Alfred Simon había nacido en Kazanga IV, un pequeño planeta agrícola cerca de Arturo, donde dirigía una segadora-trilladora por entre los campos de trigo, y en las noches largas y calladas escuchaba canciones de amor grabadas en la Tierra.

La vida resultaba agradable en Kazanga, donde las chicas eran bonitas, joviales, francas y sencillas, buenas compañeras para hacer excursiones a las montañas o para nadar en el río, esposas excelentes… pero ¡nunca románticas! En Kazanga existían antaño buenas diversiones, de un modo alegre. Pero ahora ya no.

Simon sabía que algo le faltaba a su existencia. Y un día descubrió qué era.

Llegó a Kazanga un buhonero en una nave desvencijada, cargada de libros. Era un hombre delgado, de pelo blanco, algo loco. Se celebró una fiesta en su honor, ya que la novedad era muy apreciada en los mundos exteriores.

El buhonero les contó los últimos chismes; habló de la guerra de precios entre Detroit II y III, de los precios de la pesca en Alana, de lo que vestía la esposa del presidente de Moracia, y del extraño lenguaje que usaban los hombres de Doran V.

—Háblanos de la Tierra —le rogaron al fin.

—¡Ah! —exclamó el buhonero, enarcando las cejas—. ¿Queréis noticias del planeta madre? Bien, amigos, no existe otro lugar como la vieja Tierra, ninguno. En la Tierra, amigos, todo es posible, nada es denegado.

—¿Nada? —preguntó Simon.

—Allí existe una ley contra las denegaciones —explicó el comerciante sonriendo—. Y no se sabe de nadie que la haya quebrantado. La Tierra es diferente, amigos. ¿Vosotros estáis especializados en agricultura? Pues la Tierra está especializada en cosas impracticables, como la locura, la belleza, las guerras, la contaminación, la pureza, el horror, y hay personas que viajan años luz para comprobarlo.

—¿Y el amor? —se interesó una mujer.

—Oh, muchacha… —volvió a sonreír el vendedor—. La Tierra es el único lugar de la galaxia que todavía posee el amor. Detroit II y III también lo intentaron, y vieron que era demasiado costoso, y Alana decidió que era un trastorno; tampoco hubo tiempo para exportarlo a Moracia o Doran V. Pero, como dije, la Tierra está especializada en cosas poco prácticas, y le va bien.

—¿Le va bien? —repitió un grueso granjero.

—¡Claro! La Tierra es vieja, carece ya de minerales y sus campos están áridos. Sus colonias se han independizado, poblándose de gente sobria como vosotros, que desea hacer valer sus productos. Entonces, ¿con qué otra cosa puede comerciar la Tierra, aparte de las cosas que no son esenciales para la vida?

—¿Estuviste enamorado en la Tierra? —inquirió Simon.

—Ah, sí —se entristeció el buhonero—. Estuve enamorado, y ahora viajo. Amigos, estos libros…

Por un precio exorbitante, Simon adquirió un antiguo libro de poemas, y al leerlo soñó con la pasión bajo la luz de la luna, con el alba destellando sobre los labios unidos de unos amantes, los cuerpos abrazados en una playa, llenos de amor y ensordecidos por el rumor de las olas.

¡Esto sólo era posible en la Tierra! Pues, como dijo el buhonero, los diseminados hijos de la Tierra tenían demasiado trabajo haciendo fructificar sus suelos para poder ocuparse de otras cosas. El trigo y el maíz crecían en Kazanga, y en Detroit II y III aumentaban las factorías. Las pesquerías de Alana eran el asombro del cinturón estelar del Sur, y había animales peligrosos en Moracia, mientras que en Doran V habían conquistado un terreno yermo. Y así era como debía ser.

Pero los nuevos mundos eran austeros, planeados cuidadosamente, estériles en su perfección. Algo se había perdido en las lejanías del espacio, y sólo la Tierra conocía el amor.

Y así, Simon trabajó, ahorró y soñó. Y a los veintinueve años vendió su granja, empaquetó sus camisas limpias dentro de una bolsa, se puso su mejor traje y un par de zapatos, y subió a bordo de la nave Kazanga-Metrópoli.

Al fin llegó a la Tierra, donde los sueños debían convertirse en realidad, ya que existía una ley contra su defraudación.

