* * *

No sé cuánto rato estuve sentado en su sillón de mimbre. ¿Diez minutos? ¿Una hora? Con las rodillas juntas y mirando, sin verlo, el suelo de la glorieta, me sentía infinitamente solo y tenía el presentimiento de que estaría solo siempre. No sentía amargura; sólo una sorda desesperanza.

Aún ahora, al cabo de los años, mientras describo lo ocurrido, siento lástima de aquel pobre muchacho, solo y desconsolado. Ya no siento dolor; pero recuerdo el suyo... vivamente.

La lógica me dice que lo que ahora voy a relatar no pudo ocurrir tal como yo lo recuerdo. No puedo recrear objetivamente hechos y sensaciones. Lo único que puedo hacer es describir lo que recuerdo lo mejor posible, reconociendo que la memoria retiene sólo la imagen deformada de unos hechos traumatizantes.

Yo estuve allí sentado —no importa cuánto tiempo, pues mi dolor era intemporal— hasta que el suelo de la glorieta cobró consistencia ante mis ojos y me encontré tiritando por el relente. Exhalé un profundo y tembloroso suspiro y sentí punzadas en los pulmones. Debía regresar a Salies. ¿Por qué no? ¿Qué adelantaba quedándome allí sentado? Me levanté del sillón, aturdido, y empecé a bajar las escaleras. Sentí una sacudida, como si hubiera chocado con algo sólido, y un dolor candente en el costado derecho. Creo recordar haber visto un fogonazo, pero fue detrás, no delante de mis ojos. No recuerdo sonido ni detonación alguna; pero enseguida supe —como se saben las cosas en las pesadillas— que me habían herido de un disparo. El jardín se ladeaba y yo me agarré al marco de la puerta del cenador. Debí de rozarla con los labios, pues aún recuerdo haber sentido copos de pintura seca en la boca. Se me llenó el estómago de hielo. Tenía hielo en las piernas. Un cosquilleo de debilidad en la espina dorsal. Y el suelo vino a mi encuentro cuando caí, no al suelo, sino a través de él. Y fui bajando, bajando, dando tumbos en una sima oscura llena de ecos. Aún me parece sentir la náusea mientras lo escribo y mis dedos se aflojan en torno a la pluma. Cayendo y cayendo. Manchas de luz mortecina aparecían ante mí y se cruzaban conmigo a toda velocidad. Y un sonido, como una sola nota grave de órgano, me zumbaba en los oídos. Con una espantosa tranquilidad, me di cuenta de que me moría. Me muero. Estaba un poco sorprendido, pero completamente sereno. Me muero. No me resisto. No lucho. Adelante.

¡No! gritaba el animal que todos llevamos dentro. ¡Vive! ¡Vive!

Me precipitaba hacia otra mancha de luz y estaba seguro de que aquélla iba a ser la última luz y, después, todo oscuridad. La mancha iba agrandándose a medida que mi voluntad me llevaba hacia ella. Unas formas borrosas que parecían flotar en el aire iban perfilándose. La Luna. Una mata de hierba, muy cerca de mis ojos. Una bota. La punta de una bota de hombre. Alargué el brazo y me agarré a la bota para detener la caída. Pero la bota se alejó. Con gran esfuerzo, levanté la cabeza y, a mucha altura encima de mí, ondeando como una imagen reflejada en el agua, estaba la cara de monsieur Treville.

—Por favor... por favor... —dije con lengua torpe.

Me miraba horrorizado y se alejó de mí.

Oí su voz, ronca y lejana:

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

Dentro de mí, volvían a crecer las sombras. Ya sentía su frío.

—Por favor...

De nuevo caí en el vacío. Una infinita negrura... silencio... oscuridad... zumbidos... sensación de flotar...

... flotar hacia

una forma blanca, con rayas... barrotes... cuadros... una ventana. Una ventana que iba creciendo hasta hacerse una pared, completamente blanca.

¿Las paredes blancas del consultorio de Salies? ¿Cómo? ¿El consultorio?

—¡Vaya, vaya! Al igual que Lázaro, ya vuelve, si no precisamente de entre los muertos, por lo menos de entre los muy deteriorados. Ande, bébase esto.

El doctor Gros me levantó la cabeza y me acercó un vaso a los labios.

—¡Arriba el popó! Como dicen las chicas del can-can.

El último trago me hizo toser y sentí un fuerte dolor en el costado derecho.

—Sabe a diablos, lo sé. Pero si fuera bueno de tomar mis pacientes pensarían que no era eficaz. Seguramente, se trata de un resabio de la convicción cristiana de que el placer engendra vicio y el sufrimiento, virtud. No me sorprendería. No; no trate de hablar ahora. Ha perdido mucha sangre y ha sufrido un shock somático general; pero no ha sido afectado ningún órgano vital. Vivirá muchos años, mal que le pese a la profesión médica.

No podía pensar con claridad.

—¿Qué... qué ha ocurrido? ¿Dónde... dónde...?

—Debería tratar de perfeccionar esa elocuencia, Montjean. Deje el tartamudeo para los políticos y los curas. Pero yo preferiría que se estuviera callado un ratito. Le explicaré un par de cosas para que se quede tranquilo. El joven Treville le trajo hasta aquí en su carricoche. Me dijo no sé qué de un accidente mientras me enseñaba sus pistolas de competición. Tomando en consideración lo que sabemos acerca de la historia de esa familia, supongo que es mentira. Como es natural, pensé en llamar a la gendarmería; pero, en vista de sus relaciones con la familia, creí preferible esperar a que volviera en sí. Y ha tardado usted lo suyo. Ya es de día. Estuve velándole toda la noche. ¡Cuando vea la cuenta sufrirá una recaída! ¿Qué? ¿Llamo a la gendarmería?

Moví débilmente la cabeza en sentido negativo.

—¡Hum-m-m! No sé si será prudente. Pero estoy dispuesto a conceder que es asunto suyo. Estuve dándole vueltas toda la noche... no tenía otra cosa en qué pensar. Supongo que le dispararía el viejo, ¿no?

—No sé... no pude verlo.

—Parece lo más lógico, ¿no cree? Al fin y al cabo, se ha ganado cierta fama por esta clase de excesos sociales.

Me dolía su tono de chanza, pero estaba demasiado débil y decaído para protestar.

—El hermano no pudo ser. Si es tan buen tirador como dicen, usted ya habría pasado a mejor vida y estaría atendiendo a las necesidades médicas de los bienaventurados, cualesquiera que sean. Paliativos del aburrimiento, probablemente. O calmantes de la impresión que debe de producir encontrarse con familiares y amigos a los que uno creía haber perdido de vista para siempre.

Miré a la ventana.

—¿Ya es de día?

—Sí; ha estado inconsciente toda la noche. Yo he visto amanecer desde esa ventana, algo que no había hecho en mucho tiempo y que espero no tener que volver a hacer. Otro día espléndido, aunque, para lo que a usted le va a servir...

—Por favor... ayúdeme a levantarme.

—¡No sea estúpido! ¿Sabe? Acaba de ocurrírseme una cosa. Me pregunto qué tal debe de disparar el joven Treville con la mano izquierda. Un buen motivo de reflexión, ¿no le parece?

—Doctor Gros... tengo que ir a Etchevarría. Katya...

—Escúcheme, hijo, su herida aún está fresca. La bala sólo le desgarró el costado. Tiene más suerte de la que merece. Se ha beneficiado de la predilección de Dios por los tontos, los borrachos y los enamorados. Pero ha perdido mucha sangre.

—¡Tengo que ir!

—No sea idiota, Montjean. Eso que acabo de darle era láudano. Dentro de pocos minutos, estará inconsciente y a buen recaudo. De nada le servirá resistirse.

