contra el respaldo, dándome ocasión de contemplar su hermoso perfil; y de vez en cuando, al volverse hacia el monstruo que la acompañaba para hacer cualquier comentario, le veía todo el rostro: labios de carmín y ojos color violeta; una cara más redonda que ovalada, con un espeso mechón de cabellos negros que se dividían en la frente. Las cejas, un fino arco y largas y curvadas pestañas. A una anciana vendedora que ofrecía rodillos cantoneses de huevo (más largos que la mano y tan calentitos por estar recién fritos con manteca que hay que comerlos con precaución), la usé de mensajera y, a la vez que adquiría uno para mí, la mandé con dos de estas ardientes golosinas, una para la joven y otra para su acompañante.
Naturalmente, el monstruo la rechazó; en cuanto a la joven, vi con satisfacción que suplicaba para que le permitiera aceptarlos; sus enormes ojos y encendidas mejillas proclamaban con harta elocuencia la discusión y aunque por desgracia me encontraba demasiado lejos para oír sus razonamientos, advertía sus gestos; sería un insulto gratuito a un correcto desconocido rechazar su invitación. Tenía hambre y de todos modos pensaba comprarse uno, ¡era un despilfarro absurdo poner reparos cuando lo que deseaba se lo ofrecían gratis! La vendedora, encantada con su papel de mediadora, se lamentó casi llorando por tener que devolverme el dinero (en realidad un billete de escaso valor, casi tan grasiento como el papel que envolvía su mercancía y mucho más sucio), y de vez en cuando alzaban las voces, lo bastante para que yo percibiera la de la joven, de un tono puro y suave, de contralto. Al final aceptaron, como era de suponer. El monstruo me concedió un helado saludo y la muchacha me hizo un guiño a sus espaldas.
Transcurrida media hora, cuando David y Mr. Million, que lo había estado vigilando desde el borde del patio, me preguntaron si quería almorzar, asentí, pensando que al regresar podría sentarme más cerca de la joven sin que pareciera un atrevimiento. Comimos (y creo que yo con una enorme impaciencia) en un limpio y pequeño café junto al mercado de flores, pero al volver al parque, la joven y su acompañante ya se habían marchado.
Regresamos a casa y, una hora después, mi padre envió a buscarme. Acudí bastante agitado, ya que era mucho más pronto de lo que tenía por costumbre; en realidad antes de que llegaran los primeros clientes, cuando yo solía ir después de que el último se hubiera marchado. No tenía razón para estar inquieto. Empezó preguntándome por mi salud y al responderle que me sentía mejor que durante la mayor parte del invierno, me habló en un tono cohibido, tan diferente de su habitual mordacidad, de sus negocios y de la necesidad que tiene un joven de prepararse para ganarse la vida.
—Tengo entendido que eres un erudito científico —me dijo.
Le respondí que confiaba llegar a serlo, aunque de momento sólo era un científico a pequeña escala, y me dispuse a defenderme de los ataques usuales acerca de la inutilidad de estudiar química o biofísica en un mundo como el nuestro, donde la base industrial era tan escasa que de nada servían para el comercio o en unas oposiciones para ocupar un puesto estatal, etc., etc. Por el contrario, exclamó:
—Me satisface saberlo. Para serte franco, le pedí a Mr. Million que te animara a proseguir tus estudios, aunque estoy seguro de que igual lo hubiera hecho; conmigo se comportó lo mismo. Esos estudios no sólo te procurarán una gran satisfacción, sino que… —hizo una pausa, carraspeó y se frotó el rostro y la cabeza con las manos—, son muy valiosos en todos los aspectos y constituyen, por así decirlo, una tradición familiar.
Le contesté que sus palabras me hacían muy feliz, y no hay duda de que era cierto.
—¿Has visto mi laboratorio, que está detrás del gran espejo?
Nunca había estado en el, aunque conocía la existencia de un grupo de habitaciones detrás del espejo corredizo de la biblioteca, y en alguna ocasión los criados hablaron de su «dispensario», en donde elaboraba medicamentos para ellos, examinaba mensualmente a las chicas que teníamos empleadas y de vez en cuando prescribía tratamientos para «amigos» de los clientes: hombres inexpertos y arriesgados que no se habían limitado (al contrario de nuestros prudentes clientes) a venir exclusivamente a nuestro establecimiento. Le respondí que me agradaría muchísimo verlo.
—Pero nos alejamos de nuestro tema —continuó con una sonrisa—. La ciencia vale mucho, pero descubrirás, como yo, que consume más dinero del que produce. Vas a necesitar aparatos, libros y otras muchas cosas, y a la vez debes mantenerte. Aquí tenemos un negocio provechoso y, aunque confío vivir muchos años, en parte, gracias a la ciencia, tú eres el heredero y, a la larga, será tuyo…
¡De modo que yo era mayor que David!
—… Créeme, nada de lo que hacemos carece de importancia.
Me quedé tan sorprendido y al mismo tiempo tan contento por lo que había descubierto que se me escapó parte de lo que dijo. Acepté sus palabras con un gesto de la cabeza, lo que me pareció lo más prudente.
—De acuerdo. Empezarás por responder a la puerta principal. Hasta ahora lo hacía una de mis empleadas y los primeros días se quedará contigo, ya que tienes que aprender más de lo que imaginas. Hablaré con Mr. Million.
Le di las gracias y abrió la puerta de la biblioteca para indicarme que la entrevista había terminado. Al salir, apenas podía creer que era el mismo hombre que devoraba mi vida casi todas las mañanas a primera hora.
No relacioné este súbito ascenso con los acontecimientos del parque. Ahora me doy cuenta de que Mr. Million, que posee, literalmente hablando, ojos en la nuca, pudo haber informado a mi padre de que yo había alcanzado esa edad en que los deseos, que en la infancia se adhieren de forma exagerada a la persona del padre o la madre, comienzan a buscar a ciegas algo más fuera de la familia.
Aquella misma noche comencé mi nueva ocupación, convirtiéndome en lo que Mr. Million llamaba «presentador», y David (explicándome que el sentido primitivo de la palabra se relacionaba con «portal») me llamaba el «portero» de nuestra casa, con lo que asumía simbólicamente, pero de un modo práctico, las funciones del perro de hierro de nuestro jardín.
La doncella que antes los recibía, una joven llamada Nerissa, elegida no sólo porque era una de las más bonitas, sino también la más alta y fuerte, sonriente, de rostro alargado y pómulos salientes y hombros más anchos que la mayoría de los hombres, se quedó para ayudarme, tal como mi padre me había prometido. Nuestro trabajo no era molesto, ya que los clientes de mi padre eran todos hombres de elevada posición, enemigos de pendencias y de discutir en voz alta, salvo en contadas ocasiones de embriaguez. Además, casi todos habían acudido ya a nuestra casa docenas y hasta centenares de veces. Los llamábamos por el apodo que únicamente empleaban en nuestra casa (y que Nerissa me comunicaba sotto voce en cuanto aparecían). Colgaban los abrigos y se dirigían —o si era preciso los acompañábamos— a las diversas secciones del establecimiento. Nerissa les lanzaba miradas provocativas, excepto a los más atrevidos; permitía que la pellizcaran, aceptaba propinas y luego, en las horas en que la actividad flojeaba, me hablaba de las veces en que la habían «llamado arriba», a petición de algún experto conocedor del rango, y del dinero que habían ganado aquella noche. Yo me reía de los chistes; rehusaba las propinas para dar a entender a los parroquianos que formaba parte de la dirección. Muchos no necesitaban que se lo recordase y a menudo me decían que me parecía de un modo sorprendente a mi padre. Poco tiempo estuve empleado de recepcionista, y creo recordar que la tercera o cuarta noche recibimos una visita insólita. Llegó a primeras horas de la tarde, pero en un día tan lóbrego, uno de esos últimos días invernales, que hacía más de una hora que las luces del jardín estaban encendidas y los coches que pasaban de vez en cuando por la calle no se veían. Cuando llamó a la puerta, la abrí, pero como hacía siempre con los desconocidos le pregunté cortésmente qué se le ofrecía.
—Deseo hablar con el Dr. Aubrey Veil.
Mucho me temo que por la cara que puse, comprendió que no sabía de quién se trataba.
—¿No es ésta la calle Saltimbanque, N.° 666?
No se había equivocado y el nombre del Dr. Veil, aunque de momento no conseguía situarle, despertó mis recuerdos. Supuse que uno de nuestros parroquianos había usado la casa de mi padre como una adresse d’accomodation y como el visitante era a todas luces admisible y no era prudente retener a nadie discutiendo en el umbral, a pesar del parcial refugio que ofrecía el jardín, le hice entrar. A continuación pedí a Nerissa que nos trajera café para de ese modo hablar unos momentos en privado en el pequeño y oscuro recibidor que daba al vestíbulo principal. Se trataba de un reducido aposento que usábamos en muy raras ocasiones y las sirvientas habían olvidado de limpiarlo, como advertí apenas abrí la puerta. Tomé nota mentalmente para comentárselo luego a mi tía, y mientras lo pensaba recordé dónde había oído hablar del Dr. Veil. En la primera oportunidad que se me presentó de hablar con mi tía, comentó la teoría del sabio profesor, acerca de que los nativos de Sainte Anne habían asesinado a los primitivos colonizadores terrestres, reemplazándolos por completo hasta olvidar nuestro origen.
El desconocido tomó asiento en uno de los dorados y mohosos sillones. Tenía una barba muy negra y más larga y poblada de lo que se estilaba. Era joven, aunque por supuesto mucho mayor que yo y hubiera sido un hombre apuesto a no ser por la piel de su rostro —la poca que podía verse—, de un blanco descolorido que le afeaba. El terno oscuro que llevaba, daba la impresión de ser excesivamente grueso, como de fieltro, y recordé haber oído a un cliente que un satélite de Sainte Anne había amerizado ayer en la bahía y le pregunté si a lo mejor se hallaba a bordo de él. Por un instante se quedó perplejo y luego se echó a reír.
—Ya veo que es usted muy ingenioso y al vivir con el Dr. Veil está familiarizado con su teoría. No, vengo de la Tierra y me llamo Marsch.
Me entregó su tarjeta, que leí dos veces para que el significado de las abreviaturas delicadamente impresas en relieve se grabaran en mi memoria. Mi visitante era un científico, un doctor en filosofía y antropología procedente de la Tierra.
—No trataba de mostrarme ingenioso —respondí—. Pensé que tal vez venía de Sainte Anne. Aquí, la mayoría tenemos un tipo de rostro planetario, excepto los gitanos y las tribus de delincuentes, y usted no se ajusta a nuestro tipo.
—Y sé a lo que se refiere y por lo visto usted posee ese tipo.
—Dicen que me parezco muchísimo a mi padre. Me contempló fijamente y exclamó: —¡Ah!, ¿es partenogético?
—¿Partenogético? —había leído el vocablo pero solamente en relación con la botánica y, como me sucedía siempre que pretendía impresionar a alguien con mi inteligencia, no se me ocurrió nada. Me sentí como un chiquillo estúpido.
