—Mira, Archie —dijo Jim Timberlake, atisbando a través de un hueco existente entre los pesados troncos de la cárcel—. Ahí viene el curandero.

Archie Swenson miró por el mismo lugar. Era un tipo moreno, delgado y tenebroso, y ahora su aspecto parecía aún más tenebroso de lo normal.

—No me gusta nada la expresión de su cara —comentó siniestramente.

Los dos hombres se ajustaron a toda prisa sus equipos de traducción, el micrófono contra el cuello, los auriculares perfectamente ajustados en las orejas. Observaron después cómo el corpulento centinela de piel verdosa se apartaba de la puerta de la cárcel, permitiendo la entrada del chamán. Era un viejo delgado pero fuerte, cuyo color se había desvanecido con la edad hasta adquirir un débil tono amarillento. Llevaba una larga daga en la cintura, una vejiga de animal hinchada en una mano, y su pequeña cabeza de pelo gris y ensortijado estaba adornada con varios huesos pequeños. Aparte de esto, no llevaba ningún otro adorno y, con su abultada barriga, ofrecía un aspecto no muy agradable.

—Saludos, diablos —dijo alegremente.

Los equipos de traducción dieron un sentido a las palabras pronunciadas en una lengua llena de gruñidos y chasquidos.

—Ya le he dicho —observó Timberlake, poniéndose un poco más roja su piel quemada por el sol—, que no somos diablos. Somos seres humanos como usted. Tenemos los mismos antepasados comunes. Parece que su gente ha sido olvidada en este mundo lo bastante como para adaptarse físicamente a él y…

—Claro, mi querido amigo, claro —le interrumpió el chamán, moviendo graciosamente la vejiga—. No dudo en absoluto de lo que me dicen. ¿Pero se figura usted la conmoción que se produciría aquí si me mostrara de acuerdo con ustedes? Después de todo, Roma no se hizo en un día.

—¡Admite usted conocer algo de Roma! —gritó Timberlake.

—Es una de nuestras más queridas leyendas —espetó el chamán—. Y ahora, volviendo a nuestro asunto…

Lleno de desesperación, Timberlake echó los hombros hacia atrás, deseando tener la altura de Swenson, junto con sus propios músculos, y elevó al máximo el volumen de su equipo de traducción.

—¡Exijo que nos ponga inmediatamente en libertad!

—Vaya, vaya —dijo el chamán, con un acento de admiración—. Uno de estos días tiene usted que enseñarme cómo funcionan esos aparatos… si es que aún queda aquí alguno de ustedes.

—¿Qué quiere decir con eso de si aún queda algunos de nosotros aquí? —preguntó Swenson con voz recelosa.

—Bueno, el consejo ya ha tomado una decisión sobre ustedes…

—Con su consejo —gruñó Timberlake.

—Tengo que admitir que no dejó de escucharse mi opinión sobre la cuestión… En cualquier caso, el asunto ha sido resuelto después de una larga discusión, teniendo en cuenta que cuando ustedes dos, demonios, desembarcaron aquí con su demoníaca nave espacial, admitieron que habían llegado para rescatar a algunos otros demonios como ustedes. Ahora, el problema con que se enfrentaba el consejo (un problema delicado, por cierto) era decidir si se les permitía marchar, para evitar el riesgo de atraer las iras de unos demonios frustrados, o bien hervirles lentamente en aceite, como advertencia para otros demonios que puedan desear venir hasta aquí.

Swenson tragó saliva.

—El consejo, atrapado entre los cuernos de un dilema, ha llegado finalmente a una solución que podría haber sido tomada por el legendario Salomón. Para ser breves: uno de ustedes será puesto en libertad y el otro será quemado. Y eso sucederá dentro de poco, en la noche de luna llena.

En esta ocasión, Swenson ni siquiera pudo tragar. Pareció quedar paralizado. Fue Timberlake quien tragó saliva.

—¿Cuál… de nosotros se marchará? —se las arregló para preguntar.

Graciosamente, el chamán trazó en el aire un círculo con su vejiga de animal y señaló a Swenson.

Iggle —dijo.

Swenson cayó de rodillas.

Biggle —continuó diciendo el chamán, señalando con la vejiga hacia Timberlake, que estaba manipulando frenéticamente los controles del equipo de traducción.

Las palabras debían estar formadas por sílabas sin sentido, pues ningún significado le llegaba a través del equipo.

—… Tiggle rawg —seguía diciendo el chamán, al mismo tiempo que cambiaba la dirección de la vejiga a cada palabra—. Jaby oogi siggle blawg. Ibber jobi naber sawg. Iggle, biggle, tiggle rawg. Y fuera… se marcha… usted —y la vejiga dejó de señalar a Swenson, que se puso blanco—. Felicidades —añadió el chamán, dirigiéndose a Timberlake—. Parece haber sido escogido usted para cumplir su misión. Los dos diablos que usted busca se encuentran a medio día de camino de aquí. Baje directamente por el valle y doble hacia la derecha cuando llegue a la montaña roja.

Ante la señal del chamán, dos centinelas atravesaron la puerta de la cárcel y empezaron a sacar a Swenson de allí, a empujones.

—¡Espere! —gritó Timberlake, pensando en la estantería de armas de la sala de control—. Tengo que recoger algo de mi nave…

—¡Ah… eso no! —dijo el chamán, como si estuviera sintiendo el no poder permitírselo—. Puede que seamos algo provincianos, pero tenemos un sentido común elemental. Tendrá usted que llegar hasta el final tal y como está, demonio. Ahora, no vale la pena luchar. Centinelas, será mejor que le den un golpe en la cabeza para que le puedan llevar a la línea límite.

Una media hora más tarde, Timberlake se encontró sentado con un fuerte dolor de cabeza. Se hallaba en una agradable colina desde la que podía mirar hacia atrás, a lo largo del verde valle, observando la empalizada de troncos del pueblo del que acababa de ser arrojado. Había comprobado cuidadosamente el estado en que se encontraba el equipo de su casco, pero no parecía haber quedado dañado por el golpe que le diera el centinela con su cachiporra. Con mucho cuidado, manipuló los controles de la radio.

—¿Swenson? ¿Archie? —preguntó, apretándose el micrófono contra su garganta—. Archie, ¿puedes oírme?

