* * *
El viaje de regreso a Salies estuvo acompañado de los típicos y deliciosos ensueños del joven romántico. Nunca había conocido a nadie que, ni remotamente, se pareciera a Katya (para mis adentros, ya la llamaba por su nombre de pila). Me fascinaban aquella mezcla turbadora de fantasía y cruda franqueza de su conversación, su inteligencia, su originalidad, la falta de convencionalismos que, sin embargo, no delataba, como en tantas muchachas modernas, el afán de llamar la atención a toda costa.
Una hora después, todavía ligeramente alelado, empujaba la bicicleta de Katya por la plaza del pueblo, camino de mi pensión.
—¡Eh! Pero ¿qué es eso?
El doctor Gros me llamaba desde su café favorito, sumido en las sombras del porche que rodeaba la plaza.
—¡Venga usted aquí inmediatamente, joven!
Dejé la bicicleta apoyada en una columna y me acerqué a él. El recuerdo de Katya me ponía tan eufórico que me sentía bien dispuesto incluso hacia el doctor Gros y sus bufonadas.
—Vamos a repasar los hechos, Montjean. A ver si sacamos algo en claro. Siéntese. Primero: joven agraciada llega en bicicleta. Segundo: sale del pueblo en compañía de joven médico de modesto talento. Tercero: aparece el médico con la bicicleta y sin la joven. Una de dos: o aquí hay gato encerrado o le ha dado esquinazo. Siéntese, Montjean y tome un apéro conmigo, mientras esclarecemos los hechos.
Estaba de humor jovial y a mí me apetecía sentarme con él un rato a tomar algo, mientras iba oscureciéndose el cielo por el este y el horizonte se teñía de púrpura por el oeste.
—¿Cómo sabe lo de la joven? —pregunté.
Él se golpeó la punta de su nariz veteada y bulbosa y me hizo un guiño burlón y malicioso.
—Yo fui cómplice involuntario de la tragedia, muchacho. Los periodistas sensacionalistas que acuden en tropel a husmear los casos truculentos como éste escribirán que yo, Hyppolite Gros, médico eminente y persona de grandes cualidades, fui quien le sugirió que le consultara a usted apenas veinticuatro horas antes de que encontrara su triste final. Muchacho, de haber sabido que codiciaba usted una bicicleta hasta ese extremo, de buena gana le hubiera ayudado a procurársela por todos los medios a mi alcance, salvo el dinero. Pero es que ha ido usted demasiado lejos, Montjean. Y lo mismo dirán los jueces.
Yo reí entre dientes, mientras el camarero me servía un pastís.
—¿Conque me la mandó usted?
—Exacto. Vino a la consulta y describió el accidente de su hermano como una cosa sin importancia, algo que cualquiera podía atender. Naturalmente, eso de «cualquiera» me hizo pensar en usted. Yo estaba atendiendo a una paciente cuya confianza he estado cultivando últimamente. Además, la muchacha era demasiado joven. A mí que me den mujeres casadas de cierta edad. Ésas son discretas y agradecidas. Bueno, cuente usted. ¿Le suplicó mucho para impedir que le quitara la bicicleta? ¿Hizo usted oídos sordos a sus súplicas? ¿Tanto le cegaba el deseo de montarse en su máquina?
—No... —reí.
—Entonces, ¿le cegaba la pasión?
—No.
—Pues algo tenía que cegarle. La ceguera es la característica dominante de su generación. ¡Ah, le cegaba la borrachera! Siempre desconfié de su afición por el aguardiente, Montjean. Especialmente, en vista de su tacañería para invitar. Está bien, veo que se propone mostrarse torvamente reservado sobre su conquista; por lo tanto, vamos a arreglar entre los dos los problemas menores del planeta. Los periódicos vienen llenos de rumores de guerra. Alemania frunce el entrecejo, Francia gruñe, Inglaterra vacila y Bosnia... por cierto, ¿dónde diablos está Bosnia? Será una de esas naciones medio míticas que están a la derecha del mapa, hacia abajo, sin duda. Nunca me fié de ellas. Si tuvieran rectas intenciones, no estarían ahí agazapadas. El asunto es tan agrio y retorcido como la impugnación de un testamento de campesino. Explíquemelo, Montjean. Concentre su agudo intelecto, de formación parisina, en este asunto y dígame de una vez por todas: ¿habrá guerra o no? ¿Me da tiempo de pedir la cena antes de que empiece el bombardeo?
—De una cosa estoy seguro, y es de que no lo sé.
