SEGUNDA PARTE

Edward Talliaferro no resistía la vista de aquella habitación y sus ocupantes. Le parecía vivir en aislamiento, formar parte de un mundo no reconocido. Los sonidos de la Tierra no penetraban en aquel nido sin ventanas, a prueba de ruidos. La luz y el aire de la Tierra habían sido desterrados por la iluminación artificial y el aire acondicionado.

Era una habitación amplia, mal alumbrada y enclaustrada. Habían entrado por entre un suelo atestado de objetos hasta un diván del que habían quitado apresuradamente grabaciones de libros, que ahora yacían amontonados en un rincón.

El dueño de la estancia poseía un rostro redondo y gordo, con un cuerpo bajo y obeso. Andaba velozmente sobre sus cortas piernas, y estuvo moviendo la cabeza al hablar hasta que sus gruesas gafas descendieron por el bulto que hacía de nariz. Sus ojos, protuberantes, de gruesos párpados, brillaban de manera miope cuando tomó asiento en su combinación sillón-escritorio, iluminado directamente por la única luz de la habitación.

—Encantado de que hayan venido, caballeros. Ruego disculpen el estado de esta pieza —la indicó con un amplio gesto de su mano—. Estoy catalogando distintos objetos de interés extraterrestre que he acumulado. Es un trabajo tremendo. Por ejemplo…

Saltó de su asiento y buscó entre un montón de objetos junto al escritorio, hasta hallar uno de color gris, semitraslúcido y casi cilíndrico.

—Esto —explicó— es un objeto calistano, tal vez una reliquia de unas entidades inteligentes no humanas. Sólo se han descubierto una docena y éste es el más perfecto que conozco.

Lo arrojó a un lado y Talliaferro dio un salto en su asiento.

—No es rompible —explicó Urth. Volvió a sentarse, cruzó las regordetas manos sobre el vientre y respiró profundamente—. Y ahora, ¿en qué puedo servirles?

Hubert Mandel ya había hecho las presentaciones, y Talliaferro reflexionaba. Sí, era un tal Wendell Urth el autor de un libro reciente titulado Procesos evolutivos y comparativos en los planetas de agua de oxígeno. Pero era imposible que fuese ese Urth.

—¿Usted es el autor de Procesos evolutivos, doctor Urth?

—¿Lo ha leído? —inquirió a su vez el interrogado, extendiéndose por su rostro una beatífica sonrisa.

—No, aún no, pero…

La expresión de Urth cambió al instante.

—Pues debe leerlo. Ahora mismo. Tome, aquí tengo un ejemplar…

Volvió a dejar el sillón y Mandel gritó:

—¡Aguarde, Urth, lo primero es lo primero! Se trata de algo grave.

Virtualmente obligó a Urth a volver a su sillón y empezó a hablar con rapidez, como si temiera otra interrupción. Contó todo el caso con gran economía de palabras.

Urth iba enrojeciendo mientras escuchaba. Asió las gafas y se las subió hasta el puente de la nariz.

—¡Transposición de la masa! —exclamó.

—Lo vi con mis propios ojos —le aseguró Mandel.

—Y no me lo dijo.

—Juré guardar el secreto. El inventor era… peculiar. Ya se lo he contado.

—¿Cómo consintió, Mandel, que ese descubrimiento continuara en poder de un excéntrico? —Urth aporreó el escritorio—. Hubiese debido obligarle a declarar su fórmula, incluso con la sonda psíquica, si era necesario.

—¡Esto habría sido su muerte! —protestó Mandel.

Pero Urth se estaba meciendo con las manos pegadas a sus mejillas.

—La transposición de la masa… La única forma en que el hombre decente y civilizado podría viajar. El único modo posible. El único concebible. De haberlo sabido yo… De haber estado allí… Pero el hotel se halla a casi cuarenta kilómetros de distancia.

Ryger, que escuchaba con expresión enojada, intervino:

—Creo que existe una línea directa al Palacio de la Convención. Hubiese llegado allá en diez minutos.

Urth se envaró y miró a Ryger. Se le abultaron las mejillas. Se puso en pie y salió de la estancia.

—¿Qué diablos…? —gruñó Ryger.

—Maldición, debí advertírselo —dijo Mandel.

—¿El qué?

—El doctor Urth no viaja en ninguna clase de vehículos. Es una fobia. Sólo va a pie.