Ya empezaba a sentirme aletargado. Aunque sabía que era inútil, tenía que luchar contra el sueño. Katya me necesitaba. Cuando, al fin, me venció el estupefaciente, sucumbí rebelándome, entre náuseas y terrores.

Cuando volví en mí, estaba solo, bañado en sudor y tan débil que necesité de todas mis fuerzas para levantar la cabeza y mirar hacia la ventana. Por la tonalidad de la luz comprendí que era media tarde. Temblando del esfuerzo, me incorporé y, cautelosamente, puse los pies en el suelo. Cuando se me pasó el vahído, me quedó un martilleante dolor de cabeza. Me subí el camisón y tiré del esparadrapo para examinarme la herida. Estaba fresca y el doctor Gros le había dado dos puntos, pero era superficial y ya no sangraba. Volví a cubrirla con el apósito y me arriesgué a levantarme. Aunque mareado y dolorido, podía tenerme en pie. Mis ropas estaban colgadas de una percha en la pared del fondo. Despacio y con cuidado, me vestí. Cada vez que se me iba la cabeza, me apoyaba en la pared. EI traje estaba sucio y la camisa, ensangrentada y tiesa, pero no me atreví a ir a la pensión a cambiarme, por si el doctor Gros descubría mi ausencia y armaba jaleo. Salí por la puerta trasera y me fui al establo, donde encontré al mozo dormitando sobre una pila de heno. Él enganchó la yegua al calesín y poco después me encontraba ya fuera de Salies, camino de Etchevarría.

El traqueteo me resultaba muy molesto al principio, pero poco a poco fui reaccionando al aire y al sol de la tarde y recobrando las fuerzas.

No me atrevía a pensar en lo que encontraría en Etchevarría. En realidad, no tenía más que una vaga idea de lo que haría cuando llegara; pero estaba seguro de que Katya me necesitaba y nada en el mundo hubiera podido mantenerme alejado.

Los chopos de la avenida cerraban el paso a la brisa y, cuando dejé atrás la vieja tapia del jardín, los cascos de la yegua sonaban con extraña fuerza en aquel silencio. Bajé del calesín y me quedé un momento indeciso en el patio de grava. La puerta principal estaba abierta de par en par y el único sonido era el gemido del viento en las copas de los árboles. El lugar tenía un aire de abandono indefinible pero palpable. Una sensación de terror hizo que se me erizara el vello de la nuca e instintivamente comprendí que había llegado tarde. Tarde para... no sabía para qué.

Entré en el vestíbulo y llamé a Katya. Nadie contestó. Me asomé al salón. Nadie. El comedor estaba desierto. Crucé el corredor hacia el gabinete de monsieur Treville y llamé a la puerta con los nudillos. Nadie contestó. Empujé la puerta y entré. Sobre el escritorio, los mismos montones de libros y papeles que yo recordaba y, en el suelo, cajones y pilas de libros, como si él hubiera salido un momento y fuera a volver enseguida para seguir embalándolos para el traslado.

Al pie de la escalera, mirando hacia arriba, grité:

—Katya.

No hubo respuesta.

—¡Katya!

Silencio. Subí al vestíbulo del primer piso, donde no había estado nunca. Las paredes de la escalera estaban iluminadas por el reverbero del sol que entraba por la abierta puerta de la planta baja, pero el vestíbulo estaba oscuro y todas las puertas, cerradas. No sabía cuál era la habitación de Katya. Llamé a la primera puerta y, al no obtener respuesta, la abrí y me asomé. Los postigos estaban entornados y la única luz venía de las cortinas que el viento abombaba suavemente, iluminadas por una franja de sol que cegaba en aquella penumbra. Distinguí vagamente una figura en la cama... un hombre... completamente vestido.

—¿Paul? —inquirí suavemente—. ¿Monsieur Treville?

La figura no se movió. Me acerqué a la cama silenciosamente.

Monsieur Treville estaba echado encima de la colcha. Observé que llevaba puestas las botas.

—¿Monsieur Treville?

El viento abrió las cortinas y la cara quedó brillantemente iluminada un momento y enseguida volvió a sumirse en la penumbra.

Me volví, anonadado y horrorizado. Había un orificio negro en la sien izquierda y le faltaba la tercera parte del lado izquierdo de la cara. Sentí náuseas y se me doblaron las rodillas. Me quedé agarrado a los pies de la cama, hasta que se me pasó el mareo. Salí de la habitación tambaleándome y me quedé en el vestíbulo, aturdido. En el vértigo de estupor que me invadía, sólo pensaba en encontrar a Katya. Las otras dos puertas del vestíbulo estaban cerradas. Haciendo un esfuerzo, me acerqué a la más próxima y puse la mano en el picaporte. Necesité de toda mi fuerza de voluntad para hacerlo girar, porque temía lo que podía encontrar dentro.

—Es la habitación de Katya, Montjean.

Me volví, sobresaltado. En lo alto de la escalera, en plena sombra, estaba la figura de Paul, difícil de distinguir sobre las paredes iluminadas del fondo.

—No debe molestarla.

La voz era extraña... áspera... forzada.

—Ha sufrido una terrible experiencia. Déjela descansar.

Forcé la vista para mirarle. Tenía aspecto desaliñado. La ropa que llevaba era demasiado grande y su pelo estaba revuelto e hirsuto. Con la mano derecha, sostenía la pistola de competición haciéndola oscilar ligeramente.

Pero la cara, apenas visible en la semioscuridad... Aquellos ojos, dulces y sensibles...

Una oleada de horror me dejó helado.

—¿Katya? —murmuré.

—Ya le dije que está descansando. No quiero que la moleste. ¿Entiende?

Forzaba la voz para que sonara más ronca. El resultado era un sonido chirriante que ponía la piel de gallina.

Tenía que pensar con rapidez. Controlar mis emociones. Tranquilizarme y reflexionar.

—¿Puedo... entrar a verla... Paul? ¿Sólo un segundo?

Ella me miró largamente.

—Está bien. Pero no la despierte. Necesita descansar. Está cansada... cansada.

Su acento de honda compasión contrastaba de modo inquietante con la macabra aspereza de su voz.

Con el corazón latiéndome con fuerza y aturdido por el miedo, abrí la puerta. La habitación también estaba en penumbra, acentuada por el sol que se filtraba por las trémulas cortinas. Cerré suavemente la puerta y me acerqué a la cama. Paul estaba tendido boca arriba, con los brazos pegados al cuerpo y las piernas rígidas. Ella le había puesto por encima uno de sus vestidos blancos, con el cuello cuidadosamente colocado debajo de la barbilla y las mangas, siguiendo la posición de los brazos, como si lo llevara puesto. Y su rostro, tan parecido al de ella ahora que sus facciones estaban en reposo, imprimía una nota de grotesco realismo en la imagen.

—¡Dios mío! —murmuré.

Aparté el vestido y descubrí una mancha de oscura sangre en la pechera de la camisa, con un agujero negro en el centro. La bala le había atravesado el corazón. Pero en la colcha no había sangre. Le habrían matado en otro sitio y llevado, arrastrado, probablemente, a la habitación de Katya. Sentí un estremecimiento al pensar en el esfuerzo que debió de hacer para arrastrar aquel cuerpo inerte por las escaleras. Y para subirlo a la cama...

Volví a colocar el vestido encima del cuerpo y salí al vestíbulo, cerrando la puerta detrás de mí.

Ella seguía en lo alto de la escalera, una silueta oscura sobre la pared iluminada.

—¿Duerme? —me preguntó.

Yo suspiré profundamente.

—Sí. Está... dormida.

—Magnífico —dijo con su voz áspera y forzada.

Nos quedamos en silencio un momento.

—Yo... Paul, ¿podría hablar un momento con usted? —pregunté, titubeando.

Ella arqueó una ceja con el gesto de superioridad característico de Paul.

