PRIMERA PARTE

Era casi una reunión de clase, y aunque estaba marcada por la ausencia de cordialidad, no había aún ningún motivo para sospechar que iba a producirse una muerte.

Edward Talliaferro, recién llegado de la Luna y con las piernas todavía sin acostumbrar a la gravedad, se reunió con los otros dos en la habitación de Stanley Kaunas. Este se levantó para saludarle de un modo sojuzgado. Battersley Ryger se limitó a seguir sentado e inclinar la cabeza.

Talliaferro hundió su corpachón en el diván, apercibiéndose de su extraordinario peso. Hizo una mueca, torciendo los labios hacia dentro del borde de su bigote y su barba.

Ya se habían visto los tres antes en condiciones más ceremoniosas. Ahora, por primera vez, estaban solos.

—Esta es una gran ocasión —manifestó Talliaferro—. Nos reunimos por primera vez en diez años. Por primera vez, de hecho, desde que nos licenciamos.

Ryger arrugó la nariz. Se la habían roto poco antes de su licenciatura y había recibido el diploma de astrónomo con un vendaje que le desfiguraba el rostro.

—¿Ha pedido alguien champaña u otra cosa? —preguntó gruñendo.

—¡Vamos! —exclamó Talliaferro—. La primera gran convención astronómica interplanetaria de la historia no es motivo para enfadarse. ¡Y menos entre amigos!

—Es la Tierra —rezongó Kaunas—. No me sienta bien. No logro acostumbrarme.

Sacudió la cabeza, pero conservó la expresión deprimida.

—Lo sé —asintió Talliaferro—. Yo me siento pesado. Y esto me resta energías. Sin embargo, tú estás mejor que yo, Kaunas. La gravedad de Mercurio es 0,4 de la normal. En la Luna, es sólo 0,16. —Interrumpió la frase que iba a pronunciar Ryger, añadiendo—: Y en Ceres el campo de seudogravedad está regulado a 0,8. Tú no tienes ningún problema, Ryger.

—Es el aire libre —masculló el astrónomo de Ceres—. Me asombra aún poder salir fuera sin un traje especial.

—De acuerdo —asintió Kaunas—. Y la misma sensación produce que el sol te dé en el cuerpo.

Talliaferro se sintió transportado al pasado. Los otros dos no habían cambiado mucho. Ni él. Naturalmente, tenían diez años más. Ryger había engordado un poco y el rostro afilado de Kaunas estaba algo arrugado, pero habría reconocido a ambos de haberles encontrado sin previo aviso.

—No creo que sea culpa de la Tierra —dijo—. Enfrentémonos con la verdad.

Kaunas le miró sagazmente. Era un individuo de manos muy nerviosas y habitualmente llevaba unos trajes que parecían prestados por alguien mucho mayor.

—¡Villiers! Lo sé —afirmó—. A veces pienso en él. —Con cierta desesperación añadió—: Recibí una carta suya.

Ryger se irguió en su asiento, oscureciéndose su olivácea tez.

—¿De veras? ¿Cuándo?

—Hace un mes.

—¿Y tú? —le preguntó Ryger a Talliaferro.

El astrónomo lunar parpadeó plácidamente y asintió.

—Se ha vuelto loco —aseguró Ryger—. Afirma haber descubierto un método práctico de transposición de masa a través del espacio. ¿Os contó lo mismo a vosotros? Exacto, entonces. Siempre ha sido un poco… chiflado. Y ahora se ha desquiciado.

Se frotó con fuerza la nariz y Talliaferro recordó el día en que Villiers se la había roto.

Durante diez años, Villiers les había perseguido como la vaga sombra de una culpa que en realidad no era suya. Se habían graduado juntos, cuatro hombres inteligentes y estudiosos, dedicados a una profesión que había alcanzado nuevas alturas en la era de los viajes interplanetarios.

Los observatorios escrutaban otros mundos, rodeados por el vacío, sin estar velados por el aire.

Estaba el observatorio lunar, desde el que podían estudiarse la Tierra y los planetas interiores; un mundo silencioso en cuyo cielo colgaba el planeta madre.

El observatorio de Mercurio, el más próximo al Sol, encaramado en el polo norte del planeta, donde el terminator apenas se movía y el Sol se hallaba fijo en el horizonte, pudiendo ser estudiado en sus más mínimos detalles.

El observatorio de Ceres, el más moderno, el más nuevo, abarcaba desde Júpiter a las galaxias más exteriores.

Claro está, había desventajas. Siendo aún difíciles los viajes interplanetarios, había pocos permisos, era imposible llevar una existencia normal, y no obstante se trataba de una generación más feliz. Los nuevos científicos encontrarían bien arados los campos del saber y, hasta el invento de los viajes interestelares, no se abriría ningún otro horizonte mejor.