Pasó velozmente por las aduanas del Aerospacio de Nueva York y fue en Metro hasta Times Square. Allí surgió, parpadeando, a la luz del día, asiendo con fuerza la bolsa, ya que le habían prevenido contra los rateros, los practicantes del tirón y otros especímenes de la gran ciudad.

Sin aliento ante tantas maravillas, miró a su alrededor.

Lo primero que le asombró fue la gran cantidad de cines con atracciones en dos, tres y cuatro dimensiones, según los gustos personales. ¡Y qué atracciones!

A la derecha, una marquesina proclamaba:

«¡Lascivia en Venus! ¡Un documental sobre las prácticas sexuales del Infierno Verde! ¡Estremecedor! ¡Revelador!»

Quiso entrar. Pero al otro lado de la calle exhibían tuna película de guerra. Los carteles pregonaban:

«¡Los soldados del Sol! ¡Dedicado a los intrépidos comandos del espacio!»

Más abajo exhibían una película titulada ¡Tarzán contra los monstruos de Saturno!

Tarzán, según recordaba de sus lecturas, era un antiguo héroe étnico de la Tierra.

Todo era maravilloso, pero aún había más. Observó pequeñas tiendas donde era posible comprar toda clase de comida, y especialmente platos terrestres como pizza, perros calientes, spaghetti y otros. Y había tiendas en que vendían las ropas sobrantes de las flotas espaciales terrestres, y otras en que sólo servían bebidas.

Simon no sabía por dónde empezar. De pronto oyó una salva de disparos a sus espaldas y dio media vuelta.

Se trataba de una galería de tiro, una galería estrecha y larga, pintada con colores chillones, con un mostrador que llegaba a la cintura. El encargado, un individuo gordo con un lunar en la barbilla, estaba sentado en un taburete y sonrió a Simon astutamente.

—¿Quieres probar suerte?

Simon se aproximó y vio que, en lugar de las dianas normales, había cuatro jóvenes, semidesnudas, al extremo de la galería, sentadas sobre butacas baleadas. Tenían pintados en la frente unos diminutos blancos, y encima de cada pecho.

—Pero ¿aquí disparan balas de verdad? —se asombró Simon.

—¡Naturalmente! En la Tierra existe una ley contra la falsa publicidad. ¡Balas de verdad y muchachas vivas! ¡Pase y derribe una!

—¡Vamos, deportista! —le llamó una de las chicas—. ¡Seguro que fallas!

—¡No serías capaz de tocar el costado de una nave espacial! —gritó otra.

—¡Seguro que puede! —exclamó la tercera—. ¡Vamos, cariño!

Simon se frotó la frente, intentando no mostrar demasiado asombro. Al fin y al cabo, estaba en la Tierra, donde todo estaba permitido mientras fuese comercialmente viable.

—¿Hay también galerías donde disparan contra hombres? —quiso saber.

—Claro —asintió el encargado—. Pero tú no serás un pervertido, ¿verdad?

—¡Oh, no!

—¿Eres de otro mundo?

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

—Por el traje. Siempre me lo dice el traje —el gordo cerró los ojos y canturreó—: ¡Pasa, pasa y mata a una mujer! ¡Libérate de tu carga de represiones! ¡Aprieta el gatillo y siente cómo la ira te abandona! ¡Mejor que un masaje! ¡Mejor que emborracharse! ¡Pasa, pasa y mata a una mujer!

—¿Os morís cuando os matan? —preguntó Simon a una joven.

—No seas estúpido.

—Pero el choque…

—Podría ser peor —ella se encogió de hombros.

Simon estaba a punto de preguntar qué podía ser peor, pero el encargado se inclinó sobre el mostrador, hablándole confidencialmente:

—Mira, chico, mira lo que tengo aquí.

Simon miró al otro lado del mostrador y divisó una ametralladora.

—Por un precio ridículamente bajo —continuó el gordo— te dejo usarla. Puedes rociar todo el local, derribar las lámparas y destrozar las paredes. Lleva balas del 45, amigo, y cocea como una mula. Cuando dispares con este trasto sabrás lo que es disparar.

—No me interesa —repuso Simon con severidad.

—Tengo un par de granadas —añadió el encargado—. Naturalmente, sólo fragmentación. Podrías…

—¡No!

