Introducción
Sentido y alcance de Dialéctica de la Ilustración
Juan José Sánchez
Dialéctica de la Ilustración (DI) es un libro extraordinario y extraño a la vez. Extraordinario, por la densidad tanto de su contenido como de su expresión literaria; extraño, porque su relevancia e influjo en la historia política y cultural europea de la segunda mitad de este siglo está en proporción inversa al número de sus lectores. Publicado originariamente, bajo el título de Fragmentos filosóficos, en 1944 en una edición fotocopiada de quinientos ejemplares, apareció como libro, ya con el título de Dialéctica de la Ilustración, tres años más tarde, y de esta primera edición aún se hallaban ejemplares a la venta a finales de los años cincuenta. En 1966 apareció, sin mayor resonancia, la traducción italiana. Hasta 1969 no fue reeditado en Alemania y, a pesar de haber sido escrito en Estados Unidos, no hubo traducción inglesa hasta 1972. Fue sólo a partir de estas fechas cuando su contenido caló, al fin, en la conciencia histórica a través del movimiento estudiantil, y desde entonces se ha convertido en uno de los textos más explosivos, y también más explotados, de la filosofía europea contemporánea, aun cuando ni ha sido, seguramente, leído por muchos, ni su texto se presta a ello, ni su contenido es precisamente el más revolucionario.
De hecho, desde finales de los años setenta esta obra ha contribuido, a través de la filosofía radical del posestructuralismo francés, a configurar una corriente de pensamiento crítico de signo conservador que llega hasta nuestros días[1]. Hoy está en el centro del debate que marca este fin de siglo: el debate sobre la modernidad, de la que venimos, y la denominada posmodernidad, a la que nos encaminamos o en la que acaso ya estemos.
Sacar a la luz hoy una traducción castellana de dicha obra sobre la base del texto de la reedición alemana de 1969, pero con una referencia completa, en notas, a las variantes textuales de 1944 y 1947, reviste por eso una considerable actualidad, aun cuando la vertiginosidad con que en nuestros días se suceden los acontecimientos amenaza también a este trabajo con aparecer ya desfasado. Pero justamente esta amenazadora circunstancia refuerza su especial relevancia. Uno de los peligros, en efecto, que acechan en este debate es la rapidez con la que se ventilan cuestiones enormemente complejas y se dejan atrás, sin tristeza, convicciones con un innegable momento de verdad. Esa rapidez, dirían Horkheimer y Adorno, es fruto de un olvido: de no tomar suficientemente en serio la «dialéctica de la Ilustración».
La «dialéctica de la Ilustración» expresa, de entrada, la conciencia de la densa complejidad de los procesos que dieron lugar a la modernidad y ahora están a punto de superarla sin llevar consigo hacia adelante sus momentos de verdad. Y significa, además, que esos procesos y la situación a la que nos han conducido están marcados por una grave y fundamental ambigüedad: que pueden realizar la Ilustración, pero también liquidarla. Lo cual sucede siempre que se ignora u olvida aquella dialéctica.
En el debate que nos ocupa es mucho lo que está en juego. Está en juego nuestra identidad y cultura europeas —la idea de Europa— y el concepto mismo de razón o racionalidad, que está en su centro y al que en gran medida van ligados los valores que, en expresión de Kant, son del «mayor interés»[2] para la humanidad: la libertad, la justicia, la solidaridad. Justamente los valores que estaban en juego para Horkheimer y Adorno y el interés que les movió a escribir la DI: «Salvar la Ilustración»[3]. Pues no hay otro modo, según ellos, de salvar la Ilustración, y con ella aquellos valores, que tomando conciencia de su «dialéctica», es decir, ilustrando a la Ilustración sobre sí misma. Por el contrario, si la Ilustración ignora u olvida su propia dialéctica, «si no asume en sí misma la reflexión sobre (su) momento destructivo, firma su propia condena», advierten en el Prólogo de 1944 y 1947 a la DI[4].
Pero con esta inicial lectura he comenzado ya a tomar posición en el conflicto de las interpretaciones de la DI, que corre paralelo al debate sobre la modernidad. Si esta lectura que acabo de hacer fuera evidente y si la DI no implicara más que la renovada autocrítica de la Ilustración, con toda seguridad no se habría producido el debate en cuestión y, desde luego, no habría conducido a las posiciones extremas que pugnan en el mismo. El hecho de que las corrientes que hoy atraviesan el panorama intelectual, de una contrailustración neoconservadora, por una parte, y de una superación posmoderna —no dialéctica— de la modernidad, por otra, puedan remitirse, como lo hacen, a la crítica de la Ilustración llevada a cabo en la DI[5], prueba que la interpretación aquí sostenida exige ser convincentemente fundada. Mostrar, sobre todo, que esa crítica, por muy radical que sea —que lo es—, en modo alguno y bajo ningún concepto implica ni debe conducir a una negación de la Ilustración, sino, todo lo contrario, a una más plena e integral realización de la misma. Comencemos, para ello, exponiendo sintéticamente la tesis central de la DI.
I. LA TESIS
En el inicio de la DI hay, como en el origen de la Teoría Crítica (TC), una experiencia histórica dolorosa, dramática para Horkheimer y Adorno: la humanidad —escriben en 1944— no sólo no ha avanzado hacia el reino de la libertad, hacia la plenitud de la Ilustración, sino que más bien retrocede y «se hunde en un nuevo género de barbarie» (infra, p. 51)[6]. Horkheimer y Adorno se proponen comprender las razones de este drama, de esta sombría «regresión» (p. 53), que significaba para ellos el «fin de la Ilustración» (p. 52)[7], más aún, «la autodestrucción de la Ilustración» (p. 53). Impelidos, sin duda, por la trágica experiencia de la barbarie, calan hondo en su análisis y llegan al convencimiento de la existencia de una paradoja en la Ilustración misma, paradoja que formulan en la conocida doble tesis: «El mito es ya Ilustración; la Ilustración recae en mitología» (p. 56), y como tal se convierte en la tesis central de la DI. Horkheimer y Adorno la desarrollan, en efecto, en el primer ensayo o capítulo del libro, al que ellos mismos consideran la «base teórica» de los siguientes (Ibíd.). No en vano llevó, en la edición original de 1944, el título que después pasó a ser el título del libro. Pero ¿qué significa realmente esta tesis?
1. El mito es ya Ilustración o En el principio era el dominio
En una de las conferencias que Horkheimer dio en la Columbia University el mismo año de la aparición de los Fragmentos y que más tarde se convertirían en el cuerpo de su Eclipse of Reason (1947) —traducida al alemán y conocida desde entonces como Crítica de la razón instrumental (1967)— hallamos la clave para la comprensión de esta primera tesis: «La enfermedad de la razón —escribe Horkheimer— radica en su propio origen, en el afán del hombre de dominar la naturaleza»[8]. Es decir, la Ilustración nace bajo el signo del dominio. Su objetivo fue, desde un principio, «liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores» (p. 59). Y su programa: «el desencantamiento del mundo» (Ibíd.) para someterlo bajo su dominio. La Ilustración disuelve los mitos e entroniza el saber de la ciencia, que no aspira ya a «la felicidad del conocimiento» (p. 60), a la verdad, sino a la explotación y al dominio sobre la naturaleza desencantada. En el proceso de Ilustración el conocimiento se torna en poder y la naturaleza queda reducida a «pura materia o sustrato de dominio» (p. 65). La Ilustración opera según el principio de identidad: no soporta lo diferente y desconocido. Y ello marca el curso de la desmitologización, de la Ilustración, que termina reduciendo todo a la «pura inmanencia» (p. 70). La Ilustración se relaciona con las cosas «como el dictador con los hombres» (p. 64): las conoce en la medida en que puede manipularlas, someterlas. En este proceso, la «mimesis» (p. 66) es desplazada por el dominio, que ahora se convierte en «principio de todas las relaciones» (p. 64).
Pero esta «enfermedad de la razón», esta querencia de la Ilustración al dominio, que ha determinado el curso de la entera «civilización europea» (p. 68), está presente ya —según la tesis— en el mito mismo. En el mito hay ya un momento de Ilustración, mejor, el mito es ya el primer estadio de la Ilustración: «Los mitos que caen víctimas de la Ilustración eran ya producto de ésta» (p. 63). En ellos late ya la aspiración al dominio. Los mitos, en efecto, querían «narrar, nombrar, contar el origen» y, por tanto, «explicar» (p. 63), es decir, en definitiva, controlar y dominar, tal y como se hace explícito con el paso del mito a las mitologías, de la narración a la doctrina, de la contemplación a la racionalización. Se impone la lógica discursiva, el cálculo. La «sustitución en el sacrificio» (p. 64) es ya un paso en ese sentido. Al final, «el mito se disuelve en Ilustración y la naturaleza en mera objetividad» (p. 65).
El proceso de Ilustración es, pues, un proceso de «desencantamiento del mundo» que se revela como un proceso de progresiva racionalización, abstracción y reducción de la entera realidad al sujeto bajo el signo del dominio, del poder. En cuanto tal, este proceso, que quiso ser un proceso liberador, estuvo viciado desde el principio y se ha desarrollado históricamente como un proceso de alienación, de cosificación.