—Si se empeña...

Dio media vuelta y empezó a bajar la escalera delante de mí. Observé que se había cortado el pelo salvajemente y que después había tratado de aplastarlo con agua. ¿Una Doncella Ahogada?

Cuando, al cabo de unos meses, pude repasar los acontecimientos con el ánimo más sereno, me di cuenta de que no me había sentido en peligro. Tenía miedo, sí, pero no por mí. Comprendí que Katya estaba loca. Supuse que había matado a su hermano y tal vez a su padre con la pistola que llevaba ahora con tanta naturalidad. Nada me permitía creer que no fuera a matarme a mí también. Sin embargo, en el tumulto de mis emociones, no tenía cabida el temor. Quizá la idea de estar muerto, dejar atrás todo aquello, tenía cierto atractivo.

El sentimiento dominante era la compasión; el amor y la compasión me impulsaban irresistiblemente hacía ella. Con la ropa de Paul, que la hacía parecer pequeña y frágil, y aquel pelo, mojado e hirsuto como púas de puercoespín, era una figura entre patética y grotesca a la que yo deseaba abrazar y consolar. Pero me daba cuenta de que, si existía la más remota posibilidad de traerla de nuevo a la realidad, debía permitir que siguiera desempeñando hasta el fin aquel papel en el que hallaba una cierta seguridad, cierto abrigo contra la tempestad desatada en su cabeza.

Entramos en el salón y ella me miró con altivez y preguntó en el tono indolente de Paul:

—¿Le apetece un coñac? Al fin y al cabo, no todos los días le pegan un tiro a uno mientras corteja a una chica en el jardín. Eso hay que celebrarlo.

Acepté el coñac, pero ella no se sirvió.

—¿Lo tomamos en la terraza? —preguntó—. Hace uno de esos días preciosos y pesadísimos que entusiasman a Katya. Sometámonos a su inefable belleza.

La seguí a la terraza desde la que se dominaba el selvático jardín. Ella se sentó y cruzó los tobillos, con las rodillas juntas. La línea armoniosa de su cuerpo ofrecía un extraño contraste con su atuendo.

¿Cómo empezar? ¿Qué decir? Insensiblemente, asumí el tono cauteloso, controlado y protector que había aprendido a utilizar en el asilo de Passy. A fin de descubrir en qué medida se daba cuenta de las circunstancias, pregunté:

—¿Cómo está su padre?

Me lanzó una mirada rápida, desconfiada.

—Le vi salir de su cuarto. Sabe perfectamente que está muerto.

Yo asentí.

—Sí, y lo lamento. ¿Cómo murió?

—Mi querido amigo, yo pensaba que un hombre que ha seguido la carrera de Medicina, aunque sea tan inexperto como usted, podría deducir que se había pegado un tiro... que había optado por evadirse como un caballero.

—¿Evadirse de qué?

—Cuando lo encontró a usted en el jardín, él...

Se interrumpió y me miró con perplejidad. Cuando volvió a hablar lo hizo sin ahuecar la voz. Ahora era Katya:

—No lo entiendo. Estabas... ¿No estabas...?

Se llevó la mano a la frente.

—Sólo fui herido. Nada grave.

—¿Sólo herido? Sí, pero...

Estaba desconectada de la realidad, perdida.

—Pero yo...

—¿Dices que tu padre me encontró en el jardín? —insistí—. Pero él fue quien disparó contra mí, ¿no?

—¿Papá? ¿Cómo has podido pensar eso? Papá era muy bueno. Incapaz de hacer daño a nadie.

—Escúcheme...

Deseaba vivamente cogerle una mano para tranquilizarla; pero en aquel claroscuro, entre su propia personalidad y la de Paul, no estaba seguro de acertar. Y Paul hubiera rechazado el contacto. Pronto aprendí a detectar el cambio por ligeras pero teatrales indicaciones: la voz ronca, la mirada fría, la boca crispada en la habitual expresión desdeñosa de Paul; pero en aquel momento no podía adivinar a cuál de los dos me dirigía.

—Escúcheme... ¿Paul? Ayer me contó lo ocurrido en París. Vuelva a contármelo, ¿quiere?

Ella dejó la pistola en sus rodillas y miró al jardín con expresión lejana. Su voz era inexpresiva:

—Probablemente, ayer no le dije la verdad... o, por lo menos, no toda.

Aquel «probablemente» me indicó que había vuelto a refugiarse en la personalidad de Paul, pero desconocía su versión de los hechos. Su paso de una a otra personalidad exigía cierta dosis de astucia.

—Está bien, dígame ahora esa verdad. Empezando en París, poco antes de que vinieran a Salies.

Su mirada se endureció, dilató las aletas de la nariz y su voz volvió a adquirir aquella ronquera forzada que me daba escalofríos.

—Oh, empezó mucho antes. Empezó cuando la pobre Katya era poco más que una niña. La desgarbada y juguetona Hortense.

Tuve una revelación.

—¿Cuando tenía quince años y medio?

—Sí. Exactamente quince y medio.

Me miró con una leve sonrisa.

—Me parece que se ha acordado de su espíritu —añadió.

—Exactamente. ¿Qué le pasó a Katya a los quince años y medio?

Ella frunció el entrecejo, asqueada por el recuerdo.

—No es agradable de recordar. Es feo... bochornoso...

Mi intuición me decía que Katya no podría relatar los hechos, fueran los que fuesen. Tendría que enterarme por Paul.

—Hábleme de ello... Paul.

Guardó silencio unos instantes y empezó a hablar, con la mirada fija en la media distancia, vuelta hacia el abandonado jardín.

—Aquel verano, un amigo mío pasaba un mes en casa, invitado. Era un muchacho bien parecido, varios años mayor que yo, que me iniciaba en las emociones del juego y otras disipaciones del mundo civilizado. Salíamos casi todas las noches. Cuando no jugábamos a las cartas nos dedicábamos a colocar a las prostitutas de St. Denis en... situaciones graciosas. Todo ello, muy típico de los jóvenes de mi clase. Lo que se llama correrla, divertirse a lo bestia.

»Aquel tipo solía galantear a Katya, en son de broma, como acostumbran a hacer los hombres de veintitantos años con las adolescentes, para divertirse viendo cómo se ponen coloradas. Los dos charlaban durante la cena o daban pequeños paseos por el jardín. Como puede suponer, ella se sentía muy halagada por sus atenciones. Él era un granuja guapo y simpático y ella estaba en el umbral de la vida. En realidad, yo no les hacía mucho caso, a no ser para tomarle el pelo como hacen los hermanos.

»Había una veta de crueldad en el carácter de aquel hombre que se manifestaba en su manera de tratar a las mujeres de St. Denis. Pero no pensé que su actitud para con Katya tuviera que preocuparme. Al fin y al cabo, pertenecíamos a la misma clase social y Katya era mi hermana. Claro que entonces ella no era Katya sino Hortense, la tímida y ruborosa Hortense...

Bajó la mirada y pareció perderse en una ensoñación. Tras un momento de silencio, pregunté:

—¿Y qué ocurrió?

Tenía las manos en el regazo, sobre la pistola y se clavaba las uñas de una en la palma de la otra.

—Él la violó.

Sus ojos escrutaban los míos, como preguntando si era posible tanto horror.

—Violó a Hortense. ¡Violó a Hortense!

Lo que me estaba temiendo. De todos modos, al oírselo decir con aquella desgarradora compasión por la pobre Hortense, muerta hacía tanto tiempo, sentí frío en el estómago. De buena gana, la hubiera tomado en brazos para consolarla; pero la insté a continuar, con la esperanza de aligerar su espíritu de aquel horror, haciéndole hablar de ello, afrontarlo, exponerlo a los efectos saludables de la comprensión. Procurando mantener la voz serena y átona, repetí:

—Sí. Violó a Hortense.

