* * *

A la mañana siguiente estaba, como de costumbre, tomando el café bajo los arcos, con los brioches intactos en el plato, pues aún me duraba el mareo de las pesadillas de aquella noche cuando, al levantar la cabeza, atónito, descubrí a Katya. Sin sombrero, como de costumbre, con mechones alborotados por el viaje en bicicleta y una sonrisa alegre y radiante, se sentó en la silla que yo le ofrecía.

—¿No es una mañana preciosa? —inquirió—. Desperté al salir el sol y las gotas de rocío brillaban en la hierba como... eso, como brillantes, justamente. Es una verdadera lástima que algunos clichés den una descripción tan exacta de la realidad. Resulta imposible evitarlos, a no ser que uno esté dispuesto a sacrificar la claridad por la originalidad. ¿Me pides una taza de café?

Aunque parezca una mezquindad, me dolía que unos hechos que a mí habían estado torturándome toda la noche no parecieran haberla afectado. No pude por menos que ver en su alegría una prueba de falta de sensibilidad. Por eso había frialdad en mi voz al preguntar:

—¿Sabe tu hermano que has venido al pueblo?

—No —respondió ella, como si fuera un detalle sin importancia—. ¿No vas a comerte esos brioches?

—No tengo mucho apetito.

—Lo siento. ¿Me los das? Estoy hambrienta.

—¡Cómo no!

Cuando el camarero se fue, después de dejar en la mesa otra taza y las jarras de la leche y el café, yo insistí:

—Paul se pondría muy furioso si supiera que has venido.

Bebió golosamente su primer trago de café au lait, mirando el fondo de la taza, como una niña.

—Hum... Está bueno. Sí, se pondría furioso. Pero no hablemos de eso. Hace muy buen día.

—No, Katya. Quiero que hablemos. He pasado una noche atroz y quiero hablar de lo que me está pasando, nos está pasando... a los dos.

—Jean-Marc, no creas que eres el único que ha pasado mala noche —repuso con una nota de reproche en la voz.

Al ver su cara radiante y el brillo de sus ojos, no podía creer que hubiera pasado la noche en blanco. Luego resultó que no hablaba de sí misma.

—Cuando bajé esta mañana, encontré a Paul durmiendo en el suelo del salón. Había bebido y daba un poco de pena, con aquella mala cara y tapado con la alfombra. Me sentí como una malvada al dejarle allí en aquel estado. Pero tenía que salir de la casa, verme fuera, con esta mañana espléndida. Además... —añadió mirando hacia otro lado—, supongo que quería estar contigo.

Me era difícil imaginar al frío Paul, siempre tan dueño de sí, pasando una noche de sufrimiento y bebiendo para olvidar; pero la imagen me produjo cierta sensación de afinidad, no exenta, lo confieso, de una nota de satisfacción al saber que había compartido el dolor que él había causado con su despotismo. Pero esta mezcla de compasión y malsana alegría quedaba ahogada por el efecto reconfortante de la frase: «... supongo que quería estar contigo».

Puse mi mano encima de la suya y ella no la retiró hasta que, un momento después, dijo con una risa ahogada:

—No sé beber con la izquierda y me daría rabia tirar el café.

Yo levanté la mano.

—Katya, quiero serte franco.

—Eso siempre indica que vas a decir algo desagradable.

—No; de ningún modo. Bueno... quizá. No comprendo cómo puedes estar tan alegre cuando yo, y el mismo Paul, sufrimos tanto.

—Eso es algo que se aprende, Jean-Marc. Hay que aprender a vaciar la mente y buscar... no la alegría exactamente, sino quizá la paz. Si no, ¿cómo podríamos resistirlo?

—Pero ¡por Dios! ¿Qué hay en tu vida, en tu familia, que te haga sufrir tanto como para que tengas que levantar barricadas para defenderte?

Se quedó quieta, con la mirada baja, como reflexionando. Luego, movió negativamente la cabeza.

—No; no puedo hablar de ello. Ni siquiera contigo.

—Conmigo sí, Katya. Sabes que yo...

—¡Ssss! —Y luego más suavemente—: Ssss, no sigas.

—Sabes que yo... te aprecio mucho, ¿verdad?