—Ahí va otra vez, siempre tan seguro de todo. El exceso de confianza es una fea característica de su generación. Eso y la ceguera. Y la fea costumbre de no invitar. Pues bien, si usted no lo sabe, yo sí. ¡No habrá guerra! Le doy mi palabra. —Suspiró e hizo una mueca—. Pero también he de decirle que en el setenta y uno yo andaba asegurando a todo el mundo que los prusianos sólo querían marcarse un farol.
—Doctor Gros, ¿puedo preguntarle algo en serio?
—Mientras no me obligue a contestar del mismo modo...
—¿Qué sabe de los Treville?
—¡Ajá Lo que yo me figuraba. La curiosidad. El octavo pecado capital y notorio felinocida. Es peor que la lujuria. Sólo Dios sabe los sórdidos manejos provocados por la curiosidad sexual. ¿Qué sé de los Treville? Lo que sabe todo el pueblo. Nada y todo. Los Treville se han mostrado impenetrables a los indirectos interrogatorios de sirvientas, comerciantes y proveedores con los que han tratado en este año que llevan con nosotros. Por consiguiente, la lógica pueblerina les autoriza, más aún, les exige confeccionar una biografía plausible en la que encajen los escasos datos conocidos. Las viejas de Salies están convencidas de que tienen la obligación de crear y propagar fábulas y rumores cuajados de lóbregos detalles, con objeto de proteger a los Treville de los excesos imaginativos de la maledicencia. ¿Qué quiere usted saber?
—Todo.
—Espléndido. Le haré partícipe de ese sutil mélange de realidades y fantasías que aquí pasa por la verdad. Imitando al Génesis, empezaré con la frase: «En el principio...». Peligrosamente afín a: «Érase una vez...». Bien, los Treville vinieron de París hace un año. Venían tres, padre y dos hijos que, según incluso usted habrá podido observar, son gemelos, circunstancia ya de por sí novelesca y sospechosa. Alquilaron la decrépita mansión conocida por el nombre de «Etchevarría» en unas condiciones que encantaron a su propietario hasta el extremo de impulsarle a venir corriendo al pueblo e invitar a todo el mundo, exceso que aún le pesa y del que sin duda se habrá confesado. Desde su llegada los Treville han vivido prácticamente enclaustrados, algo que los chismosos del pueblo no les han perdonado. ¿Otra copita? ¿No? No está bien que alardee tanto de sobriedad. Otra desconsideración de la juventud. Se rumorea que el padre es un intelectual, con el estigma que conlleva tan malsana ocupación. Al hijo se le considera un derrochador, un esnob y, puesto que nadie le ha sorprendido descolgándose de la ventana de una moza campesina, un poco pédé. Al fin y al cabo, viene de París y todos sabemos lo que eso significa. Pero la hija, a la que no sé si atreverme a llamar su joven amiga, es quien más ha atraído la atención de las viejas chismosas. De vez en cuando, se la ha visto pasear sola por el campo. Paseando sola.
El doctor Gros hizo subir y bajar sus gruesas e hirsutas cejas, para subrayar las picantes implicaciones de estos paseos.
—Además, se dice que va en bicicleta. Nada menos que en bicicleta. Si considera esta circunstancia con el debido detenimiento, podrá descubrir una doble y hasta una triple intención. Otra cosa: siempre viste de blanco y todo el mundo sabe lo que eso significa. Como sea que nunca se la ha visto hacer nada comprometedor, los chismosos deducen que esas cosas debe de hacerlas en secreto. En suma, lamento tener que informarle que los Treville son el escándalo del pueblo. Nuestro orgullo local está herido porque hayan escogido este rincón de Francia para ocultarse y escapar de las consecuencias de los pecados e indiscreciones que hayan podido cometer. ¡Es como decir que somos un rincón dejado de la mano de Dios! Y el hecho de que ésta sea una descripción exacta de nuestra comunidad no hace sino agravar la ofensa. Eso es todo, Montjean. Sucintamente, eso es lo que se sabe y se comenta de los Treville. Y luego está lo de la madre, a la que nadie ha visto y que, por lo tanto, debe de ser enana, protestante y zurda. Pero me parece que esta descripción se apoya en pruebas muy frágiles.
—La madre murió.
—¡Enana, protestante, zurda y muerta! Caracoles, ¡ahí sí que hay tema para la murmuración! Su amiga es muy guapa, le felicito. Aunque demasiado sana para mi gusto. Los hombres de nuestra profesión debemos mantener los ojos abiertos a la posibilidad de que las personas sanas lo hagan adrede para arruinarnos.
—Vamos, que no se sabe nada de ellos.
