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El inspector Flint llegó a su despacho en un estado de profunda confusión. Su conversación con Eva había confirmado su convicción de que Henry Wilt podía haberse metido en cualquier lío, pero no era responsable de la muerte de Harold Rottecombe. Al tropezar en la grava y ser pisoteado por una horda de lunáticos delirantes había entendido mejor la incoherencia que dirigía la vida de Wilt. A las personas les pasaban cosas sin ningún motivo concreto, y aunque hasta entonces Flint había creído que todos los efectos tenían que tener una causa racional, ahora se daba cuenta de que la norma era lo puramente accidental. Dicho de otro modo: nada tenía sentido.
En un intento de recuperar algo parecido a la ecuanimidad, ordenó al sargento Yates que le llevara el informe sobre el caso del asesinato de Rottecombe que había recibido del comisario jefe encargado del interrogatorio de Ruth la Salvaje. Flint lo leyó y llegó a la conclusión de que Wilt no sólo no estaba implicado en la muerte del ministro en la sombra de Bienestar Social, sino que había sido víctima de una agresión. Todo apuntaba a la esposa del ministro en la sombra. La sangre de Wilt hallada en el garaje y en el Volvo, el hecho de que hubieran visto a Ruth Rottecombe en New Estate y que las cámaras de la autopista la hubieran grabado en plena noche, y en opinión de Flint, el que tuviera relaciones sadomasoquistas con el pederasta Bobby el Masoca Battleby, cuya casa se había quemado. Además, había un móvil. Wilt había estado en el camino de detrás de Meldrum Manor. Habían encontrado sus vaqueros allí, pero no cuando la policía registró el camino el día siguiente al incendio, sino dos días después. De eso se deducía que alguien los había puesto allí para implicarlo en el incendio provocado. Por último, y quizá el hecho más condenatorio, habían encontrado su mochila y sus botas en el desván de Leyline Lodge, y no era probable que él las hubiera dejado allí. No, todo incriminaba a la señora Rottecombe. Wilt no tenía ninguna razón para matar a su marido, y si el ministro en la sombra sospechaba o, peor aún, sabía que su esposa había sido cómplice en el incendio provocado, ella sí tenía motivos para matarlo. Al llegar a este punto Flint detectó un fallo: a Wilt no lo habían encontrado muerto. Lo habían asaltado unos gamberros de New Estate y la zorra de Rottecombe lo había dejado allí sin los vaqueros y sin las botas de senderismo. ¿Por qué se los habían quitado? Ése era el gran misterio. Flint volvió a la teoría de que Ruth los necesitaba para que la policía pensara que Wilt había participado en el incendio de la mansión. Pero ¿por qué los dejaría en el camino dos días después del incendio? Aquello no hacía más que agravar el misterio. El inspector acabó desistiendo.
En la comisaría de Hereford, el comisario jefe, presionado directamente por Downing Street, no había desistido. Ya no creía que Wilt tuviera nada que ver con el incendio de Meldrum Manor ni con la muerte del ministro en la sombra. Había ordenado a la policía de Oston que buscara testigos de la excursión de Wilt y que analizara la ruta que había seguido.
—Saben dónde durmió cada noche —dijo al inspector de Oston—. Lo que quiero ahora es que sus hombres averigüen dónde comió y que se hagan una idea lo más clara posible de hasta dónde llegó caminando y dónde y cuándo se pierde su pista.
—Habla usted como si aquí tuviera un ejército de agentes de policía —protestó el inspector—. La verdad es que sólo cuento con siete, y dos son refuerzos enviados por el condado vecino. ¿Por qué no acusa a ese tipo, Wilt?
—Porque él fue la víctima de una agresión, y no el autor. Y no me refiero únicamente a que lo atracaran en Ipford. Cuando estaba en el garaje de Leyline Lodge y cuando la señora Rottecombe lo llevó a Ipford en su coche, sangraba por la cabeza. Ya no figura en la lista de sospechosos.
—Entonces, ¿qué importa dónde estuviera?
—Wilt pudo presenciar el incendio y ver a la persona que lo provocó. Si no, ¿por qué se lo habría llevado esa mujer a Ipford? De todos modos, sufre amnesia. No recuerda quién ni con qué lo golpeó. Eso dice el informe psiquiátrico oficial.
—Qué caso tan complicado —dijo el inspector—. Le aseguro que no entiendo nada.
Lo mismo exactamente podía decirse de Ruth la Salvaje. Sin poder dormir, sometida a constantes interrogatorios, y obligada a beber un café fortísimo, estaba desesperada y ya no podía dar respuestas coherentes a las preguntas que le formulaban. Por si fuera poco, la habían acusado de dificultar la investigación judicial, de falsificar su certificado de nacimiento y, gracias a las graves acusaciones de Battleby, de comprar las revistas pederastas con que él se divertía. Los dos presuntos periodistas, Cassidy el Carnicero y Billy Flash, habían presentado sendas demandas en relación con el ataque de Wilfred y Pickles, y los medios de comunicación estaban haciendo su agosto llenando las portadas de los periódicos sensacionalistas con la fotografía de la señora Rottecombe. Hasta los periódicos serios estaban utilizando la reputación de Ruth la Salvaje para atacar al gobierno.
En el número 45 de la avenida Oakhurst, Wilt tenía ciertas dificultades para convencer a Eva de que no sabía adónde había ido de excursión.
—¿No querías saber adónde ibas? ¿Qué quieres decir, que no te acuerdas? —dijo Eva.
Wilt suspiró.
—Sí —dijo. Era más fácil mentir que intentar explicárselo.
—Y me dijiste que tenías que preparar una asignatura para el curso que viene sobre el comunismo y Castro —insistió Eva—. Supongo que de eso tampoco te acuerdas.
—Sí, sí que me acuerdo.
—¿Y te llevaste esos libros asquerosos?
Wilt miró con desánimo los libros que había en el estante y tuvo que admitir que los había dejado en casa.
—Sólo pensaba estar fuera un par de semanas.
—No te creo.
Esta vez el suspiro de Wilt se oyó perfectamente. Iba a ser imposible explicarle a Eva su deseo de pasear por la campiña inglesa sin hacer ninguna asociación literaria. Eva jamás lo entendería y, con toda seguridad, supondría que Wilt tenía algún lío con otra mujer. No, no lo supondría: estaría convencida. Wilt pasó a la ofensiva.
—¿Cómo es que volvisteis tan pronto de Wilma? Creía que ibais a quedaros allí seis semanas —dijo.
Eva vaciló. Ella también sufría amnesia autoprovocada respecto a los acontecimientos ocurridos en Wilma, y además, llegar a casa y enterarse de que a Wilt lo habían asaltado, que estaba en el hospital y que no podía reconocerla había resultado tan traumático que no había tenido tiempo para preguntarse qué era lo que había provocado que el tío Wally tuviera un infarto y que la tía Joan se pusiera tan desagradable y las echara a ella y a las cuatrillizas de su casa. La única respuesta que se le ocurrió fue que habían tenido que volver antes de lo pensado por los dos infartos que había sufrido el tío Wally.
—No me extraña que le dieran dos infartos —comentó Wilt—. Después de ver cómo tragaba vodka con el bistec en La Taberna del Parque y cómo después se tomaba aquella bebida asesina que llamaba Calvario, me sorprende que haya vivido tantos años.
Y con el alegre pensamiento de que el repugnante Wally estaba recibiendo por fin su merecido, fue a su estudio y escribió una larga y poco halagadora nota sobre el señor Immelmann en su diario. Confiaba en que fuera su nota necrológica.