—Te oigo —contestó una voz hueca que parecía proceder de las más alejadas profundidades del reino de la desesperación.

—¡Anímate! —empezó a decir Timberlake, pero se tuvo que quitar los auriculares, manteniéndolos alejados hasta que Swenson se desahogó, y al notar que su voz iba descendiendo de tono se los volvió a colocar—. Archie —dijo, en un tono de reproche—, no te puedo culpar por estar tan disgustado, pero…

¡Disgustado! —gritó la voz por los auriculares—. Me van a comer.

—¿A comerte?

—Después de que esté bien frito en ese aceite. Timberlake, eres una rata; todo esto es culpa tuya. Tú lo hiciste…

—No, no —espetó Timberlake—. Archie, créeme, fue todo por pura casualidad. Así nos seleccionaron. Ya sabes… pito, pito, colorito…

—Sabes muy bien de lo que estoy hablando. Quise coger las armas cuando desembarcamos de la nave. Pero tú te negaste. No, me dijiste, el índice asegura que lo saben todo sobre la historia humana y sobre el desarrollo galáctico…

—Bueno, y lo saben. Lo que sucede es que no lo creen.

—… Y además, todo este asunto ha sido idea tuya. Si nos hubiéramos preocupado de nuestros propios asuntos y hubiéramos ido directamente a llenar nuestra ficha en Drachmae VII, no habría sucedido nada. Pero tenías que contestar a una llamada de socorro. ¡Una llamada de socorro! Apuesto a que todo el asunto no ha sido más que una trampa. ¿Qué clase de SOS es el que dice: «¡Socorro! ¡Socorro! Tengan piedad de dos madres condenadas. Salven a nuestros hijos»?

—Archie —preguntó Timberlake en tono de reproche—, ¿es que no sientes ninguna simpatía humana por gente que está en dificultades?

—¡Eso sí que me hace gracia! —gritaron los auriculares—. ¡Mira quién habla! Aquí estoy yo, a punto de ser hervido en aceite, y ahí estás tú, libre como un pájaro, planeando recoger a esos dos pequeños, volando a casa en tu nave, recogiendo alguna enorme recompensa y dispuesto a vivir rico por el resto de tu vida… Y me hablas a mí de simpatía por gente que está en dificultades. Eso sí que me hace gracia…

Suavemente y sintiéndolo mucho, Timberlake cortó la comunicación con su amigo y compañero y buscó la onda de emisión del SOS, que seguía sonando. La aguja de su marcador de dirección dio un salto y quedó fija, señalando hacia la parte baja del valle. Evidentemente, el viejo curandero les había dicho la verdad. ¿Qué había dicho concretamente? ¡Ah, sí! A medio día de marcha.

Timberlake comenzó a caminar.

Fue bastante fácil mientras continuó en línea recta. El valle, poblado por tímidas manadas de lo que parecían ser antílopes, estaba tan claro, abierto y lleno de hierba verde como el prado situado frente a su casa, en la Tierra. Pero cuando llegó a la montaña roja, toda la imagen empezó a ser más incierta. ¿Cómo consigue uno doblar a la derecha en una montaña? Es decir, se puede girar a la derecha cuando se llega a la montaña, o justo después de haber pasado ante ella… Timberlake aminoró el paso, lleno de perplejidad.

Sin embargo, cuando se acercó al flanco de la montaña, observó la presencia de uno de los hombres de piel verde de la tribu, apoyado en una lanza y mirando hacia la dirección opuesta. Timberlake se detuvo, preparándose para echar a correr; pero cuando vio que el otro no se movía, pensó que puesto que el chamán le había dejado en libertad, no tenía nada que temer; así es que se aproximó con todo cuidado.

—¡Eh!… ¡Hola! —dijo, dirigiéndose hacia el hombre.

—¡Iggle, protégeme! —dijo el hombre, volviendo bruscamente a la realidad al reconocerle y adquiriendo un tono de piel de color verde limón—. Estaba soñando despierto y no le vi acercarse. Será mejor que no intente nada, demonio. Tengo aquí, en mi bolsa, los huesos de los dedos de mi abuelo.

—No le voy a hacer ningún daño —dijo Timberlake, asombrado—. Sólo quiero encontrar a los dos jóvenes demonios que viven por aquí.

—¿Son jóvenes? —preguntó el hombre, con una expresión de duda—. Uno es bastante pequeño, pero el otro es tan grande como la cabaña del consejo. ¿Está seguro de que es eso todo lo que quiere, demonio? ¿Sólo direcciones?

—Eso es todo —contestó Timberlake.

—Claro… Bueno, yo… Sólo tiene que doblar aquí a la derecha y seguir esa pequeña corriente que se ve ahí. Llegará usted a una especie de cañada. No puede perderse. Y ahora, si me lo permite, tengo que cazar alguno de esos seres para cenar. Adiós.

Y el hombre de la tribu se marchó rápidamente.

Mientras le observaba marcharse, Timberlake tuvo un repentino impulso de golpearse en la cabeza. Ahora que el hombre se había marchado, pensó en una docena de buenas razones para haberle retenido. Conservarlo como rehén; quitarle la lanza que llevaba…, pero ahora ya era demasiado tarde. Timberlake se volvió y comenzó a subir la ligera pendiente de la montaña, andando junto a la corriente.

Mientras subía, imaginó una serie de planes. La luna llena… ¿cuándo sería eso? Deseaba haber tenido la ocurrencia de mirar al cielo la noche anterior, o la noche antes de su desembarco; pero, al no haber esperado nada de aquello, nunca se le ocurrió hacerlo. Podía recordar que ambas noches hubo luna. Pero ¿qué forma tenía? Su abotargada memoria se negaba a decírselo.

Bueno, aunque sólo faltaran unos pocos días, las cosas no eran aún tan desesperadas. La señal de SOS que habían interceptado tenía que significar que la nave —fuera cual fuese— no había sufrido graves daños. Y toda nave de cualquier tipo significaba armas de algún tipo.

Si conseguía el equivalente de un buen rifle lanzallamas, podría regresar, limpiar el poblado y rescatar a Swenson. Pensó en llamar a su compañero y decírselo, pero la precipitada suposición de Swenson de que le había abandonado le hizo algún daño a Timberlake. El viejo Archie debía conocerle algo mejor. Que sudara ahora un poco, si era ésa toda la confianza que tenía depositada en él. De ese modo, le enseñaría a apreciar a su compañero en el futuro.

