* * *

Cuando pregunté al doctor Gros si podía llevarme el calesín, él puso los ojos en blanco.

—Complicidad e instigación, dirán los jueces. Cómplice antes del hecho. Mi carrera, arruinada. Mi reputación... bueno, por lo menos la carrera quedará mal parada. En fin, supongo que no puedo apelar a su sentido del honor. Pero, por lo menos, podría usted... ¡Montjean! —gritó—. Podría tener la consideración de escucharme, ¿no?

Katya y yo no ganamos la carrera por tres minutos; pero, por el aspecto que teníamos al llegar a «Etchevarría», lo mismo podíamos haberla perdido por media hora. Estábamos empapados, pues la sombrilla de seda blanca resultó muy poco práctica.

En el momento en que entrábamos en el camino de los álamos, las nubes vertieron sobre nosotros una lluvia copiosa y cálida de gotas gruesas. Cuando tiré de las riendas en el patio, el cuero del carruaje brillaba como el charol, la yegua echaba humo y Katya y yo parecíamos recién pescados de un río.

Entramos en el vestíbulo riéndonos el uno del otro y enjugándonos la lluvia de la cara. Mi americana de hilo estaba gris y lacia, y los pantalones pegados al cuerpo. Katya parecía encantada con la aventura, a pesar de que tenía el vestido empapado y el pelo, chorreando. Seguramente, debimos de alborotar mucho, pues Paul Treville abrió bruscamente la puerta del salón y nos miró, furioso:

—¡Por el amor de Dios, Katya! Papá está trabajando.

Nuestra alegría se esfumó. Yo me adelanté:

—Ha sido culpa mía, monsieur Tre...

—Eso ya me lo imagino, doctor. Katya, ¿pero en qué estabas pensando?

—Bueno, Paul...

Se le quebró la voz y toda su persona pareció encogerse de un modo impropio en ella.

—Ya hablaremos —dijo su hermano. Luego, se volvió hacia mí y me miró fríamente—. Cuando el doctor estime oportuno privarnos de su compañía.

—Antes de irme, monsieur Treville, debo decirle que su tono me parece ofensivo, no por mí, sino por Katya.

—¿Quién le ha dado derecho a juzgar lo que yo digo? ¿Y quién le ha autorizado a llamar a mi hermana por su nombre de pila?

Me volví hacia Katya para despedirme y me dolió verla tan compungida. Pero fue el leve movimiento de retroceso que hizo al empezar a hablarle lo que me dejó helado y sin palabras. Miré otra vez a su hermano:

—Desde luego, tiene usted razón al decir que no debo dirigirme a mademoiselle Treville por su nombre de pila. Ha sido un descuido momentáneo. Pero le aseguro que...

—No necesita usted asegurarme nada, doctor..., salvo de su intención de marcharse inmediatamente.

De buena gana le hubiera dado un puñetazo. Lo deseaba con todas mis fuerzas, pero me contuve en atención a Katya. Con toda la dignidad que me permitían mis ropas mojadas y el latir de las sienes, incliné fríamente la cabeza y me fui hacia la puerta.

—¡Un momento, doctor!

Imposible describir el brusco cambio que se había operado en el tono de Paul Treville que, de aristócrata altivo y colérico, se había convertido en un hombre triste y cansado.

—Un momento, tenga la bondad. —Cerró los ojos y suspiró—. Perdone. He sido grosero. Katya, ¿por qué no vas a ver qué hace esa chica nueva en la cocina? Papá querrá cenar pronto y me parece que ella es de las que rompen los huevos a martillazos.

Sin una palabra, sin mirarme siquiera, Katya salió del vestíbulo con la cabeza baja y los hombros caídos.

—Katya...

La voz de Paul la hizo detenerse en la puerta, pero no volver la cabeza. Él sonrió con tristeza.

—Arrímate al fuego y sécate el pelo: Estás horrible.

