En el lado más resguardado de la casa, el sol quemaba. Dentro de las abiertas vidrieras, la señora Dolderson apartó su silla unos centímetros para que su cabeza continuara en la sombra mientras el calor confortaba el resto de su cuerpo. Después, apoyó la cabeza en un almohadón, mirando hacia fuera.
Para ella, aquella escena carecía de tiempo.
Al otro lado de la avenida, el cedro se erguía como siempre. Sus ramas planas bien extendidas debían llegar, suponía, un poco más allá de cuando ella era niña, aunque era difícil aseverarlo: el cedro ya era enorme entonces, lo mismo que ahora. Además, el seto fronterizo estaba tan bien recortado y pulido como en otros tiempos. La cancela del espino aún seguía flanqueada por dos pájaros sin posible identificación, Cocky y Olly, y era maravilloso que aún estuviesen allí, aunque las plumas de la cola de Olly se hubiesen retorcido un poco con la edad.
El cuadro de flores de la izquierda, delante del plantío de arbustos, estaba lleno de color, como siempre… Bueno, tal vez un poco más brillante; se tenía la sensación de que las flores eran un poco más chillonas que antes, aunque también deliciosas. Sin embargo, el huerto más allá del seto había cambiado un poco: más árboles jóvenes, y algunos de los viejos habían desaparecido. Entre las ramas, se divisaba algún destello de tejado rojo donde vivían los vecinos de otros tiempos. Salvo por esto, era casi posible, por un momento, olvidar toda una existencia.
La tarde dormitaba en tanto los pájaros descansaban, las abejas zumbaban, las hojas susurraban suavemente, y el pom-pom de la pista de tenis a la vuelta de la esquina no cesaba, con alguna voz ocasional que anunciaba el tanteo. Lo mismo podía ser una tarde soleada de cincuenta o sesenta veranos antes.
La señora Dolderson sonrió, amándolo todo; lo había amado de niña, y ahora aún lo amaba más.
Había nacido en esta casa; aquí se había criado, se había casado, había vuelto a ella al morir su padre; aquí había criado a sus dos hijos, aquí había envejecido… Unos años después de la Segunda Guerra Mundial estuvo a punto de perderla…, pero no fue así del todo, y aún estaba en ella…
Era Harold quien lo había hecho posible. Un chico listo, un hijo maravilloso… Cuando se vio claramente que ella ya no podría mantener la casa, que tenía que venderla, fue Harold quien convenció a su empresa para que la adquiriese. Su interés, le dijo a su madre, no radicaba en la casa sino en el emplazamiento… como la de cualquier comprador. La casa en sí carecía de valor ahora, pero su situación era muy conveniente. Como condición de venta, habían convertido cuatro estancias del lado sur en un apartamento que debería ser de ella hasta su muerte. El resto de la residencia se había convertido en hotel, albergando a unos veinte jóvenes que trabajaban en los laboratorios y oficinas construidos en la parte norte, en el lugar de los establos y parte del paseo de caballos.
Ella sabía que un día derribarían la vieja casa, pues ya había visto los planos; pero por el momento, en su tiempo, tanto la mansión como el jardín del sur y oeste no los tocaría nadie. Harold le había asegurado que para ello tenían que transcurrir al menos quince o veinte años…, mucho más del tiempo que ella los necesitaría, con toda seguridad…
Y no era que, pensaba serenamente la señora Dolderson, lamentase demasiado desaparecer de este mundo. Uno acaba por ser inútil y, ahora que ella estaba en una silla de ruedas, una carga para los demás. Además, tenía la sensación de que ya era como una forastera…, una extranjera en el mundo de otros seres. Todo estaba muy cambiado; primero, convirtiéndose en un lugar difícil de entender, después llegando a formar un complejo imposible de comprender. No era extraño, pensó, que los viejos se tornen posesivos respecto a las cosas; que se aferren a los objetos que les unen al mundo que pueden entender…
Harold era un muchacho estupendo y, por él, la señora Dolderson hacía lo que estaba en su mano para no parecer excesivamente estúpida…, aunque a veces esto era difícil. Hoy, por ejemplo, en el almuerzo, Harold se mostró muy excitado por un experimento que debían realizar por la tarde. Tenía que hablar de ello, aunque debía saber que prácticamente nada de lo que decía resultaba comprensible para ella.
