* * *

Cuando cruzamos el estrecho puente tendido en las inmediaciones de Alos, era más de media tarde y el sol se acercaba ya a las montañas que parecen sostener el pueblo en su regazo. De la plaza del pueblo llegaban las notas afiladas de la flauta o txistu, acompañadas del redoble del tamboril, lo que me indicó que se estaba representando la pantomima de Robert le Diable. En mi recuerdo, era un baile interminable y aburrido, por lo que me sentía menos ansioso por llegar que Katya y monsieur Treville. Paul les propuso que se adelantaran a pie, mientras él y yo atendíamos al caballo. Después nos reuniríamos con ellos. Se unieron al desfile de familias y parejas que se dirigía a la plaza, mientras Paul y yo retrocedíamos por el puente, camino de un campo que había sido habilitado temporalmente para caballos y carruajes en el que se daba pienso a los animales por una pequeña cantidad. El encargado del establo al aire libre me reconoció y, como era inevitable, empezó a darme palmadas en la espalda y a preguntarme por personas a las que yo recordaba sólo vagamente. Nuestra conversación era en vasco, por lo que Paul quedaba excluido y se adelantó unos pasos mientras yo procuraba despedirme sin parecer desconsiderado. El precio de mi libertad fue una cita para hacer un txikiteo, una ronda de las tabernas, aquella noche, cita que confiaba que él olvidaría.

Encontré a Paul junto a un grupo de campesinos y pastores, sonriendo para sí, con la mirada fija en un punto. Seguí la dirección que marcaban sus ojos y descubrí el automóvil que estuvo a punto de hacernos volcar. Estaba parado debajo de un árbol, al borde del prado, con los faros de latón brillando al sol de la tarde.

—Están en mis manos —dijo Paul en voz baja—. Es suficiente para que a uno se le vuelva a despertar la fe en la justicia divina.

—Vamos, Paul. Hágalo por Katya, procuremos divertirnos y nada más. Olvídelo.

Me miró sonriendo.

—Señor mío, no tengo la menor intención de olvidarlo. ¿Qué, doctor, localizamos a los otros? Empieza a hacerme ilusión la velada. Confieso que temí que iba a ser soberanamente aburrida, pero las cosas van arreglándose.

—Piense en su hombro. No conviene que se lastime otra vez.

—Es usted tan buen muchacho y tan solícito... ¿Por qué no se hace médico? En fin, apliquémonos a la ardua tarea de divertirnos.

Enseguida divisamos a Katya y a monsieur Treville entre la multitud que llenaba la plaza. Era fácil distinguirlos a él con su traje de ciudad y a ella con su vestido y zapatos blancos. Estaban en la primera fila de un corro de espectadores que rodeaban a los intérpretes de la pantomima de Robert le Diable. Katya sonreía con afectuoso interés, como si los actores fueran amigos suyos, mientras que su padre seguía la representación sin perder detalle, tomando notas en una libreta con un cabo de lápiz. El «Diablo» y el «Caballo» hacían bufonadas un tanto insípidas mientras el «Héroe» bailaba la Danza del Vaso, saltando con rápidos trenzados de pies y posándose con sus finas zapatillas sobre el borde de un vaso de grueso vidrio colocado en el suelo. El vaso se volcó dos veces y al fin se rompió pero enseguida era sustituido por otro entre gritos de ánimo, hasta que el danzante consiguió dar tres saltos seguidos sin derramar el vino, hazaña que fue saludada con grandes aplausos y el célebre cri basque proferido por los entusiastas espectadores, muchos de los cuales ya estaban achispados.

—Supongo que el vino representa sangre —murmuró monsieur Treville—, quizá sangre sacramental. Y el diablo debe de ser una de las antiguas divinidades precristianas de la tierra. ¿Puede aclararme el simbolismo del caballo?

—Temo que no, señor. Y dudo mucho que alguno de los que estamos aquí pueda explicárselo. Es uno de esos ritos vascos que se mantienen, simplemente, porque siempre se ha hecho así y cuyo significado nadie se ha preocupado de indagar.

—Tal vez el caballo represente la fertilidad —apuntó monsieur Treville. Fíjese cómo persigue a la doncella y cómo ella le da cachetes y trata de esconderse detrás del diablo.

Asentí distraídamente, más interesado en observar la expresión de deleite y fascinación que se reflejaba en las facciones de Katya que en construir una estructura simbólica para un rito que había visto tantas veces.

—¿Qué dicen? —me preguntó monsieur Treville.

—¿Quiénes?

—El caballo y el diablo que no paran de gritar y pavonearse.

Me encogí de hombros y quizás hasta me puse colorado. De niño no había reparado en ello, pero el diálogo que mantenían en vasco los dos personajes era francamente obsceno y se refería a la competencia sexual y al tamaño de los órganos. Violento, lancé una mirada a Katya y me aclaré la garganta.

—Tal vez esté en lo cierto. Tal vez el caballo represente la fertilidad.

—Ajá. ¿Y qué es esa cosa grande con un bulto en el extremo que la doncella trata de quitarle al héroe?

Miré a Paul en demanda de auxilio, pero él me dijo con una dulce sonrisa:

—Sí, Jean-Marc, ¿qué cree que puede ser esa cosa?

Katya bajó la mirada, insinuando apenas una sonrisa.

—Pues... la verdad, nunca me lo he preguntado. Diga, ¿qué le parece que representa el que baila sobre el vaso?

—Es a un tiempo héroe y bufón. Podría ser un símbolo de la humanidad. Y, si se para a considerarlo, verá que es muy acertado.

—Ya —dijo Paul—. Si no me equivoco al interpretar el profundo simbolismo de todo ello, representa la apasionante historia de la humanidad que hace equilibrios sobre un vaso de vino mientras el diablo charla con la fertilidad y la doncella trata de robar el..., ¿qué dijo que era eso, doctor?

La representación terminó con un crescendo final del txistu, agudo y sostenido, y un redoble de tambor. Los espectadores aplaudieron enérgicamente y rodearon a los actores para invitarlos a un txikiteo. Katya me pidió que le tradujera la expresión.

—Un txikiteo es una ronda de las tabernas, bebiendo un vaso de vino en cada una.

—¿Y cuántas habrá en este pueblo?

—Veinticinco o treinta, contando las buvettes o puestos que se instalan a la puerta de las tiendas.

—¡Cielos, Jean-Marc! ¿Van a beber treinta vasos? Me eché a reír.

—No cuenta lo que se bebe sino el entusiasmo que se pone en el empeño. Los vascos tienen pocos atributos nacionales, además de sus dotes para el baile y el trabajo duro, pero, cuando se trata de beber en una fiesta, rayan en lo heroico.

—Pues tienen fama de serios y hasta de adustos, dicho sea sin ánimo de ofender —comentó monsieur Treville.

—Y lo son. La mayoría de esos hombres son campesinos y pastores que trabajan duramente todos los días del año, salvo en las fiestas del pueblo y el día de la boda de sus hijos. En estas ocasiones, les gusta beber y bailar y toman sus vicios tan en serio como sus virtudes.

Anocheció deprisa, como suele ocurrir en las montañas. La multitud crecía hasta que resultó imposible moverse sin tropezar con la gente. Katya y yo perdimos de vista a los otros dos y tuve que asirla por el talle para que no nos separaran. Unos muchachos subidos sobre los hombros de otros prendían con mechas encendidas farolillos de colores colgados de unas cuerdas tendidas sobre la plaza, mientras trataban de derribarse unos a otros, tirando y empujando entre gritos y caídas, para ver quién conseguía mantenerse más tiempo sobre los hombros del compañero. Se iniciaron varias peleas, rápidamente sofocadas por los amigos que separaban a los contendientes y se los llevaban a tomar unas copas, pero no se produjo una auténtica bagarre basque como las que seguramente habría antes de que acabara la noche. Por lo menos una mêlée era inevitable, en la que los mozos se agredían con sus cinturones y hebillas. Y habría contusiones, cortes, narices fracturadas y dientes rotos. Al fin y al cabo, ¿qué era una fiesta sin su bagarre? Una sosería.

—¿Y esta noche la habrá? —preguntó Katya.

—Probablemente. ¿Asustada?

Le brillaban los ojos.

—Nada de eso. ¡Qué emocionante!

El acordeón, la flauta y el tambor atacaron un aire popular y en la muchedumbre se advirtió una vibración que la atraía hacia el centro de la plaza. Se formó un claro al que salieron a bailar las parejas más lanzadas. Katya y yo estábamos en el bordo interior del círculo y ella me tomó del brazo tirando de mí hacia el centro.

—¿Quieres bailar?-le pregunté.

—¡Naturalmente!

—¿Conoces este baile?

Era una forma simple del Kax Karot que al principio se baila por parejas y después en fila, saltando al compás. El hombre toma a su pareja por la cintura y ambos saltan cuanto más alto mejor y las mujeres gritan por miedo a caerse.

—Nunca lo he visto bailar, pero estoy segura de que sabré.

Ensayó los pasos, que eran muy sencillos, marcando el salto en el momento oportuno.