Ella asintió y se fue. Él la siguió con la mirada, suspiró y se volvió hacia mí.

—¿Quiere pasar al salón, doctor Montjean? La chimenea está encendida y tampoco a usted le vendrá mal un poco de calor. ¿Un coñac? —preguntó, entrando en el salón detrás de mí.

—No, muchas gracias —respondí secamente, incómodo y desconcertado por su brusco cambio de actitud y más perplejo aún por la humildad, casi servil, con que Katya había reaccionado a su golpe de genio. El fuego que ardía en la chimenea de mármol no podía ser más invitador, pero yo no me acerqué. Mi indignación no me permitía aceptar la hospitalidad de Paul Treville.

—Siéntese, haga el favor —dijo sirviendo dos buenas dosis de coñac, como si no hubiera oído mi negativa. Como sólo podía utilizar la mano izquierda, pues la manga del lado derecho estaba vacía y prendida en el hombro vendado, sujetaba las dos copas con bastante dificultad. Acepté su invitación porque no quería parecer rencoroso y, cuando él se sentó junto al fuego, no pude sino imitarle. Estaba helado y mi piel absorbía con gusto aquel calor, mal que me pesara.

—Deduzco que su hermana no le advirtió de que iba a Salies a recoger su bicicleta —dije con fría dignidad.

—Deduce usted bien. El caso es que mi hermana no suele ponerme al corriente de sus idas y venidas y he estado buscándola durante más de una hora. La consideración hacia los demás no es una de sus cualidades.

—Nos sentamos a tomar un refresco en un café de la plaza. El tiempo se puso amenazador y yo me ofrecí a acompañarla a casa. Eso es todo.

—Mi querido amigo, yo no necesito explicaciones de la conducta de Katya. Si así fuera, se las pediría a ella. El carácter y educación de mi hermana hacen que sus actos no dependan de la rectitud moral de su acompañante. ¡Santo cielo! ¿Ha podido usted imaginar siquiera un momento que yo pensé...? —Soltó una carcajada que me pareció insultante—. No, no, Montjean. Estoy convencido de que entre ustedes no hay más que una amistad casual. Al fin y al cabo... —Hizo un ademán ron la copa, pero por amabilidad se abstuvo de terminar la frase—. No; las circunstancias han hecho que Katya no haya tenido ocasión de frecuentar a personas de su edad y el suyo es un carácter expansivo y cordial, poco dado a la soledad. Sin embargo, no hace falta que le recuerde que vivimos en una comunidad de mentalidades estrechas y suspicaces en la que con el menor motivo el buen nombre de una persona puede caer víctima de la maledicencia.

—Realmente, no tomé en consideración a los chismosos del lugar. Fue una ligereza. Pero todo se redujo a un vaso de limonada y media hora de conversación en la plaza. ¿Qué podrían deducir de eso?

—Cualquier cosa. Así ha podido comprobarlo mi familia que, desgraciadamente, ha sido víctima de las malas lenguas con harta frecuencia. Por lo tanto... —Apuró su copa de coñac y atrajo la mía, ya vacía, a su lado de la mesa—. Creo que es justo que haga usted algo para reparar la reputación de Katya.

—Por supuesto, lo que usted diga. Pero... ¿qué puedo hacer?

—Lo que exigen las normas de buena conducta, naturalmente.

—¿Y es...? —pregunté claramente desconcertado.

Midió el coñac con exagerada precisión, haciendo tiempo antes de contestar.

—Quiero que la visite usted en su casa, como un joven amigo de la familia. Que se les vea juntos en compañía de la familia. ¿O es mucho pedir?

Sonrió y me impresionó comprobar una vez más que era la viva imagen de Katya, especialmente de perfil. Había en el parecido algo tranquilizador. Y también algo desconcertante.

—Estaré encantado de visitar a mademoiselle Treville.

Él se encogió de hombros.

—Ni que decir tiene. Pero debo pedirle que me secunde en un inocente subterfugio.