Respiró profundamente varias veces, para calmarse y, de nuevo con voz ronca, continuó:

—Aquella noche, ese tipo y yo regresamos a casa tan tarde como de costumbre pero un poco más bebidos de lo habitual. Yo me metí en la cama y me quedé dormido al instante. Él debió de salir de su habitación sin hacer ruido para ir a llamar a la de mi hermana. Le propuso salir a dar un paseo por el jardín a la luz de la luna. Era una noche tibia y muy hermosa y ella tenía el romanticismo exaltado de los quince años. Sin duda, era emocionante pasear con un hombre a escondidas por un jardín a la luz de la luna.

Katya me sonrió casi con picardía, abriendo mucho los ojos con expresión traviesa al tiempo que se mordía el labio y se encogía de hombros.

—Yo estaba cohibida y violenta por mi aspecto. El camisón era recto y hasta los pies y de franela. Nada femenino. Y llevaba el pelo suelto y despeinado y...

Se tocó el pelo y de su cara se borró la expresión de vivacidad y aparecieron otra vez la incertidumbre y el temor...

Por un instante y por única vez, yo había visto a Hortense. El dulce espíritu que vagaba por el jardín.

... perdió la vivacidad de su rostro mientras retiraba la mano de aquel pelo corto y mojado. Sus facciones se nublaron por el desconcierto. Luego, apretó los dientes y siguió hablando con la voz de Paul:

—Ya le he dicho que aquel hombre era cruel. Le gustaba hacer daño a las prostitutas de St. Denis. Además, estaba borracho. Él... arrojó a Hortense a la tierra blanda de un cuadro de flores y empezó a darle puñetazos... ¡Le pegaba...! Le partió los labios y la golpeó fuerte en el estómago..., una y otra vez...

—No me lo cuente si le resulta doloroso.

—Le apretaba los ojos con los dedos y le dijo que si gritaba se los saltaría, como uvas saltando del pellejo. Apretaba tanto que ella veía chispas de luz. ¡Y el dolor! Y luego él... él...

—¡No sigas, Katya, te lo ruego!

—¡Oh, Jean-Marc! ¡Las cosas que me hizo!

Estaba llorando y la voz se le ahogó en la garganta.

Pero cuando me levanté para abrazarla mudó de expresión. Su cara se distendió, apretó los labios y en sus ojos, aún llenos de lagrimas, se endureció la mirada. Le di unas palmadas en el hombro, como se consuela a un amigo afligido.

Cuando volvió a hablar lo hizo con la voz átona y un poco nasal de Paul.

—No sé por qué, aquella mañana, a pesar de la resaca, me desperté al amanecer. Salí al jardín para despejarme la cabe/a. La encontré sentada en el columpio... completamente desnuda. Estaba fría como el hielo y temblaba convulsivamente. Tenía la cara hinchada y amoratada. Se columpiaba suavemente, mirando al vacío y tarareando entre dientes la misma nota. Le puse mi bata y la llevé a casa. Ella se dejó conducir dócilmente. Me parece que ni siquiera sabía que yo estaba allí. La limpié lo mejor que pude, la acosté y la tapé con edredones. Ella ni se resistía ni ayudaba. Era como un cuerpo sin espíritu. Me quedé varias horas sentado a su lado, acariciándole el pelo y repitiéndole que todo se arreglaría. Ella no hablaba ni se movía, y siempre mirando al techo. No creo que entendiera lo que yo le decía; pero supongo que el sonido de una voz debía de ser un consuelo. Por fin... a media tarde... se quedó dormida. Cerró los ojos bruscamente y cayó en un sueño tan profundo que durante un momento temí que hubiera muerto.

Katya dejó de hablar y puso toda su atención en acariciarse la palma de la mano en la que sus uñas habían dejado unas señales rojas. Dejé caer la mano que tenía sobre su hombro y me senté, acercando la silla a la de ella.

—Pero no murió —repuse—. Siguió con vida.

Ella sonrió con amargura.

—No; no murió. Pero tampoco siguió con vida. Para evitar que los criados se enterasen de la vergüenza de Katya... ¡Yo lo veía así: la vergüenza de ella! Santo Dios, Montjean, ¿cómo pueden los hombres pensar de ese modo?

Cerró los ojos y exhaló un largo y tembloroso suspiro antes de continuar:

—Para evitar que los criados y las personas que frecuentaban la casa se enterasen de su vergüenza, inventé el cuento de que tenía la viruela y estaba en cuarentena. Sólo yo podía cuidarla, porque ya la había tenido y estaba inmunizado. Durante dos semanas, no me aparté de su lado ni de día ni de noche. Puse una cama turca en la habitación. Yo le daba de comer lo que subían en una bandeja que dejaban en el pasillo. Y le hablaba durante horas y horas de cosas tontas y tranquilizadoras, recordando nuestras travesuras de niños y hablándole de mis planes para cuando se restableciera. Cualquier cosa, con tal de evitar el silencio. Porque ella no decía nada. Se quedaba en la cama o se sentaba en un sillón al lado de la ventana. Encerrada en sí misma. Muda. Nunca me miraba a los ojos. Con el tiempo, sus heridas cicatrizaron; pero ella seguía lejana, ausente.

—Debió de ser también muy duro para usted, Paul. Al fin y al cabo, sólo tenía quince años.

Ella asintió.

—Sí; era aquel verano insípido entre el colegio y la universidad. Yo iba dos años adelantado.

Me miró con el gesto displicente de Paul.

—Era un muchacho brillante, a mi manera, un tanto superficial. Precoz. Y con aquel nuevo amigo estaba probando mis alas por primera vez. Suerte que tienen los hombres. Ojalá Katya hubiera sido hombre. ¡Oh, cómo lo deseaba ella! A los hombres no los violan. ¡No es justo!

—Comprendo.

—¡No es justo! Ser hombre es más seguro.

Le puse la mano en el brazo:

—Tiene razón. No es justo.

—¿Y usted qué sabe? —inquirió arrastrando las sílabas.

Durante un instante, hubo un destello de odio en sus ojos, que fue sofocado por una expresión de compasión y desesperación:

—Sí; Katya debió ser el varón.

Tras un momento de silencio, dije:

—Paul, ha dicho usted que Hortense no murió pero tampoco siguió viviendo. ¿Qué ha querido decir?

—Lo que he dicho. Hortense no se repuso. Katya, sí. Un día, al entrar en su habitación de la que me había ausentado un rato, la encontré completamente vestida por primera vez. Me saludó con un torrente de palabras, alegres y triviales. Tenía muchos planes. Me preguntó si podía llevarla al parque, si por el camino entraríamos en alguna pastelería porque estaba muerta de hambre y le apetecía comer pasteles, cuanto más dulces y pegajosos, mejor. Y además tenía que comprar vestidos. Dijo que el que llevaba puesto era el único que le gustaba. lira un vestido blanco, reservado para las fiestas en el jardín. ¿No se ha fijado en que siempre viste de blanco, el color de la pureza?

Esto último lo dijo en el más irónico tono de Paul.

—Yo estaba encantado al verla otra vez tan animada y le dije que pasearíamos por todos los parques de París, que vaciaríamos las pastelerías y que volveríamos a casa con un carro de vestidos... todos blancos, si eso era lo que ella quería. Pero cuando la llamé por su nombre ella frunció el entrecejo y me dijo que ya no era Hortense. Ahora tenía otro nombre: Katya, Me preguntó qué me parecía. Yo le contesté que era un nombre encantador para una damisela encantadora.

