15

En la cabaña con vistas al lago Sassaquassee, el tío Wally no se sentía mucho más seguro con las cuatrillizas. En realidad no era una cabaña. Como había dicho el sheriff Stallard, Wally Immelmann se había construido allí una mansión de estilo prebélico y había talado hasta el último árbol en un kilómetro a la redonda porque a la tía Joan le daban miedo los osos y no quería pasear por el bosque, donde no podía ver si había alguno cerca. Y la tía Joan se había empeñado en que el tío Wally levantara una alambrada en los límites del terreno talado para asegurarse del todo de que los osos no pudieran entrar y empezar a merodear por la casa e introducirse por los ventanales que daban a la terraza, a la piscina (la tía Joan no se bañaba en el lago porque había oído decir que había serpientes, mocasines de agua y bocas de algodón, que sabían nadar), a la barbacoa y todo lo demás. Lo que más emocionaba a las cuatrillizas era el «todo lo demás». A Wally también lo emocionaba, y por eso se había tomado tantas molestias y había pagado tanto para conseguirlo.

—Eso de ahí es un tanque Sherman. Hizo toda la Segunda Guerra Mundial —explicó con orgullo—. Estuvo en la playa de Omaha el Día D con el general Patton. Dicen que él iba dentro de ese tanque. Y también estuvo en Berlín. Bueno, no llegó exactamente hasta Berlín porque ese general Montgomery no se atrevió a tomar la ciudad, pero llegó muy cerca. Era el mejor tanque de combate que había. Y esto de aquí es un helicóptero Huey con un «Puff, el dragón mágico» en la puerta. Se cargó a un montón de ca… de imbéciles en Vietnam sin que ellos se dieran ni cuenta de quién los estaba atacando. Ese cañón podía disparar miles de balas en un abrir y cerrar de ojos. Y esto de aquí es un obús que estuvo en Corea con el general MacArthur, y cuando esta maravilla disparaba, esos cobardes se enteraban de que el tío Sam iba en serio. Lo mismo que esta otra preciosidad. —Señaló un lanzallamas—. Estuvo en Okinawa asando japos como…

—¿Asando qué? —preguntó Emmeline.

Japoneses —dijo el tío Wally con orgullo—. Lanza fuego por esta boquilla, y no veas cómo corrían aquellos nipones. ¡Quedaban como pavos asados! A aquellos cabrones los achicharramos a centenares. Y esto de aquí es una bomba de napalm. Ya sabes qué es el napalm, ¿no? Es fabuloso. Es como poner al fuego aceite y gelatina de frutas. Si quieres freír un pueblo entero, lo único que tienes que hacer es soltar una de ésas y los dejas abrasados en menos que canta un gallo. Esto es un misil que conseguí en Alemania cuando ganamos la guerra fría. Si pones una cabeza nuclear en ese cacharro te cargas una ciudad cinco veces mayor que Wilma. No la encontrarían en el mapa. Los rusos lo sabían, y es así como salvamos al mundo del comunismo. No podíamos permitir el riesgo de una aniquilación nuclear.

Por todo el jardín había recuerdos de guerras terribles, pero el orgullo de la colección militar del tío Wally era un B52. Estaba al otro lado de la casa, donde podía verse a través del ventanal incluso de noche, pues había unos focos en el suelo que lo iluminaban desde abajo: un monstruoso bombardero negro con cincuenta y ocho misiones sobre Vietnam e Irak representadas mediante símbolos en uno de los lados, capaz, como explicó Wally, de recorrer veinte mil kilómetros y soltar una bomba de hidrógeno que eliminaría la ciudad más grande del mundo.

—¿Qué quieres decir con eso de que la «eliminaría», tío Wally? —preguntó Josephine con aparente inocencia. Pero Wally Immelmann estaba demasiado inmerso en su sueño de un mundo convertido en un lugar seguro gracias a la amenaza de la destrucción masiva.