Me levanté para asir la copa y aproveché para pasar al otro lado de la chimenea, a fin de completar mi secado.

—¿Qué inocente subterfugio?

—Se trata de mi padre. Es indispensable, absolutamente indispensable, que mi padre no pueda pensar que visita usted a mi hermana movido por el interés natural en un hombre joven hacia una señorita. ¿Entendido?

—¿Por qué no?

Él hizo caso omiso de la pregunta, dando por sentado que debía bastar su palabra.

—Anoche, durante la cena, mi padre advirtió que estoy manco, lo cual fue una proeza de observación en él, abstraído siempre en su mundo de ruralías medievales. Durante la cena le presentaremos como mi médico y sus visitas a la casa tendrán por objeto, ostensiblemente, vigilar el proceso de mi lesión, vamos, ayudar al tiempo.

—¿Es que ceno aquí?

Él sonrió ampliamente.

—Mi querido amigo, no podemos consentir que salga con esta lluvia.

—Pues hace diez minutos estaba usted decidido a echarme.

—Siempre he admirado la flexibilidad en las personas, por lo que es una cualidad que trato de cultivar.

—¿La flexibilidad? Dirá mejor la arbitrariedad. ¿Puedo hablarle con franqueza?

—¡Vaya, hombre! En fin, si no hay más remedio...

—Me parece usted una persona despótica y desconsiderada. No hace ni diez minutos, era la perfecta imagen del hermano indignado, pese a que sabía que no había motivo para tal indignación. Se mostró insultante conmigo y, lo que es peor, humilló a su hermana. Luego, de pronto, se muestra razonable y amistoso, hasta el ridículo extremo de asumir el papel de cómplice. A pesar de que ninguno de los dos puede creer ni remotamente que mademoiselle Treville se interese por mí ni lo más mínimo. Me parece que cualquiera calificaría esa conducta de infantil e irresponsable.

Él se había quedado mirando el fuego y yo enmudecí, con el corazón palpitándome con fuerza, sorprendido por mi franqueza y osadía.

Paul se volvió lánguidamente.

—¿Cómo? ¿Decía usted?

—Me ha oído perfectamente.

—Así es; pero le hago el favor de no darme por enterado. En lo tocante a la cena, le advierto que somos muy frugales y hasta miserables. Nuestras criadas guisan al estilo campesino, por lo que la cena consiste en una sopa más notable por su densidad que por su sabor, picatostes del pan de aquí, que lo mismo podrían servir para pavimentar las calles y un surtido de verduras arrancadas a la tierra. El calificativo más suave que podríamos aplicar a nuestro yantar sería el de espartano. Pertenece a esa vasta categoría de cosas desagradables que se nos imponen porque templan el carácter. —Se puso en pie—. Ahora si por el hecho de dejarle solo unos momentos no me hago acreedor al reproche de abandonarle en insípida compañía, iré a decir a Katya que mande poner otro cubierto. Quizás incluso se alegre. Posee el don de encontrar placer hasta en las más insignificantes nimiedades —sonrió y salió del salón.

Empecé a pasear por el salón examinando el mobiliario, compuesto por una mezcla de viejos armatostes deteriorados y finas antigüedades. Deduje que allí se alternaban los muebles propiedad del arrendador con las piezas selectas y queridas que los Treville habían traído consigo. Al pasar por delante de las puertas que daban acceso al vestíbulo, no pude por menos que oír fragmentos de una conversación que Katya y Paul mantenían en susurros al otro lado. Sólo se oía alguna que otra palabra, pero el tono era tenso y vehemente.

—... desde luego. Pero ¿te parece prudente, Paul?

—¿Qué... alternativa...?

(Katya respondió algo incomprensible.)

—Imagino... te gusta...

(Una pausa.)

—Sí..., muy simpático.

—... siento mucho, Katya. Si... distinto.

—No tiene remedio... lo imposible. Quizás... explicárselo al doctor Montjean.