—Por otro precio, también puedes disparar contra mí, si es tu capricho, aunque jamás lo hubiera adivinado. ¿Qué dices?

—¡No! ¡Nunca! ¡Esto es horrible!

—¿No estás de humor ahora? —el encargado le miró compasivamente—. De acuerdo. Esto está abierto las veinticuatro horas del día. Hasta la vista, chico.

—¡Nunca! —repitió Simon, saliendo a la calle.

—¡Te aguardaré, amor! —le gritó una de las jóvenes.

Simon se fue a un establecimiento de refrescos y pidió un vaso pequeño de coca-cola. Le temblaban las manos. Hizo un esfuerzo por serenarse y se tomó la bebida. Recordó que no debía juzgar la Tierra de acuerdo con sus propias normas. Si a los terráqueos les gustaba matar a la gente y las víctimas no se oponían, ¿por qué nadie tenía que oponerse?

¿O sí?

Meditaba en esto cuando una voz a su lado le interpeló:

—Hola, muchacho.

Simon, al volverse, vio a un hombrecito de cara furtiva y arrugada, con una gabardina muy grande, que estaba junto a él.

—¿Extranjero? —le preguntó el recién llegado.

—Si. ¿Cómo lo sabe?

—Los zapatos, siempre miro los zapatos… ¿Le gusta nuestro planeta?

—Es… perturbador —manifestó Simon cautelosamente—. Bueno, no esperaba…

—Claro. Usted es un idealista. Una sola mirada a su honrado semblante me lo ha dicho, amigo. Usted vino a la Tierra con un propósito definido. ¿Estoy en lo cierto?

Simon asintió.

—Y conozco su propósito, amigo —continuó el hombrecillo—. Usted busca una guerra que libre al mundo de algo, y ha venido al mejor sitio. Tenemos seis grandes guerras constantes, y ninguna supera a la otra.

—Lo siento, pero…

—En este instante —le interrumpió el otro—, los obreros pisoteados del Perú se hallan enzarzados en una lucha desesperada contra una monarquía corrompida y decadente. ¡Un hombre podría inclinar la balanza! ¡Usted, amigo mío, podría desequilibrar la lucha! ¡Usted garantizaría la victoria socialista!

Al observar la expresión de Simon, el hombrecillo se corrigió rápidamente:

—Aunque tampoco está mal una aristocracia inteligente. El prudente y viejo rey del Perú (un monarca filósofo en el sentido más platónico de la palabra) necesita ayuda. Su pequeño cuerpo de científicos, humanitaristas, guardias suizos, caballeros del reino y aldeanos reales se hallan acorralados por la conspiración socialista, de inspiración extranjera. Un solo hombre podría…

—No me interesa.

—En China, los anarquistas…

—No.

—¿Prefiere los comunistas de Gales? ¿O los capitalistas de Japón? ¿Acaso sus afinidades se hallan del lado de un grupo minoritario como los feministas, los rohicionistas, los plateristas franceses? Esto podría solucionarse…

—¿Y quién podría censurárselo? —el hombrecillo asintió velozmente—. La guerra es un infierno. En este caso, usted ha venido a la Tierra en busca de amor.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió Simon.

—El amor y la guerra —sonrió su interlocutor con modestia— son los dos productos más buscados de la Tierra. Los hemos convertido en nuestras especialidades desde el principio del tiempo.

—¿Es difícil encontrar el amor?

—Camine dos manzanas más arriba —le indicó el hombrecillo—. No puede perderse. Dígale a Tate que Joe le envía.

—¡Esto es imposible! No es posible ir en busca de…

—¿Qué sabe usted del amor?

—Nada.

—Pues hay expertos en amor —explicó Joe.

—Sé lo que dicen los libros —replicó Simon—. La pasión bajo la luna…

—Seguro, y los cuerpos abrazados en la playa, ensordecidos por el rumor de las olas.

—¿Ha leído ese libro?

—Es un folleto publicitario. Bien, he de largarme. Dos manzanas más arriba. No puede perderse.

Y saludando con la cabeza, Joe se perdió entre la muchedumbre.

Simon apuró su coca-cola y anduvo lentamente Broadway arriba, fruncida la frente, aunque decidido a no formar juicios prematuros.

