Alud
En la actualidad no hay ya más cambios. Cambio es siempre cambio hacia lo mejor. Pero cuando, en tiempos como los actuales, la angustia ha llegado al culmen, el cielo se abre y vomita su fuego sobre los ya perdidos.
Lo que se llamaba habitualmente realidad política y social causa en principio esa impresión. La primera página de los periódicos, que en otra época resultaban extraños y vulgares a las mujeres y a los niños felices —el periódico traía a la mente al restaurante y al griterío—, los titulares desmesurados han entrado finalmente en casa como una amenaza real. Rearme, ultramar, tensión en el Mediterráneo y otros conceptos de similar grandilocuencia han terminado por ocasionar a los hombres una angustia real, hasta que estalló la primera Guerra Mundial. Luego vino, con cifras cada vez más vertiginosas, la inflación. La detención de la inflación no representó un cambio, sino una calamidad aún mayor: racionalización y reducción de plantilla. Cuando el número de votos de Hitler empezó a subir, primero de forma débil pero regular, era ya evidente que el alud se había puesto en movimiento. Lo votos son, en general, síntomas característicos del fenómeno. Cuando en la noche de las elecciones prefascistas llegan los resultados de las diversas regiones, un octavo, un dieciseisavo de los votos prefigura ya el resto. Si diez o veinte distritos han tomado en bloque una dirección, los otros cien no se opondrán. Es ya un espíritu uniformado. La esencia del mundo coincide con la ley estadística con que se clasifica su superficie.
En Alemania el fascismo ha vencido con una ideología groseramente xenófoba, anticultural y colectivista. Ahora que devasta la tierra, los pueblos deben combatirlo; no hay otra salida. Pero no está dicho que cuando todo termine deba difundirse por Europa un aire de libertad, no está dicho que sus naciones puedan convertirse en menos xenófobas, anticulturales y pseudocolectivistas que el fascismo del que han debido defenderse. La derrota del alud no interrumpe necesariamente su movimiento.
El principio de la filosofía liberal era el de tanto-una-cosa-como-la-otra. Hoy se diría que rige el de o-esto-o-lo-otro, pero como si ya todo estuviera decidido hacia lo peor.