—... disparate. Un gran disparate.

—Tienes razón, sí. En fin... para la cena. Papá acaba de tocar la campanilla.

«La campanilla» que solía tocar «papá», para anunciar que había terminado su trabajo del día y ya se podía servir la cena fue tema de conversación cuando estábamos reunidos los cuatro alrededor de la mesa de roble del comedor.

—En realidad no se puede decir que «toca la campanilla» —indicó Katya sonriéndome desde el otro lado del viejo candelabro lleno de goterones—. Este caserón se cae de viejo y casi nada funciona. Las campanillas desaparecieron hace tiempo; pero se puede oír con toda claridad el roce del cable al arañar el conducto, de manera que, después de todo, cumple su misión.

Me parecía deliciosa la forma en que Katya llevaba la conversación en la mesa, con la gracia de una experta anfitriona. Eran tantas las cualidades que veía en ella que me sorprendía descubrir que, además, poseía también las comunes a las jóvenes bien educadas.

—Podríamos decir que papá araña para pedir la cena —dijo Paul Treville—. ¿O tiene la frase una lamentable connotación felina?

Monsieur Treville levantó la mirada del sabroso potaje que había acaparado su atención desde que se sentara a la mesa y parpadeó:

—¿Cómo? ¿Hablabas conmigo?

—Más de ti que contigo, papá —contestó Paul.

monsieur Treville asintió.

—Ah, ya, lo que me figuraba. Sí, lo que me figuraba.

Se volvió hacia mí:

—¿De manera que usted es médico?

—Mi jefe, el doctor Gros, no parece muy seguro de eso, señor. Pero lo cierto es que he disipado todas las dudas y memorizado todas las rutinarias nimiedades precisas para anteponer a mi nombre el título de «doctor».

Aún me sonrojo al recordar las frasecitas que me fabricaba para colocarlas en el momento oportuno.

—Sí, pero, ¿es usted médico o no? —preguntó el anciano, pinchando involuntariamente el globo de mi grandilocuencia al demostrar que no me había entendido.

—Sí, señor.

Desde el primer momento, sentí una viva simpatía por monsieur Treville, con su aire distraído y ausente, a pesar de que no reparó en mí hasta casi diez minutos después de sentarnos a la mesa. Sus facciones grandes y francas, su espesa cabellera gris, revuelta a fuerza de mesarla con los dedos durante el estudio, sus ojos claros e inteligentes, en los que centelleaba una energía casi juvenil cuando hablaba de algo que le interesaba, todo ello respondía a mi ideal del intelectual afable y maduro.

Además, era el padre de Katya. —Conque médico, ¿eh? —inquirió monsieur Treville—. ¡Ah, claro! —Miró a Paul—. Tuviste un accidente, ¿verdad? Tropezaste con no sé qué.

—Me caí del tejado, papá, cuando estaba tratando de cazar nubes con una red. Afortunadamente, me caí de cabeza en una charca de cocodrilos y eso amortiguó el golpe:

—Sí, sí, recuerdo. De manera que es usted médico, ¿eh, joven? Muy interesante. ¿Sus estudios no le llevarían por casualidad a interesarse por la vida rural en la Edad Media?

Confuso, miré a Katya, que me sonrió maliciosamente.

—Pues... directamente no, señor. Pero el tema siempre me fascinó.

A monsieur Treville se le iluminó la cara.

—¿De verdad? ¿Y qué aspectos en particular?

—Sí, doctor —terció Paul inclinándose con burlón interés—. Cuente, cuente...

Katya le dirigió una mirada de reproche, pero él levantó las cejas con expresión de inocencia.

—Pues... —murmuré—. Todo el tema es fascinante, en especial... hum... el aspecto médico... uh...

—¡La peste! —exclamó monsieur Treville—. Desde luego, para un médico ha de tener especial interés la llegada de la peste negra en el cuarenta y ocho y cuarenta y nueve.