Era algo sobre dimensiones… Ella había captado la idea, aunque se limitó a asentir sin intentar ahondar más en el asunto. La última vez que salió el tema a colación, ella observó que en su juventud sólo había tres, y no comprendía cómo el progreso mundial podía haber añadido más. Esto había lanzado al muchacho a una disertación respecto a la opinión de los matemáticos, según la cual en el mundo es posible, aparentemente, percibir la existencia de una serie de dimensiones. Incluso el momento de existencia en relación con el tiempo era, al parecer, una especie de dimensión. Filosóficamente, Harold había empezado a explicarlo…, pero ella se perdió en aquella elucubración. Harold se había metido en algo muy confuso. La señora Dolderson estaba segura de que en su juventud la filosofía, las matemáticas y la metafísica eran tres asignaturas separadas, pero en la actualidad, incomprensiblemente, parecían haberse fundido entre sí.
De modo que esta vez ella le escuchó tranquilamente, dejando oír algunos sonidos alentadores de cuando en cuando, hasta que al final él sonrió tímidamente, asegurando que ella era muy bondadosa al soportar aquel rollo. Luego, dio la vuelta a la mesa y la besó en las mejillas, abrazándola, y ella le deseó mucha suerte en el experimento misterioso de la tarde. Después, Jenny quitó el servicio de la mesa y la acompañó en su silla a la ventana.
El calor de la deslumbrante tarde la sumió en una dulce modorra que la llevó a cincuenta años atrás, cuando en otra tarde como ésta también se sentó junto a la ventana, aunque entonces no pensaba en absoluto en una silla de ruedas, aguardando a Arthur…, aguardando a Arthur con el corazón anhelante…, aunque Arthur no llegó…
Era extraño cómo sucedían las cosas. Si Arthur se hubiera presentado aquel día, seguramente ella se habría casado con él. Y Harold y Cynthia no habrían existido. Sí, ella habría tenido hijos, pero no habrían sido Harold ni Cynthia… ¡Qué curiosa casualidad es la existencia! Sólo por decirle «no» a un hombre, o «sí» a otra mujer, es posible dar la existencia a un arzobispo en potencia o a un futuro asesino. ¡Qué tontos eran hoy día, tratando de suavizarlo todo, de asegurar la vida, en tanto que detrás, en el pasado de cada cual, se extendía la fila llena de casualidades, de mujeres que habían dicho «sí» o «no», según el capricho del momento!
Era curioso que ahora se acordara de Arthur. Hacía años que no pensaba en él.
Estaba segura de que aquella tarde habría pedido su mano. Era antes de que ella oyese hablar de Colin Dolderson. Y ella habría aceptado. Oh, sí, habría aceptado a Arthur.
Nunca hubo explicaciones. Ella nunca supo por qué él no se había presentado entonces… ni nunca más. Tampoco le había escrito. Diez días, tal vez quince después, recibió una carta impersonal de la madre de Arthur comunicándole que su hijo estaba enfermo y que el médico aconsejaba un viaje al extranjero. Pero después nada en absoluto… hasta el día en que vio su nombre en un periódico, más de dos años más tarde…
Naturalmente, se había enfadado (una joven tiene su orgullo, ¿no?), y durante algún tiempo también se sintió dolida. Pero al final, ¿cómo puede saber una que lo ocurrido no fue lo mejor? ¿Habrían sido sus hijos tan cariñosos con ella, tan amables, tan inteligentes como Cynthia y Harold?
Una serie infinita de probabilidades… con los genes y otras cosas de las que se habla hoy en día…
El rumor de la pelota de tenis ya había cesado y los jugadores se habían marchado, volviendo seguramente a su recóndita labor. Las abejas continuaban zumbando entre las flores; también revoloteaba media docena de mariposas. Los árboles de más allá temblaban bajo la calma. La modorra se tornó irresistible. La señora Dolderson no la combatió. Reclinó la cabeza hacia atrás, oyendo a medias otro zumbido, más estridente que el de las abejas, pero no suficiente para molestarla. Cerró los ojos…
De pronto, a pocos metros de distancia, pero fuera de su campo visual desde la silla, sonaron unas pisadas en el sendero. El sonido empezó bruscamente, como si alguien hubiera saltado al sendero desde el césped… sólo que no había visto a nadie cruzando por allí. Simultáneamente se oyó una voz de barítono, que cantaba animadamente, aunque no muy alto. En realidad, la canción empezó por la mitad de una frase:
… mundo haciéndolo, haciéndolo, haciéndolo…
Mira este…
De repente, la voz calló. Y las pisadas cesaron también.