—Significa que primero viene la onda expansiva, después la bola de fuego, y por último la radiación, y que mueren quince o dieciséis millones de personas. Eso es lo que significa, querida. Los teníamos volando día y noche, con las Fuerzas Aéreas Estratégicas y todos los demás preparados por si el presidente de Estados Unidos apretaba el botón. Ahora tenemos armas mejores, desde luego, pero en aquellos tiempos los B52 eran los reyes del cielo. Y del mundo. Ahora no necesitamos aparatos tan grandes. Tenemos los ICBM y bombarderos Stealth y misiles Cruise y bombas de neutrones y cosas que no sabe nadie pero que pueden atravesar el Atlántico en menos de una hora. Lo mejor de todo son los lásers que tenemos en el espacio, capaces de calcinar cualquier punto del planeta a la velocidad de la luz.

Cuando volvieron a la casa, el tío Wally estaba de un humor espléndido y generoso.

—Tus hijas son unas niñas muy inteligentes —dijo a Eva, que los había estado observando desde lejos con nerviosismo—. Les he dado una lección de historia y les he explicado por qué ganamos todas las guerras y nadie puede compararse con nosotros en lo que respecta a tecnología. ¿Verdad, niñas?

—Sí, tío Wally —dijeron las cuatrillizas a coro. Eva las miró con recelo. Conocía aquel coro. Era una señal de mal augurio.

Aquella noche, mientras el tío Wally miraba un partido de baloncesto y se tomaba el quinto bourbon con hielo y Eva y la tía Joan hablaban de sus parientes ingleses, Samantha encontró una vieja grabadora portátil en el estudio de Wally. Era un aparato de carrete con dispositivo de apagado automático cuando la cinta llegaba al final, y tenía puesto un carrete de cuatro horas. Cuando Wally y su esposa subieron tambaleándose al dormitorio, la grabadora estaba en marcha debajo de la cama de matrimonio. Y Wally quería echar un polvo.

—Vamos, cariñito —dijo—. Nos hacemos mayores y…

—Habla por ti —dijo la tía Joan. No estaba de buen humor. Eva le había contado que Maude, la hermana de la tía Joan, había decidido hacerse lesbiana y vivía con un homosexual que se había hecho una operación de cambio de sexo. Aquélla no era la clase de noticias sobre la familia que ella quería oír. Y echar un polvo con Wally no era lo que quería hacer. No le extrañaba que hubiera mujeres que se hacían lesbianas.

—Ya hablo por mí —dijo Wally—. Es por la única persona por la que puedo hablar. Tú no tienes una maldita próstata, o al menos mi médico de Atlanta, el doctor Hellster, nunca me ha hablado de ella. Dice que tengo que mantenerme activo, porque si no…

—¿Mantenerte activo? Pero si ya no se te levanta. Al menos yo no lo he notado últimamente. ¿Seguro que no te la has dejado en el cuarto de baño con el peluquín? Es como intentar hacer algo con una babosa marina.

—Sí —dijo Wally, haciendo todo lo posible para ignorar aquella comparación—. Y no se me va a levantar si no me haces un poco de estimulación previa.

—¿Estimulación previa? ¿Crees que le corresponde a la mujer hacer la estimulación previa? Pues te has equivocado de mujer. El que tiene que hacer la estimulación previa eres tú. Todo eso de la lengua.

—¡La madre que me parió! —exclamó el tío Wally—. ¿A tu edad quieres que me ponga a tocar la armónica? ¿O pretendes que haga de surtidor de ballena a la inversa? Mierda. No es momento para bromas como ésa.

—Pues tampoco es momento para pedirme que te haga una mamada.

—Yo no he dicho nada de mamadas. La última vez que me hiciste una debió de ser por la época de las vistas del Watergate.

—Pues ya entonces sabía a rancio —dijo la tía Joan. Discutieron un rato más y finalmente ella accedió a tumbarse y simular que Wally era Arnold Schwarzenegger con Alzheimer, lo que le hacía durar un poco más.