—Se refiere a mil trescientos cuarenta y ocho y cuarenta y nueve —aclaró el joven Treville, servicial.

Monsieur Treville miró a su hijo frunciendo el entrecejo y parpadeó varias veces.

—¿Alguien ha hablado de cocodrilos? ¿Qué es esa historia de los cocodrilos?

—Tampoco yo entendí eso muy bien, papá —confesó Paul—. Será algo relacionado con la peste negra. ¿Podría usted aclararlo, doctor?

—No, no, muchacho —dijo monsieur Treville, poniéndome la mano en el brazo y riendo entre dientes—. Fueron las ratas. Ratas y piojos. Nada de cocodrilos. Es posible que el hecho de que la peste entrara en Europa por los puertos del Mediterráneo diera pábulo a esa fábula de los cocodrilos... aunque he de confesar que yo no lo he leído en ningún sitio. ¿No sabe usted de dónde puede haber salido?

Katya acudió en mi ayuda, llevando la conversación a temas más banales hasta que llegamos a la fruta y se sacó a la mesa una tabla del fuerte y salado queso del país, que Paul pinchó con la punta del cuchillo con expresión de desagrado. Yo advertía que Katya estaba contenta de mí, satisfecha de mi evidente simpatía por su padre y por el placer que éste demostraba al tener a un nuevo interlocutor. Mi romántica imaginación pintaba ya un ensueño doméstico: el suegro y el cuñado cenando con nosotros en nuestro modesto (pero acogedor) hogar. Olvidando dónde estaba, me perdí por completo en mi mundo de fantasía, del que vino a sacarme bruscamente la voz de monsieur Treville:

—¿... o no opina usted lo mismo, doctor?

—Oh, sí... ¡Sí! Completamente de acuerdo.

Monsieur Treville me miró con los ojos brillantes.

—Es fantástico, doctor. Ni que decir tiene que actualmente son muy pocos los especialistas en cultura medieval que comparten nuestra opinión. ¿Le importaría decirme qué criterio le ha llevado a adoptar este parecer?

—¿Qué criterio? Ah... pues no tanto un criterio concreto como... una impresión general. Yo... ejem...

Katya se ganó mi eterna gratitud al interrumpirme poniendo su mano en mi brazo para decir:

—No vayáis a pasaros la noche hablando de cosas que ni Paul ni yo entendemos.

—A mí no me importa —dijo Paul—. En realidad, me encantaría oír la respuesta de Montjean.

Me sonrió ampliamente, para luego hacer un gesto brusco que me hizo suponer que Katya le había dado un puntapié por debajo de la mesa.

—No; nada de eso —dijo ella—. Tomaremos el café en el salón como personas bien educadas, hablando de cosas divertidas, como nos enseñaron cuando éramos jóvenes. —Se puso de pie y me ofreció el brazo—. ¿Doctor Montjean?

Nos sentamos ante el buen fuego de la chimenea y durante media hora Katya cumplió su palabra, dirigiendo la conversación con rara habilidad, de manera que cada uno de nosotros, incluso Paul, tuvo su momento estelar en el que mostrarse ingenioso y bien informado. Se sirvió coñac con el café y observé que Paul llenaba su copa más de lo prudente y acababa hundido en su butaca con una expresión agria y torva, casi hostil; pero el deleite y admiración que me producía Katya compensaban ampliamente el desagrado provocado por su hermano, dejándome la impresión de que nunca había pasado una velada más agradable, pese a no poder recordar hecho alguno de especial importancia.

Paul rompió el encanto del momento al levantarse bruscamente para decir:

—Lo siento, pero es hora de que Katya se acueste.

—Oye, Paul... —protestó ella.

—No, no, Kiki. —Paul cruzó hacia ella y le rodeó el talle con el brazo—. Has podido pillar un resfriado al estar fuera con la lluvia. Ahora tienes que acostarte, subirte la ropa hasta la barbilla y contar cocodrilos. Verás como enseguida te duermes. Papá y yo atenderemos al doctor Montjean.