La señora Dolderson tenía ya los ojos abiertos… muy abiertos. Se asía a los brazos de la silla con sus delgadas manos. Recordaba la canción, más aún, estaba segura de reconocer la voz… al cabo de tantos años. «Bah, un sueño estúpido», se dijo. Le había recordado sólo unos instantes antes de cerrar los ojos… ¡Qué tontería!
Y no obstante, cosa curiosa, no parecía un sueño. Todo era tan claro, tan delimitado, tan familiarmente razonable…, con los brazos de la silla muy sólidos bajo sus dedos…
Otra idea se presentó a su cerebro. Había muerto. Por eso no era un sueño ordinario. Sentada al sol, debía de haber fallecido quedamente. El médico le había dicho que podía morir inesperadamente… ¡y ahora había ocurrido! Experimentó un momento de alivio; no era que temiese mucho a la muerte, pero sí al trastorno que podía haber después… Y ahora todo había acabado… sin perturbaciones. Tan sencillo como quedarse dormida. De pronto se sintió feliz, totalmente dichosa. Aunque era extraño que aún pareciese atada a la silla…
La grava crujió bajo las pisadas de aquellos pies.
—¡Esto es raro! ¡Rarísimo! ¿Qué diablos ha sucedido?
La señora Dolderson estaba inmóvil en su silla. No había la menor duda respecto a la voz.
Una pausa. Los pies se movieron, como con incertidumbre. Después, siguieron avanzando, lenta, vacilantemente. Los pies trajeron un joven a la vista. Oh, parecía tan joven… La anciana sintió oprimírsele el corazón.
Vestía una chaqueta azul a listas y pantalones blancos de franela. Había una bufanda de seda en torno a su cuello y, echado hacia atrás llevaba un sombrero de paja con una cinta coloreada. Tenía metidas las manos en los bolsillos del pantalón y sujetaba una raqueta de tenis bajo el brazo izquierdo.
Ella le vio primero de perfil, y no con su mejor expresión, ya que parecía asombrado, con la boca entreabierta, al mirar hacia el grupo de árboles.
—Arthur… —murmuró la señora Dolderson.
Él se sobresaltó. La raqueta resbaló y cayó al suelo. Intentó recogerla, quitarse el sombrero y recobrar la compostura, todo al mismo tiempo, con poco éxito. Cuando se irguió de nuevo, su cara estaba sonrojada, con una expresión aún confusa.
Miró a la anciana de la silla, con las rodillas protegidas por una manta, sus manos delicadas sobre los brazos de la silla. La mirada pasó más allá de ella, hacia el salón. Aumentó su confusión, con una nota de alarma. Sus ojos volvieron a la vieja dama. Ésta le contemplaba intensamente. El joven no recordaba haberla visto antes, ni sabía quién era… y no obstante en sus ojos parecía haber algo que le era ligeramente familiar.
La anciana se contempló la mano derecha. La estudió un instante como un poco intrigada, y volvió a levantar la vista hacia él.
—¿No me conoces, Arthur…? —preguntó suavemente.
Había una nota de tristeza en su voz que él tomó por desengaño, teñido de reproche. Ante esto, el joven hizo lo posible por serenarse.
—Me temo…, me temo que no —confesó—. Usted… yo… eh… —Se atascó, y continuó con angustia—: Usted debe de ser… la tía de Thelma…, de la señorita Kilder, ¿verdad?
La anciana le miró fijamente unos momentos. El muchacho no comprendió su expresión.
—No —murmuró ella—, no soy la tía de Thelma.
La mirada del joven volvió a pasearse por el salón. Esta vez movió la cabeza con asombro.
—Todo es diferente… No, sólo a medias —manifestó con inquietud—. Oh, no puedo haberme equivocado… —se interrumpió y volvió a contemplar el jardín—. No, ciertamente no me he equivocado… Pero ¿qué… qué ha sucedido?
Su extrañeza ya no era simple; parecía tremendamente turbado. Sus asombrados ojos volvieron a posarse en la anciana.
—Por favor… no lo entiendo… ¿Cómo es que me conoce usted?
La creciente inquietud del muchacho la turbó a ella, obligándola a mostrarse más cauta.