—Pero —parpadeó Kaunas— ¿no es extraño en un extraterrólogo? ¿Un experto en las vidas de otros planetas?

Talliaferro se había levantado y estaba delante de una lente galáctica montada en un pedestal. Contemplaba el resplandor interno de los sistemas estelares. Nunca había visto una lente tan grande ni tan elaborada.

—Sí —afirmó Mandel—, es un extraterrólogo, pero jamás ha visitado los planetas de su especialidad, ni nunca lo hará. Dudo que en treinta años se haya alejado a más de un kilómetro de ésta mansión.

Ryger rió.

—Puede encontrarlo gracioso —se enfureció Mandel—, pero le agradecería que tuviera cuidado con sus palabras, cuando vuelva el doctor Urth.

El extraterrólogo entró un momento después.

—Mis disculpas, caballeros —susurró—. Y ahora, abordemos su problema. ¿Desea acaso confesar uno de ustedes?

Talliaferro frunció agriamente los labios. Aquel hombrecillo no podía forzar a confesar a nadie. Por suerte, no iban a necesitarlo.

—Doctor Urth —dijo el astrónomo lunar—, ¿está usted relacionado con la policía?

El rubicundo rostro del interrogado enrojeció aún más.

—No tengo relaciones oficiales, doctor Talliaferro, aunque mis relaciones extraoficiales son muy buenas.

—En ese caso, le diré algo que podrá trasladar a la policía.

Urth metió el estómago hacia dentro y se sacó el faldón de la camisa. Luego limpió con el faldón sus lentes. Una vez se los hubo encaramado nuevamente en la nariz, preguntó:

—¿De qué se trata?

—Le diré quién estaba presente cuando murió Villiers. Quién fotocopió su papel.

—¿Ha solucionado ya el misterio?

—Todo el día he meditado en ello. Y creo haberlo resuelto —afirmó Talliaferro, gozando con la sensación creada.

—Adelante.

Talliaferro respiró hondamente. No era una cosa fácil, aunque llevaba horas planeándola.

—El culpable sólo puede ser el doctor Hubert Mandel.

Mandel miró a su acusador con súbita indignación.

—¡Oiga, doctor, si tiene alguna base…!

—Déjele hablar —se interpuso la voz tenoril de Urth—; oigámosle, Hubert. Usted sospechó de él y no hay ninguna ley que le prohíba sospechar de usted.

Mandel se tragó su furor.

—Es más que una sospecha, doctor Urth —aseguró Talliaferro, sin dejar que su voz vacilase—. La evidencia es muy clara. Cuatro de nosotros estábamos enterados del descubrimiento de la transposición de la masa, pero sólo uno, el doctor Mandel, asistió a una demostración. El sabía que era real. Conocía la existencia de la fórmula. Nosotros tres sólo sabíamos que Villiers estaba más o menos desequilibrado. Oh, podíamos pensar que existía una probabilidad. Por eso le visitamos a las once, sólo para comprobarlo, aunque no lo dijimos… Bien, Villiers se mostró más loco que nunca. Por consiguiente, el conocimiento especial y el móvil se hallan del lado del doctor Mandel.

»Pero hay algo más, doctor Urth. El que se enfrentó con Villiers a medianoche, le vio caer y fotocopió su papel (dejémosle por el momento en el anonimato), debió sobresaltarse de forma terrible al ver que Villiers volvía aparentemente a la vida y hablaba por teléfono. Nuestro criminal, en el pánico del momento, comprendió una cosa: que debía deshacerse de una pieza que le incriminaba materialmente. Sí, tenía que deshacerse de la película aún no revelada y tenía que hacerlo de tal manera que, si nadie le acusaba, pudiera rescatarla y revelarla. El alféizar exterior de la ventana era el lugar ideal.

»Abrió, pues, la ventana, dejó allí el fragmento de película y se marchó. Aunque Villiers sobreviviera, o si su llamada telefónica aportara algún resultado, sería sencillamente la palabra de Villiers contra la suya, y no resultaría muy difícil demostrar que nuestro amigo era un desequilibrado.

Talliaferro calló triunfante. Una teoría irrefutable.

Wendell Urth parpadeó y movió los pulgares de sus manos cruzadas, de modo que golpearon contra la pechera de su camisa.

—¿Y el significado de todo esto?