—¿Ha estado fuera con la lluvia? —preguntó monsieur Treville con gesto de preocupación.

—Nada de eso, papá —respondió Paul—. Ha sido una metáfora.

Monsieur Treville parpadeó:

—¿Una metáfora?

—Sí, y bastante tonta por cierto. Prometo no volver a usarla. De verdad.

—Ahora, a la cama, Kiki.

—Buenas noches, papá —dijo Katya besándole en la mejilla—. Buenas noches, Jean-Marc Montjean.

Me tendió la mano.

Me gustaba la fórmula que había ideado para llamarme tan pronto por mi nombre de pila.

—¿Tendré pronto el gusto de volver a verle?

—No temas —terció Paul—. El doctor ha prometido venir mañana a vendar mis heridas. Aunque tal vez sea una amenaza y no una promesa. En cualquier caso, creo que podremos convencerlo para que tome una taza de té con nosotros.

—Estaré encantado, mademoiselle Treville —dije mirándola intensamente.

—Yo también.

Cuando ella salió del salón, monsieur Treville se arrellanó en su butaca, como disponiéndose a mantener una larga conversación, y me preguntó cuánto tiempo hacía que me dedicaba al estudio de la peste negra...

Una hora después, cuando Paul me acompañó a la puerta, la lluvia había amainado y caía suavemente sobre la grava con un leve susurro. Había bebido con liberalidad y observé algo más que indolencia en el ademán con que se apoyó en el arco de la entrada al vestíbulo.

—Bien hecho, Montjean. Estoy seguro de que papá no sospecha que su interés por nosotros no sea estrictamente profesional. Ello denota en usted admirables dotes de duplicidad que debería cultivar, no sólo como medio de supervivencia en un mundo de granujas y mercaderes, sino como condimento de una personalidad excesivamente sobria y sincera para ser interesante.

—¿Es siempre tan descortés, Treville?

—No siempre. Usted estimula lo mejor que hay en mí.

—Encantado de serle útil. ¿Puedo desearle buenas noches?

—Por favor.

Antes de que el calesín llegara al final de la senda de los álamos había dejado de llover, y mientras la yegua me llevaba de vuelta a Salies con un trote sosegado, yo cavilaba sobre varios incidentes de la noche, respirando el aire limpio de polvo. Me intrigaba aquella extraña y tensa conversación que había sorprendido entre Katya y Paul. Y también, la advertencia de Paul de que su padre no debía enterarse de mi interés por Katya, tanto más enigmática por cuanto que el buen señor me parecía totalmente inofensivo. Pero lo que más me intrigaba era que, a pesar de todo, me agradaba Paul Treville. ¿Era únicamente su parecido físico con Katya lo que me movía a disculpar su descortesía de adolescente? Comprendía que no. Por lo menos, no era eso sólo. Había en él un aire de desesperanza y melancolía que no conseguía disimular con su causticidad y su mal genio y que me hacía compadecer a aquella persona de inteligencia lúcida, aunque acaso no muy sólida, carente de medios en que ocupar sus energías y su mente en aquel rincón rural del País Vasco.

¿Por qué aceptaba aislarse del que era su mundo, el mundo que apreciaba sus dotes y habilidades? ¿Por qué los Treville se resignaban a vivir en aquel viejo caserón, tan lejos de su París? Katya había dicho que estaban allí por motivos de salud; pero yo no había observado ni el menor síntoma de enfermedad en ninguno de ellos y, por el afán demostrado por monsieur Treville en intercambiar ideas conmigo, advertí en él la nostalgia de la civilización que habían abandonado.

En el aspecto puramente egoísta, a mí me encantaba, desde luego, que estuvieran en Salies. De otro modo, ¿cómo hubiera podido conocer a Katya?

Katya... Durante el resto del trayecto hasta Salies no hice más que imaginar escenas y diálogos entre Katya y yo.