Emily hacía la ronda de las salas a su cargo todas las mañanas, tan pronto como llegaba al museo. Oficialmente, era la ayudante del encargado, a cargo de la Sala de Poetas. A sus propios ojos, no obstante, era algo más que una simple ayudante: era un mortal privilegiado, en privilegiada intimidad con los más grandes Inmortales: los bardos sublimes, según las palabras de uno de ellos, cuyos pasos distantes resuenan por los corredores del Tiempo.

Los poetas estaban dispuestos por orden alfabético más que cronológico, y Emily empezaba por los pedestales de la izquierda de la sala —los de la A—, dando la vuelta en torno al imponente semicírculo. De esta manera, podía dejar a Alfred, lord Tennyson, para el final, o casi el final. Lord Alfred era su favorito.

Saludaba con un agradable «buenos días» a cada uno de los poetas, y ellos le contestaban de la forma característica; pero para lord Alfred añadía un par de frases, como: «Buen día para escribir, ¿eh?», o bien: «¡Espero que los Idilios ya no te causen más trastornos!»

Naturalmente, sabía que Alfred ya no escribiría más, que la anacrónica pluma y la resma de papel del escritorio al lado de su butaca no servían, y que su talento androide no iba más allá de recitar los poemas que su modelo de carne y hueso había escrito varios siglos atrás; pero era igual, no había ningún mal en pensarlo, especialmente cuando sus grabaciones de Tennyson contestaban algo así como:

«En primavera, el lirio más bello se cambia en la paloma lustrosa; en primavera, la fantasía juvenil se orienta a los sueños de amor», o: «Rosa, reina del jardín de las jóvenes, ven acá; las danzas concluyeron entre el rumor del satén y el fulgor de perlas; lirio y rosa, Reinas en una…»

Cuando Emily estuvo por primera vez a cargo de la Sala de los Poetas, albergó grandes esperanzas. Igual que los directores del museo que habían concebido la idea, creía que la poesía no había muerto, y que una vez que la gente viera que podía escuchar las palabras mágicas en lugar de leerlas en libros polvorientos, y, además, escucharlos de labios de un modelo de tamaño natural, animado, de su creador, ni el infierno ni los altos precios podrían impedir que el museo estuviese lleno. Idea que demostró que tanto ella como los directores estaban desfasados.

El ciudadano normal del siglo XXI estaba tan inmunizado contra la idea de volver a la vida a Browning como lo estaba contra sus libros. Y en cuanto a los literatos menores, preferían sus platos poéticos servidos al estilo antiguo, y en varios casos se manifestó públicamente que investir a monigotes animados con las frases inmortales de los Grandes Maestros Antiguos era un crimen tecnológico contra las humanidades.

Pero a pesar de los años de vacío, Emily continuaba fiel a su trabajo, y hasta la mañana en que el firmamento poético se derrumbó, siguió creyendo que algún día alguien enfilaría el corredor que salía del vestíbulo a mano derecha (en lugar del de la izquierda, que conducía al Salón de los Automóviles, o el del centro, que llevaba al de los Aparatos Eléctricos), y llegando ante su mesa, le preguntaría:

—¿Está aquí Leigh Hunt? Siempre me ha intrigado por qué Jenny lo besó, y he pensado que tal vez él me lo explicaría si se lo preguntase.

O bien:

—¿Está muy ocupado ahora Bill Shakespeare? Me gustaría discutir con él la melancolía de Dante.

Pero pasaron los años y las únicas personas que enfilaban el corredor de la derecha, aparte de Emily, eran los empleados del museo, el portero y el vigilante nocturno. En consecuencia, llegó a familiarizarse mucho con los bardos sublimes, y a simpatizar con ellos en su ostracismo. En cierto modo, Emily estaba embarcada en el mismo bote que ellos…

La mañana en que se derrumbó el firmamento poético, Emily hizo la ronda habitual, sin sospechar la inminente calamidad. Robert Browning pronunció su acostumbrado «Buenos días a las siete; hay rocío perlífero en la ladera de la colina», como respuesta al saludo de Emily; y William Cooper respondió: «El año veinte ya pasó desde que nuestro primer cielo se nubló.» Edward Fitzgerald contestó (un poco bebido tal vez, pensó Emily) con su parrafada: «Antes de que muriese el fantasma de la falsa mañana, oí una voz gritar dentro de la taberna: Si todo el Templo está engalanado, ¿por qué se demoran los adormilados adoradores?»