2. La Ilustración recae en mitología o La venganza de la naturaleza
Esta segunda tesis parece, de entrada, contradecir la anterior, pero en realidad no es sino la otra cara de la misma. La Ilustración se inició bajo el signo del dominio y de la reductio ad hominem (cf. p. 62) y ha aplicado con tal furia y consecuencia estos principios que el proceso de la entera civilización europea, dominado por ella, ha terminado por eliminar no sólo el mito, sino todo «sentido» que trascienda los hechos brutos: «En el camino de la ciencia moderna —escriben Horkheimer y Adorno— los hombres renuncian al sentido» (p. 61). Con lo cual, la Ilustración misma ha caído víctima de su propia lógica reductora y ha retornado a la mitología, a la necesidad y la coacción de la que pretendía liberar a los hombres. Horkheimer y Adorno lo expresan con gran fuerza en uno de los pasajes más logrados de la DI: «La propia mitología ha puesto en marcha el proceso sin fin de la Ilustración, en el cual toda determinada concepción teórica cae con inevitable necesidad bajo la crítica demoledora de ser sólo una creencia, hasta que también los conceptos de espíritu, de verdad, e incluso el de Ilustración, quedan reducidos a magia animista… Como los mitos ponen ya por obra la Ilustración, así queda ésta atrapada en cada uno de sus pasos más hondamente en la mitología» (p. 67). La recaída de la Ilustración en mitología es la recaída del espíritu, que emergió con ella, bajo el dominio ciego de la naturaleza. Ésta se venga así de la explotación a que ha sido sometida por el hombre en el exterior y de la represión que ha sufrido en el interior del mismo sujeto, configurado según el principio de la autoconservación y el dominio. En definitiva, la naturaleza se rebela y se venga por haber sido olvidada por el espíritu en el proceso de Ilustración, que, por lo mismo, ha sido al mismo tiempo un proceso de alienación, de cosificación. En el inicio de este proceso —dicen Horkheimer y Adorno en uno de los aforismos en la última parte de la DI— hubo «una pérdida del recuerdo» (p. 275) que lo hizo posible. En el fondo, concluyen, «toda reificación es un olvido» (Ibíd.).
Ésta es, en síntesis, la tesis de la DI, su «base teórica», su contenido. Los cuatro ensayos que siguen no añaden ningún contenido nuevo; sólo tienen la función de «verificar» la tesis básica en la realidad histórica. Los dos primeros, de forma directa y expresa. En ellos se pone de manifiesto la «dialéctica de la Ilustración» en dos momentos históricos claves de la civilización europea: la Ilustración griega (representada por la Odisea de Homero) y la Ilustración moderna (reflejada en la obra de Sade). Los dos capítulos siguientes recogen material de dos proyectos de investigación del Instituto de Investigación Social sobre dos fenómenos de la realidad político-social de aquel momento, en los que la «dialéctica de la Ilustración» se manifestaba en toda su crudeza: la cultura de masas (en la sociedad avanzada de Estados Unidos) y el antisemitismo (a uno y otro lado del océano). Por último, en el libro se recogen una serie de aforismos que contienen ráfagas de pensamiento sobre puntos o destellos de la dialéctica de la Ilustración y son, a la vez, esbozos de lo que podría ser aquel «concepto positivo» de Ilustración (p. 56) que Horkheimer y Adorno pretendían justamente preparar con su DI y que expresamente anuncian como una «antropología dialéctica» (p. 57). Los aforismos cierran, pues, el libro enlazando con el prólogo donde se explicitaba ese objetivo que en ellos sólo quedaba esbozado. Más allá de estas relaciones entre los ensayos que la componen, la DI no contiene otra unidad. Conscientemente quisieron sus autores, por eso, que apareciera bajo el título de Fragmentos filosóficos.
II. LA DIALÉCTICA DE LA ILUSTRACIÓN, ¿UN TEXTO PELIGROSO?
La historia de este texto fragmentario, como la de todo gran texto, forma parte de su propio contenido. Es una historia «afectada» por la dialéctica de la Ilustración. Horkheimer y Adorno entregaron su texto al público con extrema precaución. La primera edición fotocopiada no estuvo motivada, ciertamente, por razones económicas. Los quinientos ejemplares de la misma fueron cuidadosamente distribuidos. Desde luego, sus autores no pretendieron la gloria con este texto; más bien todo lo contrario: hicieron, sobre todo Horkheimer, cuanto estuvo en su mano para limitar su difusión e incidencia.
En 1955 estaba ya preparada la traducción italiana, a la que dieron su consentimiento; pero, como se dijo, no apareció hasta 1966. Las razones de esta dilación no fueron tampoco de tipo económico, sino de contenido. Estaban en juego una serie de correcciones que, como expondremos más adelante, los autores, en especial Horkheimer, consideraban necesario introducir en el texto original. Parece ser que éste era un texto peligroso, expuesto a malinterpretaciones que pervertirían gravemente su sentido. De otro modo resulta difícil explicar las fuertes reservas con que sus autores, una vez más sobre todo Horkheimer, accedieron a entregarlo al gran público. Hasta principios de los años sesenta quedaban, como se dijo, ejemplares de la edición de 1947. Sólo a partir de esa fecha comenzó a pensarse en una reedición. En un informe preparado para ésta por F. Pollock, uno de los más estrechos colaboradores de Horkheimer, se expresa, sin duda, el sentir de los autores cuando se dice: «En conjunto llego a la triste conclusión de que el contenido de la Dialéctica no es apropiado para una difusión masiva»[9].
Estas reservas crecieron aún más cuando, avanzada la década de los sesenta, algunos textos de Horkheimer, anteriores a la Dialéctica, se convirtieron clandestinamente en fuente de inspiración del movimiento estudiantil radicalizado, frente al cual él, por esa misma razón, se mostró en todo momento crítico y distante[10]. Antes de dar el visto bueno a la publicación de aquellos textos, tomados de sus famosos artículos de la década de los treinta en la Revista de Investigación Social, quiso que llegara al público la traducción alemana de su Eclipse of Reason, lo que sucedió en 1967 bajo el título conocido de Crítica de la razón instrumental. Era importante para él que aquellos textos de los años treinta se leyeran, en la nueva situación, a la luz de estas «reflexiones sobre la razón»[11]. Cuando un año más tarde permite, al fin, su publicación, le antepone un prólogo donde confirma expresamente sus reservas, manifestadas tres años antes en carta a la editorial[12], a que su lectura se haga ignorando la «dialéctica de la Ilustración», lo que llevaría a liquidar la, ya seriamente amenazada, libertad por la que aquellos artículos se escribieron. Los textos se publicaban, por ese motivo, como «una documentación»[13]. El prólogo hizo época, desatando las iras de los más radicales. Pero para Horkheimer estaba en juego «la verdad»[14], y ceder ahí hubiera significado ceder a la lógica niveladora y reductora de la Ilustración, que él mismo había denunciado en la DI. Y, por este mismo temor, sólo un año más tarde, en 1969, accedió a dar luz verde a la reedición de esta última, anteponiéndole también un prólogo que reproducía casi literalmente algunos pasajes del mencionado prólogo a los artículos: en concreto, justamente aquellos en los que expresaba sus reservas ante una lectura no dialéctica del texto, una lectura que, llevada por la lógica de la Ilustración en él denunciada, terminara liquidando la Ilustración misma, y con ella la frágil libertad que aún quedaba en la sociedad ilustrada: «Lo que importa hoy es preservar la libertad, extenderla y desarrollarla, en lugar de acelerar, igual a través de qué medios, la marcha hacia el mundo administrado» (infra, p. 50).
La actitud de temor y reserva de Horkheimer, que a tantos ha irritado, muestra, pues, que el texto de la DI era un texto problemático, un texto que se prestaba a equívocos y, en ese sentido, un texto peligroso. Adorno era también plenamente consciente de ello, y sin embargo no mostró tantas reticencias ante su publicación, incluso ante su publicación íntegra, sin correcciones. ¿A qué obedecía esta diferencia de actitud ante el texto de la DP? Sin duda, el temor a las repercusiones políticas de la obra, que a su vez comportarían consecuencias económicas para el Instituto, jugó en Horkheimer en todo momento un papel no despreciable. La razón última, sin embargo, estaba para él en el texto mismo, en el alcance de la crítica a la Ilustración. Y este temor lo compartía también Adorno, pero en menor o, al menos, en diferente medida, debido, como veremos, a su diferente posición filosófica[15]. La recepción y la repercusión histórica de la DI muestran, sin embargo, que la problemática de la misma se refleja mejor en las zozobras de Horkheimer que en la serenidad de Adorno con respecto al texto.