Esos cuatro dichosos mortales, Talliaferro, Ryger, Kaunas y Villiers, iban a gozar de la posición de un Galileo que, por virtud de poseer el primer telescopio auténtico, apenas lo apuntaba hacia el cielo sin hacer un nuevo descubrimiento.

De pronto. Romano Villiers se puso enfermo de fiebre reumática. ¿De quién era la culpa? El corazón le fallaba, dejándole desvalido.

Era el más inteligente de los cuatro, el que ofrecía más esperanzas, el más intenso… y ni siquiera podía ahora terminar sus estudios y conseguir el diploma.

Peor aún, nunca podría abandonar la Tierra, ya que la aceleración del despegue de una nave espacial le mataría.

Talliaferro fue destinado a la Luna, Ryger a Ceres y Kaunas a Mercurio. Sólo Villiers se quedó condenado de por vida a la Tierra.

Intentaron darle muestras de su compasión, pero Villiers los rechazó con algo próximo al odio. Los despidió, maldiciéndoles. Cuando Ryger perdió los estribos y levantó el puño, Villiers saltó hacia él gritando y le rompió la nariz.

Naturalmente, Ryger no lo había olvidado, ya que ahora se estaba acariciando el apéndice nasal con un dedo.

La frente de Kaunas era un conjunto de arrugas.

—Forma parte de la convención. Ocupa la habitación 405 de este hotel.

—No quiero verle —exclamó Ryger.

—Va a venir. Dijo que quería vernos. Pensé… Bueno, dijo a las nueve. No tardará.

—En tal caso —masculló Ryger—, si no os molesta, yo me largo.

—Oh, espera un poco —le detuvo Talliaferro—. ¿Qué mal hay en verle?

—Ninguno. Pero está loco.

—Aun así. No seamos quisquillosos. ¿O acaso le temes?

—¿Temerle? —exclamó Ryger desdeñosamente.

—Bien, estás nervioso. ¿Por qué?

—No estoy nervioso.

—Claro que sí. Todos nos sentimos mi poco culpables, sin el menor motivo. Lo ocurrido no fue culpa nuestra.

Pero Talliaferro hablaba a la defensiva y lo sabía.

Y cuando, casi al momento, sonó la señal de la puerta, los tres se sobresaltaron y se volvieron a mirar la barrera que les separaba de Villiers.

Se abrió la puerta y entró Romano Villiers. Los otros se pusieron en pie y le saludaron envaradamente, continuando con cierto embarazo, sin que una sola mano se alargase.

Villiers les contempló sardónicamente.

«Ha cambiado», pensó Talliaferro.

Era cierto. Se había encogido casi en cada dimensión. La pequeña joroba disminuía su estatura. La piel del cráneo relucía por entre el ralo cabello, la piel del dorso de sus manos estaba surcada por innumerables venillas azules. Parecía enfermo. Nada podía relacionarle con los recuerdos pasados, excepto el gesto de protegerse los ojos con una mano cuando miraba intensamente y cuando hablaba con su voz de barítono, regular, controlada.

—¡Amigos míos! —exclamó—. ¡Mis amigos trotaespacios! Hemos perdido el contacto.

—Hola, Villiers —dijo Talliaferro.

—¿Estás bien? —inquirió Villiers, mirándole fijamente.

—Bastante bien.

—¿Y vosotros dos?

Kaunas esbozó una sonrisa y murmuró unas palabras.

—Todo va bien, Villiers —repuso Ryger—. ¿Por qué?

—Ryger, el hombre colérico —comentó Villiers—. ¿Cómo te va por Ceres?

—Estaba bien cuando salí de allí. ¿Y la Tierra?

—Ya lo ves —pero Villiers apretó los labios al decirlo. Continuó—. Espero que el motivo de que los tres asistáis a la convención será escuchar mi lectura pasado mañana.

—¿Tu lectura? ¿Qué lectura? —se pasmó Talliaferro.

—Oh, todo lo tengo escrito en un papel. Mi método sobre la transposición de masa.

Ryger sonrió torcidamente.

—Sí, lo sé, aunque no habías dicho nada de ningún papel, ni recuerdo que figures en la lista como orador. De lo contrario, me habría fijado.

—Exacto, no estoy en la lista. Ni he preparado ningún extracto para su publicación.

Villiers enrojeció y Talliaferro trató de calmarle:

—No te excites, Villiers. No tienes buen aspecto.

—Mi corazón aún resiste, gracias —rezongó Villiers dando media vuelta.