—Lo único que me hace durar un poco más es encontrar el agujero —dijo Wally—. Es como bajar por el Cañón de Oak Creek una noche lluviosa y sin linterna. ¿Estás segura de que todavía tienes coño? ¿Seguro que el cirujano ese no te lo quitó todo cuando te hizo la histerectomía? Al final encontró lo que andaba buscando. O creyó haberlo encontrado. La tía Joan lo corrigió inmediatamente.

—¡Gilipollas! —gritó—. ¿Te has vuelto loco o qué? Si crees que vas a sodomizarme estás muy equivocado, Wally Immelmann. Si quieres hacer eso búscate a algún gay, a ellos les encanta hacerlo así. Pero a mí no, te lo aseguro.

—¿Sodomizarte? No pretendía sodomizarte —dijo Wally, sinceramente ofendido—. En todo el tiempo que llevamos casados, treinta años, treinta putos años, ¿alguna vez he intentado sodomizarte?

—Sí —dijo la tía Joan con amargura—. Sí, lo has intentado, si lo sabré yo. Y el doctor Cohen dice que…

—¿El doctor Cohen? ¿Le has dicho al doctor Cohen que te he sodomizado? No puedo creer lo que estoy oyendo. No puede ser —gritó Wally—. Mira que decirle al doctor Cohen… ¡Madre mía!

—No hizo falta que se lo dijera. Tiene ojos en la cara. Lo vio él mismo y no le gustó nada. Dice que va contra la ley. Y tiene razón.

A Wally se le habían pasado las ganas de follar. Estaba sentado en la cama, con la espalda erguida.

—¿Contra la ley? Menuda gilipollez. Si va contra la ley, ¿cómo es que los gays lo hacen todo el día y tenemos una epidemia de sida?

—No me refiero a esa ley, sino a la ley de Dios. El doctor Cohen dice que está en la Biblia. «No forni…».

—¿En la Biblia? ¿Y qué sabe el doctor Cohen de la Biblia? ¿Qué se ha creído ese judío neoyorquino, que la Biblia la escribieron los hebreos o qué? Está loco.

—Wally, querido, ¿quién si no? —dijo la tía Joan, tomando la iniciativa ahora que Wally se le había quitado de encima y nadaba en un mar de ignorancia—. ¿Quién crees que escribió la Biblia?

—¿Cómo que quién escribió la Biblia? Pues Génesis, y Josué, y Jonás. Esa gente. Fueron ellos quienes escribieron la Biblia.

—Te olvidas de Moisés —dijo la tía Joan con petulancia—. Como el doctor Moisés Cohen. Judíos, querido Wally. Todos judíos. La Biblia la escribieron los judíos. ¿No te habías fijado en ese detalle?

—Jesús —exclamó Wally Immelmann.

—Sí, él también. Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Eran todos judíos, Wally. Son los Evangelios.

Wally se tumbó en la cama.

—Sí, claro, ya lo sé —dijo con un quejido—. Y tú vas y le cuentas al doctor Cohen que tengo por costumbre sodomizarte. Estás loca, pero loca de remate. Estás para que te encierren.

—Ya te he dicho que yo no le conté nada. Lo vio con sus propios ojos cuando fui a hacerme la citología, y se puso furioso. Deberías haber oído lo que dijo sobre los hombres que hacían esas cosas. Hasta me hizo hacer un análisis de sangre.

—No me lo cuentes —gritó Wally, pero la tía Joan se lo contó, por supuesto. Se lo contó detenida y detalladamente, mientras él la interrumpía con amenazas de lo que le iba a hacer. Divorciarse de ella. Además conocía a unos tipos que le harían una cara nueva.

—Haz lo que quieras —le gritó Joan—. ¿Qué te has creído, que no he tomado precauciones? El doctor Cohen me dio el nombre de un abogado, un abogado muy bueno, y ya he ido a verlo. Atrévete a hacer algo contra mí, Wally Immelmann, y vas a ver todo lo que he jurado sobre ti. No te lo puedes ni imaginar.