La DI, es verdad, no incidió directamente en el curso de los acontecimientos que protagonizaron el «gran rechazo», tan temido por Horkheimer. Pero las obras de Marcuse Eros y civilización y El hombre unidimensional, que lo inspiraron, descansaban en la Dialéctica y no hacían sino sacar algunas de sus consecuencias más radicales. Con todo, los temores de Horkheimer no se confirmarían tanto en aquel radicalismo cuanto, más tarde, en la corriente de signo contrario que, como anotamos anteriormente, ha invadido nuestro presente amenazando arrastrar consigo a la Ilustración misma: en el movimiento neoconservador contrailustrado y en la superación no dialéctica, posmoderna, de la modernidad. El peligro de esta doble traducción no dialéctica de la DI fue desde un principio más real que el temido radicalismo del Mayo del 68. De hecho, la recepción de la DI ha coincidido en señalar, incluso desde perspectivas opuestas, que esta obra significó, cuando menos, un punto de inflexión en el desarrollo de la TC, tras el cual se imponía un alto en el camino, un cambio de rumbo o, incluso, un nuevo comienzo. Y esta sospecha no pasó, seguro, desapercibida para el propio Horkheimer. ¿No habían ido demasiado lejos en su crítica a la Ilustración? ¿Se podía aún hablar de dialéctica o había que hablar más bien de aporía de la Ilustración, como ellos mismos reconocen en el prólogo? El debate estaba servido.
III. DIALÉCTICA DE LA ILUSTRACIÓN: DE LA TEORÍA CRITICA A LA FILOSOFÍA (NEGATIVA) DE LA HISTORIA
El significado y el alcance de la DI se revelan en toda su fuerza cuando esta obra se confronta con el proyecto original de TC que Horkheimer diseñó en el umbral de los años treinta y trató de llevar a cabo a lo largo de toda la década, e incluso en los primeros años cuarenta, justamente hasta la aparición de la DI. La posición filosófica de Adorno, previa a la elaboración de la DI, era, como he anotado, distinta, de tal modo que no sólo no sufrió, como la de Horkheimer, un impacto de ruptura con la aparición de la DI, sino que, como veremos, se vio más bien confirmada por ella. Esta diferencia de posiciones filosóficas previas de los autores de la DI, sobre la que ha llamado la atención la investigación más reciente[16], es sumamente importante para poner de relieve el sentido de esta obra.
La recepción de la misma coincide, como dije, en señalar que con ella se da un giro, incluso una ruptura, en la TC de Horkheimer[17]. Algunos llegaron a ver en ella una negación, una autocrítica radical de la propia TC[18]. Por el otro extremo, no faltó quien detectó en ella un retorno a las «raíces premarxistas» de la TC[19]. La crítica mejor fundada, en cambio, sostiene también la tesis de la ruptura, pero descubre igualmente continuidades de fondo, líneas de fuerza que enlazan con la primera TC y que en modo alguno quedaron negadas en la DI[20]. Actualmente, la investigación sobre la Escuela de Frankfurt ha vuelto a poner de relieve la ruptura que supone la DI con respecto al proyecto original de la TC, pero confiere a esta ruptura —y a la obra como tal— un significado paradigmático para la comprensión y la actualización de la intención emancipadora de aquel proyecto. H. Dubiel ha expresado certeramente esta nueva valoración: «Este libro… marca tanto el más elevado nivel de desarrollo de la Teoría Crítica de la Sociedad, que determina toda la historia posterior de su influjo, como también, en cierto sentido, su final. Su más elevado nivel de desarrollo, en cuanto que muchos viejos motivos de la Teoría Crítica de la Sociedad se vuelven transparentes sólo retrospectivamente, a la luz de esta obra. Y su final, en la medida en que el núcleo filosófico de la Teoría se hace aquí tan preponderante que su cáscara científico-social se disuelve. La Teoría Crítica de la Sociedad se convierte en una Filosofía de la Historia»[21]. ¿Qué significan, en concreto, estas continuidades y esta ruptura?
1. El proyecto de Teoría Crítica: introducir razón en el mundo
Horkheimer es, ante todo, un ilustrado. El objetivo de su esfuerzo intelectual —como, en su opinión, de la filosofía en general y de la filosofía moderna, ilustrada, en particular— lo cifró desde un principio, y repetidamente después, en «introducir razón en el mundo»[22]. Pero este objetivo respondía para él a una experiencia de base, de la que arrancaba aquel esfuerzo: la experiencia de la historia como historia de sufrimiento, como historia de la felicidad truncada, incumplida, de las víctimas y de la naturaleza[23]. El esfuerzo del pensamiento por introducir razón en el mundo adquiere por eso el sentido concreto de dar respuesta a esa «hipoteca» pendiente de la historia, de reconciliar esa pretensión incumplida de felicidad.
Los textos a los que acabo de hacer referencia están tomados de la tesis de habilitación de Horkheimer, su primer trabajo, que abre la década de los treinta. No por azar está dedicado justamente a la Filosofía de la Historia, y desde este primer trabajo queda trazada, aunque aún no definida, la perspectiva y la trayectoria de lo que sería posteriormente la TC. La filosofía no es un asunto meramente teórico, sino un asunto teórico-práctico: la filosofía —el pensamiento— ha de hacerse historia para cumplir su sentido, para reconciliar el derecho pendiente a la felicidad de sus víctimas. Desde este primer momento se sitúa, pues, claramente en la línea abierta por la dialéctica hegeliana de la historia, pero en la perspectiva crítico-materialista desde la que Marx invirtió esa dialéctica. En sintonía con el intento del denominado marxismo occidental de Korsch y Lukács de rescatar el dinamismo emancipador de la dialéctica marxiana ante el estancamiento dogmático de la II Internacional, por una parte, y el fracaso de la revolución proletaria en Centroeuropa, por otra, Horkheimer abre, sin embargo, un camino propio, que esboza en su lección inaugural, en 1931, como profesor ordinario de Filosofía Social y director del Instituto de Investigación Social: «La situación actual de la Filosofía Social y las tareas de un Instituto de Investigación Social»[24]. La Filosofía Social —afirma en ella—, que tiene por objetivo realizar la filosofía, sólo es posible hoy, dada la complejidad de la realidad social y el nivel de desarrollo de las ciencias, a través de una conjunción y compenetración de filosofía y ciencias sociales. La Filosofía Social debe superarse a sí misma y convertirse en «investigación social». Éste era el nuevo nombre de la praxis capaz de alumbrar una nueva sociedad, una sociedad humana. Y es lo que Horkheimer trató de materializar, a lo largo de la década, en su proyecto de Teoría Crítica en el Instituto de Investigación Social. Este proyecto tenía, pues, como ha subrayado Habermas, el sentido preciso —en línea con la más genuina intención marxiana— de una autosuperación de la filosofía en orden a su realización[25].
Muy otra era, en cambio, la postura filosófica de Adorno. Tan sólo unos meses más tarde tiene también él su lección inaugural, que dedica precisamente a «La actualidad de la filosofía»[26]. El título mismo es ya sintomático. Es como el contrapunto a la propuesta de Horkheimer. No sólo no se trata de superar la filosofía en las ciencias sociales, sino de preservarla frente a ellas. La filosofía encierra una verdad que escapa a las ciencias. Ella está más cerca de la teología, si bien de una teología interpretada, como ya en W. Benjamin, en clave materialista[27]. Nada tiene de extraño, por eso, que Adorno no se integrara en el Instituto en el período fecundo del trabajo interdisciplinario, sino sólo hacia finales de la década, justo cuando ese trabajo comenzaba a entrar en crisis. Y llama poderosamente la atención el hecho de que también a partir de esas fechas comienza a notarse un progresivo acercamiento de Horkheimer a la postura más netamente «filosófica» de Adorno, una progresiva «refilosofización»[28] de la TC. Horkheimer, sin embargo, no abandona, tampoco ahora, la idea de su proyecto original. Desde finales de la década trabaja intensamente, como refiere el mismo Adorno[29], en un «proyecto de dialéctica». Este dato ha llevado a más de uno a pensar que ya desde estas fechas trabajaba Horkheimer, en colaboración con Adorno, en el proyecto de la DI. Pero no es cierto. Como se desprende de un Memorandum de ese mismo año sobre la actividad del Instituto, se trataba aún del proyecto de una «lógica dialéctica», más concretamente, de una «doctrina materialista de las categorías»[30] que, al modo de la lógica de Hegel, pero en clave materialista-marxiana, pusiera las bases teóricas del proyecto original de la TC, proyecto que sólo quedó esbozado en el artículo de algún modo programático «Teoría tradicional y Teoría Crítica», de 1937. Horkheimer piensa, pues, en la fundamentación filosófica de su proyecto de investigación social, (aún) no en la DI.
2. Bajo la presión de la barbarie: el paso hacia Dialéctica de la Ilustración
El año 1941 marca la cesura. En abril de ese año Horkheimer deja Nueva York y se traslada a California. Era bastante más que un mero cambio de residencia. Atrás quedaban el Instituto de Investigación Social y su equipo de investigadores. Se inicia una nueva etapa en su pensamiento. Y, como las anteriores, se inicia con una experiencia histórica determinante: Horkheimer se ve abrumado por el avance de la barbarie nazi, por la perversión del socialismo en el estalinismo y por la asombrosa capacidad integradora y manipuladora de la cultura capitalista en la sociedad avanzada norteamericana. El horizonte, ya de por sí frágil, de esperanza en un cambio sustantivo hacia una sociedad humana se cierra para él. Las condiciones históricas sobre las que apoyaba su proyecto de TC se desvanecían[31]. El decurso histórico no apuntaba ciertamente hacia el reino de la libertad, sino más bien en dirección contraria: hacia la barbarie. De ahí arranca el nuevo pensamiento de Horkheimer. Como anota certeramente Wiggershaus, su interés «se desplaza definitivamente de la teoría de la revolución fallida a la teoría de la fallida civilización»[32].
