* * *
Después de una mañana sin incidentes, yo estaba almorzando el plat du jour en mi café habitual de los arcos, insensible a la hermosura del día y con el pensamiento puesto en Katya y Etchevarría cuando alguien preguntó a mi lado:
—¿Acepta invitados?
—¿Qué? —Salí de mi abstracción con un sobresalto—. Perdona... ¡Katya, qué sorpresa! ¡Oh... y Paul!
—¿He de interpretar que recomienda este restaurante? —preguntó Paul mirando en derredor con desagrado.
Me puse en pie, invitándoles a sentarse conmigo. Katya así lo hizo, sonriendo afectuosamente. Pero Paul permaneció de pie.
—Tengo varios asuntos que atender. Pero cuando termine aceptaré encantado... Oh, cualquier cosa que el chef no pueda estropear. Tal vez un vaso de agua. Hemos estado trotando horas y horas, tal vez semanas, por esa carretera polvorienta... ya no recuerdo cuánto hace que salimos de casa. La tortura del camino lo ha borrado de mi memoria.
—Sí —admitió Katya—. He convencido a Paul para que viniéramos andando. Hace un día espléndido y el aire puro y el ejercicio le sentarán bien.
—Me pregunto por qué todo lo bueno tiene que ser aburrido o doloroso. ¿Por qué se supone que todo aquello que repugna a la carne tiene que ser bueno para el espíritu?
—¡Tonterías! Te ha hecho mucho bien. Yo estoy hambrienta. Eso tiene buen aspecto, Jean-Marc. ¿Pides otro para mí? —Con mucho gusto.
Hice una seña al camarero.
—Le advierto que mi hermana tiene el paladar de un pigmeo.
—Vamos, Paul...
—Nada de «vamos, Paul». Más de una vez te he sorprendido mirando la otomana con ojos de hambre. No lo niegues. ¿Sabe lo que hizo por el camino, Jean-Marc? Me abochornó metiéndose por un seto y arrancando una manzana de un árbol. ¡Una vulgar manzana, de un árbol... vivo! Y se la comió. Se echó sobre la manzana y la devoró. Ñam, ñam... sin dejar más que un repugnante corazón.
—Tal vez Katya siente una natural hambre de vida que debería ser satisfecha.
Un ligero movimiento de cejas me hizo comprender que Paul había captado el sentido de la frase.
—En realidad, estaba deliciosa —terció Katya—. Un poco verde y ácida, pero deliciosa.
—¿Y qué cree que hizo después? —preguntó Paul con festiva indignación—. Emulando a la pérfida Eva, se ofreció a arrancar una para mí. ¡Para mí! Y luego, durante los doscientos o trescientos kilómetros siguientes, estuvo parloteando sobre las excelencias de la Naturaleza y extasiándose ante los hierbajos de colorines que infestaban la cuneta...
—Flores silvestres —aclaró Katya.
—... Y pretendiendo hacerme creer que tenían nombre (en latín y en lengua vulgar) y que era importante que yo los supiera... como si tuviera intención de someter nuevamente mi cuerpo a la tortura de las travesías andariegas. Aunque reconozco que algunos de los nombres eran bastante acertados... aliento de cabra, veneno de rana, amapola fétida, etcétera...
—Los estás inventando.
—Pero otros eran tan empalagosos como su extravagante entusiasmo: alegría de la novia, suspiro de amor, corazón de pasión, codo de lascivia...
—¿No habías prometido irte a hacer tus gestiones? —preguntó Katya.
—Ya me voy. Tengo que bregar con los comerciantes locales sobre el almacenamiento y envío de nuestra impedimenta. Vosotros dos vais a tener que pasaros sin mí durante un cuarto de hora. Una advertencia, Montjean: dele de comer cuanto antes o prepárese a vigilar preciados tesoros de familia: jarrones, paragüeros y demás. Una persona que es capaz de comer una manzana en su estado natural y oliendo a árbol puede hacer cualquier cosa.
Agitando la mano, se alejó por los arcos.
Katya le siguió con la mirada sonriendo.
—Tu hermano parece de muy buen humor —le dije cuando el camarero le hubo traído el plat du jour.
