Marcados
Entre los cuarenta y los cincuenta años se suele tener una extraña experiencia. Es la de descubrir que la mayor parte de aquellos con los que hemos crecido y con los que hemos seguido en contacto manifiestan síntomas de disfunción en las costumbres y en la conciencia. Uno descuida el trabajo hasta el punto de que su empresa se desmorona, otro destruye su matrimonio sin que la mujer tenga culpa alguna, otro incurre en apropiaciones indebidas. Pero incluso aquellos a los que no les suceden cosas decisivas presentan síntomas de descomposición. La conversación con ellos se vuelve insípida, ruidosa, vacua. Mientras antes el que envejecía recibía un impulso espiritual incluso de los otros, ahora tiene casi la impresión de ser único que conserva aún espontáneamente intereses objetivos.
Al principio, el que envejece tiende a considerar el desarrollo de sus compañeros de edad como un caso adverso. Justamente ellos se han transformado para peor. Quizás depende de la generación y de su destino exterior particular. Finalmente descubre que la experiencia le es ya familiar, pero desde otro punto de vista: el de la juventud frente a los adultos. ¿No estaba convencido ya entonces de que en este o en aquel maestro, en los tíos y en las tías, en los amigos de los padres, y luego en los profesores de la universidad o en el jefe del aprendiz, había algo que no marchaba? Ya sea que mostraban algún rasgo de locura o de ridiculez, ya que su presencia era particularmente pobre, tediosa y frustrante.
Entonces, de joven, no se planteaba preguntas; tomaba la inferioridad de los adultos como un hecho natural. Ahora tiene la confirmación de ello: en las condiciones actuales, el cumplimiento de la mera existencia, a pesar de conservar determinadas capacidades técnicas o intelectuales, lleva ya en la madurez al cretinismo. Ni siquiera se salvan de ello los hombres prácticos y de mundo. Es como si los hombres, en castigo por haber traicionado las esperanzas de su juventud y por haberse adaptado al mundo, se vieran golpeados por una decadencia precoz.
Adición
El desmoronamiento actual de la individualidad no enseña sólo a entender históricamente dicha categoría, sino que suscita también dudas respecto a su esencia positiva. La injusticia que sufre hoy el individuo era, en la fase de la competencia, su principio mismo. Pero ello no se refiere sólo a la función del individuo y de sus intereses particulares en la sociedad, sino también a la composición interna de la individualidad misma. Bajo su signo estaba la tendencia a la emancipación del hombre, pero esta tendencia es, a la vez, resultado de los mismos mecanismos de los que se trata de emancipar a la humanidad. En la autonomía y la incomparabilidad del individuo cristaliza la resistencia contra el poder ciego y opresor de la totalidad irracional. Pero esta resistencia sólo fue históricamente posible gracias a la ceguera y la irracionalidad de ese individuo autónomo e incomparable. Y viceversa, lo que se opone irreductiblemente como particular a la totalidad continúa, sin embargo, sometido de forma opaca y perversa a lo existente. Los rasgos radicalmente individuales, no disueltos, en un ser humano son siempre ambas cosas al mismo tiempo: lo que no ha sido enteramente absorbido por el sistema dominante, lo que sobrevive felizmente, y los signos de la mutilación infligida por el sistema a sus miembros. En estos signos se repiten, de forma exagerada, determinaciones fundamentales del sistema: en la avaricia, por ejemplo, la propiedad estable; en la enfermedad imaginaria, la autoconservación incapaz de reflexionar. Dado que mediante tales rasgos el individuo trata desesperadamente de afirmarse contra la presión de naturaleza y sociedad, enfermedad y bancarrota, esos mismos rasgos asumen necesariamente un carácter obsesivo. En su célula más íntima el individuo se topa con la misma potencia de la cual busca refugio en sí mismo. Ello hace de su fuga una ilusión sin esperanza. Las comedias de Moliere, lo mismo que los dibujos de Daumier, tienen conciencia de esta condena de la individuación; pero los nazis, que liquidan al individuo, se deleitan tranquilamente en tal condena y hacen de Spitzweg su pintor clásico.
Sólo contra la sociedad endurecida, no absolutamente, representa el individuo endurecido lo mejor. Éste fija y retiene la vergüenza por aquello que el colectivo hace padecer continuamente al individuo y por lo que se cumple cuando ya no hay individuo alguno. Los seres gregarios y despersonalizados de hoy son la consecuencia lógica de los farmacéuticos mentecatos, de los floricultores fanáticos y de los mutilados políticos de tiempos pasados.