Antes de comenzar a trabajar estrechamente con Adorno, Horkheimer elabora, entre 1941 y 1942, dos textos que reflejan ya perfectamente la nueva etapa en su pensamiento. Dos textos: «Estado autoritario» y «Razón y autoconservación», que, sintomáticamente, se publicarían —también en edición privada—, junto con un trabajo de Adorno, en un volumen de homenaje a W. Benjamin, víctima ya de la barbarie, en el que se sacaban igualmente a la luz sus famosas Tesis sobre Filosofía de la Historia, que H. Arendt logró rescatar en París e hizo llegar a Adorno en junio de 1941. La visión de la historia que finalmente se le impone a Horkheimer coincide ya con la que articulan las famosas Tesis: la historia como catástrofe, como historia natural; el progreso como regreso. A Adorno no hizo falta que se le impusiera esta visión; la compartía con Benjamin desde hacía tiempo[33].
Sustancialmente, y para el análisis que aquí nos ocupa, dos son los pasos que Horkheimer da en estos textos en dirección a la DI. De una parte, en «Estado autoritario», Horkheimer se adhiere a la tesis de su amigo F. Pollock[34] sobre el capitalismo de estado, tesis que ve en el fascismo no tanto la culminación del capitalismo monopolista (y por tanto del liberalismo), sino más bien un estado tendencialmente nuevo, en la medida en que en él el principio del dominio se desliga de la esfera económica y se impone directamente; y, en cuanto tal, un estado en transición hacia un «estatismo integral», que históricamente había entrado ya en escena en el «socialismo de Estado». Éste aparecía, así, como «la forma más consecuente de Estado autoritario»[35]. Con esta tesis, Horkheimer abandona el terreno del análisis marxista, asumiendo el «primado de la política» sobre la economía[36]; y se cierra, además, todo horizonte de posibilidad histórica de salida de la barbarie[37]. Por otra parte, en «Razón y autoconservación», Horkheimer amplía ya su crítica a la razón burguesa en una crítica a la razón como tal en tanto que razón configurada desde sus orígenes («el pensamiento —recuerda— nace en las ciudades»[38]) por los principios de autoconservación y dominio, que terminan por liquidar al sujeto (al «sí mismo» / Selbst) que se pretendía conservar. Con ello, Horkheimer adelanta ya la tesis central tanto de la DI como de su Crítica de la razón instrumental.
El terreno estaba, pues, con estos dos pasos perfectamente preparado para el nuevo pensamiento. Horkheimer compartía ya la filosofía negativa de la historia de Benjamin y Adorno. ¿Significaba esta visión nada más que una ruptura con el proyecto original de la TC? ¿No se trataría, más bien, de una visión que la TC se vio obligada a asumir, en aquella situación, justamente para ser fiel a su original intención emancipatoria? Este último interrogante abre, creo, una perspectiva desde la que es posible iluminar mejor el significado de la DI.
3. De la crítica a la modernidad burguesa a la filosofía negativa de la historia
El giro radical en la visión de la historia que se inicia en los textos comentados de Horkheimer y se consuma en la DI significa, ciertamente, que, ante la experiencia de la barbarie real, Horkheimer se vio obligado a abandonar su confianza, ya de por sí crítica y quebradiza, en la dialéctica positiva de la historia del materialismo marxiano y terminó por aceptar, con Adorno, la lógica histórica de signo contrario que M. Weber había trazado en sus estudios sobre la modernidad como proceso de racionalización[39]. Sin citarlo una sola vez en el capítulo básico de la DI, la interpretación crítica y pesimista que Horkheimer y Adorno hacen en ella del proceso histórico de la Ilustración coincide, efectivamente, con el diagnóstico de Weber: «El programa de la Ilustración —escriben— era el desencantamiento del mundo» (infra, p. 59). Horkheimer y Adorno aceptan el diagnóstico de Weber: la modernidad, la Ilustración, es un proceso progresivo e irreversible de racionalización de todas las esferas de la vida social, proceso que comporta, a la vez, la progresiva funcionalización e instrumentalización de la razón, con la consiguiente pérdida de sentido y libertad[40]. Horkheimer y Adorno aceptan el diagnóstico de Weber, pero no su valoración. El final al que el proceso de la modernidad conducía —el «mundo enteramente ilustrado» (Ibíd.)— se presentaba también a los ojos de Weber como negativo, como «férreo estuche»[41], pero era asumido por él, estoicamente, como un dato de la misma razón funcional. Para Horkheimer y Adorno, en cambio, este dato constituía la tragedia, la «calamidad» (Ibíd.) que punzaba su pensamiento a la búsqueda de la raíz de semejante perversión. Aceptaban su diagnóstico, pero no su pesimismo, al que más bien consideraban un paso más «en el camino de la abdicación de la filosofía y de la ciencia en su empeño por determinar el fin del hombre»[42]. Y es que Horkheimer y Adorno leen a Weber desde la tradición de la que vienen y en cuya realización histórica consistió el proyecto de la TC: la tradición misma de la Ilustración, mediada en la dialéctica marxiana de la historia. Horkheimer y Adorno leen a Weber, en efecto, de la mano de Lukács, quien a su vez había interpretado el proceso de racionalización de Weber en clave marxista como proceso de reificación[43]. Desde este marco categorial, Horkheimer y Adorno aceptan el diagnóstico de Weber, pero denuncian al mismo tiempo la razón o racionalidad funcional como razón «truncada», parcial, cosificadora. Con Lukács, y a distancia ya de Marx, Horkheimer y Adorno ven además implicadas en este proceso de cosificación —y justamente debido a esa instrumentalización de la razón— a las mismas ciencias positivas, en otro tiempo instancias emancipadoras. Pero, a la vez, frente al optimismo objetivista de Lukács y de la dialéctica marxiana (y, por supuesto, en directa oposición al optimismo idealista de la dialéctica hegeliana), Horkheimer y Adorno se ven llevados por la experiencia histórica de la que arrancaba su pensamiento a tomarse absolutamente en serio el diagnóstico weberiano: del proceso imparable de racionalización no se salva ninguna esfera, tampoco la esfera de la subjetividad. Los estudios empíricos que el Instituto llevaba a cabo sobre «la personalidad autoritaria» y el antisemitismo confirmaban, en efecto, que la subjetividad había sido igualmente arrollada por el torbellino. La lógica de la dialéctica histórica se impone, sin posibilidad de resistencia, en dirección a la falsa totalidad, a la barbarie.
La DI —y la Crítica de la razón instrumental— es el intento de dar razón de este fiasco histórico de la Ilustración, de bucear en sus raíces, con absoluta honradez. Y en este intento, Horkheimer y Adorno se encontraron ya solos, a distancia de Weber, por una parte, y a distancia de Hegel, Marx y Lukács, por otra, aunque, eso sí, llevados por el impulso emancipador de estos últimos. En esa búsqueda, los autores de la DI ampliaron y radicalizaron el concepto de cosificación de Lukács (y, con él, el de racionalización de Weber), más allá del modo de producción capitalista, a la entera historia de la razón, de la civilización occidental. El resultado de su búsqueda fue, en efecto, que ese proceso grandioso de Ilustración ha estado viciado desde sus orígenes, en aras de la autoconservación, por una querencia al dominio (Herrschaft), que ha ido comprometiendo en cada avance su propio sentido, liquidando a su paso —relegando al olvido— cuanto no se dejaba reducir a material de dominio, hasta terminar destruyendo a la Ilustración misma en la actual falsa totalidad (cf. infra, pp. 61 s.)[44]. ¿Qué significan esta ampliación y radicalización de la crítica a la Ilustración?
Con este veredicto, Horkheimer y Adorno dejan, ciertamente, el suelo de la crítica de la economía política, es decir, el suelo de la crítica marxiana a la ideología, y entran en el terreno de la crítica radical de Nietzsche a la razón occidental. «Ya no indica el camino Marx —escribe con razón Habermas— sino Nietzsche. No la teoría de la sociedad, alimentada de historia, sino una crítica radical de la razón, denunciadora de la unión de razón y dominio, es la que puede explicar la caída en la barbarie»[45]. El primer proyecto de TC deja paso aquí, efectivamente, como señala la crítica, a una «filosofía (negativa) de la historia». Y este paso significa, sin duda también, una verdadera «ruptura» con el proyecto de la TC. De hecho, a partir de esta reflexión el proyecto de investigación social o «materialismo interdisciplinar» del Instituto quedó prácticamente truncado. Los trabajos de investigación aún pendientes, como, por ejemplo, la investigación sobre el antisemitismo, siguieron su ruta independientemente de la reflexión sobre el mismo tema en la DI. Ésta no se construía dialécticamente sobre la base de la investigación empírica, sino desde su propia autonomía, a lo sumo sobre un análisis de documentos literarios, más que estrictamente históricos, como la Odisea y la obra literaria de Sade[46].
De «ruptura», sin embargo, sólo se puede hablar, como he indicado ya, con respecto a la TC de Horkheimer, no con respecto a la filosofía de Adorno. Aquel proyecto de autosuperación de la filosofía en investigación social es abandonado en la DI, como explícitamente reconocen sus autores al comienzo mismo del prólogo de 1944/47 (infra, p. 51). Y en su lugar llevan a cabo una crítica a la razón/Ilustración, a la entera civilización occidental, que, en efecto, por momentos adquiere rasgos de una crítica total. ¿Cómo interpretar esta radicalización?