—Reproducido partenogenéticamente, de modo que el individuo o individuos, puede haber miles, si quiere, poseen una estructura genética a la del progenitor. Es antievolutivo y, en la Tierra, ilegal; pero no creo que aquí estas cosas se observen con tanta fidelidad.
—¿Habla de los seres humanos? Asintió.
—Jamás oí hablar de ello. A decir verdad, dudo que aquí encuentre la tecnología necesaria. Comparados con la Tierra, estamos atrasados, aunque mi padre, por supuesto, se lo solucionaría.
—No quiero molestarlo.
Nerissa entró con el café, cortando cualquier nueva observación que el Dr. Marsch pudiera exponer. Yo le había sugerido que se dirigiera a mi padre más por la fuerza de la costumbre que por otra cosa, pero considero poco probable que consiguiera cualquier tour de force, es decir: que le sacara alguna ingeniosa creación bioquímica, aunque siempre existía esa posibilidad, en particular, si le ofrecía una importante suma de dinero. Mientras Nerissa disponía las tazas y vertía el café, guardamos silencio; pero, en cuanto se hubo marchado, Marsch exclamó con una mirada de aprecio:
—¡Qué joven tan singular! —y observé que sus ojos eran de un verde brillante, sin los puntitos pardos que suelen tener la mayoría de ojos verdes.
Estaba ansioso por interrogarle sobre la Tierra y los nuevos progresos y se me ocurrió que las chicas podían ser un medio eficaz de retenerlo o, por lo menos, de hacerlo volver.
—Debería ver algunas jóvenes. Mi padre posee un gusto exquisito.
—Preferiría ver al Dr. Veil, ¿o es su padre el Dr. Veil?
—¡Oh, no!
—Ésta es su dirección, por lo menos la que me dieron. Calle Saltimbanque n. 666, Port-Mimizon, Departamento de la Main, Sainte Croix. Hablaba muy serio y hasta creí posible que si le decía claramente que se había equivocado se marcharía, de modo que le dije:
—Conozco por mi tía la Hipótesis de Veil. Parece que está muy enterada. Tal vez le gustaría hablar con ella a última hora de esta tarde.
—¿No podría verla ahora?
—Mi tía recibe muy pocas visitas. Para serle sincero, me contaron que se peleó con mi padre, antes de nacer yo, y abandona raras veces sus habitaciones. El ama de llaves la informa y ella dirige lo que podríamos llamar nuestra economía doméstica; pero es muy difícil ver a Madame fuera de sus habitaciones o que deje entrar en ellas a un forastero.
—¿Por qué me cuenta todo eso?
—Para que comprenda que, aun con la mejor voluntad del mundo, no me sería posible disponer una entrevista con usted. Por lo menos esta tarde.
—Simplemente, era para preguntarle si conoce la dirección actual del Dr. Veil.
—Trato de ayudarle, Dr. Marsch, de veras.
—Pero, ¿no le parece que ése es el mejor sistema?
—No.
—En otras palabras: si usted se lo pregunta a su tía, sin darle la oportunidad de que se forme una idea de mí, ¿no me proporcionaría ese dato, si lo tiene?
—Será mejor que antes hablemos un poco usted y yo. Hay muchas cosas que me gustaría saber sobre la Tierra.
Por un instante, dejó asomar una amarga sonrisa por entre la barba.
—Supongamos que yo pregunto primero…
Nuevamente nos interrumpió Nerissa para saber si necesitábamos algo de la cocina. La hubiera estrangulado cuando el Dr. Marsch se detuvo en medio de una frase y se limitó a expresar:
—¿No podría esa joven preguntarle a su tía si puede recibirme?
Pensaba rápidamente. Mi intención era ir yo, y tras una espera adecuada, regresar y decirle que mi tía lo recibiría más tarde, lo que me proporcionaba una nueva oportunidad para interrogarle, mientras él aguardaba. Pero también existía el riesgo (sin duda exagerado por mi anhelo de conocer los nuevos descubrimientos de la Tierra) de que no quisiera esperar, o de que, cuando viera a mi tía —caso de que lo recibiera—, mencionara el incidente. En cambio, si enviaba a Nerissa conseguiría hablar con él mientras la joven cumplía el encargo —aparte de que también existía la posibilidad de que mi tía deseara terminar algún asunto antes de ver al desconocido. Le dije a Nerissa que fuera y el Dr. Marsch le entregó una de sus tarjetas de visita tras escribir algunas palabras en el dorso.
—Veamos ahora —expuse—; ¿qué deseaba preguntarme?
—¿Por qué esta casa, en un planeta que está habitado hace menos de doscientos años, parece tan absurdamente vieja?
—Fue construida hace ciento cuarenta años, pero ustedes deben tener en la Tierra casas mucho más viejas aún.
—Supongo que sí. A miles. Pero por cada una existen diez mil que se edificaron hace menos de un año. En cambio aquí, casi cada casa parece tan antigua como ésta.
—La población aquí no es muy grande y no hemos tenido que derribar casas, por lo menos eso dice Mr. Million, y hay menos gente ahora que hace cincuenta años.
—¿Mr. Million?
Le hablé de mi preceptor, y cuando acabé exclamó:
—Parece como si aquí tuvieran un simulador suelto elevado al cubo… lo cual resulta interesante. Se han hecho muy pocos.
—¿Un simulador elevado al cubo?
—Un billón. Diez elevado a la enésima potencia. Claro que el cerebro humano posee varios millones de sinapsis, pero se ha descubierto que ustedes simulan muy bien su actuación… Tenía la impresión de que el tiempo no pasaba desde que Nerissa salió, cuando ya había regresado. Hizo una reverencia al Dr. Marsch y le dijo:
—Madame desea verle.
—¿Ahora?
—Sí —repuso Nerissa—. Madame dijo que ahora mismo.
—Yo le acompaño. Tú, atiende la puerta. Escolté al Dr. Marsch por los lúgubres corredores, tomando el camino más largo, pero cuando pasábamos ante los manchados espejos y las desvencijadas mesitas de nogal estaba abstraído pensando en las preguntas que deseaba formular a mi tía y contestaba con monosílabos a mis preguntas sobre la Tierra.
Al llegar a la puerta de la habitación de mi tía di unos suaves golpecitos. La abrió ella, en persona; el borde de la negra falda colgaba vacío sobre la alfombra, sin signo de pisadas, pero creo que el Dr. Marsch no se dio cuenta.
—Siento mucho molestarla, Madame, pero su sobrino confía en que usted puede ayudarme a encontrar al autor de la Hipótesis de Veil.
—Tenga la bondad de pasar; yo soy el Dr. Veil —contestó mi tía y cerró la puerta dejándome en el pasillo de pie y boquiabierto.
Le conté el incidente a Phaedria a la primera ocasión en que nos vimos, pero ella estaba más interesada en conocer detalles de la casa de mi padre. Por si antes no mencioné su nombre, Phaedria era la joven que se sentó cerca de mí en el parque mientras yo contemplaba cómo David jugaba al frontón. Me la presentó, la segunda vez que bajé al parque, nada menos que el mismo monstruo que le ayuda a sentarse y ¡oh, milagro! En el acto se retiró a otro lugar, aunque visible, lo bastante alejado para no oír. Phaedria tenía la pierna lesionada estirada ante ella sobre el sendero cubierto de guijarros y me dedicó su más encantadora sonrisa. Tenía unos dientes perfectos.
—¿No le importa que me siente aquí? —preguntó.
—Al contrario, estoy encantado.
—Y también sorprendido. Se le agrandan los ojos cuando se sorprende, ¿no lo sabía?
—También sorprendido. He venido a buscarla varias veces, pero usted no estaba.
—También nosotros le buscamos y tampoco lo encontramos; pero ya imagino que uno no puede pasar todo el tiempo en el parque.
—Me hubiera quedado al saber que me buscaba. De todos modos, he venido siempre que he podido. Temía que ella —con la cabeza le indiqué el monstruo— no la dejara volver. ¿Cómo la convenció?
—¿No lo adivinas? ¿No sabes nada?
Le confesé mi ignorancia. Me sentía estúpido y lo era, por oí menos en lo que decía, ya que mi mente no alcanzaba a responder a sus observaciones, sino en confiar a mi memoria la armonía de su voz, el color de sus ojos, el delicado perfume de su piel v el suave y cálido roce de su aliento sobre mis heladas mejillas.
—Pues ya verás lo que pasó. Cuando tía Uranie, que sólo es una prima pobre de mi madre, llegó a casa y le habló de ti, en seguida adivinó quién eras y aquí me tienes.
—¡En efecto! —fue todo lo que se me ocurrió y ella se echó a reír.
Phaedria era una de esas jóvenes educadas entre la esperanza de un matrimonio y la idea de una venta. Me contó que los negocios de su padre eran «inestables». Especulaba con cargamentos de textiles y drogas, casi todos procedentes del sur, y casi siempre debía grandes sumas a los prestamistas que no podía devolver, a menos que éstos le dejaran recuperarse. Quizá muriese pobre, pero mientras tanto le había dado a su hija una educación esmerada y le había pagado una cirugía plástica. Si al llegar a la edad de contraer matrimonio conseguía darle una buena dote, ella le vincularía a una familia acomodada; pero si se veía acosado por las deudas, una joven tan bien educada le podía proporcionar cincuenta veces el valor de una vulgar chiquilla de la calle. Por supuesto, nuestra familia sería ideal en cualquiera de los dos casos.
—Háblame de tu casa. ¿Sabes cómo la llaman los niños? «La Cueva Canem», o simplemente «La Cueva». Todos los niños creen que es maravillosa y cuentan mentiras porque la mayoría jamás estuvo.
Pero yo deseaba hablar del Dr. Marsch y de las ciencias de la Tierra, aunque también estaba tan ansioso por conocer su mundo, «los niños», que citaba con indiferencia, la escuela y su familia, como ella de saber de nosotros. También deseaba referirle con detalle los servicios que las jóvenes de mi padre prestaban a sus benefactores, pero era contrario a discutir de otros asuntos, como el de que mi tía bajaba flotando por el hueco de la escalera.
Compramos panecillos cantoneses a la vieja vendedora, y los comimos bajo el helado Sol; cambiamos confidencias y nos separamos, no sólo como amantes, sino también como amigos, prometiéndonos vernos al día siguiente.
A cierta hora de la noche, creo que casi a la vez que regresaba a mi cama, o para decirlo con más precisión, me hacían regresar, pues apenas me tenía en pie tras una sesión de varias horas con mi padre, el tiempo cambió. El aroma almizcleño de una primavera que se extingue y de un estío que nace penetraba por los postigos, y el fuego de nuestra pequeña chimenea se apagó casi solo, de vergüenza. El mayordomo de mi padre abrió la ventana y el dormitorio se llenó de esa fragancia que emiten las últimas nieves que se derriten bajo las profundas y oscuras hojas perennes de las laderas. Había quedado con Phaedria en encontrarnos a las diez y, antes de acudir a la biblioteca de mi padre, dejé una nota sobre el escritorio para que me despertaran una hora antes; y esa noche me dormí con el perfume y el pensamiento —medio plan, medio sueño— de que Phaedria y yo encontraríamos algún medio para eludir a su tía y buscar un rincón de césped solitario donde las flores azules y amarillas salpicaban la corta hierba.