Resoplando un poco, porque el camino se hacía más empinado, Timberlake se introdujo en un bosquecillo de árboles y la repentina sombra le hizo recordar el hecho de que era mediodía cuando fue puesto en libertad, y que ahora la tarde ya estaba muy avanzada. Se inclinó más sobre la elevación del terreno y aceleró el paso. El suelo, junto a la corriente, se hizo más rocoso y empezó a aparecer cubierto de algo que semejaba las agujas de un pino caídas de los árboles. Poco después, llegó a una cascada y a un pequeño risco.

Subió al risco con un gran esfuerzo y se encontró finalmente con un pequeño valle en miniatura, de laderas escarpadas. En el centro del valle, la corriente se extendía, convirtiéndose en un diminuto lago, y en el prado abierto que lo rodeaba vio por este orden, una pequeña pero agradable casa de piedra, un enorme montón de árboles jóvenes, apilados para formar una inestable especie de elevado colgadizo y una nave espacial de construcción extraña.

La nave espacial había chocado contra la montaña y quedado reducida a chatarra.

Timberlake tragó saliva y se sentó sobre una piedra cercana. Esperaba ver una nave dañada; había concebido la posibilidad de encontrarse con una nave semidestruida; pero el hallar una nave completamente deshecha era algo que ni siquiera se le había ocurrido. Si era esto lo que había sucedido, ¿cómo se las arreglaron los niños a los que se refería el mensaje para sobrevivir?

Poniéndose en pie, se dirigió rápidamente hacia el prado donde se encontraba la pequeña casa de piedra, pues ésta era la más cercana de las dos estructuras. Se trataba de una notable tarea de construcción; las piedras habían sido cimentadas mediante alguna clase de arcilla de color gris purpúreo, y la casa estaba dotada de ventanas, aunque no tenían cristales. También poseía lo que parecía ser una puerta tallada a mano y una pequeña chimenea cuadrada de la que surgía un agradable hilillo de humo.

Un poco recelosamente, Timberlake llamó a la puerta.

—¡Entre!

El equipo de traducción sonó, con una voz aguda que le habló desde el otro lado de la puerta. Timberlake la abrió y entró, adelantando la cabeza.

Se encontró en una habitación única, grande y cuadrada, amueblada con una precisión matemática y una simplicidad espartana. Junto a una de las paredes había una caja cuadrada sobre la que se veía hierba seca, a modo de colchón. Las otras paredes donde no había ventanas estaban amuebladas con estanterías, cajones y armarios, todos ellos hechos a mano. La única excepción era una especie de mesa de dibujo, algo inclinada y estropeada, ante la que se hallaba sentada una criatura pequeña, de aproximadamente un metro de altura, de piel grisácea, dotada de una gran cabeza y unos enormes ojos, Tenía en la mano una pluma de ave, y sobre la mesa había un bote de lo que parecía ser tinta, así como un montón de grandes hojas blancas cubiertas de señales de tinta.

—Aunque sólo soy un pequeño de nueve meses de edad —chirrió la criatura—, puedo reconocerle como miembro de la especie humana. Querrá usted saber mi nombre. Me llamo Agg. Quizá quiera usted decirme el suyo.

—Yo…, sí, claro, Jim Timberlake —dijo—. ¿Qué tal le va?

—Lo hago todo con la excelente eficacia de un pid —dijo Agg—, aunque sólo tengo nueve meses de edad… como usted mismo puede ver. ¿Qué puedo hacer por usted, Jim?

—Bueno —dijo Timberlake, sintiéndose un poco estúpido—. Mi compañero y yo acudimos en contestación a una llamada de auxilio…

—Y bastante providencialmente —dijo el pid.

Se rascó la larga nariz, que, según observó entonces Jim, era extremadamente aguda en su punta, como si se tratara de la punta de una lanza o de un cuerno.

—Recogeré esto y estaré en seguida con usted.

—Bueno, el caso es —dijo Timberlake— que no podremos despegar con facilidad…

Y a continuación explicó la mala suerte que habían tenido Swenson y él.

—¡Ah! —exclamó el pid—. En ese caso, no guardaré nada, porque, después de todo, no podré marcharme, Gracias. Adiós.

—¡Eh, espere! —exclamó Timberlake cuando el pid volvió a coger su pluma—. Aún podemos conseguirlo. Lo que tenemos que hacer es sacar a Swenson de manos de esos salvajes y recuperar nuestra nave.

—¿Cómo? —preguntó el pid.

—Bueno, suponía que habría podido usted salvar algunas armas de su nave…

—¿Qué armas? Todo lo que había en la nave quedó destruido, excepto lo que se encontraba en la cámara de desaceleración… nuestros huevos y la biblioteca, de la que he recogido los textos técnicos para asegurar mi subsistencia —el pid señaló hacia una de las estanterías en la que había apilados numerosos microfilmes—. Nuestras madres sacrificaron sus propios cuerpos como combustible para asegurarse de que la nave pudiera llegar a este planeta. Cuando salí del huevo, después del desembarco, los condicionamientos heredados me informaron de lo que debía hacer. Puse en funcionamiento el faro secundario del SOS y comencé mi educación. Ahora, han pasado nueve meses desde entonces y por el momento sólo he cubierto la teoría general de los orígenes galácticos. Así pues, debe excusarme. Adiós.

—Pero mi compañero…

—No puedo hacer nada por ayudarle. Adiós.

—¡Escuche! —gritó Timberlake—. Hemos venido aquí para rescatarle. De no haber sido por eso, Swenson no estaría metido ahora en problemas. ¿Es que no tiene ninguna conciencia?

—Claro que no. Las conciencias se basan en la emoción. En consecuencia, son ilógicas ipso facto —contestó el pid—. Y nosotros, los pids, somos seres supremos en el campo de la lógica. Adiós.

Demasiado enfurecido para seguir discutiendo, Timberlake salió, cerrando de un portazo.

Se vio envuelto por la luz crepuscular del sol de la tarde. A unos treinta metros de distancia se encontraba el enorme colgadizo. Sintiéndose demasiado enojado como para pensar para qué se necesitaría un refugio tan grande, Timberlake se dirigió hacia él.

