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Lo que menos me apetecía en aquel momento era sentarme a charlar con el doctor Gros, pero cuando él me llamó desde su mesa del café de los arcos no se me ocurrió la forma de evitar unirme a él sin pregonar mi congoja y hacerme blanco de sus bromas.

—Venga, Montjean, siéntese aquí —gritó a voz en cuello, golpeando con la palma de la mano el asiento de la silla que tenía a su lado—. Tome una copita para consolarse.

—¿Consolarme?

—Bueno, para distraerse. Depende de cómo fuera su asuntillo con la Treville. Lo cierto es que ha hecho usted méritos para detentar la plusmarca del pueblo para aventuras románticas breves, dejando aparte quizás un pequeño episodio en el que se vio envuelto el cura el verano pasado.

—Le aseguro que no sé de qué me habla.

—Confiemos que me alegraré cuando este asunto haya terminado. Sus idas y venidas tenían en ascuas a toda la población. Mi reputación de hombre ágil para la aventura que con tanto empeño he cultivado, había quedado eclipsada.

Mientras él se dedicaba a pincharme yo me preguntaba cómo podía haber llegado a Salies antes que yo la noticia del revés que había sufrido en Etchevarría, aun contando con la diligencia para al rumor por la que el pueblo tenía justa fama.

—No tengo ni la más remota idea de lo que usted me habla, doctor Gros; pero, si no le importa, prefiero no seguir hablando de este tema.

—¿Importarme? ¿Y por qué había de importarme? —Hizo una pausa—. Al fin y al cabo, aún le queda una semana.

—¿Una semana?

—Y en una semana se pueden obrar prodigios. Se rumorea que Dios hizo a todo el mundo en siete días. ¡Qué extraordinaria proeza sexual! Cierto que la población era menor en aquel entonces. De todos modos, si contamos a los ángeles, fue toda una hazaña. Por cierto; a mí siempre me ha intrigado el sexo de los ángeles. ¿A usted no? ¿Chicos? ¿Chicas? ¿Hermafroditas? Aunque también es posible que los fabricaran sin fontanería. En este caso, sus funciones más rudimentarias resultarían un prodigio. ¡Ajá! Anus mirabilis! ¿Cómo era? ¡Y pensar que la clase de latín me parecía una pérdida de tiempo!

—¿Qué es eso de una semana?

—Vamos, no disimule conmigo. Todo el pueblo está enterado de que los Treville se marchan dentro de una semana. El joven, el hermano, estuvo esta mañana en el pueblo, preparando la marcha. De nada sirve que... —De pronto, abrió mucho los ojos y bajó la voz—. ¡Vaya, no lo sabía! Lo veo en su cara.

Carraspeé.

—No; verdaderamente, no lo sabía.

—Muchacho, yo supuse... Como esta tarde se fue usted con el joven Treville, creí que él le habría comunicado sus intenciones de abandonar este rústico paraíso nuestro. Siento mucho que se haya enterado por mí. ¿Me perdona por mi cháchara sobre los ángeles? Aunque, dicho sea de paso, lo del anus mirabilis es bastante bueno. Ande, tome otra copa por cuenta mía. Castígueme económicamente.

—No, muchas gracias. ¿No dijo el joven Treville a dónde van?

—No. Y ello permite las más diversas suposiciones. Todo el pueblo está haciendo cábalas. ¿Túnez? ¿Martinica? ¿París? ¿Pau? Como puede suponer, esta última probabilidad fue apuntada por nuestro banquero, hombre de imaginación singularmente estrecha. ¿Es posible que su chica le ocultara estos planes?

—Si no le importa, preferiría no seguir hablando de ello.

—Como usted prefiera. Usted tiene la palabra, desde luego. No es asunto mío.

El doctor Gros tomó un sorbo de su bebida mirando a la plaza con estudiada indiferencia. De pronto, se inclinó hacia delante.

—Es posible que ella no se lo haya dicho para no disgustarle. Y es posible, incluso, que ella no sepa nada.

No bien el doctor Gros hubo apuntado esta posibilidad, comprendí que eso debía ser. Katya no estaba al corriente de los preparativos de Paul para marchar de Salies. De lo contrario, me lo hubiera dicho, pues la más descollante de sus cualidades era la sinceridad, una sinceridad que a veces resultaba dolorosa. Y, si ella no lo sabía, ¿por qué Paul se lo ocultaba? ¿Acaso suponía que ella no querría marcharse? ¿Se la llevarían contra su voluntad?

Murmuré una disculpa y volví a mi habitación. Me senté en el borde de la cama, a reflexionar sobre lo que debía hacer. Cuando me quedé dormido, sin desnudarme, en un sueño agitado y febril, había decidido hablar con Paul. Al día siguiente, me presentaría en Etchevarría, aunque no fuera bien recibido, y pediría una explicación a Paul. «Los buenos modales no cuentan cuando se lucha por la propia felicidad y quién sabe si también por la de Katya», pensaba.