Cuando desperté, una hora después del mediodía, caía tras la ventana una cortina de lluvia. Mr. Million leía un libro al otro extremo del dormitorio y me dijo que había estado diluviando desde las seis, por lo que no se decidió a despertarme. Sentía un agudo dolor de cabeza, como me sucedía a menudo después de una larga sesión con mi padre, y tomé los polvos que me había recetado para aliviarme. Eran de color gris y olían a anís.
—Pareces indispuesto —me dijo Mr. Million.
—Esperaba ir al parque.
—Lo sé.
Rodó hacia mí y recordé que el Dr. Marsch lo había llamado un simulador «suelto». Por primera vez desde que era pequeño, me incliné (aún a costa de mi cabeza) y leí el título cuya impresión estaba casi borrada. Sólo vi el nombre de una sociedad cibernética de la Tierra, y en francés, como siempre supuse, su nombre: M. Million —«Monsieur» o «Mister» Million—. Después, con el mismo asombro que experimentaba un hombre sentado tranquilamente en un sillón y que de pronto recibe un golpe por detrás, recordé que en algunas operaciones algebraicas se emplea un punto para multiplicar. En el acto se percató de mi cambio de expresión.
—Una palabra capaz de contener mil millones —expuso—. Un billón inglés o un millard francés. La M, claro, es el número romano que indica mil. Creí que ya lo sabías hace tiempo.
—Usted es un simulador suelto. ¿Qué es un simulador atado, y a quién simula… a mi padre?
—No. —El rostro dentro de la pantalla, el rostro de Mr. Million, como siempre creí, sacudió la cabeza—. Por lo menos llámame tu bisabuelo, la persona simulada. Él —yo— estamos muertos. Para simular es preciso examinar las células del cerebro capa por capa con un rayo de partículas aceleradas, de modo que las neuronas se reproduzcan en el computador; nosotros lo llamamos núcleos reflejados. El proceso es fatal.
Transcurrido un minuto pregunté:
—¿Y un simulador atado?
—Si la simulación es poseer un cuerpo que parezca humano, el cuerpo mecánico debe estar enlazado —«atado»— a un núcleo remoto, puesto que el más pequeño billón almacenado en un computador no puede hacerse, ni siquiera aproximadamente, tan pequeño como el cerebro humano. —De nuevo enmudeció y durante un instante su rostro se deshizo en miríadas de puntos resplandecientes, que giraban como motas de polvo en un rayo de Sol—. Lo siento. Por una vez que deseas escuchar, yo no deseo hablar. Hace mucho tiempo, antes de la operación, me confirmaron que mi simulación —ésta— era capaz, en determinadas circunstancias, de sentir emoción. Hasta hoy creí que mentían.
Hubiera querido detenerle, pero salió rodando de la habitación antes de que yo me recobrase de mi sorpresa.
Durante largo rato —imagino que más de una hora— me quedé sentado escuchando el tamborileo de la lluvia, pensando en Phaedria y en lo que había dicho Mr. Million, mezclado todo con las preguntas de mi padre de la noche anterior; preguntas que parecían robarme las respuestas, de modo que me notaba vacío; alucinaciones vibrando en la vacuidad; sueños de vallas, muros y fosos ocultos llamados ha-has, que contenían una barrera que no veías hasta que tropezabas con ella. Una vez soñé que estaba de pie en un patio vallado con pilares corintios, tan juntos que no conseguía pasar el cuerpo entre ellos, aunque en el sueño yo era sólo un niño de tres o cuatro años. Tras intentar pasar por diferentes sitios observé que en cada columna había grabada una palabra; la única que pude recordar era caparazón, y las piedras que enlosaban el patio eran lápidas mortuorias como las que cubren el suelo en algunas viejas iglesias francesas, y en cada una mi nombre y una fecha distinta.
La vez siguiente que vi a Phaedria, cuatro o cinco días después, estaba concentrada en un nuevo proyecto en el que nos incorporaba a David y a mí. Nada menos que una compañía teatral compuesta en su mayor parte por muchachas de su edad, para representar obras durante el verano en un anfiteatro natural que había en el parque. Puesto que la compañía, como ya indiqué, era de muchachas, los actores masculinos se veían muy solicitados y David y yo pronto nos encontramos muy comprometidos. La obra la había escrito un comité de reparto y giraba —cosa inevitable— en torno a la pérdida del poder político de los primitivos colonialistas de habla francesa. Phaedria, cuyo tobillo aún no se había soldado al iniciarse las representaciones, interpretaba el papel de la hija paralítica del gobernador francés; David era su amante (un gallardo capitán de gastadores), y yo era el gobernador, un papel que acepté sin vacilar, porque era más lucido que el de David y me daba ocasión de mostrar un gran afecto paternal hacia Phaedria.
La noche del estreno, a primeros de junio, la recuerdo perfectamente por dos razones: mi tía, a la que no había visto desde que cerró la puerta al entrar el Dr. Marsch, me notificó en el último momento que deseaba asistir y que yo debía acompañarla. En cuanto a los actores, temíamos tanto que el teatro estuviera vacío, que le pedí a mi padre si podía enviar algunas de sus chicas, ya que sólo perdían la primera parte de la noche, cuando había menos negocio. Con gran sorpresa por mi parte, consintió (supongo que le parecía una buena propaganda), con la única condición de que debían regresar al final del tercer acto si enviaba un mensajero a buscarlas.
Puesto que yo debía llegar por lo menos una hora antes, para maquillarme, fui a buscar a mi tía a última hora de la tarde. Ella en persona me hizo entrar y me pidió que la ayudara en lugar de su doncella, ocupada en sacar, con grandes dificultades, un pesado objeto del estante superior de un armario. Era una silla de ruedas plegable que montamos siguiendo las indicaciones de mi tía. Cuando hubimos terminado, nos dijo con aspereza:
—Echadme una mano —y entre ambos la sentamos. La negra falda se tendía vacía contra las patas de la silla como una tienda desplomada, acusando unas piernas no más gruesas que mis puños; aunque, también, una extraña protuberancia casi como una silla de montar le sobresalía por debajo de las caderas. Al notar que la miraba exclamó—: Supongo que no voy a necesitarla hasta que vuelva. Levantadme un poco. Colocaos detrás y sostenedme por debajo de los brazos.
Así lo hice y su doncella le alzó sin miramiento la falda y extrajo un pequeño artilugio forrado de cuero sobre el que se sentaba.
—¿Nos vamos? De lo contrario llegarás tarde —gangueó.
La empujé hacia el pasillo mientras la doncella mantenía abierta la puerta para que pasáramos. El saber que la capacidad de mi tía de quedar suspendida en el aire como humo era de origen físico, o más bien mecánico, no sé por qué razón me perturbaba más que nunca. Al preguntarme por qué estaba tan silencioso, se lo manifesté y añadí que no conocía a nadie que hubiera logrado crear un aparato antigravedad.
—¿Crees que yo lo poseo? Si así fuera, ¿por qué no había de usarlo para llegar hasta tu teatro?
—Porque imagino que no quieres que lo vean.
—Boberías. Es un aparato protésico normal que se adquiere en cualquier establecimiento quirúrgico. —Giró desde la silla para volver su rostro hacia mí, ¡un rostro tan parecido al de mi padre!, y sus piernas inválidas, tan secas como los palos que David y yo usábamos cuando niños para hacer juegos de magia. Queríamos que Mr. Million nos creyera echados boca abajo y, en realidad, estábamos agazapados debajo de nuestras supuestas siluetas—. Produce un campo superconductor y una corriente en remolino por debajo, en las varillas de refuerzo. El flujo de la corriente resiste al de la máquina y yo floto más o menos. Para seguir te inclinas hacia adelante y te enderezas para pararte. Ya te veo más tranquilo.
—Sí, tía; creo que la antigravedad me asustó.
—En una ocasión usé la barandilla de hierro para bajar la escalera contigo. Tiene una forma en espiral muy adecuada.
Nuestra función marchaba sobre ruedas, consiguiendo aplausos que auguraban un gran éxito y que procedían de un público que era, o por lo menos deseaba que así se creyera, descendiente de la vieja aristocracia francesa. A decir verdad, el público era mejor de lo que imaginábamos; unas quinientas personas, además de los inevitables rateros, policías y busconas de la calle. El incidente más pintoresco que recuerdo acaeció hacia la segunda mitad del primer acto, cuando me senté durante unos diez minutos ante un escritorio para recitar unas cuantas líneas y escuchar a mis compañeros. El escenario daba al oeste, y el ocaso cubría el cielo con una mezcla de colores fantásticos: rojos púrpura estriados de oro, naranja y negro. Contra ese fondo violento que parecía una concentración de estandartes infernales, empezaron a surgir, de una en una y de dos en dos, como alargadas sombras de espectrales granaderos almenados y emplumados, las cabezas, los esbeltos cuellos, los estrechos hombros de un pelotón de demi-mondaines de mi padre. Al llegar tarde, se acomodaban en los últimos asientos del borde superior del teatro, acordonándolo como la soldadesca de algún antiguo y bizarro gobierno que rodea una muchedumbre desleal.
Finalmente se sentaron, me llegó el turno y me olvidé de todas las palabras; y esto es todo lo que recuerdo ahora de nuestra primera representación, excepto que al llegar a un punto, un gesto mío sugirió en el público una imitación de mi padre y se produjo un estallido inoportuno de risas, y que al comienzo del segundo acto, Sainte Anne se alzaba con sus lentos ríos, sus grandes praderas cubiertas de hierba, claramente visibles, inundando al público de luz verde; y al final del tercero, vi al corcovado mayordomo, yendo y viniendo por entre los asientos de arriba y las jóvenes, negras sombras bordeadas de verde, saliendo en fila.
Aquel verano representamos tres comedias, todas con bastante éxito. David, Phaedria y yo, nos convertimos en un trío inseparable, con Phaedria dividiendo sus atenciones por igual entre los dos, aunque nunca supe si por propia inclinación o por orden de su familia.
Cuando se le soldó el tobillo, en los juegos de atletismo era una compañera ideal para David, la mejor jugadora en los juegos de raqueta y pelota de todas las chicas que acudían al parque, aunque a menudo lo abandonaba todo y venía a sentarse conmigo, compartiendo mi interés por la botánica y la biología (aunque en realidad, no lo compartía); charlaba, y ante sus amigas se enorgullecía de mostrarse conmigo, pues mis lecturas me otorgaban una especie de talento para los juegos de palabras y las réplicas agudas.