»Pasaron varias semanas y ella seguía alegre como un cascabel y hasta desarrolló una afición por esa forma más íntima del humor: los juegos de palabras, las expresiones de doble sentido y los retruécanos. Yo protestaba de estas muestras de ingenio para cretinos, hasta que caí en la cuenta de que las palabras de doble significado, los símbolos que reflejaban dos realidades tenían para ella una fascinación especial. Al fin y al cabo, su cuerpo había albergado dos personalidades diferentes. Durante aquellas primeras semanas, indirectamente, traté de aludir a lo sucedido. Quería que se sintiera libre para hablarme de ello; quería hacerle comprender que no tenía de qué avergonzarse. Un día, hasta me arriesgué a pronunciar el nombre de aquel hombre. Fue sólo una alusión al paso. Ella reaccionó con una broma acerca de su brusca desaparición, diciendo que seguramente le habría ahuyentado su evidente entusiasmo por él. Entonces comprendí que el horrible episodio se había borrado de su memoria. Hortense no podía vivir con aquel recuerdo, por lo que fue sustituida por Katya, en cuyo pasado no figuraba aquel hecho.

Ella me miró con aquella expresión tan suya, entre curiosa y divertida.

—Y eso es todo. Los recuerdos se habían borrado. Se habían borrado por completo.

Se encogió de hombros sonriendo.

—¿Está seguro de que se habían borrado? —pregunté.

Hubo en sus ojos un cambio apenas perceptible. Los ojos dulces de Katya se convirtieron en los fríos e insolentes de su hermano y entonces volvió a hablar con la voz áspera de Paul:

—Bueno, había cosas, de vez en cuando, como esos restos que flotan después del naufragio. Por ejemplo, los vestidos blancos. Su súbito interés por la anatomía. El apasionamiento por los escritos de ese charlatán de Freud que usted también ha estudiado. Supongo que, insensiblemente, trataba de comprender lo que le había ocurrido... y por qué. Pero el veneno tardó mucho tiempo en salir a la superficie. Mucho tiempo. Años y años.

Su voz se apagó al romperse el hilo de sus pensamientos. Miró la pistola que tenía en el regazo y frunció el entrecejo, como si la viera por primera vez. Luego, la apretó contra el pecho y la tuvo abrazada mientras su mirada buscaba el cielo sin nubes, más allá del jardín.

—Paul... —dije nerviosamente—. ¿Me da esa pistola?

—¿Qué?

Me miró con expresión de jocosa incredulidad, como si ésta fuera la pregunta más tonta que había oído en su vida.

—Por supuesto que no, amigo mío. ¡Qué ocurrencia!

Sentí un cosquilleo de miedo en la nuca. Me puse en pie y me desperecé.

—¿No podríamos andar un poco mientras hablamos? Tengo el costado entumecido.

—Como guste.

Me precedió por el sendero, con un contoneo que me recordó los movimientos de Paul cuando se alejaba del escenario de la pelea en la fiesta de Alos.

El paseo me dio tiempo para coordinar mis ideas y buscar una explicación. La reacción de Katya al huir de la realidad era clásica y se ajustaba a los casos que había leído antes de que los sucesos de Passy me obligaran a abandonar mis proyectos de especializarme en enfermedades mentales. La violación hirió de tal modo los sentimientos de la romántica y adolescente Hortense que ella no había podido resistir el ultraje y la vergüenza. Así pues, Hortense murió... se convirtió en un espíritu, siempre con quince años, siempre vagando por un jardín, y fue sustituida por Katya, recién nacida y, por lo tanto, virginal. Katya, con su vestido blanco de pureza. Katya, con su peculiar interés por la anatomía y la psicología. Katya, que se refugió en un ensueño lejano la primera vez que la besé que, en cierto modo, abandonó un cuerpo que podía responder de modo vergonzoso a las emociones del amor físico. ¡Qué asustada y confusa debió de sentirse la noche antes cuando, apenada por nuestra separación, no consiguió zafarse de su cuerpo antes de que la arrollara el placer del amor! ¡Qué necio y estúpido había sido!

Y ahora, por algún motivo, no podía seguir manteniendo la personalidad de Katya y estaba convirtiéndose en Paul. Pero la transición aún no estaba completa. Parecía suspendida entre las dos personas, decantándose a uno y otro lado, sin acabar de ser ni Katya ni Paul. ¿Por qué se mantenía en esta tierra de nadie? ¿Acaso porque con este doble enfoque podía examinar y contemplar mejor lo sucedido? Me había contado cosas —hechos y causas— que ni Katya ni Paul hubieran podido comprender totalmente desde sus puntos de vista respectivos pero que se hacían evidentes al ser observados con la visión exterior de uno y la visión interior de otro. Mientras permaneciera en esta zona neutral, podría examinar sus experiencias y recuerdos con la visión ecuánime de Paul. Pero ¿qué ocurriría cuando terminara el examen? ¿Continuaría el viaje y se convertiría en Paul? ¿Regresaría a Katya?

Iba andando por el sendero detrás de ella. La nuca que el precipitado corte de pelo había dejado al descubierto parecía fina y frágil asomando por el cuello de la chaqueta de Paul. Comprendí que debía ayudarla a descubrir todo lo que ella ansiaba saber. Era mi única esperanza de recobrar a la Katya que yo amaba.

—¿Así que para Katya la vida siguió más o menos igual que antes de aquella terrible noche? —pregunté con suavidad.

Ella hizo un gesto de displicencia y respondió por encima del hombro:

—Casi igual. Pasaron los años y se convirtió en una mujer atractiva. Dada la posición de su familia, entre el gratín de la sociedad de París, Katya despertó gran atención al ser presentada en sociedad.

Movió tristemente la cabeza, con una leve sonrisa.

—Es curioso —prosiguió—, pero incluso su manía de vestir siempre de blanco se aceptaba como una nota de personalidad con ribetes de coquetería.

—¿Su padre nunca llegó a saber lo que pasó en el jardín?

—Entonces, no. Más adelante, tuve que decírselo.

—¿Por qué? ¿Ocurrió algo que le obligó a ello?

Ella no respondió. Habíamos llegado a la glorieta. Por la fuerza de la costumbre, subió las escaleras y se sentó en el viejo sillón de mimbre, pero poniendo una pierna sobre el brazo del sillón, en una postura indolente, como la que hubiera podido adoptar Paul.

Me situé como de costumbre, junto a la puerta, apoyado en el marco, con un pie en la escalera.

—Decía usted que aquel hecho que estaba subyacente en el interior de Katya al fin salió a la superficie. Hábleme de eso, Paul.

—No quiero.

—Sí quiere.

—¡No!

Utilizando el método aprendido en Passy, guardé silencio unos minutos y esperé que ella volviera a tomar la iniciativa. Los únicos sonidos que se oían en el jardín, en aquel atardecer de finales de verano, eran el zumbido de los insectos y los agudos trinos de los pájaros en las copas de los árboles. Como a pesar suyo y con voz cansada, Katya empezó a hablar.

—Siempre había hombres a su alrededor. Después de todo, era joven... inteligente... bastante atractiva. Su inteligencia y su fino sentido del ridículo ahuyentaron pronto a los más presuntuosos, puesto que ella despreciaba la costumbre de la mayoría de las mujeres de su clase que fingen ser tontas e impresionables para no asustar a los «buenos partidos». Los pretendientes se sucedían, hasta que llegó uno que parecía distinguirse de los demás... una persona bastante agradable, apuesto, amable, romántico y de buena posición. A mí me parecía tolerable, aunque demasiado serio.

Me miró arqueando una ceja a la manera de Paul.

—Como puede observar, sus gustos no han cambiado.

Asentí con una sonrisa.

—Con el tiempo, aquel individuo adquirió la costumbre de aparecer por casa casi todas las noches...

—¿Era Marcel?

—Sí. Él y Katya charlaban en el salón, casi siempre, de poesía, de amor y de esas tonterías, o daban largos paseos por el jardín. Una noche...