—El significado es que la ventana fue abierta y la película dejada al aire libre. Ryger ha vivido diez años en Ceres; Kaunas, en Mercurio, y yo, en la Luna…, gozando de permisos muy cortos, y no a menudo. Ayer estuvimos comentando la dificultad que teníamos para aclimatarnos a la Tierra de nuevo. Nuestros mundos actuales son astros sin aire. Jamás salimos al exterior sin el traje protector. Es impensable exponemos al espacio exterior. Ninguno de nosotros habría abierto la ventana sin una gran lucha interior. El doctor Mandel, sin embargo, sólo ha vivido en la Tierra. Para él, abrir la ventana era únicamente cuestión de fuerza muscular. Lo hizo. Nosotros no podíamos hacerlo. Ergo… él es el criminal.

Talliaferro se sentó y sonrió.

—¡Por el espacio, eso es! —exclamó Ryger con entusiasmo.

—Eso no es todo —gruñó Mandel, levantándose como con ánimo de abalanzarse contra Talliaferro—. Niego esta miserable confabulación. ¿Y la grabación que poseo de la llamada de Villiers? Usó la palabra condiscípulo. Esa grabación demuestra…

—Se estaba muriendo —le interrumpió Talliaferro—. Usted admitió que la mayoría de sus palabras fueron incomprensibles. Yo le pregunto, doctor Mandel, sin haber oído la grabación, si no es cierto que la voz de Villiers está distorsionada hasta ser imposible reconocerla.

—Pues… —tartamudeó Mandel.

—Seguro. Entonces, usted pudo amañar la grabación por anticipado, dejando oír con claridad dicha palabra.

—¡Dios mío! —exclamó Mandel—. ¿Cómo podía saber yo que habría condiscípulos en la convención? ¿Cómo iba a saber que estarían enterados del descubrimiento de la transposición de la materia?

—Villiers pudo informarle. Y supongo que lo hizo.

—Oiga —se enfurruñó más Mandel—. Ustedes tres vieron vivo a Villiers a las once. El forense, cuando vio el cadáver a las tres, declaró que llevaba muerto al menos dos horas. Esto es seguro. Por tanto, la hora de la muerte se fijó entre las once y la una, Anoche yo estuve en una conferencia. Puedo dar cuenta de mis actos, a varios kilómetros del hotel, entre las diez y las dos, gracias a una docena de testigos imposibles de refutar. ¿No basta con esto?

Talliaferro no contestó al instante. Luego lo hizo, obstinadamente:

—De acuerdo. Supongamos que usted volvió al hotel a las dos y media. Fue al cuarto de Villiers para hablar de su conferencia. Halló la puerta abierta, o poseía usted un duplicado de la llave. Bien, le encontró muerto. Y aprovechó esta oportunidad para fotocopiar el papel…

—Y si él ya estaba muerto y no podía llamar por teléfono, ¿por qué escondí la película?

—Para apartar toda sospecha. Podía tener una segunda copia en su poder. En realidad, sólo tenemos su palabra de que el papel fue destruido.

—¡Basta! ¡Basta! —exclamó Urth—. Es una hipótesis interesante, doctor Talliaferro, pero se derrumba bajo su propio peso.

—Esta es su opinión… —Talliaferro frunció el ceño.

—Y sería la de cualquiera. Es decir, con el poder del pensamiento humano. ¿No comprende que Hubert Mandel hizo demasiado para ser el criminal?

—No.

—Como científico —sonrió bonachonamente Wendell Urth—, indudablemente conoce el riesgo de enamorarse de una teoría propia con exclusión de todo razonamiento lógico. Hágame el favor de comportarse como un buen detective. Consideremos que si el doctor Mandel hubiera matado a Villiers, fabricándose una coartada, o le hubiese hallado muerto, aprovechándose de esta circunstancia, apenas tenía que hacer nada. ¿Por qué fotocopiar el papel o pretender que alguien lo había hecho? Podía, simplemente, cogerlo. ¿Quién más conocía su existencia? Realmente, nadie. No había motivos para creer que Villiers se lo hubiese contado a nadie más. Villiers era un ser patológicamente reservado. Y existían muchas razones para pensar que no habría hablado.