—Te he reconocido, Arthur… Nos conocimos mucho antes, ¿no?
—¿De veras? No me acuerdo… Lo siento mucho…
—Pareces angustiado, Arthur. Coge aquella silla y descansa un poco.
—Gracias, señora… eh… señora…
—Dolderson —terminó ella.
—Gracias, señora Dolderson —dijo él, frunciendo el ceño al intentar situar el nombre.
La anciana le vio acercar la silla. Cada movimiento, cada rasgo le era familiar, incluso el mechón de pelo que le caía sobre la frente siempre que agachaba la cabeza. Él se sentó y estuvo callado unos momentos, mirando, con el entrecejo arrugado, hacia el jardín.
La señora Dolderson tampoco se movió. Se hallaba casi tan sorprendida como él, aunque no lo daba a entender. Obviamente, la idea de haber muerto era una tontería, Estaba como siempre, en su silla, dándose cuenta del dolor de la espalda, capas de asir los brazos de la silla y sentirlos. No era un sueño…, todo estaba entrelazado, tan sólido, tan… real; muy diferente de como son las cosas en los sueños.
¿Sería una simple alucinación, un engaño de su mente al colocar el rostro de Arthur en un joven completamente distinto? Volvió a mirarle, No, no era eso… Él había contestado al nombre de Arthur, y además llevaba su chaqueta, En la actualidad, las chaquetas ya no tenían aquel corte, y hacía muchísimos años que los jóvenes no llevaban sombreros de paja.
¿Una especie de… fantasma? Oh, no; Arthur era sólido; la silla había crujido al sentarse, los zapatos habían rechinado sobre la grava. Además, ¿quién ha oído hablar nunca de un fantasma tan asombrado y, sobre todo, de un joven fantasma recién afeitado?
El muchacho interrumpió los pensamientos de la vieja al volver la cabeza.
—Creía que Thelma estaba aquí —observó—. Me lo había dicho. Dígame, por favor, dónde está.
Como un niño asustado, pensó ella. Deseaba consolarle, no asustarle más. Pero no se le ocurrió decir más que:
—Thelma no está lejos.
—Debo encontrarla. Ella me explicará lo ocurrido.
Hizo ademán de levantarse.
La anciana posó una mamo sobre el brazo del joven, impidiéndoselo.
—Un momento. ¿Qué parece haber ocurrido? ¿Qué es lo que tanto te preocupa?
—Esto —agitó una mano, incluyendo cuanto le rodeaba—. Todo está diferente…, pero es lo mismo… Y sin embargo, no lo es. Siento como si…, como si estuviera un poco loco.
Ella le miró fijamente y luego sacudió la cabeza.
—No lo creo. Dime, ¿qué te pasa?
—Venía hacia aquí para jugar al tenis… Bueno, para ver a Thelma, en realidad —añadió, corrigiéndose—. Todo estaba bien, como de costumbre. Iba por el sendero y dejé la bicicleta apoyada en el abeto que hay al comenzar la avenida. Empecé a caminar por ella y de pronto, al doblar la esquina de la casa, todo resultó… diferente.
—¿Diferente? —repitió la señora Dolderson—. Diferente… ¿en qué?
—Bueno, casi en todo. El sol pareció convulsionarse en el cielo. Los árboles eran más grandes, no como antes. Las flores del jardín mostraban un color distinto. La enredadera cubría ya todo el muro… y de repente, sólo estuvo hasta media altura… y parecía otra clase de enredadera. Había otras casas más allá. Casas que no había visto nunca…, pues allí sólo había un campo, al otro lado del huerto. Incluso la grava de la avenida estaba más amarilla de lo que recordaba. Y este salón… es el mismo de siempre. Conozco el escritorio, la chimenea… y los dos cuadros. Pero el papel es diferente. Nunca lo había visto… y sin embargo, no es nuevo. Por favor, dígame dónde está Thelma…, quiero que me lo explique… Sí, debo de estar un poco loco…
La anciana le apretó el brazo con más fuerza.
—No —repuso con decisión—. Sea lo que sea, seguro que no es eso.
—Entonces… ¿qué? —se interrumpió bruscamente y escuchó ladeando la cabeza. El sonido fue en aumento—. ¿Qué es esto? —inquirió con ansiedad.
La señora Dolderson aumentó la presión de su mano.
—No pasa nada, Arthur… No pasa nada —le dijo como a un niño.