Emily pasó ante su pedestal rápidamente. Jamás había estado de acuerdo con los directores respecto a la inclusión de Edward Fitzgerald en la Sala de los Poetas. Según ella, Fitzgerald no podía reclamar la inmortalidad. Cierto, había adornado sus cinco traducciones de Omar con abundancia de imágenes originales, pero esto no le convertía en un auténtico poeta. No en el sentido en que lo eran Milton o Byron. No como lo era Tennyson.

Emily apretó el paso al pensar en lord Alfred, y en sus mejillas florecieron dos rosas rojas. Apenas tenía paciencia para llegar hasta su pedestal y oír sus palabras. Al revés que las grabaciones de otros poetas, sus cintas siempre decían algo diferente, tal vez por ser uno de los modelos más nuevos, aunque a Emily no le gustaba llamarles modelos.

Así llegó por fin al terreno adorado y contempló el rostro juvenil (todos los androides estaban modelados según el aspecto de los distintos poetas a los veinte años de edad).

—Buenos días, lord Alfred —le saludó.

Los labios sensitivos, aunque sintéticos, formaron una vivida sonrisa. Las cintas giraron silenciosamente. Los labios se separaron y surgieron estas palabras:

Se mueve una brisa matutina,

y el planeta del Amor está en lo alto,

empezando a diluirse en la luz que ama

en un lecho de narcisos celestes…

Emily se llevó una mano a su pecho, las palabras resonando en el vacío de su mente. Estaba tan encantada que no podía pensar siquiera en ninguna de sus bromas ante las exigencias de la poesía, y por esto permaneció allí en silencio, contemplando la figura del pedestal con un sentimiento parecido al temor. Después avanzó, murmurando los buenos días de forma distraída a Whitman, Wilde, Wordsworth, Yeats…

Le sorprendió ver al señor Brandon, el encargado, esperándola en su escritorio. El señor Brandon casi nunca visitaba la Sala de los Poetas, ocupándose casi exclusivamente con las exhibiciones tecnológicas, para dejar el cuidado de los bardos a su ayudante. Llevaba un libro voluminoso, observó Emily, lo cual fue otra sorpresa: el señor Brandon no era un gran aficionado a la lectura.

—Buenos días, señorita Meredith —dijo—. Tengo buenas noticias para usted.

Inmediatamente, Emily se acordó de Percy Bysshe Shelley. El modelo actual tenía una grabación deficiente y había hablado del asunto varias veces con el señor Brandon, sugiriéndole que escribiese a Androides, Co. pidiendo un recambio. Tal vez lo había hecho y había recibido la respuesta.

—¿Sí, señor Brandon? —preguntó con avidez.

—Como ya sabe, señorita Meredith, la Sala de los Poetas ha sido una molestia para todos. Según mi opinión, desde el principio fue un sitio poco práctico, mas como sólo soy el encargado, nada dije sobre el asunto. La Junta de Directores deseaba una sala de androides poetas, de modo que terminamos con una sala llena de androides poetas. Ahora, y soy feliz al decirlo, los miembros de la junta han recobrado al fin el sentido común. Incluso ellos han comprendido que los poetas, en lo tocante al público, están muertos y que la Sala de los Poetas…

—Oh, estoy segura de que el interés del público se despertará pronto —le interrumpió Emily, tratando de contener el tembleteante cielo.

—La Sala de los Poetas —repitió el señor Brandon— es un constante sumidero de los recursos financieros del museo, y ahora necesitamos desesperadamente espacio para ampliar la exposición del Salón de Automóviles. Aún soy más feliz al decir que la junta ha llegado a una decisión: a partir de mañana por la mañana, se desmantelará la Sala de los Poetas para dejar sitio a la Edad del Cromo en la exposición de Automóviles. Se trata del período más importante de…

—Pero ¿y los poetas? —volvió a interrumpirle Emily—. ¿Y los poetas?

El cielo se desplomaba a su alrededor, y entremezclados con los restos de azul se hallaban los fragmentos magullados de las nobles palabras y los restos de las antiguas y orgullosas frases.

—Claro está, los almacenaremos —los labios del señor Brandon esbozaron una sonrisa de simpatía—. Luego, si algún día el público se interesa, sólo necesitaremos desembalarlos y…

—¡Pero se ahogarán! ¡Morirán!

