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Harold Rottecombe llegó al cobertizo para botes y se dio cuenta de que el astuto plan que había ideado para ir a campo traviesa hasta Slawford no iba a funcionar. Estaba totalmente descartado. El río, muy crecido tras el aguacero que había hecho recurrir a Wilt a la botella de whisky, bajaba junto al cobertizo formando remolinos y arrastrando ramas de árboles, botellas de plástico vacías, un matorral entero que había sido arrancado de la orilla, un zapato izquierdo y, lo más alarmante de todo, una oveja muerta. Harold Rottecombe miró brevemente aquella oveja —pasó demasiado deprisa para que pudiera fijarse demasiado en ella— e inmediatamente decidió que no tenía ninguna intención de compartir con ella su destino. El pequeño bote de remos que había en el cobertizo no se dejaría arrastrar suavemente por la corriente: se precipitaría a toda velocidad y la corriente se lo tragaría. No había nada que hacer. Tendría que ir caminando hasta Slawford. Y Slawford estaba a treinta kilómetros río abajo. Hacía mucho, muchísimo tiempo que Harold no recorría treinta kilómetros a pie. De hecho hacía mucho tiempo que no recorría ni tres kilómetros. Sin embargo, no tenía otro remedio. Echó a andar por la orilla del río. El suelo estaba empapado después de la lluvia torrencial, y sus zapatos no estaban hechos para andar por un terreno cubierto de larga y húmeda hierba. Cuando dobló la curva del río, se encontró frente a una valla de alambre de espino que bajaba hasta el borde del agua. La alambrada se hundía más de un palmo en el agua, donde el río se había desbordado. Harold se quedó mirando la valla y la desesperación se apoderó de él. Ni siquiera con aquel torrente de agua se le habría ocurrido trepar por la valla: eso habría supuesto una castración segura. Pero varios metros más arriba había una verja. Se dirigió hacia allí, vio que la verja estaba cerrada y se vio obligado a saltarla, con gran esfuerzo. Después tuvo que dar varios rodeos para encontrar otras puertas o huecos entre los setos, y los huecos siempre eran demasiado estrechos para que un hombre de su tamaño pasara por ellos, mientras que todas las puertas estaban cerradas. Además estaba el alambre de espino. Tras una inspección más meticulosa comprobó que hasta los setos que habrían parecido atractivos un bonito día de verano estaban recubiertos de alambre de espino. Harold Rottecombe, diputado de una circunscripción rural y en su día portavoz de los granjeros de la región, acabó detestando a los granjeros. Siempre los había considerado unos avaros, unos desinformados y, en general, unas criaturas burdas y ordinarias, pero hasta entonces nunca se había dado cuenta del malicioso placer que evidentemente obtenían impidiendo que inocentes paseantes cruzaran sus tierras. Y como es lógico, con tantos rodeos para encontrar puertas o algún sitio por donde pudiera pasar, y con tantos campos inundados, los treinta kilómetros que tanto había temido se estaban convirtiendo más bien en cuarenta.
De hecho no llegó a Slawford.
Mientras avanzaba a trompicones, cansado, maldecía a su esposa. Aquella zorra estúpida había cometido la locura de soltarles los perros a aquellos dos condenados reporteros de Las Noticias del Domingo, en lugar de actuar con diplomacia. Estaba pensando lo que le haría y llegando a la conclusión de que ella lo tenía agarrado por las pelotas cuando se puso a llover otra vez. Harold Rottecombe aceleró el paso y llegó a un arroyo que desembocaba en el río; subió por él en busca de un sitio por donde cruzar. Entonces el zapato izquierdo, empapado, se le soltó del pie. Maldijo en voz alta, se sentó en la orilla y descubrió que tenía un agujero en el calcetín. Por si fuera poco, tenía una ampolla en el talón que había empezado a sangrarle. Se quitó el calcetín para examinar la herida y al hacerlo, resbaló por la orilla, fue a parar sobre una roca afilada y un momento más tarde estaba tendido boca abajo en el agua, intentando incorporarse. Al arrastrarlo la corriente, se golpeó la cabeza con una rama que colgaba sobre el arroyo, y cuando se sumergió sólo estaba parcialmente consciente e incapaz de defenderse. Su cabeza emergió brevemente antes de que la corriente se la tragara. Pasó sin que lo viera nadie por debajo del puente de piedra de Slawford y siguió su camino hacia el río Severn y el Canal de Bristol. Mucho antes de llegar allí ya había perdido algo más que sus esperanzas políticas. El río arrastraba al difunto ministro en la sombra de Bienestar Social hacia el mar.