—Sí; lo sé bailar. Vamos.

—Un momento. Entraremos después.

En aquel momento, no había tiempo de explicar las sutilezas de las buenas formas por las que las primeras muchachas que salían a bailar eran consideradas unas atrevidas. Para evitar el estigma, ellas se retraían, como si les diera vergüenza, hasta que su pareja las sacaba tirando de ellas o las amigas las empujaban riendo. Entonces sí bailaban, sofocadas y contentas. Desde luego, no hubiera estado bien visto que una forastera entrase de las primeras en el baile y, por si fuera poco, vestida de blanco, para llamar más la atención.

Al mirar en derredor, descubrí a los cinco parisienses que estuvieron a punto de hacernos volcar en el camino. Estaban frente a nosotros. Las muchachas seguían atentamente el baile, pero la lánguida actitud de los hombres que estaban con ellas proclamaba su desdén por tan rústicas diversiones.

Hasta mediado el primer baile no hubo en el círculo ni diez parejas, la mayor parte, recién casados o novios formales, estatus que liberaba a la mujer de toda sospecha de descoco o de afán de presumir. Luego, un campesino un poco alegre sacó al ruedo a su oronda costilla, entre las aclamaciones de los amigos, y empezó a bailar alrededor de ella mientras la mujer se tapaba la cara con las manos. Cuando ella dio por terminadas sus demostraciones de vergüenza y empezó a bailar con garbo, todas las muchachas se dieron por enteradas de que podían entrar en el baile sin perjuicio para su reputación y al momento la multitud se agitó y de ella salieron chicos y chicas que, gritando y riendo, se unían a los danzantes mientras el círculo se ensanchaba a medida que disminuía el número de espectadores. Fue entonces cuando saqué a bailar a Katya. Entre tanta gente, nadie se fijó en nosotros.

El trío de músicos terminó la primera pieza y de inmediato atacó la segunda, para evitar que los danzantes se retiraran. Las parejas formaron filas de cuatro o seis y luego los segmentos fueron combinándose y alargándose hasta que la gente quedó formada en dos largas filas irregulares, una frente a otra. Dos pasos adelante, dos pasos atrás y el gran salto, con gritos de mujer y vuelo de faldas. Me sorprendió la facilidad con que recordé aquel baile que creía olvidado. Quizá sea verdad que el impulso de bailar —especialmente los vigorosos sautes basques— es un rasgo genético del varón vasco. El que estaba al otro lado de Katya era un robusto pastor que saltaba hasta la altura de la cintura y la muchacha que yo sostenía con mi otro brazo era rechoncha, colorada y tenía una agilidad pasmosa. Pronto, el centro de nuestra fila saltaba más alto que los extremos y más alto que los que teníamos delante, por lo que empezamos a burlarnos de su falta de fuerza y de brío. Los hombres aceptaron el reto con sonrisas y movimientos de cabeza y empezaron a elevarse más y más, arrastrando consigo a las mujeres que lanzaban gritos de protesta, de gusto y, a medida que subía la altura del salto, también de miedo, por el peligro de caer en mala postura sobre las piedras de la plaza.

Los músicos entraron en el juego y aceleraron el ritmo mientras el director nos gritaba que echáramos el resto. Los más viejos y menos atléticos se retiraban jadeando y moviendo la cabeza y pronto en cada fila no quedaron más que diez o doce parejas. Katya y yo estábamos en el centro de nuestro lado. Jadeábamos y nos temblaban las piernas pero ninguna de las dos filas quería abandonar antes que la otra. El ritmo era más y más rápido. Yo no estaba en buena forma física y ya iba a retirarme cuando la gente de una y otra fila empezó a gritar a un tiempo a los músicos ¡Naikua! ¡Naikua! (¡Basta! ¡Basta!). Ellos aceleraron aún más el ritmo y la danza acabó entre tropezones, desorden y jadeos.

Luego hubo risas, gritos y palmadas entre los hombres, y el pastor forzudo que sujetaba a Katya por el otro lado le dio un fuerte apretón y la felicitó por su vigor y resistencia medio a regañadientes, como buen vasco. No estuvo mal, para una forastera...

Luchando por recobrar el aliento y con los pulmones doloridos llevé a Katya por entre el círculo de espectadores hasta un lugar más tranquilo de la plaza, cerca de las casas adonde no llegaba la luz de los farolillos. Se me doblaban las rodillas y tuve que apoyarme en una pared.

—¡Fantástico! —exclamó, roja de excitación.

—Sí...

Casi no podía respirar ni tragar saliva, de seca que tenía la garganta.

—¡Fantástico...! —admití—. Pero... te advierto... que de un momento a otro... puedo caer muerto de un ataque al corazón.

—¡Bah, tonterías! —Me enjugó la frente con el pañuelo—. Es verdad que el hombre es el que hace todo el trabajo. Pero así ha de ser.

Asentí, sin poder hablar. Cuando dejaron de latirme las sienes le pregunté si le gustaría beber algo.

—No, muchas gracias —negó rápidamente.

Luego, al advertir mi estado de cansancio y sed, rectificó:

—Sí, con mucho gusto. Gracias.

En aquel momento sonó un floreo de txistu y tambor. Se acallaron las voces y todos los que estaban en la plaza y en los puestos de bebidas se quedaron quietos, mirando hacia un callejón.

—¿Qué ocurre? —preguntó Katya en un susurro.

—La Doncella Ahogada. Mira.

Se disparó un cohete cerca de la desembocadura del callejón y a su resplandor las paredes de las casas se tiñeron de un rojo vivo. Luego, el tambor inició un fúnebre redoble, a cuyo ritmo fue saliendo de la bocacalle un tétrico cortejo que empezó a cruzar lentamente la plaza mientras, a su paso, la multitud se apartaba respetuosamente. Venían delante dos niños con túnica blanca y la cara pintada del mismo color, con los ojos y la boca subrayados en negro. Detrás apareció un elegante caballero (sin duda, el hermano de la acusada) arrastrando pesadas cadenas de penitencia que rechinaban sobre las piedras. Después, dos jóvenes harapientos llevando cada uno una pesada piedra perforada por el centro, ensartada en una cuerda de nudos, para lastrar a la acusada cuando fuera arrojada al río. Por último, la Doncella, una muchacha de unos quince años, elegida entre las del distrito por su belleza, llevada en hombros por seis jóvenes, tres a la derecha y tres a la izquierda, que avanzaban marcando el paso. Ella se mantenía rígida sobre sus hombros, con la cabeza echada hacia atrás y la cabellera colgando hasta la cintura de los dos hombres de delante. Su vestido blanco de fino lienzo había sido sumergido en agua y se le pegaba al cuerpo revelando sus generosas formas y la mancha oscura de sus pezones. El pelo, bañado en aceite y peinado con una rigidez antinatural, goteaba sobre el pavimento.

El cortejo, con su paso lento y cadencioso, pasó muy cerca de donde nosotros estábamos. Al ver a la Doncella Ahogada, Katya me clavó los dedos en el brazo y yo la sentí temblar.

Cuando la procesión llegó a la bocacalle situada enfrente de aquella por la que había salido, se disparó otro cohete rojo y los fúnebres personajes desaparecieron entre una luz de infierno igual a la que precediera su llegada. Durante un largo momento, el silencio fue absoluto en toda la plaza.

Luego, los hombres empezaron a lanzar al aire el cri basque, un sonido gutural agudo y desgarrador que puede perfectamente helarle la sangre al que no esté acostumbrado a oírlo.

Inmediatamente, los músicos empezaron a tocar otro Kax Karot y alrededor nuestro todo volvió a ser baile, risa y tragos de vino.

—¿Qué representa? —preguntó Katya en voz baja.

—Oh, nada. Nada en absoluto. Es sólo un viejo rito. ¿Quieres que traiga algo de beber?

—¡No, no te vayas!

Me oprimió el brazo con más fuerza. Luego, con voz más tranquila prosiguió:

—Ven, bailemos. Quiero bailar.

Cuando terminó el Kax Karot y dimos el último de aquellos frenéticos saltos, riendo y dándonos palmadas unos a otros, yo estaba seguro de que me iban a estallar los pulmones. Al salir de la impresión producida por el paso de la Doncella, Katya parecía más risueña y eufórica que antes. Había en su manera de reír y bailar una vivacidad exagerada y un poco alarmante.

Una vez más, nos refugiamos en nuestro rincón, mientras yo trataba de recobrarme.

—Demasiados... años de estudio... en la ciudad. Ya no puedo hacer estas cosas... Si no bebo algo... me moriré aquí mismo... sin que nadie se entere... ni me llore.

—¡Pobrecito él, tan flojito! —rio Katya—. Está bien.

Las mujeres no solían entrar en los bares, por lo que me ofrecí a dejarla con su padre o su hermano mientras yo iba en busca de algo de beber.

—¿Sabes dónde están?

—No; pero ya los encontraremos.

Empecé a mirar entre la gente.

—No es necesario. Te espero aquí.

—¿Sola?