Bajó la pierna del brazo del sillón y se quedó erguida en el asiento.

—... Una noche...

Enmudeció mirando al vacío.

—¿Una noche...?

—¿Qué? —preguntó, distraída.

—Una noche...

—Yo estaba en mi cuarto, escribiendo una carta. Oí un disparo en el jardín. Bajé corriendo y la vi entrar por la puerta del jardín. Pasó por mi lado sin verme y tarareando entre dientes una misma nota una y otra vez. «Por Dios, Katya, ¿qué ha pasado? —grité—. ¿Qué ha pasado?» Pero ella pasó por mi lado sin contestarme y subió a su habitación. En la terraza encontré mi pistola de competición. Y en el jardín... aquel hombre...

—¿Muerto?

Ella movió afirmativamente la cabeza y siguió moviéndola, despacio, como un muñeco mecánico, hasta que pregunté:

—Pero ¿qué había ocurrido? ¿Por qué lo mató?

No me contestó enseguida. Pasado un momento, me miró con picardía.

—No lo sé con exactitud, no estaba allí. Katya es la única que puede saber lo ocurrido.

—Desde luego... sí..., comprendo. Pero dígame qué cree usted que ocurrió, Paul.

—Sólo puedo suponerlo. Quizás el joven se puso apasionado. Quizá la abrazó y le dio un largo beso. Quizás a ella empezó a gustarle y a sentir dentro de sí un placer obsceno... Quizás ella escapó y entró corriendo en el salón. Quizá vio la pistola. Quizá pensó en matarse, para castigarse por haber experimentado aquel vergonzoso placer. Y entonces... quizá comprendió con súbita claridad que no era ella la que había pecado, no era ella la que debía ser castigada, sino el hombre del jardín. ¡El hombre que la había violado! ¡El que le pegaba en el estómago una y otra vez! ¡El que quería sacarle los ojos! ¡El que le hacía aquellas cosas horribles, que dolían tanto...!

Tenía ojos de espanto y temblaba de furor. Irguió el tronco y apretó los dientes, haciendo un esfuerzo para calmar la respiración. Luego me miró entornando los ojos con astucia infantil:

—Eso no lo sé, sólo puedo suponerlo.

—Sí, desde luego, comprendo. Y... Paul... antes de que eso ocurriera, ¿nada indicaba que Katya fuera a sufrir una crisis? Ella movió negativamente la cabeza.

—No; nada. Es decir, nada que yo pudiera observar. Creí que todo estaba olvidado, sepultado bajo capas de tejido cicatricial, si me permite utilizar un término de su campo. Sí, de vez en cuando, y con ligereza, mencionaba al espíritu del jardín, una muchacha vestida de blanco. Pero yo no le daba importancia. Siempre fue muy imaginativa. Le gustaba inventar cuentos para intrigar a la gente.

—¿Y por eso reaccionó usted de modo tan extraño la noche en que yo hablé del espíritu del jardín?

—Justo. Fue entonces cuando vi en el espíritu el síntoma que anunciaba la crisis. Al fin y al cabo, doctor, son necesarios por lo menos dos hechos para configurar un esquema. Pero enseguida comprendí que teníamos que marcharnos de aquí... que alejarnos de usted... lo antes posible.

Entornó los ojos.

—Probablemente, hasta le advertí de que le amenazaba un peligro. Hubiera sido muy propio de mí.

—Sí, me advirtió. Pero creí que el peligro con el que me amenazaba procedía de usted. Supuse... pero eso no importa ya. Deduzco que Katya no recordaba haber disparado contra aquel hombre.

—Ni por asomo. Cuando entré en su habitación aquella noche la encontré leyendo en la cama. Estuvo hablando alegremente y hasta hizo alguno de sus abominables juegos de palabras.

Me miró de soslayo.

—A pesar de lo mucho que le gustaba Katya, tiene que reconocer que sus juegos de palabras eran penosos.

—Al contrario —sonreí—. Los encuentro muy divertidos.

Ella dobló el labio inferior y se encogió de hombros. Había hablado de Katya en pasado y yo le respondí en presente, resistiéndome a aceptar que la transformación en Paul fuera total y definitiva.

—Paul, si ella no recordaba los hechos, ¿qué le dijeron para explicar la muerte de aquel hombre?

—Fue idea de papá. Cuando encontré a Marcel muerto en el jardín, tuve que contárselo todo, empezando por la violación que fue la causa de su desequilibrio. Como puede figurarse, se quedó anonadado. Deshecho. Pero se impuso la tarea de proteger a aquella hija a la que tanto amaba y que era la viva imagen de la esposa muerta. Usted ya sabe que él era muy inteligente. Fue suya la idea de decir a Katya que él había sufrido una enajenación pasajera y lo había matado sin saber lo que hacía. De este modo, la obligamos a que nos ayudara a ocultar a la gente lo que había ocurrido en realidad. Fue entonces cuando empezamos a tejer entre todos una complicada y sutil tela de falsedades. Katya creía que papá había cometido el homicidio pero lo había olvidado. Aquella noche, bajó sin hacer ruido y nos oyó hablar en el estudio, me oyó decir a papá que ella había matado a aquel muchacho. Ella volvió a su habitación, confusa y horrorizada, y no pudo dormir en toda la noche, preguntándose por qué había dicho yo aquella mentira tan monstruosa. Con su morbosa afición a las sandeces del doctor Freud, no necesita usted que le diga que la mente humana posee una enorme capacidad para transformar una realidad inaceptable en una fábula soportable. Katya consiguió convencerse de que yo mentí a mi padre, esgrimiendo el mismo tono de sinceridad de mi voz como prueba de que no decía la verdad. Se fabricó un razonamiento según el cual yo decía a mi padre que ella había matado a aquel hombre, para inducirle a confesar que él lo había matado accidentalmente, cuando en realidad lo había hecho en un delirio de locura. ¿Se da usted cuenta de hasta dónde llega el equívoco? Cuando, a la mañana siguiente, ella me dijo que lo comprendía todo, vi la posibilidad de protegerla de la verdad y le dije que, efectivamente, estaba en lo cierto.

Katya me miró arqueando una ceja y con la cínica sonrisa de Paul en los ojos.

—¿Está lo bastante complicado para su gusto, Montjean? Tengo entendido que ustedes, los vascos, sienten una especial predilección por lo alambicado y tortuoso.

—Pero, evidentemente, ella acabó por enterarse de la verdad. ¿Cómo fue?

Ella frunció el ceño y pareció estar luchando por comprender esta peligrosa paradoja. Luego, con la cara crispada e inexpresiva y forzando la voz preguntó:

—¿Qué le hace pensar que Katya llegara a descubrir la verdad?

¿Cómo iba a decirle que lo sabía porque ella misma me lo estaba contando? Comprendí que pisaba terreno peligroso, por lo que volví sobre mis pasos y busqué otro camino para conducirla a una comprensión de los hechos que había de ser liberadora.

—Así que su padre confesó haber matado al hombre accidentalmente, a fin de que Katya no descubriera que lo había hecho ella. ¿Qué ocurrió después?

—¿Qué ocurrió? ¿Se refiere a mi padre?

—Eso es. ¿Qué le ocurrió a su padre?

—Su ansiedad por Katya y aquella interminable investigación judicial en la muerte del muchacho minaron su espíritu. Yo sabía que no podría soportar otro golpe. Por eso los traje aquí, para apartarlos del peligro. Y cuando todo empezó de nuevo a causa de usted... ¡¿Por qué, en nombre de Dios, insistió en sus atenciones hacia Katya?! ¡No será que no se lo advertí! ¡Maldito sea, Montjean! ¡Maldito sea usted y su... impertinencia!