Es innegable que nos hallamos, como acertadamente señaló una de las mejores críticas[47], ante un proceso de «refilosofización» de la TC, ante «una radicalización filosófica de la crítica al capitalismo» que no comportó al mismo tiempo «un desarrollo científico de la teoría marxiana en cuanto teoría empírica de la sociedad con intención práctica». En esa medida se puede y se debe hablar, con razón, de ruptura con aquel proyecto de TC[48]. Pero pienso que esta ruptura no es sustancial, si por tal se entiende una que rompiera con los contenidos y, sobre todo, con la intención emancipadora de la primera TC. Excelentes conocedores e intérpretes de ésta han podido documentar convincentemente cómo la crítica a la Ilustración en la DI no sólo no contradice a la crítica de la TC a la filosofía burguesa, sino que es incluso anticipada por ella precisamente en la crítica a su reducción instrumental a la autoconservación y al poder[49]. La novedad de la ruptura —y su auténtico punto débil— está en el peligro de «ontologización» de la crítica a la Ilustración, que acerca a la DI peligrosamente a la dialéctica hegeliana, no invertida, como en la dialéctica marxiana, sino tan sólo cambiada de signo: hacia una «dialéctica negativa» o filosofía negativa de la historia que conduce, por lógica inflexible, a una aporía difícil de salvar[50]. Lo que en la TC era una limitación histórica de la Ilustración es incrustado aquí de tal modo en la estructura misma o configuración interna de la razón que la crítica cierra toda posibilidad de salida histórica a la crisis y sólo permite una salida de la historia como tal, una ruptura transcendente con el continuum de la historia entendida como catástrofe, en la línea de Benjamin[51]. Esta «ontologización» o «antropologización» de la crítica a la Ilustración no sólo hacía superfluo el proyecto de investigación empírica de la TC —lo que explica que tal proyecto se viniera abajo[52]—, sino que lo hacía imposible. Se trataba de una ruptura teórica, es decir, de una ruptura con el «marco categorial» (la dialéctica marxiana) sobre el que descansaba, y en su lugar se introdujo una filosofía negativa de la historia que no hacía viable su continuación. De ahí, de esa aporía, arrancó, por eso, el esfuerzo de la segunda generación de la Escuela, en especial el de Habermas.
IV. LA APORÍA: ¿CRÍTICA TOTAL A LA ILUSTRACIÓN?
La aporía en que queda atrapada la DI tiene que ver con uno de los dos motivos o dos líneas de fuerza que atraviesan el texto de esta obra: la autodestrucción de la Ilustración. La radicalización que experimenta aquí la crítica a la Ilustración es realmente desconcertante y paradójica: la crítica se hace tan radical que mina su propia base, su misma condición de posibilidad. Si, en efecto, la entera historia de la racionalidad occidental es al mismo tiempo un proceso de derrumbe de la razón y de regreso al mito, la crítica ideológica, la crítica como tal, pierde la instancia utópica, «el potencial de razón de la cultura burguesa»[53], con el que confrontaba la realidad y la criticaba, exigiendo y posibilitando su realización. Al radicalizar de este modo la crítica se excluía, pues, la posibilidad de ilustrar a la Ilustración sobre sí misma, es decir, la posibilidad de ejercerse como tal.
Evidentemente, esta aporía, esta «contradicción realizativa (performativa)», como la ha denominado Habermas[54], no pasó desapercibida a los autores de la DI. Muy al contrario, Horkheimer y Adorno fueron plenamente conscientes de ella y no la eludieron en ningún momento. Les iba en ello nada menos, como dejaron sentado explícitamente en el prólogo (infra, p. 53), que el impulso ilustrado-emancipador que movía todo su pensamiento: «No albergamos la menor duda —y ésta es nuestra petitio principii— de que la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento ilustrado». No eludir la aporía, mantenerse en ella sin huir hacia salidas irracionales, era justamente lo que distinguía su crítica de la crítica conservadora a la razón occidental, en aquellas fechas tan pujante[55].
El discurso de la DI, efectivamente, irrita y desconcierta por su radicalidad y porque no rehúye formulaciones paradójicas. Sus autores, especialmente Horkheimer, fueron los primeros en señalar su «dificultad» y peligrosidad[56]. ¿A qué respondía este radicalismo? No, ciertamente, al puro capricho. La radicalidad se les impuso desde la misma realidad dramática que denunciaban en la DI. En una carta a P. Tillich, en 1942, expresa Horkheimer con gran fuerza esta exigencia de la realidad: «Al eliminar la oración subordinada, que relativiza la mutilación de la humanidad, la filosofía confiere al horror el carácter de absoluto que emerge del mismo… La ciencia echa mano de la estadística; al conocimiento le es suficiente un campo de concentración»[57]. Esa radicalidad en la expresión obliga, por eso, a una lectura crítica de la DI. No es cierto que sus autores, llevados de esa radicalidad, fueran completamente ciegos para los signos positivos de la Ilustración en medio de la noche de la barbarie. El tema les preocupó, sin duda, sobre todo —una vez más— a Horkheimer. En un Memorandum de 1942, que recoge el «plan general» de la obra, se pide expresamente que «los rasgos liberadores de la Ilustración» sean elaborados lo mismo que los represivos[58]. Y se habla incluso —en la línea del proyecto de la TC— del «trabajo interdisciplinar» del que debe surgir el texto. Pero al final se impuso la visión de la filosofía negativa de la historia.
Tal vez ahí radique una de las razones por las que Horkheimer se decidió a «traducir» las tesis de la DI a un texto menos paradójico en sus famosas conferencias de 1944 en la Columbia University, que constituirían después el texto de su Crítica de la razón instrumental. Aquí introdujo Horkheimer, en efecto, la distinción entre «razón objetiva o autónoma» y «razón subjetiva o instrumental», que evitaba en buena parte el carácter contradictorio y paradójico de la DI. Con esta distinción podía ahora denunciar el proceso moderno de racionalización como el proceso de la progresiva formalización e instrumentalización, y consiguientemente liquidación de la razón, sin caer en la aporía de la «autodestrucción de la razón»[59]. Leída en profundidad, sin embargo, también la DI deja entrever, incluso sin la distinción de Horkheimer, que el proceso de autodestrucción de la razón es posible porque la razón no es en sí y totalmente razón dominante, destructora, sino que hay en ella un momento de verdad que, aunque oculto, aflora en determinados momentos históricos y puede rescatarse mediante el recuerdo. Esta «utopía oculta en el concepto de razón»[60] es la instancia que sostiene toda la DI en su pretensión ilustrada y emancipadora, la que la preserva de la contradicción y hace posible, finalmente, el objetivo de «preparar un concepto positivo de razón» (infra, p. 56), que se propusieron sus autores.
Este momento de verdad en el concepto de razón queda, sin embargo, en la DI solamente evocado. ¿En qué consiste realmente? ¿Y qué relación guarda con el momento destructivo? ¿Cómo pudo quedar a salvo del proceso de regresión? ¿Y cómo puede hoy ser rescatado y realizado históricamente? La DI no responde a éstas, ni a tantas otras preguntas que sus tesis plantean. Horkheimer y Adorno fueron conscientes de ello, como lo atestiguan los protocolos de las discusiones mantenidas entre ambos, tras la publicación de los Fragmentos, sobre el concepto de razón[61]. Pero el interrogante de fondo y la zozobra que en ellas late constituía el centro y la razón de todo su esfuerzo intelectual. Se trataba para ellos, en efecto, como citábamos anteriormente, de «salvar la Ilustración»[62], de llevarla adelante a través de sus contradicciones. Pero antes de ver en qué dirección apuntaban sus propuestas es preciso analizar la segunda línea de fuerza que atraviesa la DI: la Ilustración como dominio (Herrschaft) sobre la naturaleza. Porque ahí está la raíz de su perversión.
V. EL SECRETO —Y EL PRECIO— DE LA ILUSTRACIÓN: EL DOMINIO SOBRE LA NATURALEZA
La Ilustración, en efecto, se autodestruye, según Horkheimer y Adorno, porque en su origen se configura como tal bajo el signo del dominio sobre la naturaleza. Y se autodestruye porque éste, el dominio sobre la naturaleza, sigue, como la Ilustración misma, una lógica implacable que termina volviéndose contra el sujeto dominante, reduciendo su propia naturaleza interior, y finalmente su mismo yo, a mero sustrato de dominio. El proceso de su emancipación frente a la naturaleza externa se revela, de ese modo, al mismo tiempo como proceso de sometimiento de la propia naturaleza interna y, finalmente, como proceso de regresión a la antigua servidumbre bajo la naturaleza[63]. El dominio del hombre sobre la naturaleza lleva consigo, paradójicamente, el dominio de la naturaleza sobre los hombres[64].