—¿Qué puede ocurrirme? Y si lo que te preocupa es mi reputación te diré que una mujer que no sea vasca no tiene una gran reputación que cuidar.

Me eché a reír y reconocí que poseía una aguda penetración de la forma en que los vascos juzgaban a los forasteros, esas pobres criaturas privadas del toque divino. Tras sólo un breve momento de vacilación, oprimí su mano en señal de despedida y me alejé entre las apreturas de la gente hasta uno de los cafés en el que todas las mesas estaban ocupadas por viejos, cada uno con su vaso de vino y la cara colorada por la bebida y la alegría. Camino del mostrador, vi en una de las mesas a monsieur Treville entre campesinos vascos. Encima de la mesa había una botella casi vacía de Izarra, ese delicioso, fuerte y caro licor de mi tierra natal. Evidentemente, monsieur Treville invitaba y los ancianos del lugar correspondían a su generosidad contándole cuanto deseara saber acerca de sus costumbres y tradiciones, en un francés bastante defectuoso y quitándose unos a otros la palabra de la boca para hacer rectificaciones y aclaraciones tan prolijas como intempestivas, pues una de las características del temperamento vasco es apabullar al interlocutor con pormenores escrupulosamente detallados, ocultando la verdad bajo una agobiante precisión. Pensé en advertir a monsieur Treville de lo traidor que podía ser el Izarra, de suave paladar y potente efecto, pero él no me vio y de nada hubiera servido que le llamara porque tampoco me hubiera oído con aquella algarabía. En el momento en que la mesa desaparecía del campo visual, observé que hacía seña a un ajetreado camarero de que les llevara otra botella de Izarra, decisión que los viejos acogieron con graves movimientos de cabeza.

Evidentemente, eso era lo indicado en un forastero. Comprendí que los viejos no tardarían en ponerse a cantar con sus voces de falsete y sus armonías peculiares. Sonriendo para mis adentros, me pregunté si monsieur Treville cantaría con ellos.

Al fin conseguí un vaso de vino tinto para mí y una botella de limonada para Katya. Pero, antes de poder llevarme el cambio, la gente me apartó del mostrador y, para poder beber antes de que alguien me tirase el vino de un codazo, tuve que proteger el vaso con el otro brazo. Era el mismo buen vino, áspero y fuerte, que yo recordaba y que mitigó la sequedad de mi garganta. Arrastrado por la marea de la gente, al poco rato me encontraba otra vez en la calle, sin cambio pero con un vaso, compensación equitativa, ya que así Katya no tendría que beber directamente de la botella.

El baile estaba en su apogeo, bajo los farolillos de colores. Había niños haciendo la cadena, agarrados de la mano, que se metían entre los danzantes para incordiar y éstos se reían y les daban pescozones que los pequeños esquivaban. Para evitar la zona de aglomeración más densa, di la vuelta a la plaza, cerca de las casas, donde en un oscuro pasaje algún que otro borracho hacia sus necesidades y las parejas buscaban la sombra de los portales. Me quedé atascado junto a un puesto de bebidas instalado delante de una tienda y consistente en unas planchas colocadas sobre dos toneles, en el que un hombre llenaba hileras de vasos con vino de una garrafa. El hombre cazó al vuelo la moneda que le eché por encima del que estaba delante de mí, agarré un vaso, lo vacié de dos tragos y volví a dejarlo sobre las planchas donde sería llenado de nuevo sin sufrir la humillación de ser lavado en público.

—... ¿Katya?

Oí el nombre a pesar del griterío y de la música y al volverme vi a Paul no muy lejos, en un portal.

—¿Dónde está Katya? —repitió, pronunciando las palabras despacio, para hacerse entender en medio de aquel ruido.

Señalé el lugar en el que la había dejado y levanté la botella de limonada, para indicarle por qué me había separado de ella.

Él me llamó con una seña y yo me acerqué no sin dificultad. Entonces me di cuenta de que con él estaba una joven vestida a la última moda y que desentonaba entre las mujeres vascas con sus trajes de colorines, cosidos en casa. Vi que se trataba de una de las muchachas que viajaban en el automóvil que estuvo a punto de hacernos volcar en la carretera. Paul me la presentó atrayéndola hacia sí con su brazo bueno con bastante brusquedad.

—Doctor Montjean... tengo el gusto de presentarle a mademoiselle... ¿De verdad tienes nombre, guapa?

—Pues claro que tengo nombre —rio ella.

—No me lo digas. Preservemos el encanto del misterio. Doctor, le presento a mademoiselle Comosellame, una delicia etérea sin una sola idea en su cabecita.

La muchacha hizo una leve reverencia y apoyó su enguantada mano en el pecho de él empujándole esquivamente, ademán que confirmó la evaluación que Paul había hecho de su poder intelectual, revelando que estaba un poco bebida. Tenía una cara bonita e inexpresiva de esas que nada ocultan porque nada hay que ocultar. Ojos pequeños y redondos, nariz respingona, boca descarada y mejillas redondas, un tipo decorativo que no dura mucho, pero, afortunadamente, ni falta que hace. Era evidente que estaba deslumbrada por la indiscutible apostura de Paul y por sus modales despreocupados.

—Encantado —dije, vacilando ligeramente.

—Mucho gusto —respondió ella con una vocecita un poco ronca y acento del norte.

—Mademoiselle Misterio viene a vernos desde el gran mundo de París —explicó Paul—. Ella y unos amigos han venido a estas agrestes tierras en el coche del papá de uno de ellos, un señor muy rico, partiendo del puesto avanzado de Biarritz, lugar relativamente civilizado. El viaje fue soso y con mucho polvo. Lo más divertido, el susto que dieron a unos pueblerinos haciendo que se espantaran sus caballos, ¿no es así, mademoiselle Yoquesé?

Ella rio por lo bajo, sin reconocernos.

—Y ese sujeto de ahí —prosiguió Paul, señalando vagamente a un joven de aspecto atlético que nos miraba torvamente desde un portal cercano—, ése es el que conducía el vehículo en cuestión. Es de suponer que pensaba ser la pareja de mademoiselle Nada en la fiesta y acaso en algo más, y en estos momentos está consumiéndose de celos que da gusto. ¿No es así, pequeño encanto?

La abrazaba de medio lado y ella me miró con gesto de tolerancia, como preguntando si en mi vida había visto semejante descaro.

Sin dejar de sonreír, pregunté:

—¿Va a haber jaleo?

—Si tengo suerte, lo habrá.

—Piense en su hombro.

Él se echó a reír.

—Mi buen amigo, el que boxea a la francesa, sólo necesita los hombros para poder encogerlos cuando todo ya ha terminado.

—¿Me quedo por aquí?

—¿Para echarme a perder el plan? Hace años que no me divertía tanto, ¿verdad que sí, mademoiselle Cabecita Hueca?

Le dio un beso en la mejilla y casi pude oír al de París rechinar los dientes.

—¿Cree usted que yo podría bailar esto? —preguntó Paul. En el centro de la plaza se formaban otra vez las dos filas para el Kaz Karot.

—¿Y por qué no? Es muy fácil.

—¡Bien! Vamos a bailar, Sinseso.

Paul se llevó a la deslumbrada jovencita entre la gente.

Cuando seguí avanzando hacia el lugar en el que había dejado a Katya, el de París me alcanzó y me puso una pesada mano en el hombro.

—¿Sí, señor? —pregunté volviéndome y agarrando la botella de limonada por el cuello, pues el tipo era más alto que yo y mucho más que Paul.

—¿Quién es ese hombre? —me preguntó.

—¿Qué hombre? —inquirí mirando inocentemente alrededor—. Aquí hay muchos hombres.

—¡Ese que hablaba con usted ahora mismo, mil rayos!

—Ah, ése... No tengo ni la más remota idea. Me preguntaba si había visto algún petimetre de París y yo le he contestado que no creía que ninguno se atreviera a dejarse caer por aquí.

Le sonreí ampliamente, mirándole burlón, aunque en realidad hubiera tenido que darme vergüenza de volver a asumir con tanta facilidad la bravuconería infantil de los vascos.

El joven me miró amenazadoramente y luego movió la cabeza con altivez, como si no mereciera la pena perder el tiempo conmigo, y se fue.

Cuando llegué al lugar en el que había dejado a Katya vi que no estaba. Casi inmediatamente, distinguí el vuelo de su vestido blanco entre los danzantes y me adelanté para verle dar los rápidos y difíciles pasos del poresalde, una versión acelerada del fandango que se baila con los dos brazos en alto y golpeando rápidamente el suelo con los pies. Ella bailaba como si hubiera nacido para eso, con la cara radiante, brillo en los ojos y el cuerpo gozoso por la oportunidad de expresarse con aquel vivo movimiento. Yo la miraba sonriendo y sintiéndola mía, sin asomo de celos del guapo mozo que bailaba con ella. Él llevaba la blusa y el pantalón blancos de jugador de jai alai y el pañuelo rojo que le ceñía la cintura indicaba que su equipo había ganado aquella tarde en el frontón del pueblo. Los dos vestidos de blanco y los dos bailando con igual brío y gracia, parecían una pareja de profesionales entre la variopinta multitud y cerca de mí la gente los animaba y batía palmas al compás de la música.