Cuando se hizo evidente que el dinero de las entradas resultaba insuficiente para cubrir los gastos del vestuario y de la escenografía que necesitábamos para la próxima representación, Phaedria sugirió que al final de la función los intérpretes circulasen entre el público para hacer una colecta, lo cual, como era de suponer, entre las prisas y el trajín, se prestaba a pequeños hurtos para nuestra causa. De todos modos, la mayoría de la gente tenía el buen juicio de no llevar al teatro, por la noche y en un sombrío parque, más que el dinero justo para las entradas y, a lo sumo, tomar un helado o un vaso de vino en los entreactos, de manera que, por muy deshonestos que fuéramos, el beneficio era escaso, y nosotros, sobre todo Phaedria y David, pronto empezamos a planear aventuras más peligrosas y lucrativas.
Por esa época, y supongo que a consecuencia de las continuas e intensas pruebas que realizaba mi padre sobre mi subconsciente, casi cada noche un examen fortísimo cuyo motivo aún no comprendo y que por haberme habituado desde hacía tanto tiempo ni siquiera preguntaba, me volvía cada vez más propenso a inquietantes errores en el dominio de mi conciencia. Como David y Mr. Million me expresaron, parecía más silencioso que de costumbre, respondiendo a las preguntas de un modo inteligente aunque distraído. De pronto, volvía en mí; contemplaba las habitaciones y los rostros que me eran familiares pero después de medianoche no conservaba el menor recuerdo.
Sentía por Mr. Million el mismo afecto de cuando era niño, pero después de aquella conversación en la que aprendí el alcance de la leyenda familiar, jamás conseguí reanudar nuestra vieja afinidad. Siempre era consciente, como ahora, de que la personalidad que amaba había perecido antes de nacer yo; y que me dirigía a una imitación de naturaleza fundamentalmente matemática, que respondía a los estímulos del habla y la acción humanas. No conseguía resolver hasta qué punto Mr. Million se daba verdadera cuenta del derecho que se atribuía a decir «creo» y «siento». Cuando se lo pregunté sólo me contestó que él mismo no conocía la respuesta, ya que al no poseer un modelo para hacer comparaciones, no estaba seguro de si su proceso mental representaba o no un verdadero conocimiento y, por supuesto, yo no sabía si esa respuesta se debía a la profunda reflexión de un alma en cierto modo viva en las oscilantes abstracciones de la simulación, o si mi pregunta había provocado sólo una respuesta fonográfica.
Como ya expuse, nuestro teatro continuó todo el verano y la última representación se dio con las hojas caídas que se amontonaban en nuestro escenario como oscuras y viejas cartas perfumadas desechadas de algún baúl. Cuando cayó definitivamente el telón, después de haber salido a escena a recibir los aplausos, los que habíamos escrito las comedias y actuado en ellas nos encontramos tan desanimados que nos limitamos a quitarnos los disfraces y cosméticos y salir con el resto del público por los tortuosos y fantasmales senderos hasta llegar a las calles de la ciudad, y de allí a casa. Recuerdo que me encontraba dispuesto a reanudar las obligadas sesiones con mi padre, pero esa noche envió a su mayordomo al vestíbulo para esperarme y éste me condujo directamente a la biblioteca, en donde mi padre explicó rápidamente que debía dedicar las últimas horas de la noche a sus negocios y por tal motivo me hablaría antes. Parecía enfermo y cansado y pensé, creo que por primera vez, que un día moriría y que ese día yo me convertiría en el acto en un hombre rico y libre.
No sé lo que dije aquella noche bajo el efecto de las drogas, pero sí recuerdo intensamente, como si acabase de despertarme esta misma mañana, el sueño que siguió. Me encontraba en un barco, una nave blanca, como las que arrastran los bueyes, y navegaba tan despacio que la afilada proa no dejaba estela en las verdes aguas del canal junto al parque. Yo era el único tripulante y el único hombre vivo a bordo.
En la popa, agarrado a la inmensa rueda y de manera tan flácida que aquélla parecía sostenerlo, guiarlo y sujetarlo en lugar de hacerlo él, se encontraba el cadáver de un hombre alto, delgado, cuyo rostro cuando dieron vuelta a su cabeza para mostrármelo era el mismo que flotaba en la pantalla de Mr. Million. Aquel rostro era muy parecido al de mi padre, pero sabía que el timonel muerto no era él.
Hacía mucho rato que me encontraba a bordo y navegábamos sin timón, impelidos por un fuerte viento y no lejos del puerto. Por la noche fui a la arboladura, y mástiles, jarcias y verga se estremecían, zarandeados por el viento, y el blanco velamen se alzaba por encima de mí, y más velas por debajo y más mástiles llenos de velas se alzaban por delante y por detrás de mí. Durante el día trabajaba en el puente y el agua rociaba mi camisa y dejaba goterones en forma de lágrimas sobre la tablazón, y en seguida se secaban al resplandor del Sol.
No recordaba haber estado en aquel barco, pero quizás estuve cuando niño, pues los ruidos, los crujidos de los mástiles en sus fosas, el silbido del viento entre el cordaje, el chasquido de las olas al romper contra el casco de madera, era para mí tan inconfundible y real como ellos mismos, como habían sido las risas y el ruido de vasos al quebrarse que oía desde abajo cuando era niño y quería dormir, o las cornetas de la ciudadela que a veces me despertaban por la mañana.
Trabajaba a bordo de ese barco aunque ignoro en qué. Transportaba cubos de agua para limpiar el puente de cuajarones de sangre; estiraba cuerdas sujetas a nada, o bien atadas firmemente a objetos inmóviles en lo alto de los aparejos. Vigilaba la superficie del mar desde la barandilla, por la proa, desde los topes y por encima de un gran camarote que estaba en medio del barco, pero cuando, a lo lejos, un satélite se hundió en el mar siseando por el inmenso calor de su blindaje de un brillo cegador, no informé a nadie.
Y mientras tanto, el hombre unido al timón me hablaba. La cabeza le colgaba como si tuviera roto el cuello y cuando las enormes olas se estrellaban en el timón lo zarandeaban de lado a lado o lo colocaban boca arriba o boca abajo, pero él seguía hablando y las pocas palabras que capté me confirmaban que pronunciaba una conferencia sobre una teoría ética de cuyo postulado hasta él mismo parecía dudar. Me aterrorizaba escuchar esa charla y procuré mantenerme lo más cerca posible de la proa, pero el viento me traía a veces sus palabras, que percibía con gran nitidez, y siempre que alzaba la vista de mi trabajo me encontraba más próximo de lo que suponía de la popa, tanto que casi rozaba la cabeza del timonel.
Tras permanecer mucho tiempo en ese barco me sentí muy cansado y solo. De pronto, se abrió una de las puertas del camarote y surgió mi tía flotando casi a dos pies del ladeado puente. La falda no le colgaba en sentido vertical como lo había visto siempre, sino como un gallardete azotado por el viento hasta el punto de que parecía que se la iba a llevar. Por alguna razón exclamé:
—Tía, no te acerques al timonel, podría hacerte daño.
—¡Qué tontería, Número Cinco! —Contestaba con la misma naturalidad que cuando nos veíamos en el pasillo frente a mi dormitorio—. Hace tiempo que ya no hace ni bien ni mal a nadie. De mi hermano es de quien debemos preocuparnos.
—¿Dónde está?
—Abajo —y señaló el puente, como indicando que se encontraba en la bodega—. Trata de averiguar por qué el barco no se mueve.
Corrí hasta la borda y no vi agua, sino el cielo de noche.
Innumerables estrellas se esparcían por debajo de mí a una distancia infinita y mientras las contemplaba advertí que el barco no avanzaba, como dijo mi tía, ni siquiera oscilaba, sino que permanecía escorado, inmóvil. Me volví a mirarla y me dijo:
—No se mueve porque lo ha sujetado hasta que descubra por qué no se mueve.
Entonces, me deslicé por una cuerda hasta donde suponía que estaba la bodega. Olía a animales. Me había despertado, si bien al principio no me percaté.
Mis pies tocaron el suelo y vi que David y Phaedria estaban junto a mí. Nos encontrábamos en una enorme habitación que semejaba un desván y mientras miraba a Phaedria, muy hermosa, aunque tensa y mordiéndose los labios, un gallo cacareó.
—¿Dónde crees que está el dinero? —preguntó David. Llevaba una caja de herramientas, y Phaedria, que esperaba que él añadiera algo más, o bien en respuesta a sus propios pensamientos, expuso:
—Tenemos mucho tiempo, Marydol espera —Marydol era una de las jóvenes que participó en las comedias.
—¡Si no se escapa! ¿Dónde crees que está el dinero?
—Aquí, no. Abajo, detrás del despacho. —Estaba agachada pero se levantó y comenzó a caminar despacito. Iba toda de negro, desde las zapatillas de ballet hasta la cinta que sujetaba su negro cabello; un sorprendente contraste con el rostro y los brazos blancos y el carmín de los labios; un error, un poco de color que había quedado por equivocación. David y yo la seguimos.
En el suelo había esparcidas jaulas muy separadas entre sí, y al pasar junto a ellas vi que contenían aves: una sola en cada jaula. Sólo al acércanos a la escalera que descendía por una escotilla situada al extremo opuesto de la habitación, advertí que aquellas aves eran gallos de pelea. Un rayo de Sol procedente de un tragaluz dio de lleno en una jaula y entonces el gallo se alzó, se estiró y mostró unos ojos rojos y feroces y un plumaje tan chillón como el de un papagayo.
—Vamos —propuso Phaedria—; los perros están cerca —y bajamos la escalera tras ella. En el piso de abajo estalló un ruido infernal.
Los perros se encontraban encadenados en casetas con divisiones muy altas para que no se vieran los unos a los otros, y por entre la hilera de casetas se abría un ancho pasillo. Todos los perros eran de pelea, pero de distinto tamaño; desde el pequeño perdiguero hasta el mastín, mayor que un poney; bestias con cabezas tan deformes como los rebrotes de los viejos árboles, con mandíbulas que de un mordisco seccionarían las piernas de un hombre. El estrépito de los ladridos era irresistible; una sustancia sólida que nos estremecía a medida que descendíamos por la escalera, y al llegar al fondo agarré a Phaedria por un brazo y traté de indicarle por signos —pues estaba seguro de que dondequiera que nos hallásemos era sin permiso— que debíamos marcharnos en seguida. Ella movió la cabeza negativamente, y al notar que yo no comprendía lo que intentaba decirme, por más que exageraba el movimiento de los labios, escribió, con el índice humedecido, en un polvoriento tabique: «Siempre hacen esto. Un estruendo en la calle; eso es todo.»
La escalera daba acceso al piso de abajo, adonde llegamos por una puerta muy pesada pero sin cerrar, que supongo que instalaron, en parte, para mitigar el estrépito. Al cerrar la puerta me sentí más tranquilo, aunque todavía se oía el ruido. Por entonces había vuelto en mí por completo y pensé en explicar a David y a Phaedria mi total desconocimiento de dónde me encontraba, pero la vergüenza me contuvo. De todos modos, no me costó adivinar nuestro propósito. David había preguntado dónde estaba el dinero y en muchas ocasiones habíamos hablado de un solo robo que nos libraría de la necesidad de continuar con las pequeñas sustracciones, aunque por entonces consideraba dichas conversaciones como simple jactancia.
