* * *
Teniendo en cuenta el tono y contenido de nuestra conversación de la víspera, me quedé atónito cuando, al día siguiente, al ir a cerrar el consultorio, vi a Paul en la puerta.
—¿Puedo pasar?
—Supongo que sí.
Me dijo que había ido a Salies a hacer una gestión y que estaría encantado en llevarme a Etchevarría, con la condición de que me quedara a cenar otra vez.
Yo le miré desconfiadamente y respondí que nada me gustaría más. Él dijo que no comprendía que alguien pudiera disfrutar con los platos típicos de la región, a no ser que se tratara de almas piadosas que se sometieran a esta mortificación de la carne, a fin de acortar su estancia en el purgatorio.
En cuanto nos instalamos en su carretela él dijo:
—Temo que anoche bebí demasiado.
—¿Usted cree?
—No se me da muy bien eso de pedir disculpas. Falta de práctica, seguramente.
—Yo creí que era usted maestro en todo: boxeo a la francesa, insultar al invitado, impugnar los actos de su hermana... en fin, todas las artes de la buena sociedad.
Él se echó a reír.
—Ésta me la tenía preparada, ¡a que sí!
A punto estuve de sonreír. Efectivamente, tenía ensayado lo que le diría en cuanto tuviera ocasión.
Salimos del pueblo y viajamos un trecho en silencio, camino de «Etchevarría». Luego, volviéndose hacia mí, me dijo:
—Verá, Montjean, yo sé que a Katya le gusta su compañía. Y es bueno para mi padre tener a quien escuche sus interminables monólogos. Los quiero a los dos y no deseo privarles de este medio de mitigar el aburrimiento de este lugar. Pero tiene usted que prometerme que no se tomará con Katya ni la más pequeña libertad...
Yo abrí la boca para responder pero él alzó una mano:
—... por inocente que sea. No es que dude de sus intenciones, Montjean. Es que mi padre... bueno, ya le he dicho que mi padre no debe sospechar que usted se interesa ni lo más mínimo por ella. Y no me pida explicaciones. Esto no le concierne.
Suspiré moviendo la cabeza.
—Anoche era usted todo acritud y aversión; esta tarde, en cambio, es la sensatez y la amabilidad en persona. Debo decirle que esos cambios de humor denotan falta de madurez.
Él me sonrió de oreja a oreja.
—¿Cree usted? Bien. Acepto su diagnóstico, con la condición de que hablemos de otra cosa.
Durante el resto del trayecto, Paul me obsequió con imitaciones de los comerciantes y funcionarios de la localidad con los que había tratado, desplegando una asombrosa capacidad para la caricatura mordaz y una total falta de caridad para las debilidades humanas que no me asombró en absoluto.
—Es sorprendente que trate con comerciantes, con el desprecio que le merece su clase.
—No hay más remedio que ponerse en contacto con ellos de vez en cuando, muchacho. Al fin y al cabo, son los dueños del mundo, aunque no por derecho de nacimiento ni por méritos personales, desde luego. Son los dueños del mundo porque lo compraron, sencillamente.
—Quizá sea verdad. Pero recuerde que fue la clase de usted la que se lo vendió.
Quedó un rato en silencio y admitió suavemente:
—Es verdad.
Yo estaba junto a la celosía de la entrada del cenador. Saqué del bolsillo la piedra que había encontrado y se la di a Katya.
—Oh, muchas gracias, caballero. Empezaba a temer que la hubieras olvidado. —La echó en una bolsita con las demás y las guardó en su bolso de mano—. ¿No se te ha ocurrido pensar que me estás regalando el mundo, piedra a piedra?
—No quisiera que te sintieras incómoda por el enorme valor del regalo.
—No es el valor del regalo lo que compromete, sino la intención que lo guía. ¿Son comprometedoras tus intenciones?
—Bastante.
Ella rio:
—Debo advertirte que no podrás rendir mi integridad a pedrada limpia.
—Ese juego de palabras es realmente abominable, mi querida señorita —le hablé con paternal severidad para darme el gusto de poder llamarla «querida».
Ella hizo una mueca.
—Empiezo a temer que te falta la facultad de apreciar el arte del juego de palabras. Denota una lamentable seriedad. ¿Para qué sirven las palabras sino para jugar con ellas?
Puse suavemente mi mano sobre la de ella:
—Se dice por ahí que hay gente que las usa para expresar sentimientos de afecto.
Me miró a los ojos con preocupación e incertidumbre.
—No hay que fiarse de rumores.