»Nadie sabía que Villiers iba a pronunciar una conferencia, excepto el doctor Mandel. Era un acto sin anunciar. No se había publicado ningún extracto. El doctor Mandel podía apoderarse del papel confiadamente. Aunque se descubriese que Villiers había contado a sus condiscípulos el asunto, ¿qué? ¿Cuál sería la prueba de sus amigos, salvo la palabra de alguien al que ellos mismos consideraban un loco? Anunciando, en cambio, que había sido destruido el papel de Villiers, declarando que su muerte no era enteramente natural, buscando una copia fotográfica de la película…, en resumen, haciendo todo lo que ha hecho el doctor Mandel, ha despertado unas sospechas que únicamente él podía despertar, cuando sólo necesitaba no hacer nada para haber cometido el crimen perfecto.

»De ser él el criminal, sería más obtuso, más estúpido que nadie. Y el doctor Mandel, pese a todo, no lo es.

Talliaferro reflexionó sin encontrar ninguna refutación.

—Entonces —quiso saber Ryger—, ¿quién lo hizo?

—Es obvio: uno de ustedes tres.

—Pero ¿cuál?

—Bien, también eso es obvio. Supe quién era el culpable tan pronto como el doctor Mandel terminó la descripción de los hechos.

Talliaferro contempló al gordo extraterrólogo con disgusto. Aquella humorada no le asustaba, pero sí había afectado a los otros dos. Ryger tenía los labios proyectados hacia fuera, y la mandíbula de Kaunas parecía a punto de caer al suelo. Parecían dos peces en el anzuelo.

—Entonces, ¿cuál? —insistió—. Dígalo.

—Primero —parpadeó Urth—, quiero dejar bien sentado que lo que importa es la transposición de la masa. Y todavía puede recuperarse.

—¿De qué diablos habla, Urth? —exclamó Mandel frunciendo el ceño.

—El hombre que fotocopió el papel probablemente miró la fórmula. Dudo que tuviese tiempo, o la presencia de ánimo de leerla con atención, y si lo hizo, dudo que la recordase… conscientemente. Sin embargo, existe la sonda psíquica. Si miró el papel, podría ser sondeado lo que impresionó su retina.

Se produjo un movimiento de inquietud.

—No hay por qué asustarse de la sonda —les tranquilizó Urth—. Manejada adecuadamente es muy segura, particularmente si el sondeado se ofrece voluntariamente. Cuando se producen daños suele ser a causa de una resistencia de la voluntad, una especie de desgarro mental. Pero si el criminal confiesa su culpa voluntariamente, si se coloca en mis manos…

Talliaferro rió. El súbito sonido pareció un trueno en el silencio de la estancia. La psicología era tan ingenua como falta de arte.

Wendell Urth pareció sorprendido ante aquella reacción y contempló a Talliaferro por encima de sus gafas.

—Tengo bastante influencia con la policía —declaró— para mantener lo de la sonda completamente confidencial.

—Yo no me presto —rezongó Ryger.

Talliaferro no se dignó contestar.

Kaunas movió negativamente la cabeza.

—Entonces —suspiró Urth—, tendré que nombrar al culpable. Será, algo traumático. Hará la cosa más difícil —apretó las manos contra su vientre y retorció un poco los dedos—. El doctor Talliaferro indicó que el fragmento de película estaba en el alféizar exterior de la ventana, de modo que estaba a salvo de ser visto y libre de todo daño. Y estoy de acuerdo con él.

—Gracias —dijo secamente el aludido.

—Sin embargo, ¿por qué una persona puede considerar el alféizar exterior de una ventana como un sitio particularmente seguro? La policía lo registraría con toda seguridad. Incluso fue descubierto sin la policía ¿Quién podría considerar un lugar exterior de un edificio como especialmente seguro? Obviamente, una persona que haya vivido largamente en un mundo sin aire, haya trabajado allí; un mundo donde nadie salga al exterior sin la adecuada precaución. Para alguien de la Luna, por ejemplo, todo lo escondido en el exterior de una cúpula lunar estaría relativamente a salvo. Los hombres salen fuera en contadas ocasiones y sólo para tareas específicas. De modo que podría superar el temor de abrir una ventana y exponerse a lo que subconscientemente consideraría un vacío, en favor de lograr un escondite. La idea refleja «hay seguridad fuera de una estructura habitada» haría el resto.

—¿Por qué ha mencionado la Luna, doctor Urth? —preguntó Talliaferro entre sus apretados dientes.

—Sólo como ejemplo —repuso blandamente Wendell Urth—. Lo que acabo de decir se aplica a ustedes tres. Pero ahora llegamos al punto crucial, al asunto de la noche que muere.

—¿Se refiere a la noche en que murió Villiers? —le interrumpió Talliaferro.