Cuando más tarde abandonamos el lugar, descubrí dónde estábamos, y por comentarios fortuitos colegí cómo habíamos llegado hasta allí. El destino inicial de aquel edificio fue de almacén, en la Rue des Égouts, cerca de la bahía. El propietario organizaba para los aficionados a los juegos toda suerte de combates y pasaba por almacenar en un departamento la mayor colección de monstruos. El padre de Phaedria se enteró de que ese hombre había llevado hacía poco su más valioso surtido al barco, y fue a verle acompañado de Phaedria, y puesto que ya era del dominio público que dicho lugar no se abría hasta el último Ángelus, al día siguiente llegamos un poco antes del segundo, y entramos por una claraboya.
Me resulta difícil describir lo que vimos al bajar desde el piso de los perros al siguiente, que era el segundo del edificio. Antes, había presenciado muchas veces esclavos luchadores, cuando Mr. Million, David y yo cruzábamos el mercado de esclavos para dirigirnos a la biblioteca, pero nunca más de uno o dos juntos y fuertemente maniatados. Aquí se les veía por todas partes, echados, sentados o reclinados, y por un momento pensé cómo era que no se destrozaban entre sí y también a nosotros tres. Luego, advertí que cada uno estaba atado con una cadena corta sujeta al suelo y no era difícil adivinar, por los círculos astillados y rascados de los tablones, hasta qué punto podía llegar el esclavo. El mobiliario —jergones de paja y unas cuantas sillas y bancos— era, o muy ligero para no hacer daño si lo arrojaban, o de construcción muy sólida y sujeto con clavos. Esperaba que gritaran y nos amenazasen, como hacían en la cancha antes de cerrar. No obstante, daban la impresión de que comprendían que mientras estuvieran encadenados, nada podían hacer. Al descender por los escalones todos volvieron la cabeza hacia nosotros, pero como no les llevábamos comida, se mostraron menos interesados en nosotros que los perros.
—No son personas, ¿verdad? —preguntó Phaedria. Andaba muy erguida, como un soldado en un desfile y examinando con interés a los esclavos. Al mirarla pensé que era más alta y menos robusta que la «Fedra» que yo imaginaba al pensar en ella. No era sólo bonita, sino una joven muy hermosa—. Son como animales —añadió.
Debido a mis estudios, estaba mejor informado que ella y le conté que cuando eran recién nacidos habían sido humanos —en algunos casos, incluso cuando eran niños y hasta adultos—, y que se distinguían de la gente normal a causa de la cirugía (a veces practicada en el cerebro) y habían sido sometidos químicamente a grandes alteraciones del sistema endocrino, y por supuesto, también en su apariencia, como mostraban las cicatrices.
—Tu padre les hace esas cosas a las niñas, ¿verdad? ¿Para tu casa?
—Sólo de vez en cuando —respondió David—. Se requiere muchísimo tiempo y casi todos las prefieren normales, incluso muy normales.
—Me gustaría ver alguna. Me refiero a la que está tratando.
Pensando en los esclavos que nos rodeaban, exclamé:
—¿No conoces esas cosas? Creí que antes habías estado aquí; bien sabías lo de los perros.
—Lo vi antes y el hombre me habló de ellos. Ah, creo que he pensado en voz alta y sería espantoso si esos seres fueran aún personas.
Nos seguían con la mirada y pensé si la habían comprendido.
La planta baja difería mucho de los pisos superiores. Las paredes estaban adornadas con paneles y cuadros que representaban perros, gallos, esclavos y animales raros. Las ventanas, altas y estrechas, daban a la Rue Égouts y a la bahía, y sólo dejaban penetrar finísimos rayos de Sol para alcanzar a ver en la oscuridad el brazo de un hermoso sillón tapizado de cuero rojo. Una alfombra cuadrada de color marrón, no mayor que un libro, y una jarra medio llena. Di tres pasos dentro de la habitación y comprendí que nos habían descubierto. A grandes zancadas se acercaba a nosotros un joven alto, de anchos hombros, que se detuvo con una mirada de asombro en el mismo sitio que yo. Era mi reflejo en un espejo de cuerpo entero con marco dorado y experimenté la extraña confusión que produce ver a un extraño, una forma que no conoces, que gira o mueve la cabeza de un modo familiar y te ve por un instante desde fuera y quizá por primera vez. El muchacho de aspecto grave y barbilla afilada que había visto cuando no sabía de quién se trataba, era tal como Phaedria, David, Mr. Million y mi tía me veían.
—Aquí es donde habla con los clientes —dijo Phaedria—. Si quiere vender algo, los empleados los hacen bajar de uno en uno para que no se vean, pero oyes el ladrido de los perros, incluso desde aquí, y él nos llevó arriba a papá y a mí y nos lo enseñó todo.
—¿Te enseñó dónde guarda el dinero? —preguntó David.
—Detrás. ¿Ves aquel tapiz? Es una cortina, porque mientras papá le hablaba, entró un hombre que le debía algo y le pagó, y él se dirigió hacia allá con el dinero.
La puerta que había detrás del tapiz daba a un pequeño despacho, con otra puerta en la pared de enfrente. No había indicios de cámara acorazada o caja fuerte. David rompió la cerradura del escritorio con una palanqueta que extrajo de la caja de herramientas, pero sólo encontró el normal montón de papeles, y yo ya estaba a punto de abrir la segunda puerta cuando oímos un ruido en la habitación contigua, como si raspasen o caminasen arrastrando los pies.
Durante unos minutos no nos movimos. Yo, quieto, con la mano en el pestillo. Phaedria, detrás de mí, a la izquierda, había estado buscando un escondrijo debajo de la alfombra, y permaneció agazapada, con la falda como un charco negro a sus pies. Junto al escritorio, percibía la respiración de David. Oímos de nuevo las pisadas y una tabla crujió.
—Es un animal —susurró David.
Aparté los dedos del cerrojo y lo miré. Aún tenía agarrada la palanqueta y tenía el rostro muy pálido, pero sonrió.
—Un animal atado con una cuerda que arrastra las patas. No es más que eso —afirmó sonriendo.
—¿Cómo lo sabes?
—Cualquiera que estuviera allí nos hubiera oído, sobre todo al abrir el escritorio. Si fuera una persona, habría salido o se hubiera ocultado sin hacer ruido, si estuviera asustada.
—Creo que tiene razón. Abre la puerta —indicó Phaedria.
—Antes de abrirla, decidme, ¿y si no es un animal?
—Lo es —insistió David.
—Pero, ¿y si no lo es?
Vi la respuesta en sus rostros. David agarró la palanqueta y yo abrí la puerta.
El aposento era mayor de lo que había imaginado, pero vacío y sucio. La luz procedía de una sola ventana que se abría en la pared de enfrente. En medio del suelo se alzaba un gran cofre de madera oscura con flejes de hierro y, ante él, un montón de harapos. Al entrar, los harapos se movieron y de entre ellos, un rostro triangular, como el de una mantis, se volvió hacia mí. La barbilla se hallaba apenas a una pulgada del suelo, pero bajo las espesas cejas los ojos eran diminutos fuegos escarlata.
—Eso debió ser —exclamó Phaedria. No miraba el rostro sino el cofre—. David, ¿puedes abrirlo?
—Creo que sí —pero al igual que yo, observaba los ojos que surgían de entre aquel montón de trapos—. ¿Qué es eso? —señaló con un ademán. Antes de que Phaedria y yo contestáramos, el rostro abrió la boca y mostró unos dientes largos, estrechos, de un tono amarillo grisáceo.
—Enfermo —masculló.
Creo que ninguno de nosotros pensó que aquello pudiera hablar. Era como si hubiera hablado una momia. Afuera, pasó un vehículo; las llantas traqueteaban sobre el suelo de guijarros.
—¡Vámonos, salgamos de aquí! —profirió David.
—¿No ves que está enfermo? —concretó Phaedria—. Su amo lo bajó aquí para poder examinarlo y atenderlo. Se encuentra mal.
—¿Y encadena a un esclavo donde guarda el dinero? —y David dirigió a Phaedria una mirada irónica.
—¿No lo entiendes? Es el único objeto pesado del cuarto. No tienes más que acercarte a esa desgraciada criatura y darle un golpe en la cabeza. Si tienes miedo, dame la palanqueta y lo haré yo.
—No, déjame a mí. Le seguí unos pasos hacia el cofre.
—¡Tú, sal de ahí! —profirió David y le mostró con además imperioso la palanqueta. El esclavo emitió un sonido gutural y gateó hacia un lado arrastrando la cadena. Iba envuelto en una sucia y raída manta y apenas era mayor que un niño, aunque tenía unas manos enormes.
Me volví y di un paso hacia Phaedria con intención de instarla a que nos fuéramos si David no conseguía abrir en seguida el cofre. Recuerdo que antes de oír o notar nada, vi sus ojos desmesuradamente abiertos y aún me preguntaba por qué cayó la caja de herramientas con gran estrépito y el propio David también cayó con un ruido sordo y un grito sofocado. Phaedria gritó y todos los perros del tercer piso empezaron a ladrar.
Todo sucedió en menos de un segundo. Me volví para mirar casi a la vez que caía David. El esclavo había alargado un brazo para agarrar a mi hermano por el tobillo y en un instante se despojó de la manta y saltó sobre él.
Lo agarré por el cuello y lo separé de un tirón, creyendo que se apretaría contra David y sería preciso separarlos violentamente, pero en el instante en que sintió mis manos, se apartó de David y se retorció en mi puño como una araña. Tenía cuatro brazos.
Vi cómo se debatía mientras trataba de agarrarme. Lo solté y me eché atrás, como si me hubieran arrojado una rata a la cara. Aquel gesto de repulsión me salvó: dio una patada tan violenta que, en el caso de tenerlo agarrado, lo que le hubiera proporcionado un apoyo, seguramente me habría despedazado el hígado o el bazo y me hubiera matado. Se abalanzó hacia mí y yo, jadeando, di un salto atrás y caí rodando fuera del perímetro adonde le permitía llegar la cadena. David ya había conseguido abrirse paso y Phaedria estaba por completo fuera de su alcance.
Durante unos segundos, mientras trataba de incorporarme estremecido de horror, los tres seguíamos mirándole. Entonces, David recitó irónicamente:
—Canto a las armas y al varón, que forzado por el destino y el implacable odio de la arrogante Juno abandonó, expulsado y exiliado las playas de Troya.
Ni Phaedria ni yo nos reímos, pero ella dejó escapar un suspiro y preguntó:
—¿Cómo consiguen dejarlo de ese modo?
Le conté que seguramente le habían injertado los otros dos brazos después de contrarrestar la natural resistencia del cuerpo al tejido extraño y que la operación había sustituido algunas de sus costillas por los hombros del donante.