A medida que se acercó se fue dando cuenta de una especie de profundo zumbido que surgía de su sombrío interior. El zumbido aumentó y se convirtió en un pequeño grito y en una exclamación que el equipo de traducción interpretó como un:

—¡Dios mío!

—¿Hay alguien ahí? —preguntó Timberlake, penetrando en el interior de la construcción.

Se encontró de pronto frente a un enorme ser similar a un dragón, con una pequeña cabeza desigual, de algún modo parecida a la de un canguro, con una especie de antena sobre los ojos. Estaba sentado, con su enorme cola reforzada de escamas enrollada a su alrededor, en la esquina más alejada de la gran cabaña, rodeado de microfilmes y numerosos desperdicios. Mientras le observaba, el dragón se llevó la antena hacia su frente y le observó.

—¿Qué… qué… quién es usted?

El dragón plegó sus relativamente cortas patas delanteras, introduciéndolas bajo su enorme cuerpo y pareció apartarse de Timberlake.

—Me llamo Timberlake —gruñó Jim—. Mi compañero y yo hemos venido para rescatarle. Nosotros…

—¡Rescate! —exclamó el dragón como en un éxtasis, extendiendo sus brazos—. ¡Oh, qué alegría! ¡Oh, qué triunfo! Cuánto he sufrido en este desierto país, pero ahora ha llegado el momento de mi liberación. ¿Cómo dijo usted que se llamaba? Yo me llamo Yloo.

—Jim Timberlake. Soy un ser humano —dijo Timberlake, llevándose una mano a uno de los oídos, que parecía haberse cerrado por completo ante el impacto de la tremenda voz del dragón.

—¡Ah, qué bonito! ¡Humano! Al fin han llegado…; pero, ¡ah!, demasiado tarde, demasiado tarde… —y el dragón estalló en sollozos.

—¿Demasiado tarde?

—Mi mamá… —balbució el dragón, que no pudo seguir.

Se echó a llorar de tal forma que partía el corazón. Y Timberlake, que no era un hombre insensible, se dejó llevar por el impulso de acercarse y acariciarle reconfortantemente la cabeza. El dragón adelantó el hocico, similar a un barril, lo apoyó entre los brazos de Timberlake y sollozó.

—Vamos, vamos —dijo Timberlake, sintiéndose muy incómodo.

—Perdóneme…, perdóneme. No puedo evitarlo. Soy muy sensible, eso es lo que me ocurre. Soy sensible por naturaleza, como mi mamá.

—¿Quién era su madre? —preguntó Timberlake para apartar los problemas de su mente.

—¿Cómo? —preguntó el dragón, elevando la cabeza con sorpresa—. Era una illobar, como yo. ¡Oh, era muy hermosa! Con unos colmillos tan grandes y tan blancos; con unas garras tan brillantes; con una cola tan enorme y magnífica. Y, sin embargo, con un corazón tan delicado como una flor. Si caía un pétalo, una lágrima suya caía con él.

—La recuerda, ¿verdad? —preguntó Timberlake, tomando nota mental de este hecho, lo que significaría que el illobar era más antiguo que el pid, quien aún se encontraba en su huevo en el momento del accidente.

—¡Oh, no! He fabricado mi memoria sobre su amada imagen a partir de estas novelas románticas que ella aseguró colocándolas en la cámara líquida de desaceleración, conmigo —el illobar movió la cabeza y dijo, con una voz azorada—: con mi huevo. Una persona que amara tales cosas tendría que ser de la forma en que yo me la imagino. ¿Acaso no fue su amorosa mano la que puso en marcha el educador en la cámara de desaceleración, para que su hijo iniciara su educación en cuanto rompiera la cáscara? ¡Sí! —exclamó el illobar con los ojos llenos de lágrimas—. Si se une todo eso, se dice ¡madre! —Elevó entonces la nariz y se sonó con una de las grandes hojas blancas que Timberlake ya había visto antes, en casa del pid, y que éste utilizaba como papel de escribir—. Pero ya está bien de recordar mi doloroso pasado. Si ha venido a rescatarme, podemos marcharnos.

—Bueno, no nos podemos marchar así, tan sencillamente —dijo Timberlake—. ¿Sabe? Se ha producido un pequeño inconveniente…

Y a continuación, le contó al illobar la historia de Swenson y de los hombres de la tribu de piel verde.

—¿Qué? ¿Cautivo? ¿Y condenado? —trompeteó el illobar, levantándose sobre su parte trasera y llameándole los ojos—. ¿Es que puede ocurrir una cosa así? ¡No! ¡Al rescate! ¡A la carga!

Extendió una de sus patas, y Timberlake, lleno de alegría ante esta reacción tan marcial, salió de la cabaña… sólo para descubrir, cuando ya se encontraba fuera de ella, que el illobar no le había seguido.

Volvió a penetrar en el interior. El illobar, evitando su mirada, echó el aliento sobre sus garras y les sacó brillo frotándolas contra la plancha ósea de su pecho, produciendo al mismo tiempo un zumbido de malestar.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Timberlake.

—¡Oh, bueno! —dijo el illobar débilmente—. Sólo pensé… que ellos tendrán lanzas y cosas. No puedo soportar la idea de ser herido.

Timberlake lanzó un furioso gruñido y se sentó, lleno de desesperación.

—¡Oh, por favor, no se sienta mal! —gimoteó el illobar—. No puedo soportar ver nada que se sienta mal.

Timberlake lanzó un bufido.

—No tiene que sentirse de ese modo —continuó el illobar—. Por favor, escúcheme. Permítame leerle las hermosas líneas pronunciadas por Smgna en el Pxrion de Gother cuando oyó decir que su causa estaba perdida. —Después, rápidamente, colocó un microcarrete en su antena y comenzó a leer con una voz muy sentida y en tono algo elevado—: … Así el destino estelar será siempre indicativo de filoprogenitud. Si Gnruth no fuera más que un cómodo, un completo cómodo y sólo un cómodo, yo habría firmado su contrato. Pero como es un brxl, llevaré su recuerdo a la fosa de la muerte… Ahora —dijo el illobar, interrumpiéndose para subir la antena sobre su frente y verter algo contenido en lo que parecía ser un pequeño barrilete en algo que se parecía a un gran cuenco—. ¿Le importaría probar el vino hecho en mi hogar?