—Oye, Villiers —intervino Kaunas—, si no estás en la lista ni has hecho un extracto…

—Óyeme tú a mí. He aguardado diez años. Vosotros tenéis vuestros empleos en el espacio y yo he de enseñar aquí, en la Tierra, pero soy más inteligente que cualquiera de vosotros.

—De acuerdo —asintió Talliaferro.

—Tampoco deseo vuestra compasión. Mandel lo vio. Supongo que habréis oído hablar de Mandel. Es el presidente del departamento de Astronáutica en la convención y le hice una demostración de la transposición de la masa. Fue con un aparato burdo, que se quemó después de la primera prueba, pero… ¿Me estáis escuchando?

—Te escuchamos —replicó Ryger fríamente—, en lo que vale.

—Me dejó hablar a mi aire. Seguro que sí. Sin previo aviso. Sin anuncios. Y mi demostración caerá como una bomba. Cuando yo dé las relaciones involucradas, la convención se derrumbará. Se marcharán todos a sus respectivos laboratorios para comprobar mis palabras y mi descubrimiento. Y verán que es la verdad. Conseguí que un ratón vivo desapareciera de un rincón de mi laboratorio y apareciese en otro. Mandel lo vio.

Les miró, primero fijamente una cara y luego las otras.

—No me creéis, ¿verdad? —concluyó.

—Si no deseas publicidad —preguntó Ryger—, ¿por qué nos lo estás explicando?

—Vosotros sois diferentes. Sois mis amigos, mis condiscípulos. Os fuisteis al espacio, dejándome en la Tierra.

—No fue culpa nuestra —objetó Kaunas con un hilo de voz.

Villiers ignoró la observación.

—De modo que ahora quiero que lo sepáis —prosiguió—. Lo que ejerce efecto en un ratón también lo ejercerá en el cuerpo humano. Y lo que puede trasladarse dos metros en un laboratorio, podrá trasladarse por el espacio. Yo estaré en la Luna y en Mercurio, o en Ceres, en todas partes adonde quiera ir. Me equipararé con cualquiera de vosotros y más aún. Y contribuiré a la astronomía con algo más que con enseñar en la academia; más que vosotros en vuestros laboratorios con los telescopios, las cámaras y las naves espaciales.

—Bien, esto me complace mucho —observó Talliaferro—. Más poder para ti. ¿Podría ver una copia de ese papel?

—Oh, no —Villiers cruzó las manos sobre el pecho como si protegiese un papel fantasmal contra toda observación—. Vosotros aguardaréis como todo el mundo. Sólo existe una copia y nadie la verá hasta que yo quiera. Ni siquiera Mandel.

—¿Una copia? —se asustó Talliaferro—. ¿Y si se extravía o…?

—Oh, no. Y en ese caso, lo llevo todo en la cabeza.

—Si tú… —Talliaferro estuvo a punto de decir «mueres», pero se contuvo a tiempo. En cambio, prosiguió, tras una pausa imperceptible— tuvieras un poco de sentido común, al menos fotocopiarías el documento. Por cuestión de seguridad.

—No —rechazó Villiers—. Pasado mañana lo oiréis todo. Ante vosotros se ensanchará el horizonte humano de una vez, como nunca antes. —Volvió a contemplarlos uno a uno—. Diez años… —murmuró—. Adiós.

—Está loco —exclamó Ryger, mirando la puerta, como si Villiers aún estuviera en el umbral.

—¿Tú crees? —observó Talliaferro pensativamente—. Sí, supongo que, en cierto modo, sí. Nos odia por motivos irracionales. Y ni siquiera fotografía o fotocopia ese documento como precaución.

Talliaferro exhibió su propia minicámara. Era un cilindro de color neutro, corriente, más corto que un lápiz ordinario. En los últimos años, era algo así como el distintivo de los científicos, como el estetoscopio del médico y la microcomputadora del estadístico. La minicámara se llevaba en un bolsillo de la chaqueta, o prendida a una manga, colocada detrás de la oreja o balanceándose al extremo de una cadena.

Talliaferro, a veces, en sus momentos más filosóficos, se admiraba de los tiempos en que los investigadores tenían que tomar laboriosas notas o archivar copias de tamaño natural. ¡Qué engorro!

Ahora bastaba con fotografiar todo lo escrito o impreso para lograr un micronegativo que luego podía ampliarse a voluntad. Talliaferro ya había minifotografiado todos los extractos incluidos en el programa de la convención. Sus dos compañeros, suponía confiadamente, habrían hecho lo mismo.

—En estas circunstancias —observó—, es una locura negarse a fotografiar esa cuartilla.

—¡Despacio! —gruñó Ryger—. No hay cuartilla, no hay descubrimiento. Diría cualquier embuste con tal de humillamos.

—Y entonces, ¿qué hará pasado mañana? —preguntó Kaunas.

