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En los dos dormitorios separados del número 45 de la avenida Oakhurst que ocupaban, las cuatrillizas redactaban sus trabajos para la señorita Sprockett. Si los hubiera visto el tío Wally, la habría palmado definitivamente. Josephine se estaba concentrando en las relaciones sexuales del tío Wally con Maybelle, poniendo énfasis en las «prácticas antinaturales forzadas»; Penélope, que tenía un don especial para las matemáticas y la estadística, enumeraba las enormes diferencias salariales entre blancos y negros en Empresas Immelmann y otras industrias de Wilma; Samantha comparaba las cifras de ejecuciones en varios estados y exponía la preferencia de Wally de que se exhibieran las ejecuciones en la horca y las flagelaciones obligatoriamente por televisión en lugar de otros métodos menos inhumanos; y por último Emmeline describía la colección de armas de Wally y su uso en un lenguaje calculado para horrorizar a las profesoras del Convento, particularmente la descripción del empleo de lanzallamas para «asar japos a la parrilla». Es decir, que se estaban asegurando de que la gran confusión que habían causado en Wilma iría acompañada de la lógica indignación que sus trabajos causarían entre los padres de las niñas del Convento y entre sus amistades de Ipford.
En la comisaría, el inspector Flint también se estaba divirtiendo de lo lindo leyéndoles la cartilla a Hodge y a los dos agentes secretos de la Embajada de Estados Unidos.
—Genial —dijo—. Entran aquí con Hodge y se niegan a identificarse claramente y a explicarme a qué han venido y esperan que yo me doblegue ante ustedes. Y ahora vuelven para comunicarme que no hay ni la más mínima prueba de que hubiera drogas en casa de ese tal Immelmann. Pues bien, dejen que les diga que esto no es el Golfo y que yo no soy un iraquí.
Tras desahogarse explicando sus sentimientos, estaba de mejor humor. Los norteamericanos no, pero como no tenían argumentos, no tuvieron más remedio que marcharse; Flint los oyó llamarle «británico arrogante» y, lo mejor de todo, echarle la culpa a Hodge por haberlos engañado. Bajó a la cantina y se tomó un café. Por primera vez apreciaba la visión del mundo de Wilt. Ruth Rottecombe, pese a la presión que tenía que soportar, seguía manteniendo que no tenía ni idea de quién había matado a su marido, y los detectives de Scotland Yard, por fin, estaban empezando a creérsela. Habían encontrado el zapato y el calcetín con el agujero de Harold Rottecombe, el zapato atascado en el riachuelo y el calcetín tirado en el campo. Pese a lo empeñados que estaban en condenar a alguien, se vieron obligados a admitir que su muerte podía haber sido puramente accidental.
La afirmación de Wilt de que se había emborrachado bebiendo whisky en el bosque había sido corroborada por el hallazgo de una botella vacía de Famous Grouse con sus huellas dactilares debajo de un árbol. La policía de Oston había reconstruido la ruta que había seguido, había habido una tormenta y todo encajaba exactamente con la declaración de Wilt. Lo único que faltaba era descubrir a la persona que había prendido fuego a la casa solariega, pero eso también parecía imposible. Bert Addle había quemado sus botas y la ropa que llevaba puesta y había lavado a conciencia la camioneta que había cogido prestada. Su amigo, el dueño de la furgoneta, estaba de vacaciones en Ibiza y no tenía ni idea de que la habían utilizado durante su ausencia.
O sea, que el misterio seguía sin resolverse. La policía había interrogado a todos los vecinos de Meldrum Slocum que habían tenido alguna relación con la casa solariega y con la familia Battleby con la esperanza de que alguien supiera de alguien que pudiera estar confabulado con Bobby el Masoca y que hubiera prendido fuego a la casa. Pero Battleby le caía mal a todo el mundo, en el pueblo lo consideraban un borracho y un grosero, de modo que no salió nada de esos interrogatorios. ¿Había alguien que le tuviera un rencor especial? La señora Meadows admitió, nerviosa, que Battleby la había despedido, pero el señor y la señora Sawlie afirmaron categóricamente que estaban con ella cuando se inició el fuego, y una hora antes la señora Meadows había estado en el pub. La empleada filipina era la principal sospechosa por las latas de Esplendor Oriental y Capullo de Rosa que habían contribuido tan explosivamente a la quema, pero tenía la coartada perfecta: era su día libre y lo había utilizado para ir a Hereford a presentarse para un trabajo de enfermera y no había regresado a Meldrum Slocum hasta la mañana siguiente porque el tren había tenido una avería.
Leyendo el informe, Flint no pudo encontrar nada que explicara el incendio provocado ni el presunto asesinato del ministro en la sombra. El misterio no llegaría a desentrañarse nunca. Por primera vez en su larga carrera de policía empezaba a apreciar la negativa de Henry Wilt a contemplarlo todo en términos de bueno y malo o blanco y negro. Entremedio había zonas de gris y el mundo estaba dominado por ellas hasta un extremo mucho mayor de lo que él había imaginado hasta entonces. Aquello fue una revelación para el inspector, y una revelación liberadora. Hacía un sol espléndido. Flint se levantó, salió afuera y cruzó animadamente el parque.
En el cenador del jardín trasero del número 45 de la avenida Oakhurst, Wilt acariciaba tranquilamente a Tibby, el gato sin rabo, feliz con la idea que aquélla era su propia versión de la vieja Inglaterra y de que él siempre sería un hombre de costumbres. Las aventuras eran para los aventureros, y él se había apartado de su papel en la vida como marido de Eva con sus numerosos entusiasmos pasajeros y como padre de cuatro niñas incontrolables. No volvería a desviarse de la rutina de la escuela politécnica, sus charlas con Peter Braintree en The Duck & Dragon con una pinta de bitter en la mano y las quejas de Eva de que bebía demasiado y no tenía ambición. El próximo año irían a pasar las vacaciones de verano a Lake District.