Con cierta indiferencia, Timberlake tomó el cuenco. Olió su contenido. Tenía un débil olor a alcohol, pero parecía tratarse de algo denso, aceitoso y sin color. ¡Qué demonios!, pensó, y se lo acercó a la boca, lanzándolo hacia abajo, a través de su garganta.

Sintió entonces como si un verdadero fuego le estuviera estrangulando.

Sintió, además, como un terrible golpe en la nuca.

… Y eso fue todo lo que pudo recordar.

Timberlake gruñó y abrió los ojos. La luz del sol de la mañana penetraba entre las ramas del colgadizo. Su cabeza le dolía enormemente, y parecía como si un camello le hubiera pateado la boca.

—¿Qué había en eso? —gruñó.

Nadie le contestó. El colgadizo estaba vacío. Timberlake se puso en pie y avanzó una docena de metros hacia el borde del pequeño lago, introduciendo en él su cabeza. El agua fría fue como un bálsamo.

Una media hora después, tras haberse echado agua por todas partes y haber bebido, atándose un empapado pañuelo alrededor de su dolorida cabeza, Timberlake recordó a Swenson con un repentino ataque de conciencia.

¡Oh, no!, pensó Timberlake, sintiéndose invadido por el remordimiento respecto a su compañero cautivo. Había tenido la intención de llamar a Swenson en cuanto éste hubiera tenido un poco más de tiempo para tranquilizarse. Pero, en lugar de hacerlo, había dejado que el desgraciado se enfrentara solo a su miseria durante la larga noche. El autodesprecio que acompaña a una buena intención no cumplida se estaba apoderando de Timberlake. Se imaginó a Swenson solo, desamparado, enfrentado a una terrible muerte y sintiéndose cruelmente separado de todos, incluso de una voz amistosa.

Con unos dedos temblorosos a causa del sentido de culpabilidad, Timberlake activó la radio y se apretó el micrófono contra su garganta.

—¡Archie! —llamó—. ¡Archie! ¡Vamos, Archie! Contéstame. ¿Estás bien? ¿Archie?

A través de los auriculares un sonido curioso y rítmico pareció flotar en el interior de sus oídos.

—¡Archie! —exclamó Timberlake, conmocionado—. ¡Dios mío, Archie, no llores! ¡No hagas eso!

—¿Y quién está llorando? —escuchó entonces que preguntaba la voz, ligeramente zumbona, de Swenson—. Me estoy riendo. Ríe, y el universo entero se ríe contigo. Llora, y llorarás solo. ¡Grita! Esta noche seré hervido en aceite, hervido en aceite, hervido en aceite. Esta noche seré hervido en aceite y todo en una noche de luna lleeeeena.

—¡Archie! —gritó Timberlake, olvidándose de su propia miseria ante aquella respuesta tan sorprendente—. ¿Qué te ha ocurrido? ¿Qué te han hecho?

—¡Nada! —le contestó Archie, con un tono de voz indignado—. Se han portado maravillosamente conmigo. ¡Maravillosamente! Me han dado esta maravillosa cárcel toda para mí y toda la jubix que quiera masticar…

—¿Toda la qué?

—La jubix. Jubix.

—¿Qué es eso?

—Algo exquisito —contestó Swenson—. Pero bueno para los nervios. Jim, no podrías creer lo relajado que me siento. Simplemente relajado, muy relajado…

—¡Archie, idiota! —gritó Timberlake—. Te han drogado. No comas más jubix de ésa. Es una droga.

—No digas tonterías. Es sólo tu naturaleza recelosa. Siempre fuiste desconfiado con todo. Pero no me importa. De todos modos, me agradas. El viejo y bueno de Jim, el viejo y bueno del curandero, el viejo y bueno de… —y la voz se convirtió en un ronquido.

—¡Archie! ¡Archie! Despierta… —de repente, algo de lo que había dicho Swenson apareció de repente muy claro en el neblinoso cerebro de Timberlake—. ¿Has dicho que te iban a hervir esta noche?

—… zzz… ¿eh?… Claro. Hay luna llena esta noche. Una gran reunión. Me hervirán… volaré la nave…

—¡Volar la nave! —gritó Timberlake—. Archie, ¿de qué estás hablando?

—Bueno, quería hacer también algo por ellos —dijo Swenson con un tono de voz defensivo—. Parecía como si ya no la fuéramos a utilizar más. —Y después añadió con ansiedad—: No estarás enfadado conmigo, ¿verdad, Jimmy?

Con una mano fría y temblorosa, Timberlake desconectó la radio. El sudor se acumuló sobre sus cejas. En su interior, parecía sentir el incesante golpeteo de unos martillos. Su cerebro funcionó a toda velocidad.

No era momento de medidas a medias. Consideró la situación. Sí quería salir del planeta con vida y salvar a Swenson, tendría que hacer algo antes de que tuviera lugar la ceremonia, aquella misma noche, en aquel pueblo. ¡Qué situación! Allí estaba, sin ningún arma, sin poder contar con nada, excepto un par de niños extraños e idiotas…

De las profundidades maquiavélicas que deja al descubierto un tremendo dolor de cabeza en la mente del hombre más normal, surgió una repentina idea.

¡Claro!, pensó Timberlake. Después de todo, eso eran el pid y el illobar. Sólo unos niños. Había quedado confundido por la agudeza de la mente del pid y por el tamaño del illobar. Pero ningún adulto de ninguna especie hace: a) presumir de lo bueno que es para su edad, o b) llorar por su madre.

¡Vaya!, pensó Timberlake.

No tenía ninguna esperanza de poder rescatar a Swenson sin disponer antes de un arma; y sus armas se encontraban en la nave espacial. Y la nave espacial, fuera o no fuese el momento de la ceremonia, estaría sin duda alguna bien vigilada. Y él, él solo, no podía confiar en eliminar a los centinelas portadores de lanzas.

Por otra parte…

¿Por qué no podía atraer de algún modo la atención de los centinelas, haciéndoles alejarse de la nave? ¿Algo así como una lucha? Y, para ser más específico, ¿por qué no una lucha entre un pid y un illobar? Una vez que la nave se encontrara sin vigilancia, él, Timberlake, podría deslizarse por la puerta, coger un arma y hacerse inmediatamente dueño de la situación. En cuanto a los dos jóvenes extraños, el illobar tenía a su favor el tamaño, pero casi estaría dispuesto a apostar a que el pid tenía la valentía necesaria. No debían hacerse mucho daño el uno al otro.