—¿Cómo puedo saberlo? Es un chiflado.

Talliaferro seguía jugueteando con la minicámara y se preguntó distraídamente si debía sacar y revelar algunos de los fragmentos de película guardados dentro del aparato.

—No subestiméis a Villiers —dijo—. Tiene cerebro.

—Hace diez años, quizá —replicó Ryger—. Ahora está loco. Propongo que le olvidemos.

Lo dijo en voz alta, como para ahuyentar a Villiers y todo lo relacionado con él con la extraña fuerza con que discutía otros temas. Habló de Ceres y su labor allí: el radiotrazado de la Vía Láctea gracias a los nuevos radioscopios capaces de la resolución de las estrellas aisladas.

Kaunas escuchaba y asentía, y después aportó la información referente a las emisiones radiadas de los diversos soles, y respecto a su colaboración en la prensa sobre la asociación de las tormentas de protones con los gigantescos destellos de hidrógeno en la superficie solar.

Talliaferro contribuyó poco a la conversación. El trabajo lunar tenía poco interés en comparación. La última información respecto a la previsión del tiempo a larga distancia a través de la observación directa de las tempestades terrestres no era nada al lado de las tormentas de protones y los radioscopios.

Además, continuaba pensando en Villiers. Era un cerebro. Todos lo sabían. Incluso Ryger, con todo su enfado, debía saber que si la transposición de la masa era posible, Villiers era el descubridor lógico de la misma.

La discusión de sus tareas les llevó a reconocer que entre los tres no habían conseguido gran cosa. Talliaferro estaba al corriente de todos sus ensayos y lo sabía. Sus propios escritos carecían de importancia. Los otros no habían publicado nada de más valor.

Ninguno de los tres (había que reconocerlo) había descubierto algo que hiciera estremecer los espacios. Los colosales sueños de los días de estudiante no se habían cumplido. Eran hombres muy competentes en el trabajo rutinario. Sólo en eso, y lo sabían.

Villiers habría logrado algo más. Y también lo sabían. Era esta seguridad, así como la culpa, lo que les oponía a Villiers.

Talliaferro intuía con inquietud que Villiers, a pesar de todo, todavía sería más que ellos. Los otros debían de opinar lo mismo, y la mediocridad podía llegar a resultarles intolerable. El documento sobre la transposición de la masa sería leído y Villiers sería el gran hombre al fin y al cabo, como había sido siempre, mientras sus compañeros de clase, con todas sus ventajas, quedarían olvidados. Su papel se reduciría a aplaudir entre la multitud.

Presentía su propia envidia, su pesar, y esto le avergonzaba… aunque no podía desprenderse de tales pasiones.

La conversación se fue extinguiendo.

—Oíd —propuso Kaunas—, ¿por qué no vamos a visitar a Villiers?

Había una falsa cordialidad en la voz, un esfuerzo por conseguir un tono casual muy poco convincente.

—No sirve de nada —añadió— albergar resentimientos…

«Quiere asegurarse respecto a la transposición de la masa —pensó Talliaferro—. Desea que sólo sea la pesadilla de un loco, para poder dormir tranquilo esta noche.»

Pero como también sentía curiosidad, no objetó, y hasta Ryger se encogió a regañadientes.

—Bien, ¿por qué no?

Era un poco antes de las once.

A Talliaferro le despertó el insistente timbre de la señal de su puerta. Se incorporó sobre un codo en la oscuridad, sintiéndose molestado. El suave resplandor del indicador del techo señalaba que aún no eran las cuatro de la madrugada.

—¿Quién es?

El timbre siguió sonando intermitentemente.

Gruñendo, Talliaferro se puso el batín. Abrió la puerta y parpadeó ante la luz del corredor. Reconoció al hombre que tenía delante por haberle visto a menudo en los tridimensionales.

—Me llamo Hubert Mandel —se presentó aquél.

—Sí, señor.

Mandel era uno de los nombres importantes de la astronomía, lo bastante importante para gozar de una fructífera posición administrativa en el Departamento Mundial de Astronomía, lo bastante activo para ser el presidente de la Sección de Astronáutica, de la Convención.

De pronto, Talliaferro recordó que Villiers había afirmado haberle hecho a Mandel una demostración de la transposición de la masa. Pensar en Villiers le serenó un poco.

—¿Es usted el doctor Edward Talliaferro? —inquirió Mandel.

—Exacto.

—Entonces vístase y venga conmigo. Es muy importante. Se refiere a una amistad común.

—¿Al doctor Villiers?

Mandel parpadeó un poco. Sus cejas y pestañas eran tan claras que parecía carecer de ellas. Su pelo tenía la finura de la seda. Tendría unos cincuenta años.