La pieza terminó con una filigrana de la flauta y el jugador de jai alai acompañó a Katya hasta donde yo estaba y me la devolvió con una reverencia exagerada y un poco burlona.

—Estás preciosa cuando bailas —le dije.

—Gracias. Me gusta bailar. ¿Es para mí?

—¿El qué? Oh, sí.

Destapé la botella de limonada y le llené el vaso.

Empezó a sonar un aire más lento, para que la gente mayor se marcara un paso. Las mujeres de mediana edad eran instadas por familiares y amigos a salir a bailar y ellas, después de hacerse rogar, como era obligado, se dejaban convencer, formaban parejas entre ellas y bailaban, muy formales. Algunas eran muy viejas. Allí estaban las tías solteras o viudas que picaban verduras en la cocina de sus más afortunadas hermanas casadas, y los abuelos de articulaciones rígidas, con sus nietas de diez o doce años, buscando con ojos de picardía a las amistades, para asegurarse de que les estaban mirando como era su obligación. Todo el que estuviera familiarizado con la cadencia de las fiestas rurales vascas sabía que este baile señalaba el final de la velada para las mujeres mayores y la chiquillería, porque eran ya casi las diez, y al fin y al cabo, al año siguiente volverían las fiestas, Dios mediante, y tampoco tenía uno que agotar su ración de diversiones de un solo trago. Pronto, los cabezas de familia etche harían el último txikiteo por los puestos de bebidas con los amigos y, poco a poco, irían en busca de sus carros o sus coches para iniciar el lento regreso a sus caseríos y echar un vistazo a los animales antes de acostarse. En la plaza, de jarana hasta la medianoche, no quedarían más que los jóvenes y los muy viejos; los jóvenes, porque les sobraban energías y ganas de divertirse —y la juventud es una visita que se va enseguida mientras que la vejez se queda con uno hasta la muerte, como un pariente político—; y los viejos, porque bien ganada se tenían la holganza, después de tantos años de trabajo y sabían que cada hora hiere y la última, mata.

Ofrecí el brazo a Katya y, entre la multitud ya menos compacta, nos fuimos paseando hacia el puente y la parte baja del pueblo. Se alegró cuando le dije que había visto a su padre de charla con los viejos del pueblo, seguramente haciendo acopio de cuentos y leyendas para sus estudios.

—¿Y le han aceptado siendo forastero?

—Oh, sí —respondí—. Es un buen oyente, un hallazgo precioso en una tierra famosa por sus infatigables narradores. Además, les está invitando a Izarra y eso no puede menos que valerle la simpatía de los vascos, que son tan amigos del Izarra como enemigos de soltar una moneda.

—¿Y Paul? ¿Has visto a Paul?

—Ah... sí.

—¿Se divierte?

—Ah... sí. Precisamente ahí está. Ahí delante.

—¿Dónde? No le veo... Oh, sí, ahora. Es bonita la chica con la que está bailando. Un momento... ¿no iba en el automóvil que...?

—Sí.

—Y esos dos hombres con cara de pocos amigos que no les quitan ojo son los que nos hicieron salir de la carretera, ¿verdad?

—Verdad.

Su rostro se nubló.

—Ojalá no haya jaleo. Paul puede ser bastante... provocativo.

—¿Sí? No lo había notado. Creí que echabas de menos un poco de bagarre basque.

—Pero no con mi hermano de protagonista. Un momento. Escucha.

Me tiró de la manga y nos paramos a la puerta de una lasca, dentro de la cual un grupo de viejos cantaban en el tono agudo y quejumbroso de la canción vasca con sus dulces armonías.

—Qué melodía tan triste —observó, tras escucharla un rato.

—Todas las canciones vascas se llevan a la clave menor.

—¿Conoces esa canción?

—Sí. Es una balada típica: Maritxu Nora Zoaz. Te advierto que está considerada un poco subida de tono.

—¿Sí? ¿Qué dice la letra?

Tuve que reflexionar, pues carecía de experiencia en la traducción del vasco. Cuando hablaba en vasco, pensaba en vasco y ahora me resultaba difícil hallar el equivalente no ya de las palabras, que eran bastante sencillas, sino de su doble significado.

—Literalmente, dice así: «Maritxu, ¿a dónde vas?». Y ella responde: «Voy a la fuente, Bartolomé. A la que mana vino blanco. Donde se puede beber cuanto se quiera».

—¿Y eso es todo?

—Eso es todo.

—Pues no me parece tan subida de color.

—Tal vez no. Pero cualquier vasco sabría que la fuente no es una fuente y que el vino no es vino y que el acto de beber es... bueno, no es beber.

—Vosotros, los vascos, sois gente muy tortuosa.

—Nosotros preferimos considerarnos laudablemente sutiles.

Habíamos llegado al extremo del pueblo y nos acercábamos al puente que conducía al prado en el que coches y carros esperaban a la concurrencia, que ya empezaba a desfilar.

—¿Cruzamos el río y paseamos un poco por el prado?

—Si el puente es un puente, el prado es un prado y el paseo, un paseo, sí —respondió ella riendo.

Sobre las montañas que se perfilaban en el horizonte brillaba una luna contrahecha, tardía y color queso, que iluminaba el prado como el sol al atardecer, pero con luz de plata en vez de oro. Caminábamos despacio, asidos del brazo, en torno al círculo de soñolientos caballos, robustos caballos de labor, ya que aquellos campesinos no podían permitirse el lujo de mantener un animal sólo para el transporte y la exhibición. Katya tarareaba unas frases de Maritxu Nora Zoaz y, bruscamente, se interrumpió y quedó pensativa.

Por primera vez en toda la noche, aparte del momento en que la Doncella Ahogada pasó por nuestro lado, permití que mi pensamiento se detuviera en los tenebrosos sucesos de París, que habían llevado a Salies a los Treville y que ahora les impulsaba a ir aún más lejos. Yo no podía imaginar a monsieur Treville matando a un hombre. ¿Aquel sabio apacible que ahora estaba bebiendo con unos campesinos vascos y escuchando ávidamente sus divagaciones folklóricas? ¿Cómo iba a ser posible?

Sentía en el brazo el calor de la mano de Katya y recordé que, para que Paul me autorizara a hablar con ella aquella noche e intentar convencerla de que se quedara conmigo y dejara marchar a su padre y a su hermano, había tenido que prometerle no volver a verla.

—¿Qué es lo que anda mal? —me preguntó—. ¿Por qué estás tan abstraído?

Yo me encogí de hombros.

—Oh, por nada. Te diviertes, ¿no?

—¡Oh, sí! —respondió—. No me divertía tanto desde... me parece que nunca me había divertido tanto como esta noche. Tienes mucha suerte de ser vasco. Debes de estar orgulloso.

Yo sonreí.

—No; orgulloso, no. Nunca lo consideré una ventaja sino todo lo contrario. Me avergonzaba de mi acento porque la gente se reía de él. Es otro rasgo de los vascos. Suelen ser rudos, obtusos, celosos, supersticiosos, avaros...

—¡Pero aman tanto la vida!

—Cierto. Y la tierra. Y el dinero.

—Oh, basta... Tienes suerte de ser... algo. La mayoría de nosotros estamos cortados de la misma pieza de tela. Somos franceses educados a la moderna... todos iguales... todos, instruidos por los mismos libros... todos, limitados por los mismos temores y prejuicios. Somos intercambiables... idénticos, incluso en nuestra creencia de que somos especiales y únicos. Pero tú, aunque no te sientas orgulloso de ello, tienes algo. Es algo. Participas de unas tradiciones y unas características que tienen mil años de antigüedad.

—¿Mil años? ¡Muchos más!

Ella me miró interrogativamente.

—¿Estás seguro de que no te sientes orgulloso?

—¡Me has atrapado! —exclamé riendo—. Sí, supongo que nenes razón, pero... ¡Hola! ¿Qué es eso?

—¿A qué te refieres?

Pasábamos junto al automóvil, estacionado debajo de un árbol. En el asiento capitoné había cuatro brillantes objetos de latón: los faros que habían sido arrancados de sus soportes y depositados en simétrica hilera.

Katya los miró en silencio y luego inquirió en voz baja:

—¿Paul?

—Eso me temo. Quizá será mejor que volvamos a la plaza.

Cuando llegamos al puente, la luna estaba ya más alta, más pequeña, más blanca y más fría; pero aún nos iluminaba el camino hasta la plaza, en la que los farolillos de papel ponían estrías de luz de colores. Estábamos ya en la plaza cuando, de pronto, se interrumpió la música y de la multitud se elevó un murmullo de excitación. Tomé del brazo a Katya y la conduje hasta el borde del círculo formado por la gente.