—Absolutamente nada, como acabo de explicarle con todo detalle.
El camarero acababa de servirle otro Berger en el que Gros echó la cantidad de agua justa para enturbiar la bebida sin debilitarla. Luego, me miró y preguntó:
—¿Y bien?
—¿Y bien qué?
—¿Cómo que qué? ¿De qué estamos hablando? ¿Usted y su amiga ya...?
Se llevó la mano al pecho, con la palma hacia arriba.
—¡Si apenas nos conocemos!
—¿No le da vergüenza? Tomarse esas confianzas con una muchacha a la que apenas conoce... ¡La juventud de hoy! No tiene sentido del decoro. Supongo que se dará cuenta de que ha contraído la enfermedad.
—¿Qué enfermedad?
—¡Amor, amigo! Advertí los síntomas al verle cruzar la plaza empujando esa bicicleta. La sonrisa vaga y, sin objetivo, la mirada reconcentrada, la...
—¡Por favor, basta!
—¡Ha sido atacado por el virus! En fin, les ocurre a los mejores. Yo mismo en mi juventud fui atacado de amor. Pero, ¡ay! —suspiró entrecortadamente—. Resultó ser una criatura vana, atraída sólo por mi físico y ajena a la ternura de mis sentimientos.
—Prefiero no hablar de...
—Usted ha tenido a bien hacerme partícipe de su convicción de que mi especialidad médica es charlatanesca. Si mal no recuerdo, se escandalizaba usted de que la nación de Pasteur pudiera ser también la nación de los balnearios y las aguas curativas. Yo, a mi vez, estoy asombrado de que la misma cultura que ha producido a un De Sade haya inventado también el billet-doux y la cita amorosa. El amor mora en los ijares, muchacho, no en el corazón.
—Quiero advertirle que el giro que está tomando la conversación me ofende.
— Oh, la, la! Perdón. Miséricorde!
—Hay algo más que deseo saber.
—¿Ah, sí? Por su actitud, yo hubiera dicho que usted lo sabía todo o, por lo menos, todo lo que hay que saber.
—¿Podría decirme algo sobre la casa Etchevarría?
—Sólo que es muy húmeda y parece haber sido ideada por un miembro de nuestra profesión especializado en afecciones pulmonares, para arrendársela a los incautos.
—¿No ha oído decir por ahí si está encantada?
—¿Encantada? No. Pero será un placer añadir ese detalle al caudal de rumores que circula en torno a los Treville, si usted lo desea.
—No es necesario.
—Ah, ahí llegan los ladrones municipales, dispuestos a dejarse desplumar, como todas las noches.
En efecto, maître Lanne, letrado y el banquero del pueblo, cruzaban la plaza en dirección al café, para la diaria partida de bezique con el doctor Gros, que éste siempre ganaba, no sin que sus contrincantes le acusaran por lo bajo de hacer trampas.
—Yo les hago un favor. Al despojarlos de sus riquezas materiales, les dejo en condiciones de pasar por el agujero de la aguja de coser. Es un decir...
—Yo me voy.
—Como guste. ¿Tendré el gusto de verle por la consulta mañana? ¿O ha decidido abandonar la práctica de la medicina, para dedicarse a robar bicicletas y molestar a las chicas?
—Iré por la mañana. Pero... por la tarde quizá tenga que salir.
—¡Ah! Ya comprendo —repuso con voz de conspirador.
—Mademoiselle Treville vendrá al pueblo —expliqué sin necesidad.
—Ah, comprendo, comprendo.
—No; no comprende. —Su tono malicioso me irritaba y halagaba a la vez, como si las bromas del doctor, al asociarme a ella, la acercaran a mí—. Viene a recoger la bicicleta.
—Claro, claro... La bicicleta.
—Yo me ofrecí a llevársela, pero ella... No sé por qué le doy tantas explicaciones.
—La confesión es buena para el espíritu, Montjean. Descarga la conciencia y deja espacio libre para nuevos pecados.
Cuando llegaron los notables del lugar, yo me levanté, murmurando excusas por tener que renunciar al placer de su conversación.
Después de garabatear unos esbozos e impresiones en mi Diario y haberme sorprendido a mí mismo varias veces atascado a media frase, mirando el papel sin verlo y sonriendo sin saber por qué, apagué la lámpara y me acosté. Poco a poco, a medida que mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, mitigada sólo por la luna que se filtraba a través de los visillos, fueron perfilándose los detalles de la habitación. Pasé la noche en un duermevela cruzado de imágenes y fantasías que no acababan de ser sueños.