Cuando llegó a la Calle 44, divisó un enorme letrero de neón. Anunciaba: «AMOR, SOCIEDAD ANÓNIMA».

Otras letras más pequeñas añadían: «¡Abierto todo el día! ¡Toda la semana!». Y más abajo: «Sólo un tramo de escaleras».

Simon volvió a fruncir el ceño, ya que acababa de cruzar por su mente una terrible sospecha. Sin embargo, subió y penetró en una recepción pequeña y bien amueblada. A un lado se abría un largo corredor hacia una estancia numerada.

En la habitación se hallaba un individuo elegante, de cabellos grises, el cual se puso en pie detrás de su impresionante escritorio y agitó la mano, preguntando:

—Hola, ¿qué tal las cosas por Kazanga?

—¿Cómo sabe que soy de Kazanga?

—La camisa. Siempre miro la camisa. Me llamo Tate, y estoy aquí para servirle lo mejor que pueda. Usted es…

—Simon. Alfred Simon.

—Siéntese, por favor. ¿Un cigarrillo? ¿Una copa? Ah, no se arrepentirá de haber venido. Somos la firma proveedora de amor más antigua del negocio, y mucho mayor que nuestra más próxima competidora, Pasión Ilimitada. Además, nuestros precios son más razonables y le ofrecemos productos de la mejor calidad. ¿Ha oído hablar de nosotros? ¿Ha visto nuestro anuncio a toda página del Times? O bien…

—Me envía Joe.

—Ah, es muy activo —aprobó Tate, moviendo la cabeza placenteramente—. Bien, no hay motivos para demorarse. Usted ha recorrido un largo trayecto en busca del amor y lo tendrá.

Alargó la mano hacia un botón de la mesa, pero Simon detuvo su gesto.

—No quisiera parecerle torpe, pero… —murmuró Simon.

—¿Sí? —le animó Tate sonriendo.

—No lo entiendo —explicó Simon, ruborizándose y con gotas de sudor en la frente—. Creo que me he equivocado de sitio. No he venido a la Tierra sólo para… Bueno, ustedes no pueden vender amor, ¿verdad? ¡No amor! Es decir, no se trata del amor real…

—¡Naturalmente! —exclamó Tate, incorporándose en su sillón, con asombro—. ¡Esta es la clave! Cualquiera puede comprar sexo. De hecho, es la cosa más barata del universo, después de la vida humana. Pero el amor es raro, el amor es especial, el amor sólo existe en la Tierra. ¿Ha leído nuestro folleto?

—¿Los cuerpos abrazados en la playa?

—Sí, el mismo. Lo escribí yo. Ofrece una buena idea de ese sentimiento, ¿eh? No es posible obtenerlo de cualquier persona, señor Simon. Sólo de alguien que le ame.

—Aunque no sea un verdadero amor, ¿eh? —preguntó el joven, dubitativamente.

—¡Claro que sí! Si vendiéramos amor simulado, lo etiquetaríamos como tal. Las leyes sobre publicidad son muy severas en la Tierra, se lo aseguro. Puede venderse todo, pero hay que anunciarlo debidamente. ¡Esto es ética, señor Simon!

Tate respiró hondo y continuó con un tono más pausado:

—No, señor, no se confunda. Nuestro producto no es un sucedáneo. Es el mismo sentimiento que los poetas y escritores han pregonado durante miles de años. Gracias a las maravillas de la ciencia moderna, nosotros podemos ofrecerle este sentimiento a su conveniencia, atractivamente empaquetado, completamente a su disposición y por un precio sumamente bajo.

—Pensaba en algo más… más espontáneo.

—La espontaneidad tiene su encanto —concedió Tate—. Nuestros laboratorios de investigación están ocupados en ello. Créame, no hay nada que la ciencia no pueda producir, mientras haya un mercado para ello.

—No quiero esto —rechazó Simon, poniéndose en pie—. Será mejor que me vaya al cine.

—¡Aguarde! —le atajó Tate—. Usted cree que intentamos engañarle. Cree que le presentaremos una chica que fingirá estar enamorada de usted, pero que en realidad no lo estará, ¿no es así?

—Eso creo.

—¡Pues no, señor! Por un lado, resultaría demasiado costoso. Por otro, encontrar y mantener a la chica sería tremendo. Además sería perjudicial psicológicamente para ella, al intentar vivir tan monstruosa mentira.

