* * *

Al día siguiente, a las tres en punto de la tarde, en cuanto se cerró la consulta, volví a pedir prestado el calesín del doctor Gros y me dirigí a «Etchevarría», adonde llegué antes del té que se sirvió en la terraza que dominaba el abandonado jardín. La actitud de Paul había cambiado totalmente: era todo amabilidad y no había en sus bromas ni rastro de ironía. Y cuando monsieur Treville salió de su estudio y se unió a nosotros, Paul le preguntó por su trabajo con lo que parecía auténtico interés, muy distinto del tono zumbón que daba a sus palabras la noche anterior.

Al principio, monsieur Treville se quedó un tanto desconcertado al verme, y durante un momento temí que no se acordara de mí. Pero Katya usó varias veces mi título al dirigirse a mí hasta que, con un ligero sobresalto, su padre me reconoció:

—¡Ah, sí! Usted es el joven que se dedica al estudio de la peste negra, ¿verdad? Sí. Un tema fascinante. Fascinante.

Paul se despidió después de tomar una sola taza de la ligera tisana que servía Katya, diciendo que había mil cosas que reclamaban su atención y que, por lo tanto, él iba a dormir un ratito, para que pudieran resolverse solas, bajo la influencia de su beneficioso abandono. Poco después, monsieur Treville volvía a su trabajo, no sin antes estrecharme la mano y prevenirme contra los riesgos de trabajar con exceso en mis investigaciones de la medicina medieval, puesto que yo era aún muy joven y debía gozar de la vida.

Katya siguió a su padre con la mirada, sonriendo y moviendo afectuosamente la cabeza.

—Le eres simpático, Jean-Marc Montjean.

—Él a mí también.

Ella me miró. Sus ojos grises sonreían dulcemente.

—Lo sé y me alegro. Pero tendrás que documentarte en lemas medievales.

—Será mi mayor empeño.

Katya rio suavemente y se levantó.

—¿Damos un paseo hasta mi biblioteca?

—¿Te refieres a la biblioteca hábilmente camuflada de glorieta en ruinas?

—¿Y cuál si no? Vamos.

Durante casi dos horas estuvimos charlando; ella, sentada en el viejo sillón de mimbre que era todo el mobiliario de la glorieta, o encaramada en la barandilla y yo, sentado en las escaleras o apoyado en la celosía del arco de entrada. Nuestra conversación tuvo muchas alternativas: fue superficial y profunda; seria y despreocupada; personal y global; sobre el presente y el pasado; basculando sobre una palabra o alterando el rumbo al impulso de una imagen o una idea que se nos ocurría a uno o a otro. El tiempo actuaba de un modo paradójico: por un lado, parecía haberse detenido y por el otro se nos escapaba como el agua entre los dedos.

Acepté su invitación para volver al día siguiente a tomar el té. Y nuevamente charlamos de todo y de nada. Y lo mismo ocurrió al otro día, y al otro. En mi recuerdo, todas las horas pasadas en la glorieta se unen formando un período único, prolongado y breve a la vez, de tiempo pasado a aquella luz moteada del sol, ocultos en el espeso jardín, mientras encima de los árboles el cielo estaba siempre de un azul radiante y la brisa era fresca y suave, en aquel agosto perfecto.

Nos llamábamos por el nombre de pila. Compartíamos largos silencios sin sentirnos violentos, como les ocurre a las personas que no tienen una especial afinidad. Yo gruñía cada vez que ella hacía uno de sus juegos de palabras, a pesar de que algunos eran admirables y revelaban considerables conocimientos literarios y hasta políticos. Ella se burlaba de mi carácter típicamente vasco, extraña mezcla de adusta sobriedad y exaltado romanticismo.

A mí me fascinaba de modo especial la ambivalencia de su personalidad: casi siempre vivaz y alerta a cuanto la rodeaba, señalándome pájaros en ramas lejanas que yo no lograba distinguir, estudiando la forma y estructura de los pétalos y hojas de las flores que resistieron el largo período de abandono que había sufrido el jardín, deleitándose en la caricia del sol y en el perfume del aire o jugando con las palabras y las ideas, retorciéndolas y retocándolas con su peculiar sentido del ridículo. Pero, en otros momentos —pocos, desde luego—, bruscamente, se abstraía, a veces, sin acabar la frase, y por la mirada ausente de sus ojos, yo comprendía que ella no estaba allí, ni en el jardín, ni en el mundo... que no estaba conmigo. Miraba en silencio el fondo del jardín, serena, a solas, con sus pensamientos. Luego, aparecía un pequeño destello en sus ojos, me miraba y yo advertía que había vuelto de su ensueño.

Ella lo tomaba a broma y decía:

—Bueno, ya estoy aquí otra vez. ¿He tenido alguna carta mientras estuve ausente?