Dijo una palabra que ni el mismo Paul hubiera pronunciado en público. Yo bajé la mirada en silencio. Con un escalofrío, recordé cómo, en el manicomio de Passy, mademoiselle Y se deleitaba a veces en unas blasfemias que desentonaban violentamente de su carácter y educación.

Cuando volvió a hablar, su voz era serena, casi inexpresiva.

—Anoche papá oyó el disparo, vino corriendo y lo encontró a usted tendido en el suelo, agarrándose a su bota y pidiéndole auxilio. Se quedó petrificado. ¡Había vuelto a ocurrir! Su hija, su Hortense..., la que era igual que su querida esposa... estaba total e irremisiblemente loca. Retrocedió asustado de aquella figura tendida en el suelo, suplicante, que era la prueba de la locura de Katya. Se fue a su gabinete andando como un sonámbulo. Se sentó al escritorio, corrigió cuidadosamente una nota de pie de página en la que había estado trabajando hasta entonces, puso una referencia cruzada al margen, cerró el cuaderno y... se mató. Se disparó un tiro. Como si... como si...

Su voz se apagó.

—¿Cómo sabe lo que ocurrió en el jardín? ¿Estaba usted allí, Paul?

Me miró severamente, como si la pregunta le pareciera intempestiva.

—¿Qué? ¿Qué dice?

Yo había encontrado una fisura en el ensamblaje de la personalidad de Katya con la de Paul y confiaba en poder separarlas sin violencia, sin destruir la ficción en la que ella se amparaba.

—¿Cómo puede describir lo que hizo su padre en el jardín, Paul? ¿listaba usted allí?

—No. Yo... estaba en mi habitación... durmiendo.

—Ya. Entonces, ¿cómo sabe lo ocurrido?

—Bien... bien, Katya se había quedado allí, en la sombra. Después de apuntarle con la pistola y apretar el gatillo, no se movió del sitio.

Arrugaba la frente del esfuerzo que estaba realizando por comprender. Luego me miró de soslayo entornando los ojos y dijo con rapidez:

—Katya tiene que habérmelo dicho.

—¿Se lo dijo?

—Sí. Sí. Tuvo que decírmelo. Si no... ¿Y qué importa ya...? Sí, ahora me acuerdo. Katya me despertó para decirme que usted estaba caído en el jardín, herido. Entonces me explicó lo ocurrido. Me vestí y bajé a toda prisa.

—¿Su padre aún estaba vivo entonces?

—Sí. Aún estaba en el estudio, escribiendo. Fue a su regreso cuando Paul lo encontró...

—¿Cómo? ¿Paul lo encontró?

Parpadeó, respiró profundamente y continuó con desenvoltura:

—Sí; yo lo encontré cuando regresé a casa, después de dejarle a usted en el consultorio. Lo llevé a su habitación, para que Katya, si entraba de pronto, no lo viera con todo un lado de la cara... Después, estuve buscándola por todas partes y la encontré sentada en el sillón de mimbre de la glorieta, precisamente aquí donde yo estoy ahora, y nada más verla comprendí que algo se había desmoronado en su mente cuando disparó contra usted, abriendo paso a la espantosa e insoportable verdad. Se acordaba de todo. La violación de Hortense. La muerte del pobre Marcel. Y me lo contó tranquila, escueta... casi clínicamente.

—Escúcheme, Paul. Trate de comprender lo que voy a decirle. ¡Si ella lo recuerda todo, aún puede sanar! ¿Se da cuenta? Con el tiempo y con ayuda profesional podría hacer una vida normal, al lado de alguien que la quiere.

Pero ella cerró los ojos y movió negativamente la cabeza.

—No. Las puertas de ese antro de horror y desesperación no se abrieron más que un minuto... un minuto atroz... pero incluso mientras me lo contaba, los detalles empezaban a desdibujarse y deformarse. La impresión sufrida al verle a usted en el suelo y pensar que se estaba muriendo abrió por un momento las viejas heridas, pero el flujo corrosivo de aquellos recuerdos de pesadilla volvió a cauterizarlas y dejaron de supurar y se cerraron, aunque no se curaron.

Me miró tristemente y con su propia voz me dijo:

—Ella deseaba protegerle de un peligro que intuía sin comprenderlo. Incluso llegó a decirle que no le quería, para que se fuera, para que se pusiera a salvo. ¿Imagina lo que debió de costarle el mirarle a los ojos... esos ojos negros de vasco... y decirle que no le amaba?

A sus ojos asomó un esbozo de sonrisa mientras me miraba con ternura durante un largo momento. Luego, su mirada se endureció, sus ojos se helaron y, con la ronca voz de Paul, me dijo:

—Y, de pronto, mientras me explicaba por qué se había visto obligada a disparar contra usted... no sé qué tonterías de que la había hecho sentirse sucia y avergonzada de sí misma... y de la violación... y de ojos saltando de las cuencas, como las uvas del pellejo..., de pronto, se revolvió contra mí, gritando y golpeándome el pecho con los puños. ¡Me acusaba de haberle robado el sitio en el mundo! De haber nacido hombre, invulnerable a la violación, cuando era ella la que debió nacer varón. Al fin y al cabo, era la mayor. Gritaba que era una injusticia y pronunciaba unas palabras que yo no sabía que las hubiera oído siquiera, unas palabras que hubieran hecho sonrojarse a un estibador del muelle. Se debatía violentamente mientras yo trataba de sujetarla, y quería pegarme con los puños, hasta que al fin, agotado su odio, se quedó inerte en mis brazos. Y cuando levantó la cabeza y le vi la cara, con manchas rojas de furor y la mirada extraviada, supe... supe que los recuerdos se habían borrado, sepultados para siempre. Katya se había ido. Como antes se fuera Hortense. Se desasió y corrió hacia la casa. Se había ido, Montjean... se había ido.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y le temblaban los labios. Lloraba en silencio por su Hortense perdida; y Paul lloraba por su perdida Katya.

Me quedé en silencio hasta que las lágrimas dejaron de brotar y ella se quedó inmóvil, mirando fijamente el frondoso jardín, con las pestañas húmedas, indiferente a las lágrimas que lo surcaban las mejillas. —¿La siguió usted, Paul?

Me miró entre desconcertada y molesta, como si le sorprendiera encontrarme allí.

—¿Qué?

—¿Siguió usted a Katya hasta la casa?

—Sí. Sí... Exhaló un largo suspiro de cansancio.

—¿Y bien...?

—Corrí a la casa detrás de ella, llamándola. Al entrar en el vestíbulo la vi. Estaba en el rellano de la escalera. Tenía en la mano la pistola que yo había dejado en la habitación de nuestro padre cuando lo dejé en la cama. Ella me miraba desde lo alto con frialdad y también con desesperación, Y, Montjean... Jean-Marc... había hecho algo extraño, algo que me dio miedo...

Se interrumpió y se quedó rígida, sin moverse.

El sol, ya muy bajo, y las hojas de un árbol formaban en la cara de la muchacha un juego de luz y sombra: un ojo quedaba desdibujado y el otro, brillantemente iluminado, miraba fijamente al vacío. La visión me horrorizó.

—¿Qué era, Paul? ¿Qué había hecho?

Agitó la cabeza con los ojos tristes y confusos.

—No lo entiendo. Cuando la vi allí abajo y aprecié que, no sé cómo...

—¿Usted la vio a ella abajo? Pero si ella estaba en el rellano de la escalera y usted, en el vestíbulo...