Timberlake se puso en pie, al illobar no se le podía ver por ninguna parte; pero de la chimenea del pid surgía el acostumbrado hilillo de humo, Timberlake se dirigió hacia la pequeña casa de piedra, reflexionando sobre su plan.

Al llegar ante la puerta, llamó.

—Entre —gritó casi el pid.

Penetró en la estancia.

—Acabo de desarrollar mi propia teoría sobre un universo en expansión —dijo orgullosamente el pid—. Siéntese, Jim, y escuche mientras le cuento lo que he pensado. Quedará usted asombrado.

—Espere un minuto —le dijo Timberlake—. Quería preguntarle algo sobre su amigo.

—¿Qué amigo?

—El illobar.

—La amistad es algo ilógico —dijo el pid, sacando algo que parecía una larga piedra de afilar y empezando a rasparse con ella la aguda punta de su nariz—. El illobar no me importa para nada. Es una criatura que no tiene lógica alguna.

—Entonces, no estaría diciendo nada malo si afirmara que he quedado bastante desilusionado con él —dijo Timberlake con gran atrevimiento—. No tuvo capacidad suficiente para comprender que existe una forma perfecta para recuperar nuestra nave y abandonar este planeta.

—Claro que no…; ¿qué? —preguntó el pid—. ¿Dice usted que existe una forma perfecta de abandonar este planeta?

—Vamos, vamos —dijo Timberlake—. Se estará burlando de mí. Estoy seguro de que ya habrá pensado en ella por sí mismo.

—Yo…, claro, sí —dijo el pid, moviendo la nariz con una cierta incertidumbre—. Supongo…, sí, sólo para estar seguro.

—Claro. Un pid sería el primero en verlo. Bueno, en ese caso, ¿nos marchamos inmediatamente?

—Claro —dijo agudamente el pid saltando de su silla—. Vayámonos. No, antes tengo que recoger mis cosas.

—Me temo que no habrá sitio para sus cosas en la nave. Desde luego, podrá remplazarlas cuando regresemos a la civilización.

—Naturalmente —admitió el pid, y él mismo fue el primero en salir al exterior.

Estaban cruzando el prado, cuando el illobar reapareció, saliendo de un bosquecillo situado en la ladera de la montaña. Se les acercó galopando, haciendo retemblar la tierra, a una velocidad de setenta a ochenta kilómetros por hora. A la luz de la montaña, inspiró a Timberlake una sensación de extrañeza.

—¿Dónde va? —le preguntó a Timberlake.

—Vamos a rescatar a mi compañero, recuperar nuestra nave y marcharnos de este planeta.

—¡Oh, querido! —exclamó el illobar, dando palmadas con sus patas delanteras con cierto nerviosismo—. ¿No será nada peligroso?

—¿Y qué ocurriría si lo fuera?

—Bueno…, creo que yo no iría. Adiós —dijo el illobar.

—Adiós —le dijo Timberlake—. Vamos, Agg —añadió, dirigiéndose al pid.

—¡Illobars! —exclamó el pid cuando echaron a andar—. Son unas criaturas inútiles. No sé cómo a mi madre se le ocurrió viajar por ahí en compañía de una.

El illobar les observó marcharse. Llegaron a la cascada de agua y bajaron por la ladera rocosa de la montaña. Cuando llegaron al valle, escucharon un retumbar de pies detrás de ellos y, de pronto, vieron aparecer al illobar, que les alcanzó trotando.

—Hola —dijo apresuradamente.

—Hola —contestó Timberlake—. Creía que no venía.

—¡Oh, no voy! —dijo el illobar rápidamente—. Sólo pensé en acompañarle una parte del camino… al ver que estaba usted solo, sin ninguna verdadera compañía, únicamente con ese pid.

—Los illobars —dijo el pid a Timberlake, con un tono confidencial— siempre se piensan que la gente está interesada por ellos.

—Los pids —dijo el illobar en la otra oreja de Timberlake— son tan egocéntricos que resultan fastidiosos.

—¡Oh, bien! —exclamó Timberlake con suavidad.

Y el grupo continuó su marcha a lo largo del valle, que parecía un parque.

Probablemente, el illobar podría haber hecho el viaje en una hora, e incluso en menos. Para Timberlake, recorrer el camino en cuatro horas habría sido ir muy rápido. En cuanto al pid, y a causa de sus piernas relativamente cortas, se trataba de un viaje de un día. Y como se veían obligados a avanzar a la velocidad del más lento, todos ellos se movían al paso del pid. Y esto no resultaba nada tranquilizador para la ansiedad de Timberlake, sobre todo a medida que avanzaba el día y el pid insistía en discursear sobre la belleza de las matemáticas, mientras iban caminando, y el illobar, para no quedar aislado, recitaba citas poéticas de extraordinaria longitud. Finalmente, sin embargo, el pueblo apareció sobre una pequeña elevación, a un kilómetro y medio de distancia; justo detrás del pueblo, mostrando un color rosado bajo la luz del sol poniente, se veía la elevada figura plateada de la nave espacial.

—Está bien, chicos —dijo Timberlake—. Ahora daremos un rodeo y nos acercaremos al pueblo viniendo desde detrás de la nave.

—Una línea recta —objetó el pid— es la distancia más corta entre dos puntos.

—No siempre es así —replicó el illobar, mostrándose disconforme—. No hay nada mejor que dar un rodeo, un buen y gran rodeo —añadió, con nerviosismo.

Timberlake solucionó la discusión avanzando hacia su izquierda. Los otros dos le siguieron.

A medida que avanzaban por el valle, las sombras empezaron a extenderse visiblemente por él, y cuando los tres aventureros se encontraban en la parte opuesta del pueblo, la única cosa visible al resplandor del atardecer era la brillante proa de la nave espacial. Rápidamente, Timberlake aceleró el paso, pero el sol no tardó en desaparecer, así como el resplandor del crepúsculo.

Timberlake maldijo, a pesar de lo agitado de su respiración. Estaba llevando las precauciones demasiado lejos. Siguió meditando su plan y al cabo de unos veinte minutos notó que el illobar le tiraba de la manga. Se detuvo, y extendió una mano para detener también al pid.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó el illobar—. Ahí está, ¿lo ve?