—Humm. Hemos dado un paseo delicioso. Sabe que me hace reír cuando se escandaliza de las cosas naturales.
—Katya, siento mucho que nuestros planes se hayan torcido. Imagino que tu padre se sentirá defraudado al no poder ir a la fiesta de Alos. Os dieron el recado, ¿verdad?
—Sí... Tu doctor Gros. ¡Qué hombre tan encantador!
—¿Te pareció encantador?
—Humm. ¿A ti no?
—Si tuviera que hacer una lista de mil palabras para describirle en ella no figuraría «encantador».
—¿Y eso por qué?
—Porque su escapada me ha costado dos días de tu compañía. Dos preciosos días, cuando son tan pocos los que nos quedan que...
—No hablemos del tiempo que no tendremos. Es inútil y muy triste. Hablemos del tiempo que tenemos. La excursión a Alos no está descartada. Simplemente, la hemos retrasado hasta mañana. Y dicen que el último día de las fiestas es el más emocionante.
—Bueno... es el más desenfrenado. En los pueblos vascos, es frecuente que los nacimientos se produzcan nueve meses después de las fiestas y los matrimonios, en el intervalo.
—Ya tengo pensado lo que llevaremos para el almuerzo. Comeremos en el campo, quizás en un huerto.
—Estoy seguro de que Paul está loco de impaciencia.
—Oh, él protestará y se lamentará para hacernos reír; pero a mí no me importa lo que sienta. Tenemos que aprovechar este tiempo tan espléndido. Fin cuanto se me ocurrió el plan, sentí la necesidad de venir a decírtelo. Paul no estaba muy decidido a dejarme venir, pero luego se ofreció a acompañarme. Ya sé que no te es simpático, pero se porta muy bien conmigo. ¿Y sabes una cosa? Me parece que, en el fondo, a su manera, te aprecia. ¿Te sorprende?
—¡Y tanto! Sabe disimularlo con mucha habilidad.
—Oh, Paul es así.
Me sonrió, y eso hizo que se me ensanchara el corazón.
—Ayer estuve pensando en ti constantemente, Katya.
—¿Constantemente? Entonces, ¿no pensaste en tu trabajo ni un segundo?
—Bueno, casi constantemente.
—¿Relativamente constantemente?
—Por lo menos, casi relativamente constantemente.
—Me alegro. Yo también pensé en ti. No constantemente, ni siquiera relativamente constantemente, pero sí a menudo... y con complacencia. Estuve varias horas en mi biblioteca del fondo del jardín, leyendo un libro... bueno, leyéndolo exactamente, no. Más bien mirándolo y soñando. Estaba tan bonito el jardín... enmarañado y selvático. Daba gusto sentir el calor del sol en la cara y oír el zumbido soñoliento de los insectos. Era tan apacible...
—¿Y el espíritu? ¿También ella estaba en paz?
Ella dejó el tenedor y me miró.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—¿El qué?
—Que la muchacha no era... no era feliz. Sentí su presencia varias veces. Como una melodía cantada un poco más lejos de donde alcanza nuestro oído. Pero no exhalaba la tristeza de otras veces. Tenía una especie de... íntima alegría. ¿Cómo lo sabías?
—En realidad, no lo sabía.
—¿A quién pretende convencer con esas protestas de ignorancia? —inquirió Paul, apareciendo detrás de los arcos y sentándose con nosotros—. No le creas, Katya. Seguro que te engaña. Es típico en él. ¿Cree poder convencer al camarero de que me traiga un vaso del líquido que en la localidad pasa por vino?
Hice una seña al camarero para pedir vino.
—¿Quieres café, Katya?
—Sí, gracias. Pero, pensándolo mejor, no. Tengo que comprar varias cosas que necesito para el almuerzo de mañana. —Se puso en pie—. No; no os levantéis. Gracias por el almuerzo, Jean-Marc. El vino estaba delicioso.
Paul y yo la seguimos con la mirada, sonriendo. Luego, le dije:
—Katya me ha confesado que, cediendo a sus súplicas, piensa preparar un almuerzo campestre para mañana.