—¿Por qué Villiers? —preguntó.

—Él le mencionó a usted anoche. Y no sé de ninguna otra amistad común.

Mandel asintió, aguardó a que Talliaferro terminase de vestirse, dio media vuelta y ambos salieron del cuarto. Ryger y Kaunas aguardaban ya en una habitación del piso de encima al de Talliaferro. Kaunas tenía los ojos enrojecidos y extraviados. Ryger fumaba un cigarrillo con impaciencia.

—Ya estamos todos aquí —rezongó Talliaferro—. Otra reunión.

Se sentó, y los tres se contemplaron mutuamente. Ryger se encogió de hombros.

Mandel se paseaba por la estancia, con las manos hundidas en los bolsillos.

—Caballeros, disculpen esta molestia, y acepten mi agradecimiento por su colaboración, que desearía fuese completa. Nuestro amigo Romano Villiers ha fallecido… Hace una hora se llevaron su cadáver del hotel. El médico certificó paro cardíaco.

Hubo un silencio de asombro. El cigarrillo de Ryger se quedó a medio camino de sus labios y bajó lentamente sin completar el trayecto.

—¡Pobre diablo! —murmuró Talliaferro.

—¡Horrible! —susurró Kaunas roncamente—. Él era…

Le falló la voz.

—Bien —se estremeció Ryger—, tenía el corazón débil. Ya no es posible hacer nada.

—Sólo una cosa —le corrigió Mandel quedamente—. Recuperación.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Ryger con acritud.

—¿Cuándo le vieron los tres por última vez? —inquirió Mandel.

—Anoche —declaró Talliaferro—. Fue una reunión. Los tres nos veíamos por primera vez en diez años. No fue una entrevista agradable, lamento decirlo. Villiers creía tener un motivo para estar enojado con nosotros, y se mostró colérico.

—¿Cuándo fue esto?

—La primera vez, hacia las nueve.

—¿La primera vez?

—Le vimos de nuevo más tarde.

—Nos había dejado furioso. No podíamos consentirlo. —Kaunas parecía turbado—. Tenía que intentar… Habíamos sido buenos amigos diez años atrás. De modo que fuimos a su habitación y…

—¿Estuvieron todos en su habitación? —interrogó Mandel.

—Sí —asintió Kaunas, sorprendido.

—¿Hora?

—Hacia las once —miró a los otros. Talliaferro asintió.

—¿Cuánto tiempo estuvieron?

—Dos minutos —intervino Ryger—. Nos ordenó salir, temiendo quizá que quisiésemos quitarle su cuartilla —hizo una pausa como si esperase que Mandel preguntase qué cuartilla, pero éste calló. Prosiguió—: Creo que la guardaba debajo de su almohada. Al menos, se tumbó encima, gritando que nos largáramos.

—Tal vez falleció entonces —murmuró Kaunas débilmente.

—Entonces no —replicó Mandel con sequedad—. Así, seguramente, todos ustedes dejaron huellas dactilares.

—Seguramente —repitió Talliaferro. Estaba perdiendo parte de su automático respeto hacia Mandel, recobrando su antigua impaciencia. Eran las cuatro de la madrugada, Mandel o no—. Bien, ¿de qué se trata?

—Caballeros —empezó Mandel—, en la muerte de Villiers hay algo más que el simple hecho. El documento de Villiers, la única copia que existe, que yo sepa, fue embutido en la unidad donde son destruidas las colillas de cigarrillo, y sólo quedaron unos restos. Nunca vi ni leí ese papel, pero sí sé lo suficiente del mismo para poder jurar ante el tribunal, en caso necesario, que los restos de papel no destruido en dicha unidad pertenecen a la hoja que Villiers planeaba leer en la convención. Eh… Parece usted dudarlo, doctor Ryger.

—Dudo de que fuese a leer algo —sonrió torvamente Ryger—. Si desea mi opinión, estaba loco. Durante diez años estuvo prisionero en la Tierra y fantaseó sobre la transposición de la masa como un escape. Probablemente esto era lo único que le mantenía con vida. Había fabricado una demostración fraudulenta. No digo que fuese un fraude deliberado. Probablemente era sincero en su locura, y estaba francamente loco. Anoche llegó a su culminación. Vino a vernos (nos odiaba por haber podido abandonar la Tierra), y pretendió triunfar sobre nosotros. Esos diez años sólo había vivido para ese instante. Y pudo haber sido un trauma para él recobrar cierta forma de cordura. Sabía que no podía leer el papel, pues no podía seguir engañando. De modo que lo quemó… y le falló el corazón. Una pena.

Mandel escuchaba al astrónomo de Ceres con expresión desaprobadora.