Sentía el aumento de la tensión en el joven a medida que crecía el ruido. Pasó por encima, a menos de trescientos metros, con los eyectores atronando el espacio, dejando atrás una estela de gas blanco, en tanto el aire se estremecía y gradualmente volvía a su anterior placidez.
Arthur lo contempló. Y lo vio desaparecer. Cuando volvió a mirar a la anciana, su rostro estaba blanco, muy asustado.
—¿Qué… —preguntó con voz temblorosa—, qué ha sido eso?
—Sólo un avión, Arthur —contestó ella, para obligarle a calmarse—. Oh, son terriblemente ruidosos.
Arthur miró hacia el sitio por donde se había desvanecido el aparato y sacudió la cabeza.
—Pero yo he oído aviones y los he visto. Y no son así. Este hacía un ruido como una motocicleta… pero más fuerte. ¡Era terrible! No lo entiendo…, no entiendo lo sucedido… —su voz sonaba patética.
La señora Dolderson iba a contestar, cuando de improviso recordó la charla con Harold referente a las dimensiones, a su trasmutación en planos diferentes, a sus implicaciones del tiempo en forma de otra dimensión… Con un destello intuitivo lo comprendió… No, comprender no era la palabra adecuada… Lo percibió. Pero al percibirlo se halló perdida, desorientada.
Miró otra vez al joven. Estaba tenso, temblando levemente. Se estaba preguntando si tenía el cerebro desquiciado. Bien, esto tenía que terminar. No existía ningún medio suave, pero ¿cómo hacerlo de otro modo?
—Arthur… —exclamó súbitamente.
El muchacho la miró veladamente.
Con deliberación, la anciana habló con aplomo:
—Hallarás una botella de coñac en la alacena. Cógela, por favor, y trae dos copas.
Con un movimiento casi hipnótico, él obedeció. La anciana llenó para él un tercio de una copa con coñac, y se sirvió un poco menos.
—Bebe esto —le ordenó nuevamente. Él vaciló—. Vamos… Has sufrido una gran impresión. Te hará bien. Quiero hablar contigo, y no puedo mientras no te hayas repuesto de la sorpresa.
Arthur bebió, tosió un poco y tomó asiento.
—Apura la copa —insistió ella. Él la apuró. La anciana se interesó—: ¿Te encuentras mejor?
El joven asintió, pero no dijo nada. Ella se decidió y respiró profundamente.
—Arthur, dime qué día es hoy.
—¿Qué día? —se sorprendió él—. Pues, viernes. El veintisiete… de junio.
—El año, Arthur. ¿Qué año?
El muchacho volvió el rostro hacia ella.
—No estoy completamente loco, ¿sabe? Sé quién soy y dónde estoy… o eso creo. Es todo lo demás lo que está mal, no yo. Puedo asegurarle…
—Arthur, quiero que me digas el año.
La voz de la anciana era de nuevo autoritaria.
El joven mantuvo los ojos fijos en ella mientras hablaba.
—Mil novecientos trece, claro.
La mirada de la señora Dolderson volvió a concentrarse en el jardín y las flores. Asintió suavemente. Aquél era el año… y había sido en viernes; qué extraño que ahora lo recordase. Debía de haber sido el veintisiete de junio. Pero, desde luego, fue un viernes del verano de 1913 el día en que él no acudió. Hacía tanto… tanto tiempo…
La voz del joven la devolvió al presente. Sonaba insegura por la ansiedad.
—¿Por qué me lo ha preguntado…? Me refiero al año.
Su frente estaba muy arrugada, sus ojos muy ansiosos. Era muy joven. A la anciana le dolía por él el corazón. Volvió a coger con su mano frágil la fuerte de Arthur.
—Creo…, creo que ya lo sé —murmuró él, estremeciéndose—. Ignoro cómo…, pero usted no me lo habría preguntado a menos que… Sucedió una cosa muy rara, ¿eh? Ya no estamos en mil novecientos trece, ¿verdad? ¿Quería decir eso? La forma de crecer los árboles…, el avión… —Calló, mirándola con los ojos muy abiertos. Y luego—: Tiene que decírmelo. Por favor, por favor, ¿qué me ha ocurrido? ¿Dónde estoy? ¿Qué es esto?
—Mi pobre muchacho… —murmuró ella.
—¡Oh, por favor…!