Los danzantes despejaron la pista a la primera señal de anormalidad y en el centro estaba Paul, en actitud relajada y retadora a la vez, con una ligera sonrisa en los labios. Delante de él, en el suelo, vimos a uno de los ocupantes del automóvil que se levantaba pesadamente agitando la cabeza. Su amigo daba vueltas alrededor de Paul, como un felino al acecho, blandiendo una botella de vino. Paul giraba sobre sí mismo sin dejar de mirarle ni de sonreír provocativamente. Hubo movimiento en el grupo de jóvenes vascos que estaban a mi lado y oí silbar los cinturones en el aire al ser enrollados al estilo vasco, con la hebilla colgando unos veinte centímetros, para usarlos a modo de flagelos. Su actitud era más expectante que agresiva, y comprendí que se disponían a organizar la obligada bagarre, sin la cual la fiesta resultaría sosa.

—¡Es amigo mío! —grité en vasco—. El combate es cuestión de honor.

Hubo gruñidos de duda, por lo que añadí:

—¿Qué nos importan a nosotros esos forasteros? ¡Que se apañen! ¡Así nos divertimos viendo cómo se atizan!

Había dado con el argumento más eficaz para convencer a los xenófobos vascos, que bajaron los puños entre un murmullo de asentimiento.

Paul había estado siguiendo los movimientos del hombre de la botella hasta situarse de espaldas al que se levantaba del suelo.

El de la botella se abalanzó hacia delante y Paul, con la agilidad del campeón de boxeo a la francesa y la gracia de un bailarín de ballet, le descargó un puntapié en las costillas. En cuanto el adversario, con un gemido, bajó el brazo para cubrirse la zona atacada, Paul se volvió rápidamente hacia el que se levantaba del suelo. El muchacho estaba en una posición muy vulnerable y Paul hubiera podido darle un demoledor puntapié en la cara, pero no quiso aprovecharse del aturdimiento de su contrincante y se limitó a lanzarle el pie al hombro con la fuerza precisa para volver a derribarlo. Al instante, Paul se volvió y, de otro puntapié, hizo que su segundo atacante soltara la botella. Durante todo el tiempo mantenía los brazos colgando a lo largo del cuerpo en actitud relajada, casi como si tuviera las manos en los bolsillos. A nuestra derecha, se oyó un grito de mujer y al volverme vi a la conquista de Paul esconder la cara en la manga de una de sus amigas, para que todo el mundo supiera que la pelea era por ella.

Sentía los dedos de Katya rígidos en mi brazo.

—No te preocupes —le dije—. Paul no necesita ayuda. Es soberbio.

Avanzando con pasos cortos de espadachín, Paul iba descargando golpes ligeros con uno y otro pie a los lados de la cabeza del de la botella, que retrocedía tambaleándose, con más rabia que dolor, incapaz de situarse fuera del alcance de aquellos pies. Era evidente que Paul pretendía humillar a sus adversarios más que hacerles daño. Sorprendido y furioso al ver neutralizada su fuerza y su corpulencia, el de París bajó la cabeza y embistió a Paul con un rugido. Paul lo esquivó haciéndose a un lado y dio al mozo un sonoro cachete en las posaderas que encantó a los espectadores.

Era evidente que el primer golpe que había recibido el hombre al que Katya y yo encontramos en el suelo al llegar fue contundente, porque estaba ya fuera de combate. Se levantó atontado y fue tambaleándose hacia el corro de espectadores, que lo recibieron con burlas y silbidos.

El otro avanzaba ahora hacia Paul con precaución, cubriéndose la cara con sus grandes puños, en la actitud de un boxeador convencional.

—¿Me recuerdas? —preguntó Paul deslizándose hacia atrás para mantenerse a distancia—. Soy el que echasteis de la carretera con vuestro cochecito.

El de París se lanzó adelante y descargó un puñetazo al aire. Paul, con un pie, apartó el puño y, con el otro, le alcanzó en la mejilla haciéndole chascar los dientes.

—Acabo de proporcionarte una lección de buenos modales —dijo Paul—. Estoy dispuesto a darla por terminada, si tienes bastante.

Pero el de París seguía atacando, furioso por no haber podido colocar ni un solo golpe.

—No puedo seguir jugando toda la noche —advirtió Paul, dándole un puntapié en el estómago que le hizo gruñir—. Eres una bestia muy grande y no me gustaría que consiguieras meter un golpe por suerte. ¿Quieres que lo dejemos?

Yo comprendí que aquel hombre estaba deseoso de abandonar una pelea en la que no tenía ni la menor posibilidad; pero no podía dejarse humillar delante de sus amiguitas. Si quería mostrarse humano, Paul no podía hacer más que una cosa.

Y fue lo que hizo en pocos segundos. Con un grito de desesperación, el hombre se lanzó hacia Paul moviendo frenéticamente los brazos. Le agarró una manga y le rompió la chaqueta a la altura del hombro. Paul se desasió y le dio un rápido puntapié en el estómago que le dobló por la mitad y, girando rápidamente sobre sí mismo, le golpeó con todas sus fuerzas en la sien. El joven rodó por el suelo y quedó tendido.

Paul se alejó con estudiada indiferencia, más preocupado por el roto de la manga que por cualquier otra cosa, entre un murmullo de elogios de los espectadores y los exuberantes cris basques de los mozalbetes, que se habían encaramado a los balcones para ver mejor el espectáculo. Las tres niñas de París se acercaron rápidamente al caído para hacer su papel de enfermeras. Él ya se había incorporado y estaba sentado en el suelo, aturdido y deseando marcharse cuanto antes del escenario de su humillación. Me llevé de allí a Katya y alcanzamos a Paul cerca de un puesto de bebidas.

—¿Puedo ofrecerle un vaso de vino? —pregunté.

Paul se volvió y nos miró con ojos brillantes de excitación.

—Pues no faltaba más, Montjean. Eso de enseñar buenos modales a la gente inculta da mucha sed.

—¡Y lo que has gozado! —exclamó Katya en tono de reproche—. Los hombres nunca acabáis de llegar a personas mayores.

En su preocupación por Paul había una nota de orgullo.

—¡Fíjate en mi chaqueta! Me pregunto si mi contribución a la educación de la burguesía merece este sacrificio. Ah, muchas gracias, Montjean.

Tomó el vaso y lo vació rápidamente.

—¡Pero eso es horripilante! —prosiguió—. De todos modos, debe de ser una ventaja poder utilizar una misma cosa para beber y para remojar a las ovejas. A pesar de todo, le acepto otro vaso, si es usted tan generoso.

—¿Puedo tomar yo también? —preguntó Katya.

—Sí, claro, desde luego.

No se me había ocurrido ofrecerle un vaso del áspero vino de la tierra; pero comprendí que lo necesitara, después del nerviosismo que le habría producido la pelea de Paul.

Como eran para el héroe de la fiesta, el hombre que servía no quiso cobrarse los tres vasos, gesto rarísimo y muy significativo para un vasco, pueblo para el que la austeridad es una virtud casi tan importante como la limpieza para alcanzar la santidad.

Encontramos un hueco en las gastadas escaleras de la iglesia, sobre las que extendí mi chaqueta para que Katya se sentara. En la plaza, unos chiquillos jugaban a darse puntapiés, imitando lo que acababan de ver. El que representaba a Paul hacía extrañas piruetas y se pavoneaba, con una expresión de desdén como si olfateara una cuadra. Cada vez que él daba un puntapié, el que estaba cerca de él, saltaba grotescamente hacia atrás y caía al suelo en cómica postura.

—¿Esa cara ponía yo? —preguntó Paul frunciendo el entrecejo con gesto divertido.

—Ese chico se queda corto —bromeó Katya—. Pero capta la esencia de tu actitud. —Repentinamente seria, añadió—: Me asusté mucho, Paul. ¿Y si llega a darte con la botella? ¡Los hombres sois tan niños!

—No creas, yo también me asusté —repuso Paul, sorprendiéndome con la confesión—. Ellos eran dos, y ejemplares muy robustos. Por eso empecé pegando con excesiva dureza. Quería inmovilizar a uno enseguida.

Me lanzó una rápida mirada.

—El hombre que se encuentra entre la espada y la pared puede ser muy peligroso —añadió—. No se atreve a moderar su ataque.

Yo moví afirmativamente la cabeza.

—¿Por qué estuvo tanto rato jugando con el segundo?

—Hombre, no se trataba de castigarle sino de bajarle los humos. Conozco el tipo: segunda generación, hijos de comerciantes advenedizos que imitan el acento y la conducta de sus superiores (personas como yo) pero sin la clase que hace falta para que resulte. París está lleno de ellos. Y los hombres de mi categoría no desperdiciamos la ocasión de darles una lección. El castigo ya se lo administré antes, retocando ciertos detalles del automóvil del que tanto presumían.

—Sí; ya vimos el retoque.

—Humm. Reconozco que no poseo dotes de mecánico. Además, estoy manco. Pero les dejé todas las piezas, por si encontraban a alguien más hábil que subsanara mis errores.

—¡Eres un demonio! —exclamó Katya, nuevamente con fingido reproche.

Luego, puso la mano en mi brazo.