—Bien expuesto, doctor Ryger —masculló—, pero equivocado. No me dejo engañar tan fácilmente por una demostración fraudulenta. Bien, según los datos del registro, que me he visto obligado a comprobar apresuradamente, ustedes fueron condiscípulos suyos en la universidad. ¿Cierto?

Los tres asintieron.

—¿Hay algunos condiscípulos más en esta convención?

—No —repuso Kaunas—. Nosotros fuimos los únicos cuatro calificados aquel año para el doctorado de Astronomía. Al menos, él se hubiera calificado a no ser…

—Entiendo —asintió Mandel—. Entonces, en ese caso, uno de ustedes visitó anoche una vez más a Villiers.

Hubo un breve silencio.

—Yo no —declaró Ryger fríamente.

Kaunas, con los ojos muy abiertos, negó con la cabeza.

—¿Qué está dando a entender? —quiso saber Talliaferro.

—Uno de ustedes fue a ver a Villiers a medianoche e insistió en ver el papel. Desconozco el motivo. Seguramente con la intención deliberada de causarle el fallo del corazón. Cuando Villiers cayó, el criminal, si puedo llamarle así, estaba dispuesto. Cogió el papel que, podría añadir, probablemente se hallaba debajo de la almohada, y lo fotografió. Luego metió el original en la unidad destructora de colillas, pero lo hizo de prisa y el papel no quedó totalmente destruido.

—¿Cómo sabe usted todo esto? —le interrumpió Ryger—. ¿Fue usted testigo ocular?

—Casi —respondió Mandel—. Villiers no estaba muerto cuando cayó. Al marcharse el criminal, Villiers consiguió levantar el teléfono y llamó a mi habitación. Pronunció ahogadamente unas frases, suficientes para comprender lo ocurrido. Por desgracia, yo no estaba en mi cuarto, retenido por una conferencia tardía. Sin embargo, la cinta grabadora recogió el mensaje. Cuando regreso a mi habitación o a mi despacho, siempre escucho la cinta. Costumbre burocrática. Llamé a Villiers. Ya estaba muerto.

—Entonces —se interesó Ryger—, ¿a quién acusó Villiers?

—A nadie. O si lo hizo, no resultó inteligible. Pero escuché una palabra con toda claridad: condiscípulo.

Talliaferro extrajo su minicámara del bolsillo de su chaqueta y la tendió hacia Mandel.

—Si desea revelar la película de este aparato, puede hacerlo. Ahí no hallará la fotocopia del papel de Villiers.

Kaunas hizo lo mismo al momento, y Ryger, aunque frunciendo el ceño, les imitó.

Mandel aceptó las tres minicámaras.

—Presumiblemente —dijo—, el que haya cometido ese, digamos crimen, ya habrá dispuesto del fragmento de película con el papel fotografiado. Sin embargo…

—Puede registrarme a mí y mi cuarto —exclamó Talliaferro.

—Un momento —Ryger aún fruncía el ceño—, un momento. ¿Pertenece usted a la policía?

—¿Desea usted a la policía? —Mandel le miró fijamente—. ¿Quiere un escándalo y una acusación de asesinato? ¿Desea que no se celebre la convención y que la prensa del Sistema haga trizas la astronomía y a los astrónomos? La muerte de Villiers pudo ser accidental. Sufría del corazón. Y el que fue a verle en último lugar seguramente actuó impulsivamente. No debió de ser un crimen premeditado. De modo que si quien sea devuelve el negativo, nos ahorraremos una serie de molestias.

—¿También el criminal? —inquirió Talliaferro.

—Él tal vez no. No le prometo la inmunidad. Pero aunque haya molestias, no se producirá un malestar público ni una condena a perpetuidad, como si interviene la policía.

Silencio.

—Es uno de ustedes tres —insistió Mandel.

Silencio.

—Creo —continuó Mandel— que comprendo el razonamiento original del culpable. El papel quedaría destruido. Sólo nosotros cuatro estábamos enterados de lo referente a la transposición de la masa y sólo yo había asistido a una demostración. Además, ustedes sólo tenían su palabra, quizá la palabra de un loco, de que yo la había presenciado. Muerto Villiers por ataque al corazón y desaparecido el papel, sería fácil creer la teoría del doctor Ryger de que la transposición de la masa no se había descubierto. Pasarían un par de años y nuestro criminal, en posesión de los datos necesarios, revelaría poco a poco, mediante varios experimentos parciales y papeles publicados, el descubrimiento que finalmente le otorgaría dinero y fama. Ni sus condiscípulos sospecharían nada. A lo sumo, creerían que las palabras del loco de Villiers le habían impulsado a iniciar las investigaciones al respecto. Nada más.

Mandel paseó su escrutadora mirada por los tres semblantes que tenía ante sí.