The Times, con el crucigrama resuelto a medias, se hallaba en una silla próxima. Lo cogió con reluctancia. Luego, lo dobló y se lo entregó al joven. Al tomarlo, a él le temblaba la mano.
—Londres, lunes, primero de julio —leyó. Después, susurró con incredulidad—: ¡Mil novecientos sesenta y tres!
Bajó el diario y la miró suplicante.
La anciana asintió lentamente dos veces.
Estuvieron contemplándose sin hablar. Gradualmente, la expresión de Arthur cambió. Se le juntaron las cejas, como penosamente. Luego miró a su alrededor, con los ojos penetrantes aquí y allí, cual si quisieran escapar. Por fin, volvieron a fijarse en ella. Los cerró un momento. Después los abrió, llenos de dolor… y miedo.
—¡Oh, no, no! ¡No! Usted no es…, no puede ser… Usted me dijo que era… la señora Dolderson. Dijo que lo era. Usted no es…, no puede ser… Thelma…
La señora Dolderson calló. Se miraron otra vez. El rostro de Arthur se arrugó como el de un chiquillo.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —gritó, ocultando la cara entre las manos.
La señora Dolderson entornó los ojos un instante. Cuando los abrió ya era dueña de sí. Tristemente, miró sus temblorosos hombros. Su mano izquierda, delgada, con muchas venillas azules, se tendió hacia la cabeza inclinada para acariciarle suavemente el cabello.
La mano derecha encontró el timbre que estaba sobre la mesita que tenía al lado. Lo apretó, sin apartar el dedo.
Abrió los ojos al oír el movimiento. La persiana dejaba en la sombra la habitación, pero había luz suficiente para que divisase a Harold al lado de su cama.
—No quería despertarte, madre —se disculpó el joven.
—No me has despertado, Harold. Estaba soñando, pero no dormía. Siéntate, querido. Quiero hablar contigo.
—No te fatigues, madre. Has sufrido una leve recaída, ¿sabes?
—Sí, pero resulta más fatigoso estar intrigada que saber la verdad. No te entretendré mucho.
—Está bien, madre.
Acercó una silla a la cama y se sentó, cogiendo una mano de la anciana entre las suyas. Ella escrutó el rostro de su hijo en la penumbra.
—Lo hiciste tú, ¿verdad, Harold? ¿Fue tu experimento lo que trajo aquí al pobre Arthur?
—Fue un accidente, madre.
—Cuéntamelo.
—Estábamos comprobándolo. Sólo una prueba preliminar. Sabíamos que era posible teóricamente. Habíamos demostrado que sí podíamos… ¡Oh, es tan difícil de explicar…! Si podíamos, bueno, doblar una dimensión, doblarla sobre sí, dos puntos normalmente separados tendrían que coincidir. Temo que esto no está muy claro…
—No importa, querido. Adelante.
—Bien, cuando tuvimos dispuesto nuestro generador distorsionador del campo, lo doblamos para unir dos puntos separados normalmente cincuenta años. Piensa en una tira de papel doblada en dos marcas, de modo que coincidan las marcas.
—Sí…
—Fue muy arbitrario. Pudimos escoger diez años o cien, pero elegimos cincuenta. Y nos acercamos de manera asombrosa, madre, muy asombrosa. Sólo cometimos un error de cuatro días en cincuenta años. Esto nos dejó estupefactos. Lo que ahora hemos de hacer es descubrir el origen del error, pero si nos pidieras que apostásemos, nosotros…
—Sí, querido. Estoy segura de que fue maravilloso. Pero ¿qué sucedió?
—Oh, lo siento. Bueno, como dije, fue un accidente. Sólo tuvimos el aparato conectado tres o cuatro segundos… y él debió penetrar entonces en el terreno de la coincidencia. Una probabilidad entre un millón. Ojalá no hubiese sucedido…, pero no podíamos prever…
La anciana giró la cabeza sobre la almohada.
—No, no podíais preverlo —concedió—. ¿Y después?
—Realmente, nada. No supimos nada hasta que Jenny contestó a tu timbrazo y te encontró desmayada y a ese individuo, Arthur, completamente desquiciado; entonces, fue a buscarme.
»Una de las doncellas te ayudó a llegar hasta la cama. Vino el doctor Sole y te reconoció. Luego, le dio un tranquilizante a ese Arthur. El pobre chico lo necesitaba… Claro, es algo terrible lo que le sucedió, cuando sólo esperaba jugar un partido de tenis con su chica.