—¿No cree que es usted un poco ridícula, señorita Meredith? —el señor Brandon la contempló con severidad—. ¿Cómo puede ahogarse un androide? ¿Cómo puede morir?

Emily sabía que estaba encendida, pero no hizo marcha atrás.

—Si no las pronuncian, se ahogarán sus palabras. Su poesía morirá si nadie la escucha.

El señor Brandon estaba enojado. En sus hundidas mejillas había una nota de color rosa y sus ojos pardos se habían oscurecido.

—Señorita Meredith, usted no es realista. Me defrauda, por cierto. Creí que le encantaría saber que estaba a cargo de una exposición progresiva, en lugar de un mausoleo lleno de poetas fallecidos.

—¿Quiere decir que tendré a mi cargo el período de la Edad del Cromo?

El señor Brandon tomó la aprensión de Emily por respeto. Instantáneamente, su voz se hizo más cálida.

—Claro está. No podríamos cederle su dominio a nadie más, ¿verdad? —se estremeció, como si esta idea fuese repulsiva.

En cierto modo era como decir: otra persona exigiría más sueldo.

—Desde mañana podrá desempeñar sus nuevas obligaciones. Hemos contratado unos obreros para que trasladen esta noche los coches, y mañana vendrá aquí un ejército de decoradores que pondrán esta sala a la moda. Con un poco de suerte, pasado mañana todo estará listo para el público… ¿Está usted familiarizada con la Edad del Cromo, señorita Emily?

—No —musitó Emily—, oh, no…

—Eso pensé, de modo que le he traído esto —el señor Brandon le entregó el libraco—. Es Un análisis del motivo cromado en el arte del siglo XX. La obra más trascendental de este siglo.

El último fragmento de cielo se había derrumbado y Emily se hallaba desamparada en medio de los montones de restos azules. Por fin comprendió que el objeto que tenía en sus manos era Un análisis del motivo cromado en el arte del siglo XX y que el señor Brandon se había marchado.

No supo cómo pasó el resto del día, y aquella noche, antes de irse, se despidió de los poetas. Estaba llorando cuando cruzó la puerta electrónica hacia la calle de Setiembre, y lloró durante todo el trayecto hasta su casa en el aerotaxi. Su apartamento parecía atestado y feo, igual que años antes, cuando los bardos sublimes aún no habían entrado en su existencia, y la pantalla del equipo video la miraba desde las sombras como el ojo pálido y despiadado de un monstruo de las profundidades abisales.

Tomó una cena insignificante y se acostó temprano. Permaneció tendida en la vacía oscuridad mirando por la ventana el gran letrero del otro lado de la calle. El letrero parpadeaba, comunicando un mensaje doble. En el primer parpadeo anunciaba: Tome Somnitabletas. En el segundo: Zzzzzzzz. Estuvo despierta largo rato. Parte del tiempo era la Dama de Shalott, ataviada de blanco, flotando por el río hacia Camelot, y el resto del tiempo retenía la respiración debajo de la superficie de la piscina, esperando con desesperación que los chicos del barrio, que la habían atrapado nadando desnuda, acallasen sus crueles carcajadas y sus palabras obscenas, marchándose, para que ella pudiera salir del agua fría y vestirse. Finalmente, después de haber sumergido su ardiente rostro por sexta vez, se fueron, y ella logró subir, morada y temblando, luchando furiosamente con el santuario de su vestido de dacrón.

De pronto estaba corriendo, de vuelta al pueblo, y sin embargo, cosa extraña, no corría en absoluto, sino que flotaba, tendida en la barca y ataviada de blanco, río abajo hacia Camelot. Flotaba como una figura resplandeciente, con palidez de muerte entre, las altas casas, hacia el silencioso Camelot. Y los caballeros y el pueblo acudieron al muelle, como hacían siempre, y leían su nombre en la proa, y aparecía Lanzarote… Lanzarote o Alfredo, ya que a veces era uno y otras era el otro, y finalmente los dos. Tiene una cara muy bella, murmuraba Lanzarote-Alfredo, y Emily de Shalott le oía, aunque se suponía que estaba muerta. Dios en su piedad le conceda su gracia a la Dama de Shalott

Los obreros habían trabajado toda la noche y la Sala de los Poetas estaba irreconocible. Los poetas habían desaparecido, y en su lugar centelleaban representaciones del arte del siglo XX. Había algo llamado Firedomo 8 donde había estado Robert Browning sentado, soñando en su E.B.B., y un objeto largo y bajo con el nombre imposible de Pájaro de Trueno ocupando el lugar que Alfred, lord Tennyson, había consagrado.