—No. No. Eso es precisamente lo extraño. Entró corriendo en el vestíbulo gritando su propio nombre. Al verme en el rellano, puso cara de espanto, como si yo fuera a hacerle daño. Y llevaba... aún no sé cómo se las arregló... llevaba mi ropa. ¡Fingía ser yo! ¡Si hasta...! ¡Dios, Montjean, era espeluznante! ¡Hasta se había cortado el pelo! Yo acababa de encontrar a papá en su cama... muerto... ¡Qué espanto! Yo tenía la pistola en la mano y ella la miraba como si yo pensara matarla. Entonces me di cuenta de lo que había hecho conmigo. Me había puesto su vestido. ¿Cómo pudo hacerlo, Montjean? ¡Yo llevaba uno de sus vestidos blancos! Entonces comprendí. ¡La pobre! La pobre Katya se había perdido y buscaba un lugar donde esconderse, adonde ir. Años atrás aprendió a sobrevivir por la muerte. Se convirtió en Katya y dejó que la pobre Hortense ultrajada muriera. Pero ya no podía seguir siendo Katya. Ahora sabía que Katya estaba loca, que había matado al hombre de París y había disparado contra usted en el jardín porque le había hecho sentir un placer repugnante y vergonzoso. Cuando éramos niños, gastábamos bromas a las visitas haciéndonos pasar por el mismo, como si cada uno de nosotros pudiera estar en dos sitios a la vez. La pobre Katya luchaba desesperadamente por sobrevivir. ¡Estaba tratando de convertirse en mí! ¡No tenía a nadie más a quien recurrir! Pero ¿qué sería de mí, Montjean? Si Katya se convertía en mí, ¿qué hacía yo? La miré desde abajo y, por la lucha que vi en sus ojos, advertí que no quería hacerme daño. ¡Ella me quería! ¡Por Dios, yo era su hermano! No era culpa mía haber nacido hombre. Pero ¿qué iba a hacer ella? La miré desde arriba, horrorizado de que se hubiera puesto mi ropa y cortado el pelo. ¿Por qué me había puesto aquel vestido? ¡Yo no quería ser la chica! ¡Yo no quería que me violaran! Me latían los ojos como si alguien estuviera apretándomelos. Entonces se me ocurrió un terrible pensamiento. ¿Sería posible que...? Me toqué el pelo. ¡Era su pelo, Montjean! Me había puesto el pelo largo y me había peinado con un moño, para que todos creyeran que la muchacha era yo. En aquel momento, los dos comprendimos claramente una cosa. No había sitio para ambos. Sólo uno podía sobrevivir. Nos queríamos. Éramos hermanos. Pero en el mundo sólo había sitio para uno. Ella levantó la pistola... despacio. Yo la miraba desde abajo. Comprendí lo que tenía que ser. Le sonreí y asentí. Yo la miraba desde arriba. Le sonreí y asentí. Entonces ella... entonces ella apretó el gatillo y... se mató.

Katya se oprimió la frente con las yemas de los dedos, hasta que las manos le temblaron y aparecieron manchas blancas en su piel, y se pasó los dedos por el pelo corto y revuelto.

—¡Oh, Dios mío, Montjean! Puse su cabeza en mi regazo. Ella emitió un horrible gorgoteo con la garganta. Yo la apretaba contra el pecho suplicándole que no se muriera. Le di un beso. Entonces se puso rígida... ¡Tenía espuma en los labios! Y...

Los ojos de Katya escrutaban ansiosamente los míos, en busca de comprensión.

—Pobre Hortense. Por fin había muerto, Jean-Marc. Yo no podía dejarla allí, desde luego. Vendría gente y verían a la pobre Katya con mi ropa y aquel pelo ridículo, corto como el de un hombre. Dirían de ella cosas feas. Tenía que llevarla a su habitación. Me costó mucho trabajo. ¡Cómo pesaba! Además estaba inerte, como si no tuviera huesos. La subí a la cama y la arreglé. Le puse por encima uno de sus vestidos. Al pasar por delante del espejo, me quedé horrorizado al ver lo que había hecho conmigo. El vestido que me había puesto estaba manchado de sangre. ¡Y el pelo...! Me cambié de ropa y me corté el pelo... me parece que no muy bien. Al fin y al cabo, mi querido amigo, no soy peluquero. Luego salí al vestíbulo y... usted estaba allí. ¡Y estaba vivo! ¡Oh, Jean-Marc, me alegro tanto de que ella no te haya matado!

Le resbalaban las lágrimas por la cara.

La abracé fuertemente con los ojos cerrados, apretando su mejilla con la mía, sintiendo los sollozos que sacudían su cuerpo.

Durante aquel esfuerzo final para recordar como Katya y hablar como Paul parecía mantener un extravagante diálogo al asumir y abandonar sucesivamente el tono bronco con que imitaba a Paul. Estaba agotada y se apoyaba en mí. Poco a poco, los sollozos fueron apaciguándose y su respiración se calmó. Yo la mecía suavemente.

Luego, sentí que se crispaba y me empujaba y cuando vi sus ojos, cínicos y fríos, supe que ahora ya era Paul... y para siempre.

Se volvió de espaldas a mí aplastándose el pelo con la palma de la mano, se enjugó las lágrimas con movimientos rápidos e impacientes, soltó una breve carcajada, apenas tres notas melancólicas, y me miró con altanería y frialdad.

—En resumidas cuentas, mi querido amigo, aquí hemos tenido un par de horas muy movidas. Lástima que se lo haya perdido.

La voz ronca, el acento burlón, la sonrisa sardónica en los ojos... Sí; Katya se había ido para siempre.

—¿Qué... qué va a hacer ahora, Paul? —pregunté con la afonía de las lágrimas.

—Vamos, hombre... ¿qué opciones tengo? Es evidente que el suicidio de Katya me lo colgarán a mí. Hay que reconocer que no es de lo más plausible. Y no sería la guillotina lo que me esperase; nada tan limpio.

Rio entre dientes.

—Estoy seguro de que si Katya estuviera aquí no resistiría la tentación de hacer uno de sus juegos de palabras acerca de «perder la cabeza». No; para mí nada de guillotina. Y la idea de pasar toda mi vida en un sucio manicomio me parece inconcebible. Figúrese, la conversación... para no hablar de la comida —volvió a reír por lo bajo—. No, no; nada de eso.

Subió los dos peldaños de la glorieta, tomó la pistola del sillón de mimbre y se sentó negligentemente, a la manera de Paul.

—Por fortuna, los caballeros de mi clase tienen soluciones previstas para esta clase de situaciones. Creo que debe usted marcharse, doctor. Está un poco pálido. Debe de ser por la pérdida de sangre. Eso les pasa hasta a los sanguíneos vascos.

Comprendí que ella... él tenía razón: no había otra solución. ¿Katya, recluida en un manicomio, como un espectáculo? ¿Como mademoiselle Y? No. No. En realidad, Katya ya estaba muerta, arriba, en su cama.

Sintiéndome vacío, perdido en un mundo irreal, di media vuelta para marcharme.

Me detuve al oír el tono indolente de Paul:

—Oh, por cierto, aquí tengo algo que Katya me dio para usted.

Del bolsillo de la chaqueta sacó una bolsita de seda.

—Me parece que esto es suyo.

—No; mío, no. Son regalos que le hice a Katya.

—¡Ah!

Examinó una de las piedras.

—Nadie podrá acusarle de derrochador, desde luego, a juzgar por los regalos que hace.

—Supongo que no. Paul, ¿quiere hacerme un favor?

—Mientras no sea excesivamente fatigoso...

—¿Me guarda esas piedras? Téngalas en la mano... como un recuerdo, ¿lo hará?

Sus ojos metálicos se suavizaron apenas un segundo. Luego, sonrió:

—Si eso le divierte... ¿por qué no?

—Gracias.

Di media vuelta y me alejé por el sendero invadido por la hierba.

El sol se ponía con una espectacular incandescencia carmesí cuando el calesín dejó atrás la ruinosa tapia del jardín. Los álamos de la avenida estaban envueltos en un resplandor ámbar que parecía brotar de la tierra. Las orejas de la yegua tremolaron cuando sonó el disparo.

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18/02/2012