Retiró la mano y se volvió hacia el jardín con gesto ausente. El sol que se filtraba por la celosía encendía el cobre de su pelo y le confería reverberaciones en la cara al reflejarse en el canesú de su vestido blanco. Me hubiera conformado con poder quedarme allí, mirándola en silencio para siempre. Suspiró como si tuviera que regresar a pesar suyo de un mundo más grato y me miró:
—Fuiste cruel e inconsciente al contarles a mi hermano y mi padre lo del espíritu del jardín. ¿Por qué lo hiciste?
La pregunta me desconcertó.
—Yo... por nada. Sólo fue... por decir algo. Por dar conversación. Sabes que no haría nada que pudiera disgustarte, ¿verdad?
Me miró sin pestañear, midiendo, valorando. Luego, una leve sonrisa le asomó a los ojos.
—Desde luego. Pero preferiría que no lo hubieses mencionado.
—No sabía que fuera un secreto.
—No lo es. Es, sencillamente, algo mío que no estaba dispuesta a compartir con nadie.
—Pero que compartiste conmigo.
Ella se quedó unos segundos pensativa, como si cayera en la cuenta.
—Es cierto. Tienes razón. —Se encogió de hombros—. En fin, el daño ya está hecho. De nada sirve insistir en ello.
—¿Qué daño?
—Ya viste cómo reaccionó Paul cuando mencionaste al espíritu.
—Sí. Se puso muy nervioso.
Ella movió afirmativamente la cabeza.
—Tal como yo suponía.
—Pero, ¿por qué? A mí me parece que un cínico como tu hermano no puede creer en espíritus. ¿Por qué había de ponerse nervioso al oír hablar de eso?
Katya frunció el entrecejo meneando la cabeza.
—No lo sé, Jean-Marc; pero instintivamente me lo figuraba.
Suspiré, corté una rama de un arbusto que colgaba a la altura de mi cabeza y empecé a arrancar las hojas.
—Katya, ¿es un espíritu real?
—¿Un espíritu real? ¿No es un contrasentido?
—Sabes perfectamente a lo que me refiero. A ti y a Paul os encanta inventar cuentos para reíros de la credulidad de la gente. Por eso te pregunto si ese espíritu es real.
—Oh, sí, muy real.
—¿Lo has visto?
—Sí. Bueno... no del todo. Casi la veo por el rabillo del ojo... una sombra blanca que se desvanece cuando la enfoco con la mirada, como esas tenues estrellas. Pero estoy segura de que está aquí. Siento su presencia casi palpablemente. Y no es una sensación pavorosa o desagradable en lo más mínimo. Es un espíritu dulce... y tan triste... Tan atrozmente triste.
—¿Triste? ¿Por qué?
—No sé. Supongo que al acabar todo siendo ella tan joven...
—¡Oh! ¿Tan joven es?
—Apenas quince años y medio.
Sonreí.
—¿Estás segura de que no son quince años, cinco meses y once días? Con tus facultades para las mediciones exactas...
Ella me miró con solemne seriedad.
—Has de saber que es muy difícil calcular la edad hasta precisar los días.
Me di por vencido, riendo entre dientes y tirando la desnuda rama.
—Katya, yo comprendo que Paul se ponga nervioso ante la idea de los fantasmas... espíritus. Aunque me acuses de ser un soñador y un romántico incurable, me gusta tener los pies en el suelo. Me siento perdido e incómodo al considerar fuerzas y hechos que prescinden de relaciones tales como causa y efecto, deducción y razón. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—¿Significa eso que no crees en lo sobrenatural?
—Prefiero no creer. No quiero creer. Lo irracional me asusta. Me sentiría más tranquilo ante un hombre brutal y cruel que ante un loco.
Ella frunció el entrecejo.
—Paul no está loco.
—No me interpretes mal. Yo no he querido decir eso, sino sólo que comparto su aversión a la idea de lo sobrenatural. Lo que yo digo es que tu hermano es rígidamente cuerdo, como yo. Rigurosamente lógico.
—¿Y crees que eso es mejor?
—Bueno... es seguro.
Reflexionó un momento.
—Sí; seguro... pero limitado.
Quedamos un rato en silencio, mientras yo buscaba palabras para formular la pregunta que había estado todo el día pugnando por salir a la superficie del pensamiento consciente:
—Katya, tengo la impresión de que algo anda mal, de que a ti y a tu familia os preocupa algo.
Ella respondió con sorprendente franqueza.
—Sí; tienes razón. Me hubiera sorprendido que una persona sensible como tú no se hubiese dado cuenta.