Con dificultad, Timberlake siguió la dirección de una de las patas de Yloo, que señalaba hacia delante. A través de la oscuridad, se las arregló para ver, no exactamente la nave espacial, sino una sombra oscura que ocultaba algo el resplandor de un fuego que empezaba a elevarse al otro lado de la empalizada del pueblo.

—¡Shhh! —advirtió.

Escuchó. Puso en marcha el equipo de traducción, situándolo a todo volumen. En sus auriculares sonó un murmullo procedente de alguna parte, delante de él.

—… Así es que a la noche siguiente llega a casa y su mujer está cociendo de nuevo la carne de xer. Y él le dice: «Creí haberte dicho que no me gustaba la carne de xer cocida.» Y ella le dice entonces…

—¿Cuál es la razón de todo este retraso? —preguntó el pid—. Lo encuentro algo ilógico y sin sentido.

—Shhh —le indicó Timberlake.

Pero ya había descubierto lo que deseaba saber. El fuego, dentro del pueblo, se elevaba ahora por encima de la empalizada; y ahora no sólo podía distinguir el bulto negro de la nave, sino también dos sombras, apoyadas en sus lanzas y situadas junto a la abertura de la nave. Debía poner su plan en práctica.

—Voy a dar un rodeo para sorprenderles por la espalda —dijo, dirigiéndose al pid y al illobar.

Inmediatamente después, se apartó de ellos un poco, sin darles tiempo a decir nada. Al cabo de un instante, cuando juzgó que ya se había alejado lo suficiente como para que la oscuridad le ocultara, se volvió hacia ellos y susurró:

—Manténgase quieto. Y no importa las observaciones que haga ese estúpido, no se enfade ni discuta con él.

Rápidamente, Timberlake se alejó un poco más, aunque no tanto como para no escuchar lo que dijeran. Después, se sentó sobre la blanda tierra, escuchando y esperando el desarrollo de los acontecimientos. Por un momento, no se produjo ningún comentario por parte de los dos jóvenes extraños. Después, el illobar dijo en voz baja:

—Así lo haré.

—¿Qué quieres decir con eso de que así lo harás? El humano se estaba dirigiendo a mí.

—¡No! —replicó el illobar, tratando de restringir el tono de su voz—. Me habló a mí. ¿Cómo podría haberse dirigido a ti? No tienes ninguna emoción como para que valga la pena hablar contigo.

—Pero tú eres el único que es estúpido aquí.

—¡Oh! —balbució el illobar—. ¡No lo soy!

—Claro que lo eres. Todos los illobars son estúpidos.

—¡Retira eso que has dicho! —exigió el illobar, empezando a elevar un poco los tonos bajos de su voz—. Estás hablando de la mamá a quien amaba, tú que no eres más que un insignificante adicto a las máquinas de sumar.

—¡Eso es una mentira! —espetó el pid furiosamente—. Ningún pid ha utilizado en su vida una máquina de sumar. Tú…

Sus voces se estaban elevando satisfactoriamente. Timberlake les dejó y empezó a arrastrarse hacia la nave espacial. Se encontraba a mitad de camino cuando los dos centinelas pasaron a su lado, corriendo, atraídos por la escena de la pelea. Una vez hubieron pasado, Timberlake se levantó, se sacudió el polvo y echó a correr hacia la nave. Las armas seguían estando en la estantería donde se encontraban cuando abandonaron la nave. Cogió un rifle lanzallamas y se dirigió hacia el pueblo.

Detrás de él parecía haber estallado una contienda llena de gritos y gruñidos. Un remordimiento de conciencia preocupó entonces a Timberlake. No había esperado tener tanto éxito. Pero hizo un esfuerzo para apartar la cuestión de su mente.

Llegó al pueblo procedente de la parte de atrás. En la entrada secundaria sólo había un despistado centinela, y tanto él como el resto del pueblo estaban ocupados en mirar en la dirección de donde procedía la animada discusión entre el pid y el illobar, que se podía escuchar con claridad en el aire de la noche. Timberlake agarró bien la culata del rifle, se deslizó en el interior del pueblo y se dedicó a buscar a Swenson.

El tiempo pasado en prisión le había familiarizado con la disposición general del pueblo. Se deslizó entre las cabañas y llegó ante la cárcel sin mucha dificultad. Swenson se encontraba sentado en el suelo, ante la cárcel, sin estar encadenado y sin ningún centinela que le vigilara. Estaba cantando Ja, Vi Elsker Dette Landet, con lágrimas de emoción en sus ojos. Evidentemente, estaba muy triste.

—¡Archie! —siseó Timberlake, sacudiéndole por el hombro—. Vamos. Salgamos de aquí.

—¿Salir de aquí? —preguntó Swenson, mirándole—. ¿Por qué, Jimmy? ¿Para qué me llevas contigo? ¿Escapar y desilusionar a toda esta gente tan amable que han estado calentando un caldero para mí desde el mediodía? Eso no tiene sentido. Toma… —y extendió algo que parecía un recipiente de licor—, bebe algo de esto y estarás de acuerdo conmigo.

Timberlake se apartó ante aquella sustancia como ti se tratara de algún ser vivo.

—¡Archie! —le llamó frenéticamente—. ¡Deja eso de una vez! Tenemos que llegar a la nave y largarnos de aquí.

Archie lanzó una risa sofocada, sin poder evitarlo. Timberlake buscó frenéticamente en su mente algo lo suficientemente astuto como para influir sobre su compañero drogado.

Una inspirada idea acudió a su mente.

—Espera, Archie —le dijo—. Tengo una idea. En realidad, no nos marcharemos. Sólo nos alejaremos un poco del pueblo y haremos como si nos ocultásemos. Después, cuando ellos vengan a buscarnos, saldremos a su encuentro y les diremos…

—Déjame llevar el arma —pidió Swenson, con recelo.

—En cuanto salgamos por la puerta del pueblo.

—No, ¡ahora!

—No, Archie, tú…

—Ahora, o no iré contigo.

De muy mala gana, Timberlake le alcanzó el arma. Swenson la cogió y con un brusco movimiento la lanzó sobre el techo de una de las cabañas.

—¡Sorpresa! ¡Sorpresa! —exclamó, gritando—. Vengan a cogerlo. ¡Sorpresa!