—Me refiero a cualquier noche. Bien, aun concediendo que el alféizar exterior de una ventana sea un escondite seguro, ¿cuál de ustedes sería lo bastante loco como para considerarlo un lugar seguro para un fragmento de película sin revelar? Una película impresionada no es demasiado sensible, pero hay que revelarla bajo unas condiciones de luz especiales. La iluminación nocturna, la penumbra de la noche, no la afectarían mucho, pero la difusa claridad del día la arruinaría en pocos minutos, y la luz solar directa en cuestión de segundos. Esto lo sabe todo el mundo.

—Adelante, Urth —le invitó Mandel—. Pero ¿adónde nos lleva esto?

—Usted quiere hacerme correr —protestó el extraterrólogo—. Y yo deseo que lo comprendan por completo. El criminal deseaba, por encima de todo, dejar la película a salvo. Era la única prueba de algo de un valor supremo para él y el mundo. ¿Por qué dejarla donde inevitablemente la velaría la luz del Sol? Sólo porque no esperaba que el Sol saliese nunca. Sólo pensaba que la noche, por decirlo así, era inmortal. Pero las noches no son inmortales. En la Tierra, las noches mueren y dan paso al día. Incluso en la noche polar de seis meses, la noche muere al llegar su momento. Las noches de Ceres sólo duran dos horas; las de la Luna, dos semanas. También son noches que mueren, y los doctores Talliaferro y Ryger saben que luego viene el día.

Kaunas se puso en pie.

—¡Eh, un momento…!

Wendell Urth le miró fijamente.

—No hay más momento, doctor Kaunas. Mercurio es el único planeta del sistema solar que sólo presenta una cara al Sol. Aun teniendo en cuenta el desequilibrio axial, tres octavos de su superficie quedan en un completa oscuridad, y nunca ven el Sol. El observatorio polar está situado al borde de esa parte negra. Durante diez años, usted se ha acostumbrado al hecho de que las noches son inmortales, que una superficie oscura lo está eternamente, de modo que usted expuso el fragmento de película a la noche terrestre, olvidando en su excitación que aquí las noches mueren…

—Aguarde… —Kaunas dio un paso al frente.

—Me dijeron —Urth continuó implacable— que cuando Mandel ajustó el polarizador del cuarto de Villiers, usted gritó ante la luz del sol. ¿Gritó por el temor subconsciente al sol de Mercurio, o porque comprendió que la luz podía arruinar sus planes? Usted corrió a la ventana. ¿Para reajustar el polarizador o para mirar la película destruida?

Kaunas cayó de rodillas.

—No quería hacerlo. Sólo deseaba hablar con él, pero Villiers se encolerizó y cayó. Creí que había muerto y el papel estaba debajo de la almohada. Bien, lo demás fue sólo una consecuencia. Una cosa lleva a otra y antes de darme cuenta… Oh, no puedo más. Pero no quería hacerlo… ¡Lo juro!

Habían formado un semicírculo a su alrededor, y Wendell Urth contemplaba al gimiente Kaunas con piedad en sus pupilas.

Llegó y se marchó una ambulancia.

—Espero, señor —logró articular por fin Talliaferro, dirigiéndose a Mandel—, que no estará resentido conmigo.

—Creo que lo mejor será olvidar todo lo ocurrido en estas veinticuatro horas —fue la envarada respuesta de Mandel.

Estaban en la puerta, dispuestos a marcharse, cuando Urth sonrió tímidamente y dijo:

—Claro está, aún falta la cuestión de mis honorarios.

Mandel le miró sobresaltado.

—Nada de dinero —le tranquilizó Urth—. Pero cuando se haya establecido la transposición de la masa para los seres humanos, quiero gozar de un viaje arreglado a mi modo.

—Un momento —Mandel seguía inquieto—. Los viajes espaciales aún tardarán en poder realizarse.

—No por el espacio exterior —Urth se apresuró a mover negativamente la cabeza—. Nada de eso. Sólo me gustaría ir a Lower Falls, en New Hampshire.

—Está bien, pero ¿por qué?

Urth levantó la cabeza. Ante la enorme sorpresa de Talliaferro, el rostro del extraterrólogo mostraba una expresión de timidez y avidez, a partes iguales.

—Hace mucho tiempo —tartamudeó Urth—, conocí allí a una chica… Oh, hace muchos años…, pero a veces pienso…