Wally dijo que no podía creer que una esposa pudiera hacer una cosa así, traicionar a su marido compinchándose con un médico y un abogado. Siguieron gritando hasta que él quedó agotado y se tumbó en la cama preguntándose qué iba a hacer. De una cosa estaba seguro: tendría que cambiar de médico e ir al doctor Lesky. Aunque eso era lo último que deseaba hacer. El doctor Lesky era partidario del aborto. No estaría bien visto que el diácono de la Iglesia de Cristo Vivo fuera a la consulta de un médico como el doctor Lesky. Los miembros de la Iglesia de Cristo Vivo no iban a la consulta de médicos abortistas, y él no pensaba ir a esa clínica para negros y vagabundos. Allí, en lugar de curarte, cogías enfermedades. Hasta los médicos las contraían. ¡El dueño de Empresas Immelmann en la consulta de la Seguridad Social! Wally pensó qué podía hacer para convencer al doctor Cohen. Ser diácono y que hubiera gente que pensara que era un sodomita no le iba a beneficiar mucho en Wilma.

Lo que los agentes de la DEA habían estado instalando en The Starfighter tampoco le iba a beneficiar mucho.

—Hemos puesto un par de micrófonos en cada habitación. Así, si pasa un detector y encuentra uno, nos queda el segundo. Ése sólo lo activamos cuando queremos, para que el detector no lo encuentre en el primer rastreo. No rastreará dos veces porque ya habrá encontrado el primero, y nunca pasan el detector dos veces —explicó el experto en aparatos electrónicos ante los reunidos.

—¿Y cómo sabemos que tenemos que activar el segundo micrófono? Porque tenemos cámaras de vídeo tan pequeñas que hacen que el ojo de una mosca parezca grande. Es imposible verlas. Las cámaras nos permitirán ver quién hay y los micrófonos nos permitirán oír cada palabra. Si ese tipo anda metido en algún tinglado, conseguiremos las pruebas. La única forma que tiene de hablar en privado es salir al jardín, y ni siquiera así puede estar del todo seguro. Podría tener un micrófono detrás de un botón de la camisa, o en cualquier otro sitio. Bien, tenemos la unidad de transporte y la casa tan sembrados de micrófonos y cámaras que podremos saber si se lava detrás de las orejas o si está circuncidado. Lo único que me tiene un poco desconcertado es por qué nos estamos tomando tantas molestias con ese tipo. El equipo que hemos instalado en su casa es el que utilizamos con la mafia, pero esto tiene que ser una bagatela.

—Podría ser algo gordo —dijo Palowski—. La información que hemos recibido de Polonia es que este material es una droga de diseño de alta calidad salida de un labora torio ruso. No hay que cultivarla y es mil veces más adictiva que el track. El precio de mercado es astronómico y es tan fácil de fabricar como el speed. Más fácil. Lo cual podría explicar por qué Sol ha desaparecido. Si pierdes una muestra de eso puedes darte por muerto. Y casi con toda seguridad eso es lo que debe de haberle pasado a él. El sheriff Stallard dice que las Empresas Immelmann han entrado en el campo de los productos farmacéuticos. Ése es el rumor que ha oído. Hay una empresa alemana interesada en invertir en Immelmann que también invierte en Rusia. De ahí el interés de Washington. Yo diría que esto puede tratarse de una táctica subversiva. Militarmente los rusos están fuera de juego, pero si pueden infiltrar una droga de diseño de este calibre no necesitarán ganar ninguna guerra.

—Ese tipo es un paranoico, te lo juro. Está obsesionado con los rusos —dijo más tarde el experto en electrónica. El sheriff Stallard compartió esa opinión cuando Baxter le informó de que habían llenado The Starfighter de cámaras y micrófonos.

—¿Estás diciendo que cuando Wally Immelmann…, que cuando la señora Immelmann vaya al lavabo un tipo la va a filmar haciendo sus sosas? —No puedo creerlo. Y te aseguro que no quiero ver ni una sola secuencia de esa mujer echando una meada.

—Peor aún…

—¿Peor? No puede haber nada peor que Joanie…

¿Dónde está la puta cámara? No me digas que filman desde abajo. Voy a vomitar.