—¿Sabes que Jean-Marc impidió que tu pequeña exhibición se convirtiera en lo que llamamos una bagarre basque?

—¿Llamamos? —inquirió Paul en tono de chanza. Me miró.

—¿Era usted el que gritaba en esa jerga tan graciosa?

—El mismo.

—Ah, vamos. Vi relucir las hebillas por el rabillo del ojo y por un momento creí que estaba perdido. Supongo que fue una suerte que ese par de cretinos fueran también forasteros.

—¡Puede estar seguro!

Los músicos, que habían aprovechado el incidente para ir a refrescarse a uno de los bares, volvieron a sus puestos y empezaron a tocar un rápido Kax Karot y a los pocos segundos había ya más de veinte parejas bailando y saltando en la plaza. La mayor parte de las velas de los farolillos se habían consumido, pero la Luna, que estaba ya muy alta, iluminaba la plaza con pálido resplandor.

Paul se puso en pie y tendió la mano a Katya.

—¿Quieres dar unas cuantas de estas primitivas cabriolas con tu hermano?

Ella se levantó e hizo una pequeña reverencia.

—Nosotros lo llamamos Kax Karot.

—Ah, ¿eso hacemos nosotros?

Se unieron a la danza y cuando se formaron las filas y empezó la competición de saltos, las fuertes piernas de Paul le permitieron hacer un buen papel. Viéndolos bailar juntos, volví a admirarme de su gran parecido, no sólo en apariencia sino en la energía y articulación del lenguaje corporal.

Pensé que sería un buen momento para ir a echar un vistazo a monsieur Treville, que tal vez había sido inducido a beber más de lo habitual por sus contertulios vascos. Lo encontré en la misma taberna, ya mucho menos concurrida a aquella hora en que ya se había iniciado el desfile de la gente hacia las granjas de los alrededores. Encima de la mesa había una botella de Izarra casi llena. Ninguno de los viejos se había movido. ¿Alguien puede imaginar a un vasco levantándose de una mesa en la que el Izarra es gratis? Pensé que ojalá no hubieran sido demasiadas las botellas de ese insidioso licor las que habían precedido a la recién empezada. Ahora se habían cambiado las tornas y el que hablaba era monsieur Treville, que peroraba sobre un arcano tópico que ninguno de los vascos parecía seguir muy de cerca. Pero no por ello él moderaba su énfasis. Cuando me descubrió en la puerta, me llamó con una seña y me presentó a sus compañeros. Observé sorprendido que recordaba el nombre de cada uno de ellos y hasta lo pronunciaba bastante bien. Aparte la vivacidad que había en su mirada, no parecía acusar la bebida y, por lo tanto, no estaba expuesto a que sus compañeros le sacaran más Izarra del que él quisiera pagar. Conque decidí que podía regresar junto a Katya y Paul; pero me era imposible marcharme sin dar la mano a todos los presentes. Uno de los viejos se acordó de mi nombre y me dijo que conocía bastante bien a un tío mío, por lo que, naturalmente, tenía que beber con él un vasito de Izarra (era evidente que la botella se había convertido en propiedad de todos, un don de Dios). Otro de los campesinos, que una vez había compartido unos pastos en la alta montaña con un primo de mi madre, aprovechó para proponer otro brindis.

Después de apurar el segundo vaso de Izarra, en tono de broma, pregunté si alguno había tenido un perro ovejero que fuera hijo de la perra del primo de mi tío y quería brindar por ello. El más viejo captó fielmente el sentido de la frase y, con un brillo de humorística complicidad en la mirada, dijo:

—Sin ánimo de ofender a su familia, joven, hay que reconocer que los perros del primo de su tío no tenían muy buena casta. De manera que brindar por ellos sería malgastar el Izarra con abuso.

Yo le sonreí moviendo afirmativamente la cabeza y gozando de las tortuosas sutilezas de la mentalidad vasca. Lo que yo dije en realidad era: «No se aprovechen de la generosidad de mi amigo». Y lo que el viejo me contestó debía entenderse así: «¿Quién sería capaz de hacer semejante cosa?».

¿Y cómo se va a traducir semejante idioma?

Cuando volví a la plaza, Katya bailaba un passo lento con el jugador de jai alai. Cuando pasaron cerca de mí, el mozo me sonrió moviendo la cabeza de arriba abajo, como diciendo que ya sabía que aquélla era mi pareja y que no iba a disputármela. Yo sonreí a mi vez y levanté el pulgar hasta la boca, para invitarle a tomar un vaso de vino. Él asintió y los dos se alejaron bailando. Puede que fuera el efecto del Izarra, pero me sentía muy a gusto entre aquella gente y, por primera vez en varios años, me enorgullecía de mi condición de vasco y casi me daba vergüenza haberme esforzado tanto por perder el acento y disimular mi ascendencia, para evitar las burlas en la Universidad. Desde luego, no podía saber que, terminada la guerra, volvería a aquel pueblo y me quedaría a vivir allí en calidad de médico.

Mientras paseaba por detrás del corro de espectadores, vi a Paul bailando con una atractiva muchacha cuya cara me resultaba ligeramente familiar, en la que al poco reconocí a la Doncella Ahogada. Me preocupaba que Paul monopolizara a la muchacha que estaba considerada la más guapa del pueblo, ya que no sentía el menor deseo de verme envuelto en una pelea a correazo limpio. Pero Paul tuvo el acierto de acompañarla adonde estaban sus amigos, una vez acabado el baile, y tratarla con exquisita y un tanto zumbona cortesía, lo cual le valió una invitación a tomar una ronda con el grupo.

Durante la hora siguiente, bailé varias veces con Katya, una vez con una abuela y otra vez con una tía soltera. Y Katya bailó con un mozalbete que, muy colorado y tartamudeando, fue azuzado y empujado por sus amigos para que la sacara a bailar; con un viejo un poco alegre que saludaba a todos los amigos para que se fijaran en su conquista y, nuevamente, con el jugador de jai alai, una vez hubimos tomado un vaso de vino los tres juntos. Paul no volvió a bailar, pero fue invitado a un triunfante txikiteo por un grupo de mozos que decían que, con lo bien que peleaba, a la fuerza había de tener sangre vasca. Cuando volví a verle, ya había perdido la corbata.

Después de un Kax Karot, los músicos bajaron del tablado y se acabó la fiesta. Sólo faltaba un acto: la típica omelette o tortilla, que los mozos iban a tomar por la mañana en un caserío cercano. Katya y yo nos reunimos con Paul y los tres fuimos al bar en el que su padre había pasado toda la velada. Cuando entrábamos, los viejos entonaron el Agur Januak, la canción de despedida de la fiesta, con sus voces de falsete, trémulas de la emoción y de los muchos años. Yo canté con ellos aquel triste lamento, y me sentí sorprendido y un poco cortado al darme cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.

Monsieur Treville no había resistido el Izarra tan bien como yo creía, según pudimos comprobar cuando cruzábamos la plaza en dirección al puente. Tropezó dos veces y comentó que, con aquel empedrado tan desigual, era difícil no dar traspiés.

—¿Qué han dicho tus nuevos amigos de la exhibición de Paul? —preguntó Katya, pasando el brazo alrededor del cuerpo de su padre como para hacer una demostración de afecto pero, en realidad, para sostenerle.

—¿Qué exhibición? —preguntó monsieur Treville frunciendo el entrecejo con gesto de perplejidad.

—No tiene importancia —repuso Paul.

Fingió que tropezaba.

—¡Malditos adoquines!

Cuando cruzábamos el puente, sonó en la plaza un cri basque, seguido de gritos y fuertes pisadas.

—¡Ah! —exclamé—. Empezaba a temer que en la fiesta tuviera que faltar eso.

—¿Faltar qué? —preguntó monsieur Treville.

—La bagarre. Es una vieja tradición.

Monsieur Treville se paró en seco.

—¿Una tradición? Vamos a verla.

—¡Oh, no, papá! —exclamó Paul—. Ya hemos tenido bastantes costumbres y tradiciones rurales por una noche.

—Puede que tengas razón... sí...

De pronto, había fatiga en su voz.

Pero recobró la vivacidad cuando emprendimos el regreso por el camino de tierra que al claro de luna parecía tener un brillo fosforescente. Ahora yo llevaba las riendas, él se sentó detrás, con Paul, y estuvo obsequiándonos con los curiosos y fascinantes relatos que había recogido aquella noche hasta que, bruscamente, sin terminar lo que estaba diciendo, enmudeció. Cuando me volví descubrí que se había quedado dormido con la cabeza apoyada en el hombro de su hijo. Paul, con una sonrisa, le subía el cuello de la chaqueta, para protegerlo del fresco de la noche.

Durante las dos horas que invertimos en el lento viaje de vuelta a Etchevarría, nadie habló; el único sonido era el sordo repiqueteo de los cascos del caballo en el polvo y el traqueteo del coche que oscilaba sobre el desigual camino como un bote que descendiera por una corriente de luz de luna bordeada de oscuras siluetas de plantas acuáticas. Katya no se apoyó en mi hombro, a pesar de que se lo ofrecí. Estaba placenteramente ensimismada en sus recuerdos y ensueños. Dos veces, tarareó entre dientes trozos de las melodías que había bailado y las dos veces enmudeció al variar el rumbo de su pensamiento alguna nueva fantasía.

