Transformación de la idea en dominio
De la historia más antigua y exótica brotan a veces tendencias de la más reciente y familiar, y adquieren con la distancia un relieve particular.
En su comentario a la Iça-Upanishad, Deussen[1] hace notar que el progreso que el pensamiento indio cumple allí respecto a las Upanishadas precedentes es similar al que Jesús, según el evangelio de Mateo[2], habría cumplido respecto a Juan el Bautista, y los estoicos respecto a los cínicos. La observación es, con todo, históricamente unilateral, puesto que las ideas intransigentes de Juan el Bautista y de los cínicos, no menos que las concepciones respecto a las cuales los primeros versos de la Iça-Upanishad representarían un progreso[3], hacen pensar más bien en corrientes de izquierda, desligadas y separadas de los grupos y partidos poderosos, que en las líneas esenciales de los movimientos históricos de los que más tarde se habrían separado la filosofía europea, el cristianismo y la corriente vital de la religión védica. Tan es así, que en las compilaciones indias, como el mismo Deussen refiere, la Iça-Upanishad figura generalmente en el primer puesto, mucho antes, por tanto, que aquellas otras de las que debía ser la superación. Ello no obstante, en este primer fragmento del que estamos hablando hay efectivamente algo de traición al radicalismo juvenil, a la oposición revolucionaria contra la realidad dominante.
El paso que lleva al vedantismo, al estoicismo o al cristianismo organizados consiste en la participación en la actividad social, en la elaboración de un sistema teórico unitario. Ello se logra mediante la doctrina según la cual una función activa en la vida no perjudica la salud del alma, con tal de que las convicciones sean las justas. En el cristianismo, claro está, se llega a este punto sólo en el estadio paulino. La idea que se opone a lo existente se convierte en religión. Los intransigentes son criticados. Éstos habían renunciado «al deseo de hijos, al deseo de posesión, al deseo del mundo, y vagaban como mendigos. Porque el deseo de hijos es deseo de posesión, y el deseo de posesión es deseo del mundo; porque es vano desear lo uno como lo otro»[4]. Quien así habla puede incluso, según los civilizadores, decir verdad, pero no se atiene al ritmo de la vida social. Por eso se han convertido en locos y vagabundos. Se asemejaban justamente a Juan el Bautista, que «llevaba un vestido de piel de camello; y se alimentaba de langostas y miel silvestre»[5]. «Los cínicos —dice Hegel— no imprimieron gran desarrollo a la filosofía ni supieron crear tampoco un sistema de las ciencias; fue más tarde cuando los estoicos se encargaron de elevar sus proposiciones a una disciplina filosófica»[6]. Y llama a sus sucesores «repugnantes mendigos»[7].
Los intransigentes de los que la historia nos da alguna noticia no carecían de cierto séquito organizado, pues de no haber sido así, ni siquiera sus nombres nos habrían llegado. Ellos elaboraron, al menos, un esbozo de doctrina sistemática o de reglas de conducta. Incluso las Upanishads más radicales atacadas por la primera eran versos y lemas rituales de ligas sacerdotales[8]; Juan no llegó a crear una religión, pero fundó una orden[9]. Los cínicos constituían una escuela filosófica; su fundador, Antístenes, ha trazado incluso las grandes líneas de una teoría política[10]. Pero los sistemas teóricos y prácticos de estos marginados de la historia no son tan rígidos y centralizados; ellos se distinguen de los que triunfaron en la historia por un cierto toque de anarquía. La idea y el individuo cuentan para ellos más que la administración y lo colectivo. Por eso suscitan indignación. Es a los cínicos a los que apunta el autoritario Platón cuando arremete contra la equiparación del oficio de rey con el de un vulgar pastor y contra la humanidad organizada lábilmente y sin confines nacionales, calificándola de «estado de cerdos»[11]. Los intransigentes podían estar dispuestos a la unión y a la cooperación, pero eran ineptos para la construcción de una jerarquía cerrada hacia bajo. Ni en la teoría, que carecía de unidad y coherencia, ni en la práctica, que carecía de vigor y concentración, reflejaba su propio ser el mundo tal cual era en realidad.
Ahí estaba la diferencia formal de los movimientos radicales, tanto en el campo religioso como en el filosófico, respecto a los conformistas; no en el contenido aislado. En modo alguno, por ejemplo, los distinguía la idea de la ascesis. La secta del asceta Gautama conquistó el mundo asiático. Gautama había demostrado durante su vida un gran talento organizativo. Si bien no excluye aún, como el reformador Cankara, a los inferiores de la comunicación de la doctrina[12], reconoció sin embargo expresamente la propiedad sobre los hombres y se vanagloriaba de los «hijos de nobles estirpes» que entraban en su orden, en la que los parias, «si alguna vez los hubo, fueron, según todas las apariencias, raras excepciones»[13]. Los discípulos eran clasificados desde el comienzo según el modelo brahamánico[14]. Se negaba la filiación a los deformes, a los enfermos, a los delincuentes y a muchos otros[15]. «¿Tienes acaso —se preguntaba en el momento de la admisión— la lepra, la escrófula, la lepra blanca, la tuberculosis, la epilepsia? ¿Eres un ser humano? ¿Eres un hombre? ¿Eres dueño de ti mismo? ¿No tienes deudas? ¿No estás al servicio de un rey?», etc. En armonía con el brutal patriarcalismo indio, las mujeres eran acogidas sólo de mala voluntad como adeptas a la orden budista primitiva. Debían someterse a los hombres y permanecían, de hecho, en un estado de minoría de edad[16]. La entera orden gozaba del favor de los poderosos y encajaba maravillosamente en la vida india.
Los opuestos —ascesis y materialismo— son ambos de igual modo ambiguos. La ascesis, en cuanto negativa a participar en el mal existente, coincide, ante la opresión, con las exigencias materiales de las masas; mientras que la ascesis como medio de disciplina, impuesta por la camarilla, tiene por objeto la adaptación a la injusticia. La instalación materialista en la realidad, el egoísmo particular, ha estado siempre ligado a la renuncia, mientras que la mirada del soñador no burgués apunta materialísticamente, más allá de lo que existe, a la tierra que mana leche y miel. En el verdadero materialismo está asumida y superada la ascesis, y en la verdadera ascesis, el materialismo. La historia de esas religiones y escuelas antiguas, como la de los modernos partidos y revoluciones, enseña en cambio que el precio de la supervivencia es la colaboración en la práctica, la transformación de la idea en dominio.