—He aprendido a hacer lo mismo con ratas —aunque por supuesto en un grado mucho menos ambicioso— y lo que me sorprende es que parece emplear muy bien el par injertado. A menos que poseas un par idéntico, las terminaciones nerviosas casi nunca se unen de forma adecuada y el que lo hizo, seguramente falló centenares de veces antes de conseguir su propósito. Ese esclavo debe valer una fortuna.
—Creí que habías desechado las ratas. ¿No trabajas ahora con monos? —expuso David.
—No.
Aunque confiaba hacerlo; pero tanto si lo conseguía como si no, era evidente que hablar de ello no conducía a nada y así se lo manifesté a David.
—Creí que querías marcharte.
Lo había deseado, pero ahora anhelaba algo más. Quería realizar una operación exploratoria sobre aquella criatura y mi afán era más intenso que el de David y Phaedria por conseguir el dinero. A David le gustaba creerse más intrépido que yo y me lo demostró cuando le dije:
—Hermano, puedes irte si quieres, pero no me uses como excusa —y aquello lo decidió.
—De acuerdo, ¿cómo vamos a matarlo? —me miró con enojo.
—No puede llegar hasta nosotros, podemos arrojarle cosas —propuso Phaedria.
—Y puede devolvernos las que no den en el blanco. Mientras hablábamos, el monstruo de los cuatro brazos nos sonreía. Estaba convencido de que comprendía, por lo menos, parte de lo que decíamos e hice un gesto a David y a Phaedria indicándoles que regresáramos a la habitación donde estaba el escritorio. Una vez allí, cerré la puerta.
—No quiero que nos oiga. Si conseguimos armas con mangos largos, lanzas o algo por el estilo, podríamos acabar con él sin acercarnos demasiado. ¿Qué podemos usar como palo? ¿Se os ocurre alguna idea?
David sacudió la cabeza pero Phaedria exclamó:
—Un momento, recuerdo algo.
Los dos la miramos y ella frunció las cejas fingiendo que trataba de recordar, divertida por la atención suscitada.
—¿Y bien? —preguntó David. Chasqueó los dedos.
—Los palos de las ventanas. Son largos y con un pequeño gancho en un extremo. ¿Recordáis las ventanas que hay ahí, donde habla con los clientes? Están muy altas y mientras él y papá hablaban, uno de sus empleados trajo uno y abrió una ventana. Deben de estar por ahí…
Después de cinco minutos de búsqueda, encontramos dos que parecían servir a nuestro propósito. Eran de madera resistente, de unos dos metros de largo por cinco centímetros de circunferencia. David blandió el suyo y fingió que le daba una estocada a Phaedria; luego me preguntó:
—¿Qué usamos ahora como arma?
El escalpelo, que siempre llevaba dentro de la funda, en el bolsillo de la chaqueta. Lo até a la vara con una cinta aislante que corté de un rollo que por suerte David se guardó en el cinturón en vez de meterlo en la caja de herramientas, pero no encontramos nada más para formar la segunda lanza, hasta que a él se le ocurrió un cristal roto.
—No puedes romper una ventana porque te oirían desde fuera; además, ¿no se escaparía del palo al tratar de matarlo?
—No, si es un cristal duro. ¡Eh, mirad aquí! Me volví y otra vez vi mi imagen. Señalaba el gran espejo que me había sorprendido cuando bajé por la escalera. Mientras miraba, David le dio un golpe con la punta del zapato y se rompió con un estrépito que avivó el ladrido de los perros. Eligió un trozo largo, triangular, y lo alzó a la luz, resplandeciendo como una gema.
—Vale casi tanto como los que fabricaban en Sainte Anne con ágatas y jaspe, ¿verdad?
Habíamos convenido en acercarnos desde puntos opuestos. El esclavo saltó encima del cofre y desde allí nos miraba muy tranquilo, volviendo los hundidos ojos de David a mí, hasta que finalmente, cuando ambos estuvimos bastante cerca, David se precipitó sobre él.
El esclavo daba vueltas mientras la punta del espejo le raspaba las costillas; agarró la lanza de David por el asta y le dio un tirón hacia delante. Le lancé una estocada pero erré y antes de recuperarme ya se había arrojado del cofre y luchaba con David por el lugar más apartado. Me incliné sobre aquel lado y lo acuchillé pero, hasta oír el grito de David, no advertí que había hundido el escalpelo en el muslo de mi hermano. Vi cómo surgía a borbotones la sangre roja, arterial, y me lancé sobre el cofre encima de ellos.
Me esperaba, de espaldas y sonriendo, con las piernas y los cuatro brazos levantados como los de una araña muerta. Estoy seguro de que me habría estrangulado en pocos segundos a no ser porque David —ignoro hasta qué punto se dio cuenta— arrojó un brazo sobre los ojos del monstruo y se escapó de sus garras y yo caí entre aquellas manos extendidas.
No hay mucho más que contar. De un tirón se libró de David y estirándome hacia él trató de morderme en el cuello, pero yo le hundí el pulgar en un ojo y haciendo gancho, se lo arranqué de la órbita. Phaedria, con más valor del que le suponía, me puso en la mano libre la lanza con la punta de espejo y se la clavé en la garganta; creo que le corté las dos yugulares y la tráquea. Pusimos un torniquete en la pierna de David y salimos sin el dinero ni los conocimientos técnicos que yo esperaba adquirir del cuerpo del esclavo. Marydol nos ayudó a llevar a David a casa y a Mr. Million le contamos que se había caído mientras explorábamos un edificio vacío, aunque dudo que nos creyera.
Debo añadir algo sobre aquel incidente —me refiero a la muerte del esclavo— aunque estoy tentado de pasarlo por alto y contar en cambio, un descubrimiento que a la sazón tuvo una enorme influencia sobre mí. Es sólo una impresión y estoy seguro de que la recuerdo deforme y exagerada. Mientras apuñalaba al esclavo con mi rostro muy próximo al suyo, vi —a la luz que penetraba por las altas ventanas que teníamos detrás— mi propio rostro reflejado y duplicado en las córneas de sus ojos, y me pareció que era un rostro semejante al suyo. Desde entonces, no he olvidado lo que me dijo el Dr. Marsch sobre la reproducción de un número cualquiera de individuos idénticos por partenogénesis, y de que mi padre, cuando yo era pequeño, tuvo fama de traficar con niños. Desde mi liberación, he buscado una pista de mi madre, la mujer de la fotografía que me enseñó mi tía. Aunque seguramente aquella foto la tomaron mucho antes de nacer yo; quizás en la Tierra.
El descubrimiento a que me refiero ocurrió tan pronto salimos del edificio donde maté al esclavo y fue el siguiente: que ya no estábamos en otoño sino en pleno verano. Puesto que los cuatro —pues nos acompañaba Marydol— estábamos tan preocupados por la herida de David, aparte de tramar una buena historia que explicara el suceso, aquel trauma quedó un tanto paliado, aunque evidente. El tiempo era cálido, con ese calor húmedo que aplana, tan peculiar del estío. Los árboles, que recordaba desnudos, se cubrían de un espeso ramaje y estaban llenos de oropéndolas. La fuente de nuestro jardín no funcionaba como siempre que hay peligro de heladas manando de su cañería agua caliente. Mientras ayudábamos a David a cruzar el sendero, hundí las manos en el tazón y la noté tan fría como el rocío.
Por entonces aumentaron los períodos de inconsciencia, mi sonambulismo que duraba todo el invierno y la primavera y me sentí confuso y desorientado.
Al entrar en casa, un mono, que al principio creí que era de mi padre, saltó sobre mi hombro. Mr. Million me contó después que era mío, uno de los animales de mi laboratorio y del que había hecho mi favorito. No conocía al pequeño animal, pero las cicatrices debajo del pelo y los miembros retorcidos me convencieron.
(Desde entonces he conservado a «Popo», y Mr. Million lo cuidó mientras estuve preso. Todavía trepa, cuando hace buen tiempo, por las grises y desmoronadas tapias de esta casa; y mientras corre por el parapeto y contemplo su silueta encorvada contra el cielo, creo por un momento que mi padre aún está vivo y que de nuevo va a llamarme para que acuda a su biblioteca, pero disculpo de ello a mi animalito.)
Mi padre no llamó a un médico para que atendiera a David sino que lo curó él; y si experimentó curiosidad por el modo en que se produjo la herida, no lo demostró. Supongo —y lo digo por si luego puede tener algún valor— que pensó que yo le había acuchillado en una pelea, puesto que, tras el suceso, le vi siempre receloso cuando estábamos a solas. No era un hombre aprensivo y estaba acostumbrado, desde hacía muchos años, a tratar en ocasiones con los peores criminales, pero conmigo ya no se sentía tranquilo y se mostraba en guardia. Claro que podía ser sólo el resultado de algo que yo había dicho o hecho durante el invierno.
Tanto Marydol como Phaedria, así como mi tía y Mr. Million, iban con frecuencia a visitar a David y su habitación se convirtió en un lugar de reunión para todos que sólo interrumpían las ocasionales visitas de mi padre. Marydol era una joven delicada, rubia y bondadosa y le cobré un gran afecto. A menudo, al marcharse a su casa, la acompañaba y al regreso me detenía en el mercado de esclavos, como Mr. Million, David y yo habíamos hecho muchas veces para comprar pan frito, degustar el aromático café y observar las pujas. Los rostros de los esclavos son los más sombríos del mundo, pero yo me detenía a mirarlos y transcurrió mucho tiempo, por lo menos un mes, antes de comprender —casi de repente, cuando descubrí lo que había estado buscando— por qué lo hacía. Habían llevado a la plataforma de subasta a un joven barrendero. Tenía el rostro y la espalda cubiertos de cicatrices producidas por latigazos y los dientes rotos, pero reconocí su rostro cubierto de costurones: era el mío o el de mi padre. Le hablé y lo habría comprado para manumitirlo, pero me contestó en el tono servil de todos los esclavos y me alejé asqueado para volver a casa.
Aquella noche, cuando mi padre me llamó a su biblioteca —no lo había hecho desde hacía varias noches—, observé nuestro reflejo en el espejo que ocultaba la entrada del laboratorio. Parecía más joven y yo, más viejo; hubiéramos podido ser la misma persona, y cuando se volvió hacia mí, que miraba por encima de su nombro, no vi la imagen de mi cuerpo, sino solamente sus brazos y los míos: nos parecíamos al esclavo luchador.
No sabría decir quién sugirió primero que lo matáramos. Sólo recuerdo que una noche, mientras me preparaba para acostarme después de haber acompañado a Marydol y a Phaedria a sus respectivas casas, me di cuenta de que un poco antes, cuando los tres, junto con Mr. Million y mi tía estábamos sentados en torno al lecho de David, habíamos hablado del asunto.
