Propaganda

Propaganda para cambiar el mundo: ¡qué absurdo! La propaganda hace de la lengua un instrumento, una palanca, una máquina. Fija la constitución de los hombres, tal como han llegado a ser bajo la injusticia social, al mismo tiempo que los pone en movimiento. La propaganda cuenta con poder contar con ellos. En lo íntimo, cada cual sabe que a través del medio él mismo se convierte en medio, como en la fábrica. La rabia que advierten en sí cuando siguen a la propaganda es la antigua rabia contra el yugo, reforzada por la sensación de que la salida indicada por la propaganda es falsa. La propaganda manipula a los hombres; al gritar libertad se contradice a sí misma. La falsedad es inseparable de ella. Los jefes y los hombres dominados por ellos se reencuentran en la comunidad de la mentira a través de la propaganda, aun cuando los contenidos de ésta sean en sí justos. Para la propaganda, incluso la verdad se convierte en un simple medio más para conquistar seguidores; la propaganda altera la verdad en cuanto la pone en su boca. Por ello, la verdadera resistencia ignora la propaganda. La propaganda es antihumana. Presupone que el principio según el cual la política debe nacer de una comprensión común no es más que una forma de hablar.

En una sociedad que fija prudentemente límites a la superabundancia que la amenaza, todo lo que nos es recomendado por otros merece desconfianza. La advertencia contra la publicidad comercial, en el sentido de que ninguna empresa regala nada, vale en todos los campos, y tras la moderna fusión de los negocios y la política, vale sobre todo contra ésta. La intensidad de la recomendación aumenta conforme disminuye la calidad. La fábrica Volkswagen depende de la publicidad mucho más que la Rolls Royce. Los intereses de la industria y de los consumidores no coinciden ni siquiera cuando aquélla busca seriamente ofrecer algo. Incluso la propaganda de la libertad puede engendrar confusión, puesto que debe anular la diferencia entre la teoría y la peculiaridad de los intereses de aquellos a quienes se dirige. Los líderes obreros asesinados en Alemania se vieron defraudados por el fascismo incluso respecto a la verdad de su propia acción, pues él desmintió la solidaridad mediante la selección de la venganza. Si el intelectual es torturado hasta la muerte en el campo de concentración, los obreros en el exterior no lo deben tener necesariamente peor. El fascismo no era la misma cosa para Ossietzky y para el proletariado. La propaganda ha engañado a ambos.

Claro está: sospechosa no es la descripción de la realidad como un infierno, sino la rutinaria exhortación a salir de ella. Si el discurso debe hoy dirigirse a alguien, no es a las denominadas masas ni al individuo, que es impotente, sino más bien a un testigo imaginario, a quien se lo dejamos en herencia para que no perezca enteramente con nosotros.