Hasta que entramos en la avenida de chopos que conducía a Etchevarría no despertó monsieur Treville quien, con un ligero sobresalto, preguntó dónde estábamos.

—Estamos en casa, papá —indicó Paul.

—¿En casa? ¿De verdad? ¿Hemos vuelto a casa?

Había en su voz un acento de perplejidad y excitación, antes de que comprendiera que estaban en la «casa» del País Vasco:

—Ah, sí, claro —dijo en tono de desencanto.

Los dejé en la puerta y llevé el coche al establo, para desenganchar y atender al caballo. Tardé un cuarto de hora en volver a la casa. Para entonces, monsieur Treville había subido a su habitación y Paul y Katya estaban en el salón, con una sola lámpara encendida y sin lumbre en la chimenea.

—Papá me pidió que le despidiera de usted y le diera las gracias por acompañarnos a la fiesta.

—Sí —añadió Katya—; no recuerdo haberle visto nunca tan animado. Has sido muy amable, Jean-Marc.

Sus palabras sonaban huecas, como recitadas por pura fórmula y ella parecía preocupada y distante.

Paul se levantó.

—Bueno, creo que yo también subiré a acostarme —ahogó un bostezo—. Esperemos que el mal vino que he bebido contrarreste los efectos saludables de todo este ejercicio tan poco fino. No la tenga despierta hasta muy tarde, Montjean. —Puso la mano en el hombro de Katya—. Le he dicho a Katya que está enterado del... problema de papá y le he pedido que escuche lo que tiene que decirle antes de que decida si prefiere irse con nosotros o quedarse.

Katya tenía la mirada baja y una actitud de abatimiento y pesadumbre.

Paul me tendió la mano izquierda.

—Supongo que no volveremos a vernos, Montjean. Me gustaría poder decirle que para mí ha sido un gran placer conocerle; pero ya me conoce: soy un pobre esclavo de la verdad.

Agitó la mano y desapareció por la escalera.

Fue la última vez que vi a Paul con vida.

Me volví hacia Katya, que seguía desviando la mirada. Toda la energía y la animación que había desplegado en la fiesta parecían haberla abandonado. Tras unos momentos de silencio, empecé:

—Katya...

—Realmente, has sido muy amable al dedicarnos tantas atenciones, Jean-Marc.

Hablaba deprisa, como tratando de desviarme de mi propósito con una barrera de palabras.

—Papá se ha divertido mucho, a pesar de que esta misma mañana estaba tan contrariado al pensar que tendría que volver a trasladar sus libros y trastocar ese caos especial que él llama orden. El almuerzo... la fiesta... Será un día que siempre recordaré. Espero que no pienses estropearlo ahora.

—Katya, mírame.

—No puedo... Yo...

Vi que había lágrimas en sus ojos. Suspiré.

—¿Vamos hasta la glorieta?

—Como quieras.

Se levantó sin mirarme y salió por la terraza delante de mí.

Se sentó en el sillón de mimbre, bajo la celosía del cenador y yo me apoyé en el marco de la puerta. Un frío claro de luna so filtraba oblicuamente a través de las hojas de los árboles dibujando manchas plateadas en el suelo, mientras en las copas de los árboles susurraba la brisa de la noche.

Tras un breve silencio, dije:

—Me gustaría hablar de tu padre.

Ella no contestó.

—Estoy seguro de que tú no quieres marcharte... no quieres dejarme.

—No importa lo que yo quiera.

—No es verdad. Tú puedes y debes elegir. Paul quizá ya no pueda. De todos modos, sus ansias de vivir no son muy fuertes. Pero tú, Katya... cuando te vi bailar... tu expresión cuando volvías de la orilla del río con las flores... Katya, en todas tus fibras late la alegría de vivir.

—No puedo dejar a mi padre. Paul y yo... tenemos que cuidarle. Nunca podremos pagarle todo lo que ha hecho por nosotros.

Tonterías. Todos los hijos creen estar en deuda con sus padres, pero eso no es verdad. Si alguien está en deuda son los padres, por traer hijos a este mundo lleno de guerras y sufrimientos, sólo por un momento de placer.

—En nuestro caso es distinto. Papá quería a nuestra madre ciegamente.

—¿Locamente?

Ella pasó por alto la palabra.

—Sólo vivía para ella. Ella era su felicidad, su vida. Era una mujer muy hermosa, muy delicada. Demasiado delicada. Su cuerpo era muy frágil e iba a tener gemelos. El parto fue difícil. Sólo podía salvarse la madre o los hijos. Para que Paul y yo viviéramos papá tuvo que perder aquello que más quería, lo que era su vida. ¿Cómo vamos a dejarle ahora?

Yo no quería decirle la triste verdad, pero me lo jugaba todo.

—Katya, sé lo que ocurrió en París con aquel hombre.

—Sí. Paul me ha dicho que se ha visto obligado a contártelo.

—«Obligado» no es la palabra, pero no importa. Lo cierto es que sé lo que ocurrió en París mejor aún que tú. Esto va a dolerte, pero tienes que saber la verdad, para poder elegir acertadamente. Paul te hizo creer que tu padre mató a aquel hombre por...

—¿Vas a decirme que el accidente no fue accidente? —me preguntó serenamente.

—¿Lo sabes ya?

Con la cabeza inclinada, mirándose las manos recogidas en el regazo, dijo:

—Lo supe desde el principio. Cuando Paul habló con papá aquella mañana, yo estaba junto a la puerta del gabinete. Ya sé que no se debe escuchar detrás de las puertas, pero estaba desesperada, no sabía cómo proteger a papá... no sólo del castigo sino de la horrible realidad de lo sucedido. Cuando oí que Paul le decía que yo había matado a aquel hombre, me quedé helada. Sabía que mentía, desde luego... siempre noto cuando Paul miente; le delata su acento de cordial sinceridad. Entonces comprendí lo que pretendía: había encontrado el modo de hacer que papá confesara su acción sin necesidad de reconocer la terrible verdad de que estaba loco. Aquella misma mañana, Paul vino a verme y tuvimos una larga conversación. Yo esperaba que él confesara la mentira que había utilizado para proteger a papá; pero me dijo que papá había matado a Marcel, así se llamaba, por accidente, al confundirlo con un ladrón. Y Paul hablaba también en aquel tono de franqueza que usa para mentir. Y también entonces comprendí el motivo: estaba tratando de impedir que averiguara que papá está loco.

Me apreté la frente con las yemas de los dedos, mientras trataba de orientarme en aquel laberinto de mentiras y verdades a medias.

—¿Y Paul sigue creyendo que tú aceptaste su versión de que fue un accidente?

—Sí.

Por primera vez, me miró a los ojos, con una sonrisa de tristeza.

—Ya ves —prosiguió—; al fingir que creo la versión de Paul, en cierto modo, yo también miento. Cada uno de nosotros miente para proteger a los otros.

—¿Y sólo tú sabes la verdad?

—Sí.

—¿Estás segura de que es toda la verdad? ¿Sabes por qué mató tu padre a aquel hombre... a Marcel?

—Creo que sí. Lo he meditado mucho y creo que lo entiendo. Él no había superado el dolor por la muerte de mi madre. Durante muchos años, trató de ahogar su pena en el estudio, de enterrarse en el trabajo y, mientras, la pena iba royéndole por dentro. De pronto, una noche... desprevenido... quizás estaba pensando en ella, sentado en su estudio con sus recuerdos... llorando quizá, salió al jardín a respirar... y vio a su esposa en brazos de otro hombre... Yo me parezco mucho a mi madre... Sí, Jean-Marc; me parece que sé lo que ocurrió.

—Entonces debes comprender que sus sentimientos hacia ti son morbosos. ¿Te das cuenta?

—No son sentimientos hacia mí sino hacia su esposa.

—Pero no dejan de ser morbosos. Y nada nos permite pensar que no ha de volver a ocurrir, que no mate a otro hombre cuyo único crimen sea quererte y tomarte en sus brazos.

—¡Exactamente! Y por eso tenemos que marcharnos, Jean-Marc. ¿No lo comprendes?

Me pasé los dedos por el pelo.

—¡Pero tú no puedes marcharte! ¡No puedo perderte! ¡Yo te quiero, por Dios!

Me quedé cortado al oírme decir por primera vez en voz alta estas palabras. Luego repetí:

—Te quiero, Katya.

Sus ojos buscaron los míos con tristeza. Luego, volvió la mirada al jardín iluminado por la Luna y se quedó pensativa. Cuando me habló, después de un largo silencio, su voz sonaba lejana.

—Tengo veintiséis años, Jean-Marc. Veintiséis años. Mi madre murió a los veinte. Produce una extraña sensación ser más vieja que tu madre. Imagínate. Tengo seis años más que mi...

Su voz fue apagándose y se quedó ensimismada.