Esta sorprendente paradoja, que Horkheimer y Adorno ven expresada de forma paradigmática en el destino de Odiseo[65], constituye el meollo de toda la cuestión. Si la generalización de la crítica a la Ilustración supuso el abandono de la crítica ideológica, ese paso queda aquí sellado con la sustitución del conflicto entre fuerzas productivas y relaciones de producción como motor de la historia por el conflicto, más radical y originario, entre el hombre y la naturaleza, entre el «dominio sobre la naturaleza» y el «dominio sobre los hombres». Marx es, una vez más, suplantado; esta vez, por L. Klages, el crítico filosófico del moderno dominio sobre la naturaleza[66]. Pero, de igual modo que Horkheimer y Adorno leyeron el diagnóstico de Weber sobre el proceso de racionalización con los ojos ilustrados de Marx y Lukács, así recogen ahora la crítica de Klages a la dominación sobre la naturaleza insertándola en la perspectiva ilustrada de su propia crítica a la Ilustración.
La sustitución del motor de la historia por el conflicto hombre-naturaleza significa, sin duda, una ruptura, no menos radical que la anterior, con el proyecto de TC. Pero esta ruptura no implica, como quieren algunos, una contradicción en la propia TC. La crítica al dominio sobre la naturaleza constituye más bien, como ha visto la crítica mejor fundada, un motivo originario y constante de la TC[67]. Y lo que Horkheimer y Adorno denuncian en la DI no es el dominio como tal sobre la naturaleza —sin el cual saben muy bien que «no existiría el espíritu» (infra, p. 92)[68]—. Lo que Horkheimer y Adorno denuncian no es la Ilustración, sino su perversión en razón instrumental, identificadora y cosificadora. La diferencia, ahora como antes, está en que en la DI esa perversión es situada en el origen mismo del proceso ilustrado. Lo nuevo está en que Horkheimer y Adorno desligan la perversión del modo de producción capitalista y la hacen arrancar de un olvido originario en los albores de la razón occidental. Porque ésta olvidó su originaria unidad con la naturaleza —y el mito—, se configuró desde entonces según el principio del dominio y con ello puso en el proceso el germen de su propia perversión.
Esta denuncia, por tanto, en modo alguno comporta una renuncia a la razón en favor de la naturaleza, ni hay en ella la menor nostalgia romántica de un retorno a la naturaleza, como en la crítica conservadora a la Ilustración[69]. Aferrados, ahora como antes, al impulso emancipador-ilustrado de su pensamiento, Horkheimer y Adorno no conciben una superación de la perversión de la Ilustración que no pase por la misma Ilustración. No hay para ellos superación de la escisión razón-naturaleza al margen de la razón misma[70]. Lo problemático de su crítica no está, por tanto, en ellos mismos, en el peligro de irracionalismo, sino, como antes, en su «ontologización»[71], que la convierte en una crítica total a la razón como mero instrumento de dominio sobre la naturaleza (cf. infra, p. 91 s.). La DI abandona una vez más el terreno de la crítica marxiana y de la propia TC y se adentra en el suelo de la crítica radical de Nietzsche a la razón occidental.
No obstante, Horkheimer y Adorno siguen manteniendo a la vez la capacidad emancipadora de la razón siempre que ésta sea capaz de reflexionar e ilustrarse sobre sí misma: si el pensamiento en cuanto instrumento de dominio y coacción es «naturaleza olvidada de sí» (infra, p. 92), la autorreflexión del pensamiento —de la Ilustración—, la reflexión sobre su propio olvido, «el recuerdo de la naturaleza en el sujeto» puede, según ellos, oponerse «al dominio» (infra, p. 93) y convertir al propio pensamiento de nuevo en «instrumento de reconciliación»[72].
VI. ¿MÁS ALLÁ DE DIALÉCTICA DE LA ILUSTRACIÓN? IMPULSOS PARA UN CONCEPTO INTEGRAL DE ILUSTRACIÓN
Como apuntábamos anteriormente, Horkheimer y Adorno fueron plenamente conscientes del carácter aporético de su discurso, de la radicalidad de su crítica. En rigor, como ha señalado algún crítico, tras la DI hubiera debido seguir el silencio y la parálisis del pensamiento. Nada tiene de extraño, pues, que la actividad del Instituto quedara prácticamente truncada a partir de estas fechas y que el proyecto originario de la TC no volviera a retomarse estrictamente ni siquiera tras la reapertura del Instituto en Francfort, en 1950. Y es sintomático, igualmente, que esta ruptura afectara de modo notable a la producción posterior de Horkheimer, mas no así a la de Adorno, quien continuó escribiendo tan densa como vertiginosamente. Ello confirma que, en efecto, la DI no supuso, como en Horkheimer, un corte en su pensamiento, sino, a lo sumo, una intensificación del mismo.
Los ya mencionados protocolos de las discusiones entre ambos y los fragmentos de escritos de los años inmediatamente posteriores a la publicación de los Fragmentos filosóficos revelan no sólo que la cuestión pendiente de cómo lograr un «concepto positivo de razón» era el centro de su esfuerzo intelectual, como ya hemos señalado, sino también que la aporeticidad de la DI afectaba, sin duda, mucho más a Horkheimer que a Adorno. Hasta tal punto, que en algunos fragmentos de sus escritos de ese momento pueden detectarse indicios de un creciente interés por su parte en una filosofía del lenguaje[73]. Pero, mientras Horkheimer sigue manteniendo la dialéctica del concepto de razón o de pensamiento discursivo[74], Adorno tiende claramente a identificar la enfermedad de la razón con la razón misma[75]. Podría probarse con relativa facilidad que las afirmaciones más arriesgadas —en este sentido— de la DI se deben a él. Para Adorno, efectivamente, el problema estribaba en «el pensamiento discursivo» mismo en cuanto irremediablemente «identificador», tal como dejó ya sentado en su mencionado discurso de 1931, contrapunto del de Horkheimer[76]. Los protocolos de las discusiones entre ambos, a las que ya hemos hecho repetidas referencias, ponen de manifiesto que esta divergencia en la concepción de la razón era real. Y en ella habría que buscar, sin duda, una de las razones por las que, al margen de las circunstancias históricas, el trabajo conjunto de ambos y la fusión de sus pensamientos durante el período de gestación de la DI no se prolongaran mucho más allá de ese período, y la razón, por tanto, de que dicha obra, en contra de la intención expresa de sus autores, quedara definitivamente como un proyecto «inconcluso», como un conjunto de «fragmentos filosóficos»[77]. En definitiva, si la DI no pasó nunca de ser «un fragmento», ello se debió ya a la postura filosófica de Adorno, en contraposición al proyecto de Horkheimer de una obra sistemática sobre la dialéctica, cuyos esbozos, consecuentemente, no fueron incluidos entre los fragmentos destinados a la publicación[78].
Y esta misma divergencia queda confirmada en la producción filosófica posterior de cada uno de ellos, en sus propuestas de salida a la crisis de la Ilustración. Mientras Horkheimer, en efecto, se sitúa claramente en la línea abierta por la tradición ilustrada de Kant a Marx, proponiendo como salida sencillamente una «autorreflexión» o «autocrítica» de la razón[79], Adorno radicaliza su crítica al pensamiento discursivo y propone como salida la autosuperación de la razón misma, del concepto, la «superación de la enfermedad de la razón a través de la enfermedad misma»[80]. En una palabra: con el concepto más allá del concepto. Y es que para él existía «una fuente independiente de conocimiento» al margen de la razón: la fuente de la genuina experiencia estética del arte moderno[81]. En este sentido se entiende perfectamente su propuesta, en los escritos posteriores Dialéctica negativa y Teoría estética, de una «racionalidad estética transdiscursiva»[82], de una conjunción de razón y mimesis: una idea que aparece también en Horkheimer, si bien para él dicha idea no implicaba la superación del pensamiento discursivo como tal, sino sólo una reestructuración y ampliación de éste de modo que pudiera acoger en sí y expresar el anhelo frustrado de la naturaleza, para poder así llamar a las cosas «por su propio nombre»[83]. En Adorno habría quizás que hablar incluso de otra fuente más de conocimiento independiente de la razón; habría que hablar de aquella fuente de la que su pensamiento, viniendo de Benjamin, estuvo siempre más cerca que de las ciencias: me refiero a la teología. De ahí su idea de una iluminación «trascendente» del conocimiento como vía de acceso a la verdad[84]. En cualquier caso, se da en él una clara tendencia a la autosuperación «transdiscursiva» de la razón que no hallamos en Horkheimer.
Pero ni la salida de Horkheimer ni la de Adorno —como, por otra parte, tampoco la de Marcuse[85]— significaron una base suficiente para pensar, como proyecto histórico, «una autosuperación de la razón entendida como ilustrarse la Ilustración sobre sí misma»[86]. Ni una ni otra hacían posible, como proyecto histórico, el objetivo mismo de la DI: salvar la Ilustración.