El señor Brandon se le acercó, con unos ojos tan brillantes como el decorado cromado que tanto le apasionaba.

—Bien, señorita Meredith, ¿qué le parece la nueva exposición?

Emily casi se lo dijo. Pero se tragó su amargura. Un despido sólo serviría para apartarla de sus poetas para siempre, mientras que si continuaba trabajando en el museo, al menos los tendría cerca.

—Es… es algo deslumbrante.

—Ahora lo encuentra deslumbrante, pero espere a que terminen los decoradores —el señor Brandon no podía ocultar su entusiasmo—. Ah, casi la envidio, señorita Meredith. Tiene a su cargo la exposición más atractiva de todo el museo.

—Sí, eso supongo —Emily miraba asombrada a su alrededor—. ¿Por qué los pintaron con colores tan llamativos, señor Brandon?

El resplandor del señor Brandon se empañó un poco.

—Ya veo que ni siquiera ha hojeado Un análisis del motivo cromado en el arte del siglo XX —le recriminó—. Aunque sólo hubiera leído la solapa de la cubierta, sabría que el color del coche americano era un complemento inevitable del aumento de apliques cromados. Los dos factores combinados dieron nacimiento a una nueva era del arte automovilístico que duró más de un siglo.

—Parecen huevos de Pascua —sonrió Emily sin alegría—. ¿De veras los conducía la gente?

Los ojos del señor Brandon habían recobrado su brillo normal, y su entusiasmo yacía a sus pies como un globo pinchado.

—¡Claro que los conducían! Creo que usted se muestra deliberadamente difícil, señorita Meredith, y no apruebo esta actitud.

Dio media vuelta y se alejó.

Emily no quería discutir con él, por lo que intentó llamarle y disculparse. Pero ni aún a costa de su vida hubiese podido hacerlo. La transición de Tennyson al Pájaro de Trueno la había amargado más de lo que creía.

Pasó muy mala mañana, contemplando desvalidamente a los decoradores, que estaban cambiando toda la sala. Gradualmente, los muros color pastel adquirían un tono más brillante, desapareciendo las ventanas góticas detrás de unas persianas de cromo. El sistema de luz indirecta fue transformado en una serie de luces fluorescentes; el suelo de parquet quedó despiadadamente escondido debajo de un enlosado sintético. A mediodía, la sala tenía el aspecto de un lavabo enorme. Lo único que faltaba, pensó Emily cínicamente, era una hilera de retretes de cromo.

Se preguntó si los poetas estarían cómodos en sus cajas, y después de almorzar subió al almacén del ático para averiguarlo. Pero en el polvoriento desván no encontró las cajas de los poetas; no encontró nada que no estuviera allí antes, las reliquias pasadas de moda acumuladas a través de los años. Una sospecha empezó a formarse en su mente. Bajó de nuevo rápidamente y buscó al señor Brandon.

—¿Dónde están los poetas? —le preguntó, cuando lo halló dirigiendo la alineación de un automóvil.

La culpa en el rostro del señor Brandon fue tan inequívoca como la mancha de moho en el parachoques de cromo ante el que se hallaba.

—Oh, señorita Meredith… ¿no cree que es usted un poco…?

—¿Dónde están? —repitió ella.

—Pues… los pusimos en el sótano.

La cara del señor Brandon estaba tan colorada como el óxido del guardabarros que estaba examinando.

—¿Por qué?

—Señorita Meredith, adopta usted una actitud equivocada…

—¿Por qué los puso en el sótano?

—Temo que hubo un leve cambio en nuestros planes originales —el señor Brandon pareció de pronto absorto en el dibujo del enlosado sintético—. En vista de que la apatía del público hacia la poesía puede ser permanente, y en vista de que el presupuesto de la nueva decoración es mayor de lo supuesto, nosotros…

—¡Piensan venderlos como objetos viejos! —el rostro de Emily estaba blanco. Tenía los ojos arrasados en lágrimas, y también le resbalaban por las mejillas—. ¡Le odio! —proclamó—. ¡A usted y a los directores! ¡Son como cuervos! Si algo está de moda, lo cogen y lo colocan en su viejo museo, arrojando del mismo todo lo bueno y magnífico… ¡Les odio! ¡Les odio! ¡Les odio!