—Me muero de impaciencia. Agachados en el suelo, hincando el diente a unos bocadillos correosos, entre nubes de polvo, y para qué hablar de las pequeñas criaturas que asistirán a la comida sin que nadie las haya invitado. En mi opinión, comer al aire libre es como fornicar en un concurrido bulevar. Las necesidades biológicas deberían ser satisfechas en privado o, a lo sumo, en compañía de unos cuantos amigos comprensivos.
El camarero trajo el vino.
—¡Ah! —exclamó Paul.
Vació la copa y se estremeció haciendo una mueca.
—A veces resulta difícil recordar que, mediante unos cuantos conjuros, este líquido infame se convierte en la sangre de Cristo.
—Dice Katya que, a pesar de todo, vamos a la fiesta de Alos.
—Katya se lo dice a usted todo, al parecer. Sí; vamos. Papá está ilusionado como un chiquillo.
Tras un momento de silencio, dije:
—Paul...
—Noto algo en su voz que me indica que se dispone usted a darme un consejo, la única cosa de este mundo que satisface más a quien lo da que a quien lo recibe.
—No es un consejo. Pensaba en su padre.
—¿Y?
—La otra noche, en su gabinete, comentó que no resistiría otro traslado. Todos sus libros y papeles revueltos... sin poder encontrar las cosas...
—Es muy amable al preocuparse tanto por mis problemas. De todos modos, sabrá usted perdonarme si le digo que advierto cierto egoísmo en su deseo de que mi familia se quede, ¿verdad?
—Deduzco que aún no le ha dicho nada de sus propósitos a su padre, ¿no es así?
—Pues se equivoca, aunque supongo que ya estará usted acostumbrado, después de tantos años de meterse en las vidas ajenas. Anoche hablé con mi padre del traslado.
—¿Y cómo le sentó la noticia?
—Nada bien, desde luego. Pero comprendió la necesidad y se fió de mi criterio. Y es que él conoce nuestra situación y no juzga como usted, desde la más absoluta ignorancia. No deseo parecer excesivamente duro al decir eso. Vamos a hacer un trato, Montjean. Pongamos cuanto esté en nuestra mano para que mañana sea un buen día para papá y para Katya. Yo cumpliré mi parte soportando las apreturas y el olor a sudor de una fiesta de pueblo con una beatífica sonrisa y tragando comida fría sentado en la tierra. Nunca hombre alguno amó tanto a una hermana. Ah... ahí viene la interfecta, y mucho me temo que traiga en el cesto toda clase de repugnantes vituallas de las que suelen ingerirse a la intemperie... cosas que rezuman y te manchan la ropa.
Se levantó.
—¿Le esperamos hacia media mañana?
Se reunió con Katya en medio de la plaza y emprendieron el regreso a Etchevarría, no sin que ella me saludara agitando una mano y musitando:
—Hasta mañana.
Me quedé mirando a la plaza inundada de sol. No acababa de analizar la ambivalencia de mis sentimientos, pues para ello hubiera tenido que reconocer cierto mezquino resentimiento hacia Katya por su capacidad para afrontar nuestra inminente separación con tanta ecuanimidad. Sin duda había en su actitud una gran dosis de valor para resignarse a lo inevitable. Pero ¿dónde termina el valor y dónde empieza la insensibilidad? ¿Cuál es la barrera entre la valentía y la indiferencia? Pero ¿y mi propia conducta? ¿Acaso no había estado charlando amigablemente con Paul y bromeando sobre comidas campestres cuando estaba en juego la felicidad de Katya? ¿Acaso no somos todos víctimas de las conveniencias sociales, de las «buenas maneras» que nos obligan a aceptar hasta la mayor calamidad con cierto estilo artificial? Preferimos ser destrozados a sentirnos abochornados. Tal vez los «buenos modales» sean como un anestésico administrado por una sociedad que no desea oír tus gritos de dolor mientras te pisotea.
Pensaba también en la inminente guerra que la víspera fuera tema de las conversaciones del café. ¿Acaso los jóvenes que fueran llamados a las armas reirían, bromearían e intercambiarían cordiales frases hechas imitando las novelas populares mientras esperaban ser mutilados por la estupidez y arrogancia de unos políticos sesentones? ¿Podía ser tan cándida la juventud de Francia?