—Entonces, ¿cómo lo hacen?

—Utilizando nuestros conocimientos científicos y de la mente humana.

A Simon esto le parecía charlatanería. Se dirigid a la puerta.

—Una cosa —le detuvo Tate—. Usted parece inteligente. ¿No cree que podría distinguir el verdadero amor de otro de mentirijillas?

—Ciertamente.

—¡Esta es su garantía! Usted ha de quedar satisfecho, o no ha de abonarme ni un centavo.

—Lo pensaré —decidió Simon.

—¿A qué demorarlo? Los mejores psicólogos afirman que el verdadero amor es un tónico, un restaurador de la cordura, un bálsamo para el ego herido, un nivelador del equilibrio hormonal y un perfeccionador del estado general del cuerpo. El amor que nosotros proporcionamos es todo esto: es mi afecto profundo y legal, una pasión sin límites, una fidelidad completa, un cariño casi místico hacia los defectos y hacia las virtudes, el deseo de complacer, y además, un detalle que sólo Amor, Sociedad Anónima puede ofrecer: esa chispa primera e incontrolable, ¡ese instante cegador de amor a primera vista!

Tate presionó el botón. Simon frunció el ceño, lleno de dudas. Se abrió la puerta, apareció una joven y Simon dejó de meditar.

Era alta y esbelta, con el cabello castaño, de matices rojizos. Simon no supo nada de su rostro, salvo que le puso lágrimas en los ojos. Y de haberle preguntado por la figura, habría matado al preguntón.

—La señorita Penny Bright —presentó Tate—. Este es el señor Alfred Simon.

La muchacha quiso hablar, pero no encontró las palabras, y Simon también estaba como atontado. La miró y lo entendió. Lo demás no importaba. En lo más profundo de su corazón sabía que era amado fiel y realmente.

Se marcharon al momento, cogidos de la mano, y un avión les llevó a un pabellón en medio de un pinar, mirando al mar, y allí charlaron, rieron y se amaron, y más tarde Simon contempló a su amada arropada por las llamas del sol poniente como una diosa de fuego. Y a la luz del crepúsculo, ella le miró con sus enormes ojos, su conocido cuerpo otra vez un misterio. Salió la luna, brillante, cambiando la carne en sombras, y ella lloró y golpeó el pecho de Simon con sus pequeños puños, y Simon también lloró, aunque sin saber por qué. Al fin amaneció, con una claridad débil, inmaculada, temblando sobre sus labios sedientos, sobre sus cuerpos entrelazados, y muy cerca, el rumor de las olas les ensordeció, les inflamó, les enloqueció.

A mediodía estaban de regreso en las oficinas de Amor, S. A. Penny estrechó por un instante la mano de Simon y desapareció por una puerta interior.

—¿Fue amor verdadero? —se interesó Tate.

—Sí.

—¿Fue todo satisfactorio?

—Sí. ¡Oh, sí, fue amor real y satisfactorio! Pero ¿por qué insistió ella en volver?

—Orden posthipnótica —explicó Tate.

~¿Cómo?

—¿Qué esperaba? Todo el mundo anhela el amor, pero algunos no desean pagar por él. Aquí tengo su cuenta.

Simon pagó, enfurecido.

—Esto no era necesario —protestó—. Claro que le pagaría para volver a unirnos. ¿Dónde está ahora? ¿Qué le ha hecho usted?

—Por favor —murmuró Tate—. Serénese.

—¡No quiero serenarme! —gritó Simon—. ¡Sólo quiero a Penny!

—¡Imposible! —arguyó Tate, con cierta frialdad en la voz—. Deje de dar el espectáculo, por favor.

—¿Acaso quiere sacarme más dinero? —voceó Simon—. Está bien, pagaré. ¿Cuánto he de pagar para sacarla de entre sus garras?

Simon exhibió su cartera, que arrojó sobre la mesa.

Tate señaló la cartera con el índice inmóvil.

—Vuelva a meterse eso en el bolsillo. Nosotros somos una firma respetable. Si vuelve a levantar la voz, me veré obligado a echarle de aquí.

Simon se serenó con un gran esfuerzo, se metió la cartera en el bolsillo y tomó asiento. Respiró profundamente antes de hablar.