De este impasse arrancó la segunda generación de la TC, muy especialmente Habermas, quien ha podido mostrar convincentemente que esas salidas no sólo no eran, sino que no podían ser, viables, puesto que descansaban en un paradigma de la razón —el de la subjetividad moderna— que estaba configurado según el modo de relación sujeto-objeto, desde el que es imposible superar la instrumentalización de la razón. La conocida propuesta de Habermas ha sido, por eso, el cambio de ese paradigma por el paradigma de la «razón comunicativa»[87]. Horkheimer y Adorno detectaron un «olvido» en la raíz de la perversión de la Ilustración: el olvido de la naturaleza en la razón; pero ellos mismos sucumbieron en su crítica, como bien ha señalado A. Wellmer, al otro olvido del racionalismo europeo: al «olvido del lenguaje» en la razón[88], y por eso fueron incapaces de superar su propia crítica de la Ilustración en un concepto positivo de razón, como se propusieron. No bastaba «el recuerdo de la naturaleza en el sujeto», era preciso también «el recuerdo del lenguaje en la razón» para salir de la aporía. Y eso es lo que ha llevado a cabo Habermas con el nuevo paradigma de la razón comunicativa.
Pero si es verdad que sólo este cambio de paradigma ha podido sacar a la crítica de la Ilustración de la aporía en que quedó atrapada en la DI, no es tan seguro que con este cambio de paradigma se hayan recuperado ya y hecho valer todas la dimensiones que de la DI se desprenden para un concepto integral de razón. No estará de más, por eso, traer también a la memoria algunos de esos impulsos que pueden evitar nuevos olvidos y contribuir a un cumplimiento más integral del proyecto de la Ilustración.
La DI ha puesto el dedo en la llaga del grandioso proyecto de la Ilustración de introducir razón en el mundo sometiendo a éste al dominio de la razón. Tras la DI, la razón, como ha señalado J. Muguerza, sólo se podrá «escribir con minúscula»; no se podrá ser honrada y críticamente modernos «sin una buena dosis de perplejidad»[89]. En este sentido, la crítica más seria que los filósofos de la posmodernidad han hecho al logocentrismo, al dominio de los grandes relatos y, en concreto, a la teoría de Habermas como proyecto también excesivamente ambicioso de racionalidad[90] es, en buena medida, acertada. Pero sólo en esa medida, pues los posmodernos aceptan sin drama ni aporías la autodestrucción de la Ilustración denunciada por Horkheimer y Adorno y renuncian al empeño que, sin embargo, sostenía la DI: preparar un concepto positivo, integral, de razón. En su crítica a ésta arrojan al niño con el agua de la bañera y se apuntan al triunfo del «pensamiento pragmatizado» —de la razón instrumental—, sacando del mismo las «excelencias» que Horkheimer y Adorno no supieron descubrir[91].
Una de esas excelencias es escribir la razón tan minúscula que desaparecen sus grandes pasiones: la moral, la justicia y la solidaridad —la reconciliación— universales, y, con ellas, sus interminables zozobras. Como temían Horkheimer y Adorno, la posmodernidad es «una modernidad sin tristeza»[92]. Pero su juego y su «sobriedad» se acercan peligrosamente al cinismo, pues no significan el triunfo de una razón reconciliada, sino de la razón dominante, que es, en definitiva, la razón del dominio, la razón de los derechos adquiridos. La renuncia a la universalidad de la razón es razonable cuando significa la renuncia a la razón como dominio, pero es cinismo cuando implica la reducción de la razón al propio dominio. Frente a ello, Habermas ha recogido convincentemente el impulso ilustrado de la DI al proponer un nuevo paradigma de razón comunicativa, en el que la razón del dominio es superada por el dominio de la razón, del argumento.
Pero incluso en este proyecto de razón universal e intersubjetiva existe el riesgo de que la razón quede reducida al dominio de la razón/argumentación de los que tienen poder o capacidad —competencia— de habla. Los «otros» de la comunidad de comunicación apenas traspasan el círculo de los capaces de intervenir en el discurso. El problema anterior al diálogo, el cómo hacer llegar a la palabra a los que carecen de ella (o a los que se les ha arrebatado), a los incapaces de habla, no parece perturbar excesivamente al nuevo paradigma[93]. En último extremo, la intersubjetividad es aquí sólo condición de posibilidad del consenso, pero no de la razón misma: puede haber consenso entre los hablantes, pero no razón, mientras haya excluidos del diálogo. «Las víctimas —subraya, de acuerdo con Adorno, M. Fraijó— son normativas. No pueden ser marginadas»[94]. El paradigma de la razón comunicativa no ha agotado en este punto la exigencia de una autorreflexión de la razón, de una ilustración de la Ilustración sobre sí misma, reclamada por Horkheimer y Adorno. Y puede que su acentuada desconfianza hacia la razón afirmativa —«identificadora», que decía Adorno— y su pronunciada sensibilidad hacia la naturaleza dominada tenga aquí algo que decir. No se trata, en modo alguno, como ya probamos, de ceder al irracionalismo, ni tan sólo de abogar en favor de una «razón ecológica»[95]. Se trata de mantener una crítica permanente a una razón que tiende por inercia a la autoconservación, a autoinstalarse a costa de lo excluido de ella, de lo olvidado también por ella, de lo «no idéntico» (Adorno)[96]. El «recordar la naturaleza en el sujeto» (infra, p. 93) puede en este sentido profundizar la intersubjetividad de la razón comunicativa. Lejos de ser un resto romántico, esa exigencia reclama de la razón, de la filosofía, dar la palabra, llevar al lenguaje los anhelos incumplidos de la historia y de la naturaleza dominadas, explotadas, vencidas y olvidadas: narrar la historia de su «infinito sufrimiento»[97], y hace valer su frustrado derecho a la felicidad, a la reconciliación. Ése, y no otro, es el sentido de la exigencia de «liberar el impulso mimético»[98], de conjugar razón y mimesis, de reconciliar razón y naturaleza.
Desde esta perspectiva, en la que los autores de la DI coinciden con la filosofía negativa de la historia como naturaleza, como historia de los vencidos, de Benjamin, la teoría de la acción comunicativa de Habermas parece acercarse peligrosamente, como la filosofía de la Ilustración de Hegel, a la imperturbable claridad de la lógica del dominio[99]. La razón comunicativa saca a la TC de la aporía de la crítica total a la Ilustración, pero es aún una razón demasiado parcial para dar respuesta a los anhelos incumplidos de la historia y de la naturaleza, de lo no idéntico. Nada tiene por eso de extraño que ni la felicidad, ni la compasión, ni la memoria ni el símbolo jueguen en ella un papel determinante[100]. Con razón se ha elevado frente a ella la sospecha de una inquietante primacía del presente sobre el «pasado pendiente»[101], del consenso simétrico sobre el disenso[102].
El pesimismo que se acentúa desde la DI en el pensamiento de Adorno y, sobre todo, de Horkheimer es, desde esta misma perspectiva, bastante más que un mero signo de resignación; pienso que puede y debe ser leído, al contrario, como signo de resistencia frente a la permanente tendencia de la razón ilustrada a ceder a la lógica del dominio y, como consecuencia, a olvidar a sus víctimas. En este mismo sentido, resulta demasiado fácil interpretar la apertura de la filosofía de Adorno y Horkheimer a la corriente que viene del mito y de la religión también como lógica consecuencia de la resignación ante la dialéctica negativa de la historia[103]. Leída en profundidad, y en el conjunto de la TC, esa apertura no es en absoluto meramente circunstancial; se trata más bien de la constante de un pensamiento que, según he mostrado, desde un principio se niega a concebir la razón y la Ilustración al margen de la reconciliación y se resiste por eso hasta el final —aquí de la mano de Kant— a ceder la razón a una razón sin esperanza[104].
VII. DIALÉCTICA DE LA ILUSTRACIÓN, UNA OBRA COMÚN DE DOS FILOSOFÍAS DISTINTAS
Tras este recorrido por las líneas de fuerza de la DI resulta relativamente fácil descubrir cómo en esta obra, a la que sus autores consideran fruto no sólo de un intenso trabajo en colaboración, sino incluso de una verdadera fusión de sus pensamientos[105], confluyen dos temperamentos intelectuales y dos filosofías bien diferentes, que sólo en una tensión dialéctica pudieron llegar a aquel resultado. Con razón afirman Horkheimer y Adorno que justamente esta «tensión» constituye el «elemento vital» de la obra (infra, p. 49).
Ya una lectura suficientemente intensa de esta obra permitía, a quien conociera el pensamiento propio de cada autor y su modo de expresión, entrever que, no obstante la autoría común, asegurada y reivindicada por ellos mismos, cada texto reflejaba la idea y la expresión inconfundibles de cada uno de ellos. Y esta primera impresión se reforzaba con la lectura atenta de las otras dos obras, paralelas a la DI, a las que Horkheimer y Adorno consideraron también fruto de su reflexión común, pero que no llegaron a firmar conjuntamente[106]. Investigaciones recientes para la edición de las Obras completas de Horkheimer confirman, con amplia seguridad, esta reforzada impresión: sin menoscabo de la estrecha fusión de sus pensamientos[107], muy en especial en la DI, los diferentes capítulos de ésta fueron, en efecto, elaborados originariamente por uno de ellos y leídos intensamente, corregidos —a veces, reelaborados— y asumidos después por los dos. A esta conclusión ha llegado, concretamente, el editor de las referidas Obras completas de Horkheimer, G. Schmid Noerr, sobre la base de dos fuentes: testimonios orales[108] y, sobre todo, los legados de ambos autores. Según esta documentación, el texto de la DI habría sido elaborado como sigue[109]:
El Prólogo de 1944/47 procede de la pluma de Horkheimer, con algunas correcciones de Adorno.