Ocho meses después, en las trincheras del Marne, tendría las respuestas. Sí. Sí; los jóvenes bromeaban e intercambiaban frases hechas en la última noche de su vida. Las buenas formas... quedar como un hombre... seguir el juego.
Aquella noche, en cuanto regresó el doctor Gros, fui a verle para decirle que al día siguiente por la mañana me iba de excursión.
—Humm. Sí, claro —repuso con una expresión sombría inhabitual en él.
—¿No fue su aventura tan afortunada como esperaba? —pregunté.
—No; claro que no, muchacho. De todos modos, incluso en mi caso, en que todo el asunto se ha hecho ya tan... clínico, se da la irritante presencia de la esperanza. Poco importa que uno vista sus aventuras de cinismo, siempre queda ese leve destello de ilusión que la realidad se encarga de apagar una vez y otra y otra.
—No parece usted muy tonificado por su escapada.
—Oh, dentro de su género, no estuvo mal. No le faltó ni vigor ni imaginación. Aunque yo no espero que estas cosas me tonifiquen. Para mí son más bien un purgante sentimental. La confirmación de que, al perderme todas esas cosas que los poetas románticos cantan con tanta emoción, en realidad, no me he perdido nada de particular. ¡Bien! Así que usted y los Treville se van de campo, tomarán un pequeño déjeuner sur l'herbe y luego, de jarana a una fiesta de pueblo, ¿eh? ¿Le parece prudente?
—¿Prudente? —inquirí riendo—. Extraña pregunta. ¿Qué le pasa?
Se frotó la carnosa cara con la palma de la mano y suspiró profundamente.
—Siéntese y permítame que durante unos minutos le hable como un anciano tío, cargado de experiencia.
—Si va a decir algo que...
—Siéntese.
Había en su voz una firmeza que me hizo obedecer. Mientras revolvía en el cajón de su mesa, buscando los cigarrillos negros rusos que fumaba de vez en cuando, me pareció que en realidad estaba dándole vueltas a algo que no sabía cómo decirme.
—Ah, aquí están. Pues sí... Estos cigarrillos están más secos que el co... corazón de una monja vieja.
Volvió a echar el paquete al cajón.
—Bueno, se lo diré lo más sencillamente posible, ya que no se me ocurre ninguna forma delicada de exponerlo. Ayer por la noche, mi amiga y yo asistimos a una pequeña reunión, un asunto muy alegre y superficial, con mucha risa y poca alegría y, hablando con un tipo de París que estaba allí de vacaciones, salió a relucir que yo tenía el consultorio en Salies. A él se le iluminó la cara con esa expresión de éxtasis que se les pone a los chismosos cuando tienen algo sabroso que comentar y me preguntó si no era Salies el pueblo al que los Treville se habían retirado... «huido» fue la palabra que él utilizó. Yo no tenía el menor interés en sus cotilleos pero pensé que, en mi calidad de mentor y colega... No se moleste en traducir a palabras el sarcasmo que veo en su cara. En suma, que le escuché.
»El asunto es de lo más feo. En pocas palabras: parece ser que el padre de su joven amiga mató de un disparo a un muchacho en París, un mozo de excelente familia, con un gran porvenir, que...
—¡¿Qué dice?! —Me puse en pie—. No lo creo...
—Calma, calma. Todo fue un desgraciado accidente, desde luego. Tras una larga investigación, cuyos detalles aireó relamiéndose de gusto la prensa amarilla, Treville quedó limpio de toda sospecha de delito. Al parecer, la víctima era visita de la casa y se rumoreaba que cortejaba a mademoiselle Treville. Se supone que el muchacho tenía o creía tener una cita con ella a altas horas de la noche y estaba merodeando por los alrededores de la casa, probablemente con intención de entrar subrepticiamente. —El doctor Gros levantó una mano—. No se moleste en protestar. No pretendo juzgar la conducta de mademoiselle Treville; simplemente, cuento el caso tal como me lo contaron a mí. Bien... el resto es bastante sencillo. Monsieur Treville confundió al joven con un ladrón y le disparó. Los encargados de la investigación judicial no vieron motivos para dudar de su versión de los hechos; pero, naturalmente, las malas lenguas contaron otra historia. Un padre ultrajado... en flagrante delito... y todas esas cosas. Los más generosos de sus amigos apuntaron que se había frustrado una fuga. El tipo que me lo contó rechazó tal posibilidad con un sucio guiño. En fin, ahí lo tiene. Cuando terminaron los trámites legales, los Treville salieron de París y se fueron tan lejos como pudieron. Y pocos sitios hay que estén más lejos de París que Salies tanto geográfica como culturalmente. Espero que se dé cuenta de que se lo cuento porque creo que debe usted saberlo.