Por supuesto, no fue de un modo directo, ni siquiera admitimos que lo pensábamos. Mi tía mencionó el dinero que suponía tenía escondido; luego, Phaedria habló de un yate lujoso como un palacio; David, de grandes cacerías al viejo estilo y del poder político que se consigue con el dinero.
Y yo, sin hablar, pensaba en las horas, semanas y meses que me habían arrebatado, en la destrucción de mi yo, roído por mi padre noche tras noche. Pensé en cómo entraría aquella noche en la biblioteca para encontrarme, al despertar luego, convertido en un viejo y, quizás, un mendigo.
Entonces comprendí que debía matarlo, pues si le contaba mis pensamientos mientras yacía drogado sobre el diván o la vieja mesa, me mataría sin el menor escrúpulo.
Mientras aguardaba a que su mayordomo viniera a buscarme, forjé un plan. No habría investigaciones ni certificado de fallecimiento. Yo lo iba a reemplazar. Para nuestros clientes todo sería igual que antes, como si nada hubiera cambiado. A los amigos de Phaedria les dirían que me había peleado con él y me había marchado de casa. Durante un tiempo no permitiría que nadie me viera y después, vestido como él, en una habitación oscura, hablaría de vez en cuando con algún asiduo parroquiano. Era un plan imposible, pero en aquellos momentos lo encontré, no sólo posible, sino hasta fácil. Llevaba el escalpelo en el bolsillo dispuesto a usarlo. Tampoco destruiría el cuerpo en el laboratorio.
Lo leyó en mi cara. Me habló como siempre, pero creo que lo sabía. Había flores en la estancia, algo que jamás había visto, y me pregunté si lo habría adivinado mucho antes y las trajo para un acontecimiento especial. En lugar de pedirme que me acostara en la mesa cubierta de cuero, me indicó una butaca y él se sentó ante su escritorio.
—Hoy tendremos compañía.
Lo miré.
—Estás enojado conmigo, lo leo en tu rostro. No sabes quién…
Lo interrumpió un golpe dado en la puerta y cuando exclamó: «Adelante», la abrió Nerissa quien hizo entrar a una demi-mondaine y al Dr. Marsch. Me sorprendió verle, pero todavía más que una de las chicas entrara en la biblioteca y que ocupara un asiento junto al Dr. Marsch en una postura que indicaba que esa noche él era su protector.
—Buenas noches, doctor, ¿se divierte? —preguntó mi padre.
Marsch sonrió mostrando unos dientes grandes y simétricos. Llevaba un terno de corte moderno pero el contraste de su barba con la descolorida piel de sus mejillas era más notable que nunca.
—Sensual e intelectualmente —contestó—. He visto a una joven desnuda gigantesca, el doble de un hombre normal y pasaba a través de una pared.
—Eso se consigue con hologramas —repuse.
—Lo sé. Y he visto otras muchas cosas. Iba a referírselas todas pero tal vez sólo conseguiría aburrir a mi público. Me contentaré con decirle que tiene un local muy notable…, pero usted ya lo sabe.
—Siempre halaga oírlo —respondió mi padre.
—¿Qué le parece si hablamos ahora de lo que discutimos antes?
Mi padre miró a la demi-mondaine, que se levantó, dio un beso al Dr. Marsch y salió de la pieza. La pesada puerta de la biblioteca se cerró tras ella con un suave clic.
Como el ruido de un conmutador o de un viejo vaso que se rompe.
Desde entonces he pensado muchas veces en cómo vi salir a la joven: los zapatos de plataforma con altísimos tacones y las piernas grotescamente largas; el vestido descubierto por la espalda, con un escote que descendía una pulgada por debajo del coxis. La nuca despejada con el cabello recogido en lo alto de la cabeza en una gran masa cardada y entretejido con lazos y diminutas motitas brillantes. Al cerrar la puerta, aunque no lo supiera, había terminado el mundo que ella y yo conocimos.
—Lo estará esperando cuando salga —le advirtió mi padre a Marsch.
—De lo contrario, estoy seguro de que me proporcionará otras —los verdes ojos del antropólogo resplandecían a la luz de la lámpara—. Pero, veamos, ¿en qué puedo serle útil?
—Usted estudia las razas. ¿Llamaría raza a un grupo de hombres iguales y que piensan lo mismo?
—Y de mujeres —contestó Marsch, siempre sonriendo.
—Y aquí, ¡aquí, en Sainte Croix, está reuniendo material para llevárselo a la Tierra!
—Recojo material, ciertamente. En cuanto si regreso o no al planeta, ésa ya es otra cuestión.
Debí mirarle con tan profunda curiosidad que me dirigió una protectora sonrisa.
—¿Le sorprende?
—Siempre he considerado la Tierra el centro del pensamiento científico —respondí— y no me resulta difícil imaginarme a un científico que abandona su campo para realizar un trabajo, pero…
—Pero es inconcebible que uno desee quedarse en el campo, ¿eh? Considere mi situación. Por lo que se refiere a mi planeta, es viejo y sabio. Ustedes no están solos —afortunadamente para mí— y como hombre adiestrado en la Tierra, me han ofrecido una facultad en su universidad, con un sueldo que no me atrevo a citar, y con unas vacaciones de un año cada dos. Pero en el tiempo newtoniano, el viaje de aquí a la Tierra requiere veinte años. Claro que para mí, personalmente, son sólo seis meses, pero cuando regrese, si regreso, mi educación estaría retrasada en cuarenta años. No, lo siento, pero su planeta debería conseguir una lumbrera intelectual.
—Creo que nos desviamos del tema —insistió mi padre—. Iba a explicarle que un antropólogo se ve dotado de un modo peculiar para desarrollar en su casa cualquier cultivo —incluso uno tan extraño como se ha producido en esta familia—. Puedo llamarla familia, ¿no?, puesto que hay dos miembros que residen en ella además de usted. ¿No le importa que me dirija a su igual en singular?
Me miró aguardando una protesta, pero al advertir que yo no replicaba, prosiguió:
—Me refiero a su hijo David —y no a su hermano—, el auténtico parentesco de su personalidad, y a la mujer a la que llama tía. En realidad es hija de una primera…, ¿podemos llamarla «versión» de usted?
—Intenta decirme que soy un partenógeno de mi padre y comprendo que ambos esperen que me asombre. Pues no, hace tiempo que lo sospechaba.
—Me alegro de saberlo —dijo mi padre—. Sinceramente, cuando tenía tu edad, dicho descubrimiento me trastornó muchísimo. Entré en la biblioteca de mi padre —que es esta habitación— para enfrentarme a él y con la idea de matarlo.
—¿Y lo hizo? —preguntó el Dr. Marsch.
—No creo que tenga importancia…, el caso es que mi intención era ésa. Confío que al estar usted aquí, facilitará las cosas a Número Cinco.
—¿Así lo llama?
—Es mejor, puesto que su nombre es igual al mío.
—¿Es el quinto hijo producido por partenogénesis?
—¿Mi quinto experimento? No —con el cuerpo inclinado y los anchos hombros cubiertos con la vieja y deslucida bata escarlata parecía un ave rapaz. Recuerdo haber leído en un libro de historia natural que había un gavilán llamado «Hombros rojos». Su mono predilecto, agrisado por los años, trepó a la mesa—. No, por si le interesa, más bien mi quincuagésimo. Los hacía sembrándolos en surcos. Los que nunca lo han intentado creen que esta técnica es fácil, porque saben que se puede hacer, pero ignoran cuan difícil resulta evitar diferencias espontáneas. Cada gene dominante mío, tiene que seguir siendo dominante, y las personas no son guisantes que se cultivan en un huerto…, pocas cosas se ven regidas por simples parejas mendelianas.
—¿Destruía sus fracasos? —preguntó Marsch.
—Lo vendía —intervine—. De niño me preguntaba por qué Mr. Million se detenía a contemplar el mercado de esclavos. Lo descubrí a partir de entonces —el escalpelo dentro de su funda todavía estaba en mi bolsillo; lo sentía cerca de mí.
—Mr. Million es quizás un poco más sentimental que yo —indicó mi padre—. Además, no me gusta salir. Mire, doctor, tiene que modificar esa suposición de que todos somos el mismo individuo. Poseemos nuestras pequeñas variantes.
El Dr. Marsch se disponía a replicar, pero le interrumpí.
—¿Por qué? ¿Por qué David y yo? ¿Por qué tía Jeannine hace mucho tiempo? ¿Por qué seguir con lo mismo?
—Sí —afirmó mi padre—. ¿Por qué? Interrogamos para hacer una pregunta.
—No le comprendo.
—Busco el conocimiento de mí mismo, o si lo prefiere, buscamos el conocimiento de nosotros. Usted está aquí porque le pedí que viniera y yo estoy porque quiso el individuo que está detrás de mí: el mismo creado por uno cuya mente está simulada en Mr. Million. Y una de las preguntas cuyas respuestas buscamos es por qué buscamos. Pero aún hay más —se inclinó hacia delante y el monito alzó el blanco hocico y lo miró desconcertado—. Deseamos descubrir por qué fracasamos, por qué otros avanzan y cambian y nosotros nos quedamos aquí.
Pensé en el yate del que había hablado Phaedria y exclamé:
—¡No quiero quedarme aquí! —y el Dr. Marsch sonrió.
—Creo que no me comprende —prosiguió mi padre—. No me refiero a estar aquí físicamente, sino social e intelectual-mente. He viajado, como sabe, pero…
—Pero acaba aquí —sentenció el Dr. Marsch.
—¡Acabamos a este nivel! —era la primera vez que había visto a mi padre excitado; casi no podía hablar mientras señalaba con furia los cuadernos, las grabaciones que atestaban las paredes—. ¿Hasta cuántas generaciones? No conseguimos ni fama ni siquiera el gobierno de la colonia de este desventurado y pequeño planeta. Algo debe cambiar, pero, ¿qué? —y miró enfurecido al Dr. Marsch.
—No es usted único —contestó el Dr. Marsch con su eterna sonrisa—. Parece un tópico, ¿verdad?, pero no aludía a su doble. Intento decir que puesto que ha sido posible en la Tierra durante el último cuarto del siglo XX, se ha hecho en cadena muchísimas veces. Hemos adoptado para describirlo un término de ingeniería y lo llamamos proceso de relajación; una mala nomenclatura, pero es la mejor que encontramos. ¿Sabe qué sentido tiene en ingeniería la relajación?
—No.
—Existen problemas que no se solucionan en seguida, pero se pueden resolver por una sucesión de aproximaciones. Por ejemplo: para transferir el calor no es posible calcular al principio la temperatura en todos los puntos de la superficie de un cuerpo extraño, pero el ingeniero o el computador con siguen temperaturas razonables, ven si son estables los valores alcanzados y, después, hacen nuevas suposiciones basadas en los resultados. A medida que progresan los niveles de aproximación, los grupos sucesivos cada vez son más similares hasta que no se produce ningún cambio apreciable. Por eso dije que ustedes dos eran en esencia un solo individuo.