—Por favor, señorita Meredith, intente ser realista…

El señor Brandon calló al ver que hablaba al vacío.

Emily era ya una serie de pasos apresurados y un revoleo de vestido floreado por entre las filas de coches. El señor Brandon se encogió de hombros. Pero el gesto fue un esfuerzo físico, no un acto casual.

Recordaba los años pasados, cuando la joven delgada, de ojos tristes y sonrisa tímida se le acercó en la Sala de Aparatos Eléctricos, pidiéndole empleo. Y recordaba lo astuto que él había sido (sólo que «astuto» no era el calificativo más adecuado ahora) al nombrarla ayudante del encargado, que era un título vacuo que nadie quería porque significaba menos sueldo que el portero, y sobre todo, al poner a su cargo la Sala de los Poetas, a fin de poder él dedicarse a sus salas preferidas. También recordaba el inexplicable cambio sufrido por la joven en los años posteriores, cómo la expresión triste había huido de sus ojos, cómo su paso se había apresurado, cómo su sonrisa se había alegrado, especialmente por las mañanas…

Furioso, el señor Brandon volvió a encogerse de hombros. Pero los hombros le parecían de plomo.

Los poetas estaban amontonados en un rincón siniestro. La luz de la tarde se filtraba por el alto ventanal del sótano, iluminando los rostros inmóviles y pálidos. Emily sollozó al verlos.

Tardó bastante en encontrar a Alfred. Lo apoyó contra una anticuada butaca del siglo XX y ella se sentó en otra. Él la contempló casi interrogándola con sus ojos de androide.

Locksley Hall —le pidió Emily.

Camaradas, dejadme aquí mientras aún es joven la mañana;

Dejadme aquí, y cuando me necesitéis, tocad el clarín…

Cuando terminó de recitar Locksley Hall, Emily pidió:

—Morte d’Arthur.

Al concluir Morte d’Arthur, siguió Los comedores de Lotos.

Mientras el poeta recitaba, la mente de Emily estaba dividida en dos partes. Una absorta en la poesía, la otra en el dilema de los poetas.

Hasta la mitad de Maud, Emily no se dio cuenta del paso del tiempo. Sobresaltada, comprendió que ya no veía el rostro de Alfred, y al mirar hacia la ventana observó la penumbra crepuscular. Alarmada, se puso en pie y fue hacia la escalera.

Buscó el interruptor de la luz en la oscuridad y subió al primer piso, dejando a Alfred a solas con Maud. El museo estaba sumido en tinieblas, exceptuando la luz que ardía en el vestíbulo.

Emily se detuvo bajo el cono luminoso. Aparentemente, nadie la había visto bajar al sótano, y el señor Brandon, suponiendo que se había marchado a casa, había dejado el museo al cuidado del vigilante nocturno, marchándose también. Pero ¿dónde estaba el vigilante? Si quería salir tenía que encontrarle y rogarle que abriera la puerta. Pero ¿deseaba marcharse?

Emily meditó la pregunta. Se acordó de los poetas amontonados ignominiosamente en el sótano y en los relucientes vehículos que usurpaban aquel suelo sagrado. En aquel momento crucial, sus ojos captaron el brillo metálico procedente de una pequeña exhibición junto a la puerta.

Era una exposición de bomberos antiguos, con el equipo apagaincendios que usaban un siglo atrás. Había un extintor químico, una escalerilla con ganchos en miniatura, una manguera de lona enrollada, un hacha… Fue el brillo de la reluciente hoja del hacha lo que primero atrajo su atención.

Apenas consciente de lo que hacía, fue hacia allí. Cogió el hacha, la levantó y vio que podía manejarla con facilidad. Una neblina le ofuscó el cerebro y sus pensamientos cesaron de funcionar. Llevando el hacha, recorrió el pasillo que un día antes conducía a la Sala de los Poetas. En la oscuridad encontró el interruptor y los nuevos fluorescentes destellaron como estrellas novas alargadas, brillando sobre la contribución al arte hecha por el hombre del siglo XX.

Los coches estaban casi pegados entre sí, en un amplio círculo, como enzarzados en una carrera. Delante de Emily había un coche cromado en gris… Un modelo más antiguo que sus compañeros, pero bueno para empezar. Emily se acercó, levanto el hacha y apuntó al parabrisas. Y de pronto se detuvo, al comprender que cometía un error.