—Lo siento.

—Así está mejor —aprobó Tate—. No tiene que gritarme. No obstante, si es usted razonable, yo también lo seré. Bien, ¿qué le pasa?

—¿Qué me pasa? —repitió Simon, empezando a gritar. Se dominó—. Que ella me ama.

—Claro.

—Entonces, ¿cómo puede separamos?

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? —se asombró Tate—. El amor es un intermedio delicioso, una relajación, bueno para el intelecto, para el ego, para el equilibrio hormonal y para el color de la piel. Pero un individuo apenas puede desear que continúe, ¿eh?

—Yo sí —afirmó Simon—. Este amor es especial, único.

—Siempre lo son. Pero todos están producidos de igual forma.

—¿Qué?

—Usted debe de conocer el mecanismo que produce el amor, ¿no?

—No. Pensé que era… natural.

—Hace siglos que abandonamos la selección natural —explicó Tate—, poco después de la Revolución Mecánica. Era demasiado lenta, poco comercial. ¿Por qué depender de ella, cuando nosotros podemos producir cualquier sentimiento a voluntad, mediante el acondicionamiento y los estímulos adecuados de ciertos centros cerebrales? ¿El resultado? ¡Penny, totalmente enamorada de usted! Su propio amor, que ya calculamos en favor de su somatipo especial, lo completó. Siempre llevamos a la pareja a la playa, a la luz de la luna, al alba pálida…

—Entonces, hubieran podido lograr que amase a cualquier otro —murmuró Simon.

—Pudimos enamorarla de cualquier otro —le corrigió Tate.

—Oh, Dios mío, ¿cómo se prestó ella a esta maquinación? —exclamó Simon.

—Ella entró y firmó un contrato del modo usual —explicó—. Da buen resultado. Y al término del contrato… de arrendamiento, le devolvemos la personalidad primitiva… ¡sin tocar! Pero ¿por qué lo califica de maquinación? En el amor no hay nada reprensible.

—¡No era amor! —chilló Simon.

—¡Lo era! ¡El artículo auténtico! Las firmas científicas han llevado a cabo análisis cualitativos, en comparación con el amor natural. En todos los casos nuestro amor, comprobado al máximo, demostró ser más profundo, más apasionado, más fervoroso, más extenso.

—Óigame —dijo Simon, después de cerrar y abrir de nuevo los ojos—. Nada me importan sus análisis científicos. Yo la amo, ella me ama, es todo lo que cuenta. ¡Deje que hable con ella! ¡Quiero que nos casemos!

—¡Vamos, vamos! —Tate arrugó la nariz, enojado—. ¡Querer casarse con una chica como ésta! Claro que si lo que busca es un matrimonio, también podemos solucionarlo con un amor espontáneo e idílico, con una virgen inspeccionada por el médico gubernamental…

—¡No! ¡Amo a Penny! ¡Al menos, déjeme hablar con ella!

—Imposible —declaró Tate.

—¿Por qué?

Tate pulsó el botón de la mesa.

—¿Por qué cree? Porque ya le hemos lavado el cerebro. Penny, ahora, está enamorada de otro.

Simon lo comprendió. Comprendió que Penny estaba ya mirando a otro hombre con la misma pasión con que le había mirado a él, experimentando hacia otro hombre un amor completo y profundo, ese amor que la empresa había demostrado que era mejor que el de la selección natural, poco comercial y anticuado, y que en la misma playa anunciada por el folleto, Penny y el otro se amarían…

Simon se abalanzó hacia la garganta de Tate. Dos ayudantes, que habían penetrado en el despacho unos momentos antes, le cogieron y empujaron hacia la puerta.

—¡Recuérdelo! —le advirtió Tate—. ¡Esto no invalida en modo alguno su experiencia!

De manera infernal, Simon intuyó que Tate le decía sólo la verdad.

Y se encontró en la calle.

Al principio sólo pensó en huir de la Tierra, donde las cosas impracticables eran peores de lo que un hombre puede soportar. Echó a andar a buen paso, y su Penny iba a su lado, su rostro glorificado por su amor hacia él, y él… y él… y tú… y tú…

Y, naturalmente, llegó a la galería de tiro.

—¿Quiere probar su suerte? —le ofreció el encargado.

—Ahora mismo —masculló Simon.