—Pero ahora esto ya no servirá. El que de ustedes tres proclamase haber descubierto la transposición de la masa, se declararía criminal. Yo he visto la demostración; sé que fue real, y sé que uno de ustedes posee una copia del papel. Por lo tanto, esta información ya no sirve de nada. Bien, que hable el criminal.

Silencio.

Mandel fue hacia la puerta y dio media vuelta.

—Les agradeceré que no salgan de aquí hasta que regrese. No tardaré. Espero que el culpable reflexione mientras tanto. Si teme que la confesión le haga perder su empleo, le recordaré que una sesión con la policía le haría perder la libertad y le costaría el sondeo psíquico —cogió las tres minicámaras, con expresión adormilada—. Bien, revelaré estas cintas.

—¿Y si intentásemos huir mientras usted está ocupado? —forzó Kaunas una sonrisa.

—Sólo uno de ustedes tiene motivos para ello. Creo que puedo confiar en que los dos inocentes controlarán al tercero, aunque sólo sea por su propia protección.

Salió.

Eran las cinco de la madrugada. Ryger consultó indignado su reloj.

—¡Un verdadero infierno! Yo quiero dormir.

—Podemos enroscarnos aquí… —dijo Talliaferro filosóficamente—. ¿Planea alguien hacer una confesión?

Kaunas desvió la mirada y Ryger curvó el labio inferior.

—Me lo temía. —Talliaferro cerró los ojos, apoyó la cabeza en el respaldo de su butaca y continuó con voz cansada—: En la Luna están en la estación sosegada. Pasamos una noche que dura dos semanas y después volvemos a estar muy ocupados. Luego hay dos semanas de sol, con sólo cálculos, correlaciones y sesiones ajetreadas. Es una temporada difícil. La odio. Si al menos hubiese más mujeres; si lográsemos arreglar algo permanente…

Entre susurros, Kaunas se refirió al hecho de que era imposible captar todo el Sol sobre el horizonte con el telescopio de Mercurio. Pero con otro tramo de tres kilómetros que pronto ensancharía la visión del observatorio (ah, sí, trasladarlo todo, una serie de fuerzas tremendas implicadas, uso directo de la energía solar), podría solucionarse. Se solucionaría.

Incluso Ryger consintió en hablar de Ceres después de escuchar las voces susurrantes de sus compañeros. En Ceres existía el problema del período de rotación de dos horas, lo que significaba que las estrellas cruzaban el cielo a una velocidad angular doce veces mayor que en la Tierra. Una red de tres luminoscopios, tres radioscopios y tres más de todo, captaban los campos de estudio a medida que pasaban.

—¿No podríais utilizar uno de los polos? —se interesó Kaunas.

—Tú piensas en Mercurio y el Sol —replicó Ryger con impaciencia—. Hasta en los polos gira el cielo, y además, la mitad del mismo está siempre oculta. Si Ceres presentase sólo una cara al Sol, como en Mercurio, gozaríamos de una noche permanente, donde las estrellas girarían lentamente una vez en tres años.

El cielo se aclaraba. Amanecía despacio.

Talliaferro estaba semidormido, aunque también conservaba una semiconciencia. No podía dormirse y dejar despiertos a los otros dos. Estaba seguro de que los tres se preguntaban: «¿Quién? ¿Quién?»

Excepto el culpable, claro.

Talliaferro abrió los ojos al entrar Mandel. El cielo, desde la ventana, se veía azul. Talliaferro se alegró de que la ventana estuviera cerrada. El hotel gozaba de aire acondicionado, claro, pero las ventanas las abrían aquellos terrestres que, en las estaciones calurosas, albergaban la ilusión del aire fresco. Talliaferro, con el vacío lunar en su mente, se estremeció ante tal idea como una incomodidad auténtica.

—¿Ha de confesar algo uno de ustedes? —inquirió Mandel.

Todos le miraron fijamente. Ryger sacudió la cabeza.

—He revelado las películas, caballeros, y he escrutado los resultados —arrojó las minicámaras y las películas reveladas sobre la cama—. ¡Nada! Temo haber mezclado las películas. Lo siento. Bien, aún queda la cuestión de la película que falta.

—Si falta —bostezó Ryger.

—Les sugiero, caballeros, que me acompañen al cuarto de Villiers.

—¿Por qué? —preguntó Kaunas sobresaltado.

—¿Psicología? —añadió Talliaferro—. Llevar al criminal a la escena del crimen para que los remordimientos le hagan confesar, ¿eh?

—La razón, menos melodramática —replicó Mandel—, es que me gustaría que los dos inocentes me ayudaran a encontrar la película extraviada con el papel de Villiers fotografiado.