Abatió el hacha, dio un paso al frente y atisbo por la abierta ventanilla. Así contempló el tapizado de los asientos, imitando la piel de leopardo, el tablero de mandos, el volante… De repente, supo cuál era el error.

Avanzó en círculo. Aquella sensación errónea creció. Los coches variaban de tamaño, color, cromados, caballos de vapor o capacidad de asientos, pero en un aspecto no variaban en absoluto. Todos estaban vacíos.

Sin el conductor, un coche estaba tan muerto como un poeta en el sótano.

Bruscamente, a Emily empezó a palpitarle con fuerza el corazón. El hacha se deslizó entre sus dedos y cayó al suelo. Emily retrocedió hacia el vestíbulo. Acababa de abrir la puerta que daba al sótano cuando la detuvo un grito. Reconoció la voz del vigilante y aguardó impaciente a que él la identificase.

—Oh, señorita Meredith —exclamó el hombre, al aproximarse—, el señor Brandon no dijo que usted se quedaría a trabajar esta noche.

—Probablemente lo olvidó —repuso Emily, maravillándose por su facilidad en mentir. De pronto la asaltó una idea: ¿por qué contentarse con una sola mentira? Ni con la ayuda del montacargas resultaría sencilla su tarea. ¿Por qué no?—. El señor Brandon me dijo que usted podría ayudarme si lo necesitaba —dijo—. ¡Y temo que necesitaré mucha ayuda!

El vigilante nocturno frunció el ceño. Consideró si la cláusula sindical era apropiada a la situación, la que estipulaba que un vigilante nocturno nunca debe dedicarse a actividades que menoscaben la dignidad de su cargo; dicho de otro modo: a trabajar. Pero en el rostro de Emily había una expresión que no había visto antes, una expresión decidida que no tenía nada que ver con las cláusulas sindicales.

—Está bien, señorita Meredith —suspiró.

—Bueno, ¿qué le parece? —preguntó Emily.

La consternación del señor Brandon era un fenómeno digno de ver. Sus ojos se desorbitaron ligeramente y la mandíbula cayó más de un centímetro. Pero consiguió articular un:

—¡Anacrónico!

—Oh, esto se debe a los trajes de la época —objetó Emily—. Más adelante, cuando lo permita el presupuesto, les compraremos ropas modernas.

El señor Brandon contempló el asiento del conductor del «Buick» color aguamarina, a cuyo lado se hallaba. Hizo un esfuerzo para imaginarse a Ben Johnson con ropa del siglo XXI. Ante su sorpresa, el esfuerzo resultó compensador. Sus ojos volvieron a su lugar y recobró el don de la palabra.

—Tal vez haya estado acertada, señorita Meredith —concedió—. Y creo que la junta estará complacida. En realidad, no queríamos deshacernos de los poetas, pero no encontrábamos un uso práctico para ellos.

El corazón de Emily pareció esponjarse. Al fin y al cabo, en un asunto de vida o muerte, era un precio mínimo.

Cuando se hubo marchado el señor Brandon, Emily hizo la ronda de la sala. Robert Browning contestó con su habitual «Buenos días a las siete; hay rocío perlífero en la ladera de la colina», en respuesta a su saludo, aunque su voz sonó un poco amortiguada en el interior del «Packard» de 1958, y William Cooper repuso vigorosamente desde su tapizado asiento: «El año veinte ya pasó desde que nuestro primer cielo se nubló.» Edward Fitzgerald daba la impresión de que iba a toda velocidad en su «Chrysler» de 1960, y Emily arrugó severamente el entrecejo ante su ingrata referencia a la taberna de Khayyám.

Dejó a Alfred, lord Tennyson, para el final. Estaba muy natural detrás del volante de su «Ford» de 1965, y un observador casual hubiera supuesto que estaba tan ocupado guiándolo que sólo tenía ojos para la trasera cromada del coche que tenía delante. Pero Emily sí lo sabía. Sabía que en realidad veía Camelot y la isla de Shalott, y a Lanzarote cabalgando con la reina Ginebra por una comarca inglesa.

Odiaba interrumpir su ensueño, aunque estaba segura de que a él no le importaría.

—Buenos días, lord Alfred…

Él volvió la noble cabeza, y sus ojos de androide se encontraron con los de ella. Parecían más brillantes, y su voz, cuando habló, fue vibrante y potente:

El orden antiguo cambió, dando lugar al nuevo.

Y Dios se satisfizo a Sí mismo en muchas maneras…