Sobrecogido por la impresión, yo me había acercado a la ventana del despacho y miraba al oscuro jardín. Era tan grande el esfuerzo que hacía para comprender y admitir aquellos hechos que tardé unos instantes en poder murmurar:
—Sí, sí; me doy cuenta.
—¿Y no está molesto conmigo por mi interferencia?
Moví la cabeza negativamente.
—No... no. ¿Por qué pone en duda la versión de monsieur Treville?
—¿Qué le hace creer eso?
—Al empezar a hablar me preguntó si me parecía prudente acompañar a los Treville en su excursión a Alos.
El doctor Gros no contestó enseguida.
—Sí; así es —admitió, sin dar más explicaciones. Yo me volví de espaldas a él.
—¡Santo Dios, qué espantoso habrá sido para ellos! Los periodistas... las murmuraciones... No me extraña que decidieran marcharse lejos y vivir retirados de la sociedad. ¡Imagine cómo les habrán herido las maledicencias! ¡Pobre Katya! Así se explica que se comporten con tanta reserva.
—Quizá... quizá. Pero no acaba de explicarlo todo. Por ejemplo, no explica por qué han decidido tan bruscamente marcharse de Salies. Que yo sepa, ninguno de los jóvenes del pueblo ha desaparecido. Incluso usted, a pesar de que le tienen sorbido el seso, parece gozar de bastante buena salud.
—No es cosa para tomarla a broma.
—No; no lo es. Pésimo gusto. Perdone, se lo ruego.
—Es posible que aún estén huyendo de lo ocurrido en París. Si usted se enteró casualmente en San Juan de Luz, cabe pensar que esos rumores les hayan seguido hasta aquí.
—Es posible, sí. Y pobres de las víctimas de los ácidos chismorreos provincianos. La murmuración da a nuestras mujeres la oportunidad de traficar con el delicioso pecado sin tener que arrepentirse; un pecado que nunca conocerán de primera mano, protegidas como están contra la tentación por la falta de valor, falta de imaginación y falta de oportunidad, circunstancias que ellas consideran pruebas de su integridad moral.
—Hizo una pausa y preguntó entrecortadamente—: ¿Es éste...? ¿Cómo le diría yo...? ¿Es éste su primer amor, Montjean?
No contesté.
—Ese silencio me hace suponer que así es. Lo está usted pasando muy mal. Lo siento. El primer amor debería ser todo brumas rosadas y perfumadas... hasta que llegan las recriminaciones finales, desde luego. Ha tenido usted mala suerte, hijo. Normalmente, las cosas sórdidas o truculentas no llegan sino con los amores tardíos.
Yo no podía imaginar otros amores. Estaba seguro de que mi facultad de amar era tan limitada como profunda y de que Katya era mi amor, no uno de mis amores. El tiempo demostraría que así era.
—¡Bien, bien!
El doctor Gros cambió bruscamente de tono, incómodo en el papel de hombre compasivo:
—Supongo que tendré que felicitarle por haber salvado el brazo del chico Hastoy. Varias personas me han hablado ya de su noble acción. Sin embargo, no vaya usted a hacer acopio de ínfulas; si están tan impresionados es porque dudaban de su capacidad.
—Comprendo. —Esbocé una sonrisa temblona—. ¿Le importa si mañana tomo el día libre para pasarlo con los Treville?
—Mi querido amigo —dijo el doctor Gros en tono de profunda sinceridad, mientras me daba palmadas en el hombro—, mi querido amigo. Deseo que se considere usted en todo momento absolutamente dispensable.