—¿Cree que está allí? —preguntó Ryger, retador.

—Es posible. Es un comienzo. Luego, registraremos sus habitaciones. El simposio sobre Astronáutica no empieza hasta mañana a las diez. Tenemos tiempo hasta entonces.

—¿Y después…?

—Tal vez avisemos a la policía.

Penetraron sombríamente en la habitación de Villiers. Ryger estaba colorado, Kaunas pálido. Talliaferro intentaba aparecer sereno.

La noche anterior habían estado allí con luz artificial, con un Villiers despeinado y furioso, asido a la almohada, retándoles y ordenándoles marcharse. Ahora aún flotaba en el aire el olor a muerte.

Mandel manipuló el polarizador de la ventana para que entrase más luz, y lo ajustó con excesiva rapidez, de modo que el sol de levante penetró en la habitación.

—¡El Sol! —chilló Kaunas, protegiéndose los ojos con el brazo. Los demás se quedaron inmóviles.

El rostro de Kaunas expresaba un terror animal, como si fuese el sol de Mercurio el que le había cegado.

Talliaferro se acordó de su actitud ante la posibilidad del aire libre y rechinó los dientes. Todos estaban condicionados por los diez años que llevaban lejos de la Tierra.

Kaunas corrió a la ventana, manejó el polarizador y acabó respirando con fuerza.

—¿Qué le pasa? —le preguntó Mandel, yendo a su lado junto con los otros dos.

La ciudad se extendía ante ellos, hacia el horizonte, como un monumento de piedra y ladrillos, bañada por el sol naciente, con zonas en sombra. Talliaferro le echó una mirada furtiva e inquieta.

Kaunas, con el pecho contraído hasta el punto de no poder gritar, miraba algo mucho más próximo. Allí, en la parte exterior del alféizar de la ventana, con una esquina metida en una grieta en el cemento, había un fragmento de película de color gris lechoso, de unos centímetros de longitud, y en ella incidían los rayos del sol.

Mandel, soltando un grito colérico e inarticulado, abrió la ventana y cogió aquel fragmento. Lo ocultó en sus manos, mirándolo con ojos enrojecidos, furiosos.

—¡Aguarden aquí! —rugió.

No había nada que decir. Cuando Mandel se marchó, los tres se sentaron, mirándose estúpidamente entre sí.

Mandel regresó a los veinte minutos.

—La esquina que estaba en la grieta —murmuró con una voz que daba la impresión de que sonaba tranquila, sólo porque su dueño ya había pasado del estado furioso— no estuvo expuesta al sol. Conseguí revelar unas palabras. Es el papel de Villiers. El resto está velado. No puede salvarse nada. Ha desaparecido.

—¿Y ahora qué? —quiso saber Talliaferro.

—Ya nada me importa —Mandel se encogió de hombros—. La transposición de la masa no se podrá llevar a cabo hasta que alguien tan inteligente como Villiers vuelva a descubrirla. Yo trabajaré en ello, pero no me hago ilusiones sobre mi capacidad. Habiendo desaparecido la fórmula, supongo que ya no importa cuál de los tres sea el culpable. ¿Cuál sería la diferencia?

Todo su cuerpo parecía haberse aflojado, hundiéndose en la desesperación.

—Eh, un momento —se oyó potente la voz de Talliaferro—. A sus ojos, uno de los tres es culpable. Yo, por ejemplo. Usted es un personaje importante y nunca volvería a hablar bien de mí. Lo cual puede inducir a pensar que yo soy un incompetente. No quiero verme arruinado por la sombra de una culpa. Hay que solucionar este asunto.

—No soy detective —objetó Mandel, cansado.

—Entonces, ¿por qué no llama a la policía?

—Aguarda, Tal —intervino Ryger—. ¿Estás diciendo que el culpable soy yo?

—Sólo afirmo que yo soy inocente.

—¡Esto significa la sonda psíquica para todos! —gritó Kaunas, asustado—. Puede producirnos trastornos mentales…

—¡Caballeros, por favor, caballeros! —Mandel levantó ambos brazos—. Podemos hacer algo, sin recurrir a la policía. Tiene razón, doctor Talliaferro: sería injusto para los inocentes no profundizar en este caso.

Todos le miraron con distintos grados de hostilidad.

—¿Qué sugiere? —inquirió Ryger.

—Tengo un amigo llamado Wendell Urth. Tal vez habrán oído el nombre, tal vez no, pero tal vez podríamos verle esta noche.

—¿Y qué? —interpuso Talliaferro—. ¿De qué nos servirá?

—Es un tipo raro —explicó Mandel—. Muy raro. Y muy inteligente a su modo. Ya ha ayudado otras veces a la policía y quizá pueda ayudarnos a nosotros.