—No, es un ángulo llano —dijo Baxter—. Pero pueden hacer zooms. Utilizan tecnología espacial, sheriff.

—No puedo creerlo —repitió el sheriff, obsesionado con la idea de la tía Joan sentada en el retrete—. ¿Sobre qué quieren hacer un zoom? ¿Qué son esos tipos, unos pervertidos? Tienen que serlo. Están violando todas las regulaciones sobre obscenidad que existen. ¿Y qué demonios quieren filmar en el lavabo?

—Es por si Wally intenta tirar la droga por el retrete. Quieren filmarlo. Y eso no es todo. Han llevado a la Brigada de Excrementos.

—Ya me lo has dicho —dijo el sheriff—. Un nombre muy adecuado para esos cabrones. Yo no les habría encontrado otro mejor.

—No, esos tipos son diferentes.

—Y que lo digas. Te aseguro que no son como yo. A mí no me pone cachondo espiar a una gorda meando en su propio cuarto de baño. Para que te guste eso tienes que ser un verdadero degenerado.

—No, los de la Brigada de Excrementos son expertos en aguas residuales. Están conectados a los vertidos que salen de The Starfighter y los derivan a un camión cisterna para analizarlos. El camión está aparcado detrás de la pantalla del viejo autocine y es enorme. Deben de caber sesenta mil litros. Y el camión laboratorio también está escondido allí. Tienen material con el que se pueden detectar drogas en la orina de los atletas semanas después de que las hayan tomado.

El sheriff Stallard lo miraba con la boca abierta. Por muy larga que fuera la carrera de un agente de policía, raramente ocurría algo así.

—¿Que están conectados…? Repítelo, Baxter, repítelo, y esta vez más despacio. Creo que no te he entendido bien.

—Ya te lo he dicho —dijo Baxter—. Han sellado todos los conductos de salida de la casa, todas las tuberías de agua y alcantarillado, y han conectado un aspirador enorme para poder bombear los vertidos…

—Mierda —dijo el sheriff—. ¿Me estás diciendo que esos tipos están utilizando el dinero de los contribuyentes para analizar toda la orina que sale de la casa de Wally Immelmann? Después me dirás que tienen un satélite en órbita estatutaria por encima de Wilma. —Se interrumpió y miró horrorizado hacia el cielo—. Podrían estar leyendo las letras de mi placa.

—Creo que la palabra es «estacionaria». Órbita estacionaria. Has dicho órbita estatutaria.

El sheriff Stallard dirigió los vidriosos ojos hacia su ayudante. Estaba empezando a cabrearse.

—Estacionaria no puede ser, Baxter. Wilma se mueve a 1.666 kilómetros por hora. Ésa es la velocidad a la que gira la tierra. Calcúlalo tú. El planeta gira sobre sí mismo una vez al día, y su circunferencia es de 40.000 kilómetros. Sólo tienes que dividir 40.000 entre veinticuatro. Calcúlalo. Pues bien, si resulta que hay un satélite agazapado ahí fuera espiando Wilma… Bueno, no, agazapado no; la que estaba agazapada era esa mujer, pero… ¡No quiero volver a pensar en eso! Si está colgado allí arriba, por encima de Wilma, ese cacharro tiene que estar moviéndose aún más deprisa para seguirle el ritmo, ¿no? —Baxter asintió—. Bien. De modo que cuando dije estatutaria quise decir estatutaria. Esta operación debe de estar costando millones. Tiene que ser estatutaria. Debe de haberla decretado Washington. ¿Quién hablaba de reducir el déficit federal?

Volvió a su despacho, se tomó una aspirina y se tumbó, intentando simular que no estaba pasando nada. Pero no podía. La imagen de Joanie Immelmann sentada en el inodoro era superior a él.