El primer capítulo —o cuerpo de la obra—, que en el manuscrito llevaba el título de «Mito e Ilustración», en la edición privada de los Fragmentos el de «Dialéctica de la Ilustración» y en la edición como libro el actual de «Concepto de Ilustración», procede igualmente de Horkheimer, pero con una participación más amplia de Adorno, tanto en la elaboración como en las correcciones[110].
El segundo capítulo, o primer excursus, «Odiseo, o mito e Ilustración», lleva el sello inconfundible de Adorno, sin apenas correcciones por parte de Horkheimer.
El capítulo tercero, o segundo excursus, «Juliette, o Ilustración y moral», que en el manuscrito llevaba el título de «Ilustración y rigorismo», denota, en cambio, la impronta no menos inconfundible de Horkheimer, sin apenas correcciones por parte de Adorno.
El cuarto capítulo, «Industria cultural. Ilustración como engaño de masas», fue elaborado en una primera versión, que no se conserva, por Adorno. Dicho texto, eco de una de las investigaciones preferidas que Adorno llevó a cabo en el Instituto, fue corregido por él mismo, dando lugar a un nuevo texto, conocido como «Segundo esbozo», que llevó por título «El esquema de la cultura de masas». Este nuevo texto fue sometido a una intensa lectura y a una minuciosa corrección por parte de ambos, y de aquí surgió el texto definitivo que entró a formar parte de los Fragmentos. Esta versión definitiva, a su vez, recoge sólo la mitad, aproximadamente, del texto original de Adorno. Tanto en la edición privada de 1944 como en la edición de 1947, el texto del capítulo concluye con una promesa de continuación (cf. infra, n. [cr]), lo que revela la intención de los autores de integrar, en una edición posterior, el texto restante. La ruptura del trabajo en común, a la que he hecho referencia anteriormente, impidió que esta promesa se hiciera realidad. La observación fue, por ello, consecuentemente eliminada en la reedición alemana de 1969.
El quinto capítulo, «Elementos del antisemitismo. Límites de la Ilustración», tuvo un proceso similar al anterior, aunque con inversa procedencia. Fue elaborado en su mayor parte por Horkheimer y corregido y reelaborado intensamente por ambos. El texto recoge también material de otra de las investigaciones empíricas del Instituto, en la que Horkheimer estuvo más directamente implicado. La tesis VII, añadida en la edición de 1947 (cf. infra, p. 243), fue igualmente elaborada por Horkheimer y corregida y reelaborada por ambos, con algunos añadidos de Adorno. En la redacción de las tres primeras tesis participó también activamente L. Löwenthal (cf. infra, p. 57).
Finalmente, los aforismos del último capítulo, «Apuntes y esbozos», se deben también a Horkheimer, excepto las «adiciones», que son de Adorno. El texto de este último capítulo recoge también sólo la mitad, aproximadamente, del texto original elaborado por Horkheimer; el resto de los aforismos no recogidos aquí han sido publicados en el vol. 12 de las Obras completas de Horkheimer[111].
VIII. LAS TRES VERSIONES DEL TEXTO: ¿ADIÓS AL MARXISMO O CONTRA LAS PERVERSIONES DEL LENGUAJE?
Largo y trabajoso proceso tuvo, pues, el texto de la DI hasta que logró ver la luz. Y no terminó ahí su gestación. El texto original de los Fragmentos filosóficos fue sometido, como dejé apuntado anteriormente, a una serie de importantes correcciones antes de aparecer como libro en 1947, y éste, a su vez, volvió a sufrir nuevas revisiones, aunque ya menos numerosas y decisivas[112], para su reedición alemana en 1969. La historia y, sobre todo, el contenido de estas revisiones, que se recogen en la presente edición, arrojan más luz sobre el significado y también los límites de la DI, que he intentado exponer hasta aquí.
Dejando al margen las modificaciones menores, que tan sólo tratan de evitar referencias excesivamente coyunturales en el texto o de aclarar determinados pasajes oscuros del mismo, las modificaciones relevantes se pueden dividir en dos grupos:
Por una parte, las que inciden en la relación entre capitalismo monopolista, totalitarismo y fascismo. Las correcciones afectan a formulaciones que implican una lisa identificación de los referentes de esos tres términos. Lo que se afirma en general del primero y segundo es concretado y reducido al tercero. «Monopolio» deja, así, paso a «fascismo» (infra, pp. 133, 135, 272, 297, etc.). O bien, se trata de correcciones que suavizan la crítica radical al liberalismo y a la democracia burguesa (pp. 143, 194) o a sus instituciones legitimadoras (pp. 179, 221).
Por otra parte, las que afectan a la interpretación marxista de la sociedad y de la historia. Son, sin duda alguna, las más numerosas y las más decisivas. En general, las correcciones sustituyen el lenguaje marxista por una terminología sociológica, económica o moral neutra. Así, por ejemplo, «proletario» deja paso a «obrero» (infra, p. 213), «capitalista» a «empresario» (p. 113), «explotación» a «injusticia» (p. 90), «esclavización» (p. 60) o, simplemente, «sufrimiento» (p. 55), «depauperación» a «miseria» (p. 91), «dominio de clase» a «dominio» (p. 267), «detentadores» a «dirigentes» (p. 90), «monopolio» a «aparato económico» (p. 83) o «sistema» (p. 186), «fuerzas productivas» a «posibilidades técnicas» (p. 184), «capital» a «economía» (p. 91), y los términos «capitalismo» e «historia de clases» prácticamente desaparecen (pp. 107, 126, 215).
Nos hallamos, ciertamente, ante un conjunto de revisiones textuales importantes. La aseveración de Horkheimer y Adorno en la edición de 1947 de que el libro «no contiene modificaciones esenciales» (infra, p. 58) resulta por eso, cuando menos, extraña[113]. La revisión del texto refleja, sin duda alguna, el desplazamiento de la DI con respecto a la primera TC y, con mayor razón, a la dialéctica marxista de la historia, cuyos pasos he intentado trazar en esta exposición. El primer grupo lo hace indirectamente, en la lógica del «primado de la política» sobre la economía en la teoría del capitalismo monopolista de Pollock; y el segundo acomete ya directamente un desmantelamiento del lenguaje marxista. ¿Significan estos cambios un definitivo «adiós al marxismo»? Pienso, en contra de la opinión de más de un crítico, que la intención última que indujo a tales correcciones no queda recogida en la simple respuesta afirmativa a este interrogante. Aparte las consideraciones de conveniencia política —de tanto peso, como pudimos ver, en Horkheimer— hay una preocupación de fondo que da mejor razón del significado de las mismas. Se trata, por una parte, de evitar que la crítica radical a la Ilustración en su configuración histórica de la democracia burguesa sea malinterpretada como crítica total a la razón en los pocos residuos de libertad que, a su ojos, aún quedaban en la sociedad totalitaria y administrada, temor que, como vimos, retrasó la reedición alemana de 1969. Por otra parte, la revisión responde a la creciente depravación del lenguaje marxista en el estalinismo, que lo vaciaba por completo de su contenido utópico y de su función emancipadora y lo reducía, como todo «pensamiento triunfante» (infra, p. 52)[114], a puro instrumento del poder. En ambos casos se da, sin duda, un distanciamiento del marxismo oficial, pero en modo alguno una ruptura total con su genuina intención emancipadora[115]. La historia se ha encargado de mostrar que lo que para Horkheimer y Adorno estaba en juego en esta revisión textual era, más bien, lo que había movido desde un principio su pensamiento y lo que ellos seguían sosteniendo explícitamente en 1946: «Mantener los radicales impulsos del marxismo y, en realidad, de la Ilustración entera: pues salvar la Ilustración es nuestro interés»[116].
IX. NOTA FINAL SOBRE ESTA EDICIÓN
La presente traducción castellana de Dialéctica de la Ilustración ha sido realizada sobre la base del texto original alemán publicado en el volumen 5 de las Obras completas de M. Horkheimer, texto que se corresponde con el de la reedición alemana de 1969. La traducción castellana ya existente, llevada a cabo por H. A. Murena (Sur, Buenos Aires, 1970), sigue de cerca la traducción italiana de R. Solmi; con todo, la he tenido en cuenta en la medida en que, a mi juicio, respondía fielmente al texto original alemán[117]. Pero, como indiqué al inicio de esta introducción, en esta edición se recogen también, en notas con * (asterisco)[118], las variantes textuales de 1944 y 1947. De este modo, se ofrece por primera vez al público de habla española la posibilidad de acceder al texto completo de la DI y, a la vez, de cotejar las diferencias textuales entre las tres versiones de la misma.
Las notas que hacen referencia a las versiones textuales llevan simplemente el asterisco o los asteriscos correspondientes. En cambio, las notas que recogen observaciones de los editores de las Obras completas de Horkheimer o del traductor italiano R. Solmi van indicadas también con asterisco, pero dentro de paréntesis para evitar confusión con las anteriores. Personalmente he preferido, salvo en algún caso concreto, no añadir a aquellas notas otras mías sobre la traducción para no gravar excesivamente el texto. Dada la densidad de éste y la dificultad de su expresión, hubieran sido precisas otras muchas. El esfuerzo lo he centrado en hacer que la traducción fuera fiel al original y que el texto quedara lo más transparente posible.