»Cuando se calmó, nos dijo quién era y de dónde venía. ¡Bueno, era algo estupendo! Una prueba vivida accidental al primer experimento.
»Pero lo único que el pobre muchacho quería era regresar lo antes posible. Estaba muy angustiado… Sí, un mal asunto. El doctor Sole quiso ponerle bajo sedantes para que no se volviera loco. Lo parecía…, aunque cuando volvió en sí no daba la impresión de estar mejor.
»Ignorábamos si podíamos hacerle regresar. La transferencia hacia adelante, para expresarlo toscamente, puede considerarse como una aceleración infinita de una progresión natural, pero la idea de la transferencia “hacia atrás” está llena de implicaciones desconcertantes, cuando se reflexiona en ello. Hubo un debate, pero el doctor Sole lo solucionó. Sólo con que existiese una posibilidad mínima, dijo, el sujeto tenía derecho a intentarlo, y nosotros estábamos obligados a tratar de deshacer lo que habíamos hecho. Aparte de esto, si no lo intentábamos, tendríamos que explicar cómo teníamos en nuestras manos un chiflado, y naturalmente, apartado cincuenta años de su curso.
»Intentamos hacerle comprender a Arthur que no estábamos seguros de que la operación tuviese éxito al revés; además, existía el error de cuatro días, de modo que el regreso no sería exacto. Creo que no lo entendió. El pobre chico estaba en un estado lamentable; sólo quería una probabilidad, cualquier clase de probabilidad, para largarse de aquí. Era una idea fija.
»De modo que decidimos correr el riesgo; al fin y al cabo, si no era posible, él… Bueno, no se enteraría ni ocurriría nada en absoluto.
»El generador aún estaba en la misma dirección. Pusimos un tipo a la tarea, colocamos a Arthur en la avenida que da al salón, y lo alineamos con la máquina.
»Le indicamos que caminara, tal como cuando ocurrió.
»Dimos la señal de funcionamiento. Claro que a causa del sedante administrado por el médico y todo lo demás, Arthur estaba muy alicaído, pero hizo lo que pudo para sobreponerse. Empezó a avanzar, tambaleándose. Un chico obstinado; casi lloraba, pero con voz extraña y desafinada se puso a cantar: “Todo el mundo lo hace, lo hace…”
»De repente desapareció…, se esfumó por completo. —Harold calló y añadió a pesar suyo—: Las pruebas que ahora poseemos no son muy convincentes…, una raqueta de tenis prácticamente nueva, pero muy anticuada, y un sombrero de paja.
La señora Dolderson continuó tendida en la cama sin hablar.
—Hicimos lo que pudimos, madre —agregó su hijo—. Sólo podíamos intentarlo.
—Naturalmente, querido. Y tuvisteis éxito. No fue culpa tuya que no pudierais deshacer lo hecho. No, me preguntaba solamente qué habría ocurrido si hubieseis puesto en funcionamiento esa máquina unos minutos antes o después. Aunque supongo que esto era imposible, de lo contrario tú no habrías sido tú.
Harold la miró con inquietud.
—¿Qué quieres decir, madre?
—Nada, querido. Hiciste lo que pudiste… y espero que esto haya sido lo mejor…
—Estaba muy angustiado ante la idea de que le mantuviéramos aquí. Se habría vuelto loco. ¿Qué podíamos hacer?
—No lo sé…, nada. Supongo que estaba escrito…
—¿Por qué crees que conseguimos hacerle regresar, madre?
—Sé que lo lograsteis, querido. —Hizo una pausa, y con voz queda, como recordando algo, citó—: «Arthur Waring Batley. Subteniente, por heridas recibidas en acto de combate en Francia. Tres de noviembre de mil novecientos quince.»
Cerró los ojos y de ellos se escapó una lágrima que resbaló lentamente por su mejilla. Harold sacó su pañuelo para secársela. Ella le apretó la mano, pero no habló. Muy arriba, fuera de la casa, el estruendo de un jet fue creciendo y acabó por enmudecer.
—No me apena irme —murmuró la señora Dolderson—. Me dolerá dejarte, Harold, querido, pero esto es lo único que me importará cuando llegue el momento. Tal vez yo sea un poco como el pobre Arthur: no me gusta mucho tu mundo… ni las cosas que enseña a hacer.