—Lo que le pido —propuso impaciente mi padre— es que consiga que Número Cinco comprenda que los experimentos que he realizado en él, en particular los exámenes narco-terapéuticos, de los que tanto protesta, son necesarios. De que si hemos de progresar debemos descubrir… —hablaba casi a gritos y se detuvo para dominarse—. Por eso lo engendré, y también a David… esperaba aprender algo de la reproducción gemípara.
—Lo cual es razonable, sin duda —replicó el Dr. Marsch—, y también para la existencia del Dr. Veil en una generación anterior. Pero en cuanto al examen de su joven yo, para él sería igualmente útil examinarlo a usted.
—Aguarde un momento —exclamé—. Usted sostiene que él y yo somos idénticos y no es cierto. Comprendo que en ciertos aspectos somos iguales, pero en realidad, yo no soy como mi padre.
—El motivo de esas diferencias estriba en la edad. ¿Cuántos años tiene, dieciocho? Y usted…, yo diría que ronda los cincuenta. Sólo hay dos fuerzas que actúan para distinguir a los seres humanos: la herencia y el medio ambiente. Naturaleza y crianza; y puesto que cuando más se forma la personalidad es durante los primeros tres años de la vida, lo decisivo es el ambiente del hogar. Ahora bien, cada persona nace en un ambiente, aunque puede darse el caso de que sea refractario a él, y nadie, excepto en el caso que llamamos relajación antropológica, se provee sólo de ese contorno… sino que se lo proporciona la generación precedente.
—Sólo porque ambos hemos vivido en esta casa…
—Que han edificado, amueblado y está habitada por personas elegidas por ustedes. Pero espere un momento. Hablemos de un hombre al que nunca han visto, un hombre nacido en un lugar, mantenido por padres totalmente distintos a él; me refiero al primero de ustedes…
Ya no lo escuchaba. Había venido para matar a mi padre y era preciso que el Dr. Marsch se fuese. Observé cómo se incorporaba en la silla; sus largas y blancas manos de ademanes tajantes; los crueles labios enmarcados de negro pelo; lo miraba pero no le oía, como si hubiera ensordecido o él deseara comunicarse sólo con el pensamiento y yo, conociendo que aquellos pensamientos eran sólo insensateces, los excluyera sin dejar que llegasen hasta mí.
—Usted es de Sainte Anne —le dije.
Me miró sorprendido y se detuvo en medio de una frase estúpida.
—Allí nació usted, donde estudió antropología en libros escritos en la Tierra hace veinte años. Usted es un aborigen, o por lo menos, medio aborigen, pero nosotros somos hombres.
Marsch miró a mi padre y expuso:
—Los abos han desaparecido. En Sainte Anne, los científicos sostienen que se han extinguido hace casi un siglo.
—No lo creía usted cuando vino a ver a mi tía.
—Jamás acepté la Hipótesis de Veil. He visitado aquí a todos los que han escrito algo de mi especialidad. A decir verdad, no tengo tiempo para escuchar estas cosas.
—¡Usted es un abo y no un terrestre!
Al poco rato, mi padre y yo nos quedábamos solos.
Casi toda mi condena la cumplí en un campo de trabajo en las Tattered Mountains. Era un campamento pequeño que alojaba sólo unos ciento cincuenta prisioneros, a veces menos de ochenta cuando el invierno se cobraba con creces sus víctimas. Talábamos árboles; quemábamos carbón o hacíamos esquís si encontrábamos abedules. En los riscos recogíamos un musgo salino al que se le atribuían propiedades medicinales y trazábamos planes para que las rocas se deslizaran y aplastasen las máquinas que nos vigilaban y eran nuestros guardianes, aunque, ignoro por qué causa, jamás llegaba el momento, y las piedras nunca se deslizaban. El trabajo era duro y los guardianes administraban exactamente la mezcla de severidad e indulgencia que alguna junta general de prisioneros había decidido al programarlos, y el problema de la brutalidad o el favoritismo estaba definitivamente resuelto por medio de mercenarios, a fin de que sólo pudieran ser crueles o bondadosos los hombres bien vestidos que acuden a las reuniones.
O así lo creían. A veces hablaba con mis guardianes durante horas de Mr. Million y en ocasiones encontraba un pedazo de carne o un pastel de azúcar, duro, marrón y sabuloso, oculto en el rincón donde dormía.
Un criminal no puede obtener ningún beneficio debido a su delito y el tribunal —como luego me contaron—, al no encontrar pruebas de que David fuera hijo de mi padre, nombró heredera a mi tía.
Cuando ésta falleció, recibí una carta de un notario informándome que me legaba en herencia «una gran casa en la ciudad de Port-Mimizon, junto con los muebles y demás enseres que había dentro», y que dicha casa, «ubicada en la calle Saltimbanque, N.° 666, se hallaba en la actualidad al cuidado de un criado robot». Puesto que los robots a cuya vigilancia me encontraba, no me permitían tener recado de escribir, no pude contestar.
El tiempo pasaba volando. En otoño encontraba alondras muertas al pie de los riscos que daban al norte, y en primavera, en los que daban al sur.
Recibí una carta de Mr. Million. Casi todas las chicas de mi padre se habían marchado cuando investigaban su muerte; las que se quedaron tuvo que despedirlas al morir mi tía al percatarse de que, como máquina que era, no conseguía hacerse obedecer. David se había ido a la capital. Phaedria había hecho una buena boda. A Marydol la vendieron sus padres. La fecha de esa carta databa de tres años después de mi juicio, pero no podría decir cuánto tiempo pasó antes de llegar a mis manos. Habían abierto y cerrado el sobre muchas veces y estaba rota y sucia.
Un ave marina, creo que era un alcatraz, cayó revoloteando nuestro campo, demasiado agotado para emprender el vuelo: lo matamos y nos lo comimos.
Uno de los guardianes perdió los estribos, mató a quince prisioneros quemándolos y se peleó toda una noche con el esto de los guardianes con espadas de fuego blancas y azules. No lo reemplazaron.
Me trasladaron con otros penados a un campamento situado más al norte, en donde si miraba abajo veía un abismo de piedra roja, tan hondo, que si arrojaba un guijarro oía durante medio minuto el repiqueteo del descenso que subía como un rugido al deslizarse por entre las rocas para apagarse lentamente hasta quedar en silencio, aunque jamás llegaba al fondo, perdido en algún lugar tenebroso.
Me imaginaba que las personas que había conocido estaban conmigo. Cuando me sentaba protegiendo del viento mi tazón de sopa, Phaedria ocupaba un banco a mi lado y sonreía hablando de sus amigos. David jugaba al frontón sobre el polvoriento suelo de nuestro recinto y dormía junto a la pared, cerca de mi rincón.
Con el tiempo, todos se fueron esfumando, pero incluso el último año, jamás conciliaba el sueño sin decirme que Mr. Million vendría a buscarnos para llevarnos a la biblioteca de la ciudad, ni jamás me despertaba sin el temor de que el mayordomo de mi padre viniera a por mí.
Luego me dijeron que debían trasladarme con tres penados más a un nuevo campamento. Nos llevamos comida y por el camino casi nos morimos de hambre y de frío. Desde allí, marchamos a un tercer campamento. Unos hombres que no eran presos como nosotros, sino libres y uniformados, nos interrogaron, ordenándonos que tomáramos un baño y quemáramos nuestra ropa; nos dieron un abundante estofado de carne y cebada.
Recuerdo muy bien que hasta entonces no me percaté de lo que aquello significaba. Metía el pan en el cazo y lo sacaba empapado del fragante caldo con trocitos de carne y granitos de cebada adheridos; y entonces pensé en el pan frito y el café que consumíamos en el mercado de esclavos, no como algo del pasado, sino como un suceso futuro y mis manos temblaban sin poder sostener el tazón y eché a correr gritando hacia el cercado.
A los dos días, a tres de nosotros nos metieron en un carro tirado por mulas que rodaba por caminos tortuosos siempre cuesta abajo, hasta que el invierno que agonizaba detrás de nosotros desapareció y los abetos y abedules se perdieron de vista y bajo el ramaje de los altos castaños y robles que orillaban el camino brotaban las flores de la primavera.
Las calles de Port-Mimizon hervían de gente. Me habría perdido en un momento si Mr. Million no hubiera alquilado para mí una silla de manos, pero mandé a los porteadores que se detuvieran para comprar (con el dinero que él me dio) un periódico para enterarme, al fin, de la fecha exacta.
Mi condena había sido la corriente: de dos a cincuenta años, y aunque sabía el mes y el año del comienzo de mi prisión, en los campamentos resultaba imposible recordar el año actual que todos contábamos y nadie sabía. Un hombre cayó enfermo de fiebres y al recuperarse lo suficiente para volver al trabajo alegó que habían transcurrido dos años o ninguno. Entonces, tú también tenías fiebre. No recuerdo ni un titular, ni un artículo del periódico que compré; durante el camino sólo miraba la fecha.
Habían transcurrido nueve años.
Tenía dieciocho cuando maté a mi padre. Ahora cumplía veintisiete. Pensé que tenía cuarenta.
Las grises y desconchadas paredes de nuestra casa seguían igual. El perro de hierro con sus tres cabezas de lobo continuaba a la entrada del jardín, pero la fuente estaba silenciosa y los arriates de helechos y musgo, cubiertos de yerbajos. Mr. Million pagó a los porteadores y abrió con una llave la puerta que siempre estuvo cerrada con cadena pero sin pestillo en los tiempos de mi padre. En aquel instante, una mujer enormemente alta y flaca que vendía pralinés en la calle, echó a correr hacia nosotros. Era Nerissa, y ahora tengo una sirviente y si quisiera, también una amante, aunque no le pagara nada.
Supongo que ha llegado el momento de explicar por qué he escrito este relato que ha representado un gran esfuerzo. ¡Animo! Lo he escrito para conocerme, para desvelarme ante mí, y lo escribo ahora porque sé que algunas veces querré leer lo que ahora escribo y me asombra.
Tal vez cuando lo lea habré resuelto el misterio de mi ser, o quizá ya no me importe conocer la solución.
Han pasado tres años desde mi liberación. Cuando Nerissa y yo volvimos a entrar en esta casa, la hallamos en estado de total confusión. Según me contó Mr. Million, mi tía había vivido en ella sus últimos años en busca del supuesto tesoro escondido de mi padre. No lo encontró y creo que nunca lo encontrarán. Conocía su carácter mejor que ella y supongo que gastó en sus experimentos y aparatos mucho más de lo que le aportaban las muchachas.
Al principio de instalarme, carecía por completo de dinero, pero la reputación de la casa aportó mujeres en busca de compradores y hombres que buscaban comprar. Cuando comenzamos el negocio me dije que apenas hacía falta nada más que presentarlos y ahora tengo una buena clientela. Phaeria vive con nosotros y también trabaja; su brillante matrimonio resultó un fracaso. Ayer noche, mientras estudiaba en el laboratorio de cirugía, la oí en la puerta de la biblioteca, abrí y llevaba el niño con ella. Algún día nos echarán de menos.