—Sí —respondió sonriendo con tristeza—; lo sé. Y me gusta.

— ¿Y no quieres hablar de eso conmigo?

—Quiero hablar de otras cosas. Cuando esté contenta o cuando se me ocurra un buen juego de palabras... Eso es lo que podemos compartir. Nada más.

—No basta. Escúchame, Katya, la felicidad la compartimos con cualquiera... incluso con desconocidos. Es compartir la tristeza y el dolor lo que importa. Deberías saberlo.

—Sí, lo sé; es una de esas sentencias que, desgraciadamente, suelen ser verdad.

—¿Entonces?

Me miró a los ojos un momento y sonrió.

—¿Sabes, Jean-Marc, que tienes los ojos casi tan negros como el carbón? Debes de necesitar mucha luz para llenarlos.

Volví la cara, molesto por el brusco cambio de tema.

—No te enfurruñes, Jean-Marc.

—No me enfurruño.

Desgraciadamente, no se puede decir eso sin parecer enojadizo.

—Querido Jean-Marc, escúchame.

Esta palabra cariñosa, la primera que le oía, me conmovió a pesar de mi frustración y desesperanza.

—Estoy segura de poder arreglar las cosas con Paul. Se enfada mucho, pero se le pasa enseguida.

—Porque no tiene sentimientos profundos.

—Eso no es verdad. Eres injusto. Hablaré con él y estoy segura de que te dejará volver a Etchevarría. Podremos volver a pasear por el jardín. Y podremos charlar. Y yo te dejaré que aplaudas mis juegos de palabras. Y de vez en cuando iré a Salies en bicicleta y me comeré tus brioches. Todo irá bien. Ya lo verás.

Moví la cabeza desconsoladamente. —Pero has de prometerme que nos secundarás a Paul y a mí en nuestra pequeña comedia. Papá no debe sospechar que tú y yo nos apreciamos. No será tan difícil. Como sabes, el interés de papá por el mundo que le rodea es más bien escaso. Vamos, sonríe. Hay muchas cosas que podemos compartir.

—¡Es que sólo tenemos una semana!

Ella frunció el ceño.

—¿Una semana? ¿Por qué? ¿Te vas a algún sitio?

—Eres tú quien se va, Katya. Tu familia se marcha de Etchevarría. Tu hermano estuvo ayer en el pueblo para disponer el viaje.

—Oh —dijo suavemente. Sus dedos tropezaron con un mechón de pelo en la sien y empezó a retorcerlo distraídamente—. Oh, ya comprendo —dijo con voz neutra y lejana.

—Estaba seguro de que Paul no te lo había dicho.

—¿Qué? —preguntó, saliendo de su abstracción—. Oh, no. No me dijo nada.

Quedamos en silencio y pregunté:

—No quieres irte, ¿verdad?

—No; claro que no. Pero eso es lo de menos. Si Paul lo ha decidido, tenemos que irnos.

—¡Por el amor de Dios! ¿Y eso por qué?

—Ya ha ocurrido en el pasado. Cuando tuvimos que irnos de París.

—¿Qué pasó en París?

Ella frunció el ceño y negó con energía.

—¿De qué huye tu familia?

Me miró y sonrió levemente.

—Oh, como la mayor parte de las familias, tenemos esqueletos en el armario. Reconozco que es un hueso duro de roer. Vamos, el chiste no es tan malo. Merece, por lo menos, una sonrisa.

—No tengo ganas de sonreír.

—No te tomes las cosas tan en serio, Jean-Marc. —Se puso en pie—. Tengo que volver a casa. Paul necesitará que le ayude en los preparativos de la mudanza. Pero esta tarde puedes venir a tomar el té. Por favor... Si sólo nos queda una semana, sería estúpido desperdiciarla.

Asentí suspirando.

—Tienes razón. Iré con mucho gusto.

—Bien. ¿Hasta luego?

—Sí. Hasta luego.

Cruzó la plaza en su bicicleta, saludando con una gran sonrisa y un cordial movimiento de cabeza a un grupo de señoras que, evidentemente, habían estado chismorreando acerca de nosotros y que se quedaron muy sofocadas ante la familiaridad de aquella muchacha que no llevaba sombrero, y cuya conducta, tan franca en apariencia, no las engañaba en absoluto.