—Katya, quiero preguntarte una cosa. Creo que ya sé la respuesta; porque el que está enamorado tiene una especial sensibilidad para el objeto de su amor y puede leer las señales; pero aún no me lo has dicho con palabras. Katya, ¿me quieres?

No contestó enseguida.

—Ya sabes que siento un profundo aprecio por...

—No estoy hablando de aprecio, de estima ni de amistad. ¿Me amas?

Esbozó una sonrisa de tristeza.

—Mi fogoso y exaltado vasco...

—¿Me amas? —insistí con el pulso acelerado, al sentir la fría sombra de la duda.

Ella me acarició la mejilla con la yema de los dedos y luego la albergó en la palma de su mano. Sus dulces ojos me miraban con una expresión que temí fuera piedad. Bajó la mirada y retiró la mano.

—No, Jean-Marc —respondió quedamente—; no te amo.

Me pareció que la tierra se abría a mis pies. Durante un segundo me quedé aturdido. Luego, el dolor empezó a escocerme en el fondo de los ojos. Tragué saliva, tratando de reprimir el nudo de sollozos que me subía a la garganta.

Ella me habló casi en un susurro.

—No voy a decirte lo mucho que te aprecio, Jean-Marc, porque sé que eso sólo puede hacerte daño. Pero, créeme, me gustaría quererte. No sé por qué no puedo. Soñaba con enamorarme de ti, quiero quererte, incluso creo que debería quererte. Pero...

Me volví de espaldas para que no pudiera verme la cara. Con la voz tensa y delgada dije:

—¿Y aquel hombre de París... tu Marcel? ¿Le querías a él?

Ella guardó silencio un rato.

—No. Yo entonces era lo bastante joven y romántica como para imaginar que estaba enamorada; pero... no. Estoy convencida de que nunca me enamoraré. No todos tenemos esa facultad. Ya lo ves, aunque no fuera por papá, tampoco podría quedarme. Pero... ¿estás llorando? No llores, te lo ruego.

—No lloro.

Hurté la cara a su mirada, procurando que no se oyera ningún sonido mientras las lágrimas estallaban en mi garganta y me resbalaban por la cara.

—No me mires ahora —prosiguió—. Un momento... No es nada. Perdóname.

Por delicadeza, no se acercó a mí ni trató de consolarme, mientras yo trataba de dominar aquella primera explosión de dolor y desengaño.

Pasados unos minutos, conseguí volver a respirar con regularidad y el torrente de lágrimas cesó.

—Lo lamento —dije, enjugándome los ojos con los dedos—. Estos últimos días han sido muy duros. Perdona.

—No tengo nada que perdonarte —repuso suavemente.

—¡Ya está! —exclamé frotándome las mejillas con la mano y sonriendo temblorosamente—. ¡Se acabó! Pataleta controlada. ¡Cielo santo! No te encuentras bien... Estás muy borrosa y en la facultad nos enseñan que eso es un síntoma grave aunque no fatal de... ahora no recuerdo.

Mi alegría debía de sonar tan hueca y tan falsa como realmente era.

Su voz sonaba acariciadora, como el suave arrullo que hacemos a los niños cuando se caen y se lastiman la rodilla.

—Mereces ser feliz, Jean-Marc, y sé que un día encontrarás la felicidad. Eres tan sensible... tan bueno. Y valiente.

—¿Valiente? Sí... mucho. Es un truco que utilizamos los vascos, esconder el valor detrás de las lágrimas. Así el enemigo se confía.

—Querido Jean-Marc...

Me había sentado en la escalera de la glorieta, de espaldas a ella, mirando las oscuras ramas plateadas por la Luna. Katya acababa de decirme que no me amaba y yo la creía..., mi cerebro la creía. Pero mi corazón no lo aceptaba, ni siquiera lo concebía. Nunca pensé en el amor como en algo que una persona siente por otra. Yo siempre lo vi como un estado, una condición común a dos personas pero ajena a ellas, una especie de refugio compartido, en el que ambos encontraban consuelo y confianza. Entonces, ¿cómo era posible que yo sintiera un amor tan intenso total y ella...?

Tampoco podía consolarme la idea de que tal vez un día llegara a quererme. Aunque era muy joven y romántico, no creía que el amor pudiera adquirirse poco a poco, ni que fuera un contrato que se negociara cláusula a cláusula. El amor o era absoluto y te absorbía por completo o no era amor. Podía ser otra cosa, algo más razonado y tranquilo; algo bueno y agradable a su manera, pero algo que yo no deseaba.

Al cabo de un rato, suspiré profundamente y hablé con voz tranquila pero débil y sin entonación.

—Está bien. Acepto que no me ames, Katya. Pero yo sí te amo. No pienso abrumarte con mi amor, pero tampoco puedo negarlo. Existe. Y porque te quiero no puedo consentir que malgastes tu vida huyendo constantemente de sombras y temores. —No servirá de nada que trates de convencerme. Amo a mi padre... como tú dices amarme a mí.

—¿Que le amas? Quizá. Pero no le respetas.

—¡No es verdad! ¿Cómo puedes decir eso?

—¿Acaso crees realmente que si tu padre supiera que estás sacrificando tu juventud y tu vida por protegerle, iba a permitirlo? Tú y Paul tomáis decisiones en su nombre que él nunca tomaría.

—¿No estarás pensando en decirle la verdad, supongo? —preguntó con voz áspera.

—Lo he pensado, sí. He pensado en todos los medios posibles de salvarte; pero no pienso decirle nada. No me corresponde a mí hacer eso, sino a ti, Katya, o a Paul.

—Yo no podría. Y si se lo dices tú nunca te lo perdonaré, y te odiaré mientras viva.

Sonreí amargamente.

—¡Y yo que esperaba oírte decir que me amarías hasta la muerte! Pero no; lo único que podría conquistar es tu odio. No se puede decir que esté haciéndolo muy bien.

Ella se sentó a mi lado en la escalera, pasó la mano por debajo de mi brazo y apoyó la cabeza en mi hombro.

—Lo siento, Jean-Marc.

Yo asentí y oprimí su mano con el brazo. Aunque su proximidad y su calor me deleitaban, minaban al mismo tiempo las débiles barreras alzadas por mí contra el llanto y en el fondo de los ojos volví a sentir el picor de las lágrimas. Apreté los labios, me levanté y di unos pasos, para que no me viera llorar.

Pero ella me siguió, me rodeó con sus brazos, apretándose contra mí y meciéndome suavemente, como a un niño lastimado. Yo la abracé desesperadamente, apoyando la mejilla en su cabeza para impedir que me mirase a la cara. Su pelo era sedoso y cálido y pronto estuvo húmedo de lágrimas. Con los labios le rocé el pelo, la oreja, el cuello... hasta que mi boca encontró la suya. Sentí que su cuerpo se relajaba y se fundía con el mío. Su pelvis me oprimía con tal fuerza que se me clavaba en la carne y yo apretaba a mi vez, como si quisiera romper las dos capas de piel que separaban su carne de la mía.

Se retorció contra mí, con un gemido que se le quebró en la garganta, mientras me clavaba los dedos en la espalda. Se abrazaba a mí con tanta fuerza que los músculos le temblaban...

... Su cuerpo quedó yerto entre mis brazos, nuestro beso se suavizó y, lentamente, nuestros labios se separaron y pude ver sus ojos, húmedos e infinitamente dulces. Luego, aparecieron en ellos el miedo y la confusión y ella se apartó de mí empujándome con las manos y las partes de mi cuerpo que habían estado en contacto con el suyo quedaron frías. Con dedos nerviosos, se quitó unos mechones de pelo de la frente. Su mirada era huidiza y angustiada.

—¡Oh, Jean-Marc...! —exclamó entrecortadamente—. Perdona. He hecho muy mal. Nunca había sentido nada igual. ¡Yo no sabía...! Pero... nada ha cambiado. Esto no significa que te ame. Y por eso estuvo tan mal lo que hice... y sentí. Perdóname, te lo ruego.

—Katya...

Extendí los brazos hacia ella.

—¡No!

Dio un paso atrás con ojos de espanto. Luego, más tranquila:

—No, Jean-Marc. Ahora... he de volver a casa.

—¡No me dejes!

—Tengo que irme.

—Katya, ¿sabes que prometí a Paul no intentar verte más después de esta noche?

Ella asintió con los ojos bajos.

—Sí; lo sé. Y creo que es lo mejor.

Aún respiraba con fatiga.

—Es lo mejor, sí. Ahora tengo que irme.

Deseaba decir algo que la obligara a quedarse. Quería estrecharla entre mis brazos y sentir otra vez su calor. Pero ¿de qué hubiera servido?

Di un largo suspiro.

—Adiós entonces, Katya.

Ella no me miró.

—Adiós, Jean-Marc —repuso suavemente. Dio media vuelta y se alejó por el sendero hacia Etchevarría.

Yo la seguí con la mirada. Manchas de luz plateada se deslizaban sobre su vestido blanco, hasta que se perdió de vista entre la densa maleza.