En la comisaría de Oston, Bob Battleby seguía declarando su inocencia. No le había pegado fuego a su propia casa. ¿Por qué iba a hacer una cosa así? Era una casa muy bonita que había pertenecido a su familia desde hacía siglos. Él le tenía mucho cariño y demás. En cuanto a las revistas pornográficas y el resto del material, no tenía ni la más remota idea de cómo habían podido llegar hasta su Range Rover. Quizá las habían puesto allí los bomberos. Era la clase de porquería que leía la gente como los bomberos. No, no conocía personalmente a ningún bombero, no eran la clase de gente con la que él solía mezclarse, pero no servían para nada. No habían impedido que su casa quedara reducida a cenizas, por ejemplo, y suponía que leer revistas pornográficas les ayudaba a pasar el rato. ¿Las esposas, la mordaza y los látigos? ¿De verdad creía que los bomberos los utilizaban para pasar el tiempo? Bueno, no, pensándolo bien no creía que lo hicieran. Más bien debía de ser la policía la que los usaba…

Aquel comentario no le sentó nada bien al inspector que le estaba formulando las preguntas en ausencia del comisario, que se había retirado a recuperar horas de sueño. Battleby no tenía tanta suerte. No paraban de hacerle preguntas, y él no iba a poder dormir hasta que las contestara correctamente. ¿Dónde estaba su esposa? No estaba casado. ¿Se llevaba bien con su familia? Que se ocuparan de sus asuntos. Pero si eso era exactamente lo que estaban haciendo; su trabajo consistía en detener delincuentes y, para su información, las personas que prendían fuego a su propia casa y estaban en posesión de material obsceno de carácter pederasta, por no mencionar que pegaban puñetazos en la cara a un comisario, entraban en esa categoría, en varias categorías de delincuentes.

Battleby repitió que él no había prendido fuego a su propia casa. La señora Rottecombe podía atestiguarlo. Habían salido juntos por la puerta de la cocina. El inspector arqueó las cejas. La señora Rottecombe había declarado bajo juramento que lo estaba esperando fuera en su coche, frente a la puerta principal. Battleby soltó un juramento aún más desagradable sobre la zorra de la señora Rottecombe, y se limitó a señalar que como los especialistas en incendios habían iniciado sus investigaciones y los ayudaban los investigadores de la compañía de seguros, que eran los verdaderos expertos, pronto lo sabrían. Lo que al inspector le interesaba saber era el estado de las finanzas de Battleby. Battleby se negó a contestar. No importaba, conseguirían una orden judicial para analizar sus cuentas bancarias. Era un procedimiento habitual en casos de incendiarismo en los que había implicado tanto dinero del seguro. Porque la casa estaba asegurada, ¿no? Battleby suponía que sí. Su contable era quien se ocupaba de los asuntos de dinero. Pero ¿el seguro de la casa estaba a su nombre? Pues claro. Tenía que estarlo. Al fin y al cabo su familia había vivido allí durante más de dos siglos, de modo que tenía que estar a su nombre. Ya, claro. Veamos, respecto a lo del material obsceno… La señora Rottecombe había declarado que él le había pedido que lo atara y lo azotara y que ella se había negado… Y un cuerno que se había negado. A aquella mala puta le encantaba azotar y torturar a la gente. Disfrutaba flagelándolo. Se interrumpió. Incluso en su estado de fatiga casi absoluta se dio cuenta, por la expresión del inspector, de que había metido la pata. Preguntó si podía hablar con su abogado. Claro que podía hablar con su abogado. Sólo tenía que darles su nombre y su número de teléfono, y podría llamarlo. Battleby no recordaba el número de teléfono de su abogado. Vivía en Londres y… ¿Quería que le buscaran un abogado del pueblo? No, coño, claro que no. De lo único que entendían algo aquellos tontos de capirote era de las disputas entre vecinos por los límites de sus terrenos.

Así que el interrogatorio había continuado, y cada vez que la cabeza de Battleby caía sobre la mesa, lo zarandeaban para despertarlo. Hasta le dieron café, muy fuerte, y le permitieron ir al lavabo. Entonces reanudaron el interrogatorio. Otro agente sustituyó al inspector a mediodía y siguió formulando las mismas preguntas.