—¿Puedo hacer algo? ¿Quieres que hablemos de ello? ¿Sería útil?
—¿Útil? Extraña forma de expresarlo. Sí... podría ser útil.
Parecía luchar consigo misma, sin acabar de decidirse a hablar.
Para allanar el camino, le dije:
—Ya sabes que en mí tienes a un... buen amigo. Has de saber lo que siento por ti, Katya.
Ella movió negativamente la cabeza y volvió la cara hacia otro lado, como rechazando mis palabras.
Pero yo, dejándome llevar por la inercia del momento, insistí, por si no volvía a presentarse la ocasión:
—No me atrevo a dar nombre a los sentimientos que me inspiras... sentimientos que me estremecen sólo al pensar en ti...
—Jean-Marc, por favor...
—... pero si tuviera que darles nombre, sé que tendría que ser el de eso que llaman amor.
—Por favor...
Se levantó del sillón de mimbre, como si tratara de escapar, pero yo le así una mano, la atraje hacia mí y la abracé.
—Katya...
—No.
Trataba de desasirse.
—Katya.
Un ligero estremecimiento le recorrió el cuerpo, se quedó rígida y me miró serena y fríamente. No forcejeaba para escapar, pero su pasividad, su inmóvil indiferencia, tuvieron el efecto de apagar mi ardor y hacerme sentir estúpido y brutal por tenerla así abrazada, no ya contra su voluntad sino contra su falta de voluntad. Quería soltarla y quería besarla, y no sabía qué hacer.
Yo era joven. La besé.
Sus labios eran suaves y cálidos, pero indiferentes y cuando, después del largo beso, abrí los ojos vi que los suyos miraban al vacío.
Dejé caer los brazos a lo largo del cuerpo, pero ella no se movió, por lo que tuve que ser yo quien diera un paso atrás. Me sentía desconcertado y deprimido.
—Perdona, Katya. Lo siento.
—No te preocupes. Está bien.
—No; no está bien. Es que... te quiero tanto.
—Está bien, Jean-Marc.
Moví negativamente la cabeza y di media vuelta... para encontrarme frente a Paul.
Evidentemente, él había bajado por el sendero sin hacer ruido y había sido testigo de mi torpeza.
Humillado, furioso y frustrado, tartamudeé:
—No sé qué me ha pasado. Fue una estupidez. Me iré inmediatamente, desde luego.
—No, Jean-Marc. No te vayas —replicó Katya con una mezcla de compasión y ansiedad en la voz.
—No, Katya —dijo Paul—. Dejemos marchar al bueno del doctor. Ése debe de ser el impulso más noble que ha tenido en varios años.
—Treville —dije, concentrando mi furor en él—. Si no fuera por Katya, me encantaría borrar esa estúpida sonrisa de su cara.
—Estoy seguro de que, por lo menos, lo intentaría —repuso en tono burlón y cansado.
Le miré apretando los dientes y los puños y con la sangre latiéndome en las sienes. En aquel momento, odiaba con toda mi alma la serena indiferencia de sus ojos, percibiendo al mismo tiempo su parecido con la expresión ausente que tenía Katya cuando la besé. Respiré profundamente varias veces, tratando de calmarme, cerré los ojos y relajé los músculos. Volviéndome hacia Katya, que nos miraba con ansiedad, dije con toda la tranquilidad de que fui capaz:
—Lamento mucho la pena que te he causado, Katya; pero lealmente no puedo retractarme de mis palabras ni de mis actos. La sencilla, aunque ingrata, realidad es que te quiero. Y nunca me arrepentiré de quererte, por más que lamente mi desafortunada forma de expresarlo.
Mientras hablaba, me hubiera dado de bofetadas, por mi manera de expresarme, ampulosa y artificial, debida a mi costumbre de ensayar frases «ingeniosas» mientras soñaba despierto. Estaba convencido de que destruía todas las posibilidades que aún pudiera tener de conquistar el afecto de Katya; pero, cuando se es joven, el amor propio herido es algo terrible, algo que nos hace dar palos de ciego y herir lo que nos es más querido.
Con una rígida —y, seguramente, bufonesca— reverencia, me alejé por el sendero, con la espalda erguida y la mente sumida en un caos de dolor y desesperación.
Como había ido a Etchevarría en el carruaje de Paul tuve que volver a Salies andando. Mi amargura contrastaba con la suavidad del anochecer y, a cada paso, iba menguando mi furor hasta que, cuando llegué a la plaza del pueblo, el arrebato había pasado y mis emociones estaban adormecidas.