Se produjo un revuelo desde detrás de las sombras de las cabañas que les rodeaban y Timberlake fue lanzado al suelo, cayendo bajo una multitud de pesados cuerpos. Después, le obligaron a levantarse, y se encontró frente a frente con el curandero.

—¡Qué bien que se haya unido a nosotros! —dijo el hombre.

Timberlake se desmayó.

Cuando recuperó el sentido, tanto él como Swenson se encontraban frente al fuego, sobre el que un gran caldero lanzaba chisporroteos de aceite hirviendo. Su peculiar fragancia llegó a las narices de Timberlake y le hizo ponerse pálido.

—¡No puede hacer esto! —le gritó al chamán.

—¿Por qué no? —preguntó éste, que estaba de pie, junto a él.

—Porque… porque si nos hace daño, cientos de demonios vendrán en centenares de naves. Ellos… ellos incendiarán su pueblo hasta los cimientos…, les harán pasar por una fase de reacondicionamiento psicológico y restablecerán su estructura social…

—Vamos —dijo el chamán—, eso es lo que dicen los demonios antes de ser hervidos. Esas terribles amenazas no nos asustan.

—¡No son simples amenazas! —gritó Timberlake—. Pónganos en libertad inmediatamente o le lanzaré una maldición… Impshi, bimpshi…

—Mi querido demonio —protestó el chamán—, por favor, deje de hacer tonterías. Esto es doloroso para todos nosotros. Tome, mastique esto un poco…

Frenéticamente, Timberlake tiró el recipiente con el licor que el curandero le tendía.

—¡Ayudadme, espíritus!

De pronto, Timberlake se dio cuenta de que los sonidos de lucha que antes procedían de la lejanía, habían cesado ahora. ¿Sería posible que…?

—¡Socorro, Yloo! —gritó con toda la potencia de su voz—. ¡Socorro, Agg! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorroooo!

—¡Demonio, deja de gritar! —espetó el chamán. De repente y por detrás de él, una parte de la empalizada se hinchó hacia dentro y terminó por desgajarse.

—¿Ha pedido alguien socorro? —preguntó el illobar, apareciendo en la abertura.

—¡Atrás, demonio! —gritó el chamán, muy seguro de sí mismo, arrojando una lanza que rebotó inofensivamente contra el poderoso pecho del illobar.

—¡Vaya! —exclamó el illobar, sintiéndose ahora muy seguro de sí—. Esas pequeñas cosas no me hacen ningún daño.

Avanzó después hacia el fuego. Timberlake quedó atónito al ver que el pid se había subido al cuello, similar al de un dragón, y con su larga y aguda nariz en punta aguijoneaba la nuca del illobar.

—¿Está usted bien, señor? —gritó el pid, y añadió—: Le ruego disculpe mi anterior falta de buenas maneras.

—En cuanto a usted —dijo el illobar, dirigiéndose al chamán—. ¿Va a dejar marchar a estos agradables seres humanos? ¿O tendré que sentarme en sus cabañas, una tras otra?… ¡Así! —y diciendo esto último se dejó caer sobre una de las cabañas, que quedó completamente demolida.

—¡No…, no! —exclamó el chamán rápidamente—. Lo que usted diga, demonio. Márchense de aquí.

Se había puesto tan pálido que su verde casi parecía haberse convertido en blanco.

—¡Yo quiero ser hervido en aceite! —gritó entonces Swenson, con obstinación.

—No le haga caso —dijo Timberlake, dirigiéndose al illobar—. No está en su sano juicio. Cójalo, por favor…, así, eso es. Gracias.

Swenson, elevado limpiamente sobre el lomo del illobar, rompió a llorar con lágrimas de desilusión.

—Será mejor que me lleve a mí también —dijo Timberlake—, y rápido.

Se sintió elevado y después percibió cómo el viento zumbaba en sus oídos. Al cabo de un instante, se encontró en el suelo, junto a la puerta de la nave espacial.

Timberlake dejó que el illobar penetrara por la puerta, estrechándose todo lo que pudo, y después se dirigió rápidamente a la sala de control. Dieciocho segundos más tarde, la puerta se cerraba. Las luces rojas se encendieron en el panel de instrumentos y la nave despegó. El cielo de las profundidades del espacio la acogió en sus pacíficos y vacíos brazos.

Detrás de él, en la sala de control, Timberlake escuchó un ruido. Puso en marcha el piloto automático y se volvió. El illobar, con el pid clavado todavía en él, acababa de penetrar con gran esfuerzo en la sala.

—He dejado a su amigo en la cabina para que durmiera —dijo el illobar—. ¿He hecho bien?

—Perfecto —dijo Timberlake.

Se levantó de su asiento y les estudió.

—Veamos —dijo—. Si quieren agacharse un poco, traeré una palanca para desengancharles.

—¿Una palanca? —preguntó el illobar.

—Claro…, yo… para soltarles —dijo Timberlake, ligeramente confundido—. Parecen ustedes estar metidos el uno en el otro…

—¡Oh! —exclamó el pid—. Así está bien. ¿No comprende? Pertenecemos el uno al otro, justo de esta forma.

—¿Qué? —exclamó Timberlake.

—¡Oh, sí! —observó el illobar—. Sólo era una cuestión de tiempo antes de que nos enzarzáramos en un combate ritual y llegáramos a esto. Los illobars y pids pequeños como nosotros sienten un odio recíproco natural. Pero eso no es más que el inicio de su madura unión y amor.

—Pero, Yloo… —empezó a decir Timberlake, asombrado.

—No, no, no comprende usted —dijo el illobar—. En realidad, ya no soy Yloo, del mismo modo que él ya no es Agg. En realidad, ahora somos como dos partes de un mismo ser completo: Aggyloo, un pidillobar.

—Como ve, se trata de una relación simbiótica —dijo el pid—. Una fusión de lo mental y de lo emocional en un solo y único ego perfeccionado.

—¡Oh! —exclamó Timberlake.

—Sí —confirmó Aggyloo, el pidillobar.

Situó sus enormes ancas sobre el suelo, se acarició la conexión nasal y continuó hablando con su voz chillona:

—De no haber sido por la devoción de mis madres, nosotros nunca habríamos podido sobrevivir para llegar a esto. Pero mis madres sabían muy bien lo que tenían que hacer. Se imaginaron que alguien como usted pasaría por aquí. Como usted podrá ver, mis madres…