Y yo contestaba, más o menos:

—No; sólo un telegrama de tu hermano. Su nieto se casa el mes próximo.

—¿Ah, sí? —reía ella—. ¿Tanto tiempo estuve fuera?

—Mucho. Casi un minuto. Y fuiste muy lejos. Fuera de mi alcance.

Aún puedo recordar con todo detalle fragmentos de nuestras conversaciones de aquellas deliciosas tardes, como esas melodías de juventud que, espontáneamente, brotan de la memoria. Con frecuencia, intercambiábamos recuerdos de la niñez, pedazos de nosotros mismos que compartíamos con la mayor naturalidad. Más que compartirlos, los recordábamos en voz alta. Ella dijo que le habían regalado un vestido de seda azul con un lazo que le gustó tanto que decidió guardarlo para una ocasión especial, y tanto lo guardó que cuando al fin se presentó una ocasión digna de él, se le había quedado pequeño. Lloró mucho, pero guardó el vestido. Aún lo tenía. Y yo le hablé del matón de mi pueblo que la tenía tomada conmigo, porque yo sacaba buenas notas, y me pegaba en el cogote, haciendo reír a carcajadas a los demás chicos con semejante demostración de profunda inteligencia. Yo lloraba de rabia y de vergüenza, pero no me atrevía a desafiarle porque abultaba mucho más que yo. Hasta que mi viejo y sabio tío me llevó aparte y me explicó que si el matón era fuerte yo era rápido y ágil. Y, lo que es más, la razón estaba de mi parte y eso debía darme fuerzas. De manera que la siguiente vez que el gordinflón del hijo del carnicero me golpeó yo cerré los puños, me puse en guardia y... recibí la peor paliza de mi vida, de la que salí con la nariz sangrando y el labio partido. Y cuando se lo conté a mi tío él movió la cabeza y me dijo que otra vez no fuera tan estúpido como para pelearme con chicos mayores. Y ella me contó que frente a la ventana de su habitación había un árbol, y que por la noche la sombra de una de sus ramas, que se proyectaba en la pared, tenía forma de mono y que cuando había tormenta y la rama se movía el mono parecía bailar en las cortinas. Ella se tapaba la cabeza con la sábana y luego miraba por un hueco, fascinada y horrorizada pero sin poder apartar los ojos, porque estaba convencida de que el mono no le haría nada mientras estuviera mirándolo. Ni a pestañear se atrevía. Y yo le hablé del día que copié en un examen y...

No tiene objeto repetir todo lo que dijimos. Estoy seguro de que el lector habrá estado enamorado y recuerda.

Desde luego, no había entre nosotros contacto físico. No nos besamos. Ni siquiera le tomé una mano. Ella se colgaba de mi brazo al ir y al volver de la glorieta, eso es todo. Pero incluso ahora, al cabo de los años, aún me parece sentir la presión y el calor de su mano, como si mis nervios tuvieran memoria propia, independiente de mi cerebro.

Pero, ahora que lo recuerdo, sí que me tocó una vez. Estábamos hablando, o tal vez callando, cuando me asió una mano y me llamó la atención.

—¿Qué sucede? —pregunté.

Ella estaba inmóvil mirando atentamente hacia un lado de la glorieta. Luego, me sonrió.

—¿No la has visto?

—¿A quién?

Me miró interrogativamente, como tratando de descubrir si quería engañarla. Luego, se encogió de hombros.

—Es igual. No tiene importancia.

—No, dime.

Entonces se me ocurrió una idea.

—No habrás visto el fantasma que merodea por el jardín, ¿verdad? ¿Es eso?

—No es un fantasma.

—Perdona, quise decir el espíritu.

Katya me miró un momento, sacudió la cabeza y sonrió.

—Tengo que volver a casa. La chica del pueblo que trabaja para nosotros necesita que le recuerden lo que tiene que hacer. Si no se lo digo, no hará la cena y el pobre papá tendrá que acostarse hambriento.

—Quédate un poco más. Que vaya el espíritu a decir a la chica que prepare la cena. Seguro que así no se le olvida.

—No quiero que gastes bromas con el espíritu... pobrecito. Ahora te vas pero, si quieres, puedes cenar con nosotros. Papá preguntó por ti.

—Acepto encantado.

En la terraza, al despedirnos, recordé que aún no le había dado la piedra del día. Se había convertido en un chiste —en realidad, algo más que un chiste— el que yo le regalara una piedra cada vez que nos veíamos. La encontré en el bolsillo y se la di con la solemnidad acostumbrada.

—Muchas gracias, Jean-Marc. Es la piedra más bonita que he visto desde... no recuerdo cuándo. Ayer, supongo.

—¿Hasta la noche entonces?

—Sí. Hasta luego.