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Las esperanzas de Flint de que aquellos dos hombres enviados desde Londres lo libraran del caso se habían truncado. En primer lugar, no eran de Scotland Yard, o si lo eran, la escasez de agentes en Londres era aún más grave de lo que él suponía. La Policía Metropolitana, por lo visto, estaba reclutando a agentes en el extranjero, en este caso en Estados Unidos. Ésa fue su primera impresión cuando aquellos individuos entraron en su despacho, donde también estaba Hodge, sonriendo. Pero aquella impresión no duró mucho. Los dos norteamericanos se sentaron sin que nadie les pidiera que lo hicieran y miraron fijamente a Flint. Era evidente que no les gustaba lo que estaban viendo.
—¿Es usted el inspector Flint? —preguntó el más corpulento de los dos.
—Sí —afirmó Flint—. ¿Quiénes son ustedes?
Los recién llegados lanzaron una mirada despreciativa alrededor antes de contestar.
—Somos de la Embajada de Estados Unidos. Agentes secretos —dijeron a la vez, y exhibieron sus credenciales, tan brevemente que Flint no pudo leer lo que ponía en ellas—. Tenemos entendido que ha estado usted interrogando a un sospechoso llamado Wilt —dijo el más delgado de los dos.
Pero Flint se había cabreado. No se iba a dejar interrogar por dos yanquis que ni siquiera se habían molestado en identificarse como era debido. No con Hodge regodeándose en su silla.
—¿En serio? —dijo con resolución, y lanzó una mirada de odio a Hodge—. Pregúntenle a él. Él es el que se cree que lo sabe todo.
—Ya hemos hablado con el comisario Hodge, y se ha mostrado muy dispuesto a colaborar.
Flint estuvo a punto de replicar que la colaboración de Hodge no valía una mierda, pero se contuvo. Si aquellos cabrones arrogantes querían cargarle a Henry Wilt una acusación de tráfico de drogas, él los dejaría adentrarse en el laberinto de malentendidos en el que los metería el subnormal de Hodge. Él tenía cosas mejores que hacer. Por ejemplo, averiguar por qué habían agredido a Wilt y por qué lo habían encontrado medio desnudo en New Estate. Se levantó y pasó junto a los dos norteamericanos.
—Si quieren alguna información, estoy seguro de que el comisario se la proporcionará —dijo mientras abría la puerta—. Él es el experto en drogas.
Salió del despacho, bajó a la cantina y se tomó una taza de té en una mesa con vistas al aparcamiento. Al poco rato vio aparecer a Hodge y a los dos agentes de la embajada, que se metieron en un coche con cristales oscuros que estaba aparcado junto al suyo. Flint se sentó en otra mesa desde donde podía verlos sin que lo vieran a él. Pasados cinco minutos, los tres seguían en el coche. El inspector les dio diez minutos más, pero no se movieron. Aquello significaba que estaban esperando para ver adónde iba Flint. Por él, aquellos capullos podían pasarse todo el puto día allí sentados. Flint se levantó, salió por la puerta principal y fue a pie a la estación de autobuses, donde cogió uno que iba al hospital. Fue a la parte de atrás con unos andares estudiadamente agresivos y se sentó. «Cualquiera diría que estamos en Irak», dijo por lo bajo, y la mujer que iba en el asiento de al lado le dijo con vehemencia que aquello no era Irak y le preguntó si se encontraba bien. «Esquizofrenia», dijo Flint, y la miró con una expresión claramente siniestra. La mujer se apeó en la siguiente parada y Flint se sintió mejor. Al menos algo había aprendido de Henry Wilt: el arte de desconcertar a la gente.
Cuando llegó al hospital y el autobús dio media vuelta, Flint ya había empezado a diseñar su nueva táctica. Seguro que Hodge y aquellos dos yanquis arrogantes iban al número 45 de la avenida Oakhurst y preguntaban a Eva dónde estaba Wilt, y como que dos y dos son cuatro, ella les contestaría: «En el hospital». Flint se refugió en el autobús vacío, sacó su teléfono móvil y marcó el número que sabía de memoria.
Contestó Eva.
Flint tapó el auricular con su pañuelo y adoptó una voz aguda y repipi.
—¿Es usted la señora Wilt? —preguntó. Eva dijo que sí.
—Llamo desde el Hospital Psiquiátrico de Methuen. Lamento tener que informarla de que su marido, el señor Henry Wilt, ha sido trasladado a la unidad de lesiones cerebrales graves para someterlo a una operación exploratoria y… —No terminó la frase. Eva soltó un gemido desgarrador. Flint esperó un momento y luego continuó—: Me temo que no está en condiciones de recibir visitas, al menos durante tres días. La mantendremos informada de su evolución. Repito, no puede recibir visitas de ningún tipo. Por favor, asegúrese de que nadie lo molesta. Lo que más nos preocupa es que la policía intente interrogarlo. No está en condiciones de contestar ninguna pregunta. ¿Entendido?
Fue una pregunta innecesaria. Eva lloraba desconsoladamente, y se oía a las cuatrillizas, en un segundo plano, preguntando qué pasaba. Flint cortó la comunicación y entró en el hospital con una sonrisa en los labios. Si Hodge y aquellos dos matones yanquis se presentaban en la avenida Oakhurst, Eva Wilt se las iba a hacer pasar canutas.
La que las estaba pasando canutas de verdad era Ruth Rottecombe. Ahora que habían encontrado el magullado cadáver de Harold, sacudido todavía por las olas contra las rocas de la costa del norte de Cornualles, cerca de Morwenstow, y que un experto forense que se había trasladado hasta allí en helicóptero desde Londres había confirmado la opinión del médico del pueblo de que antes de ahogarse había recibido un fuerte golpe en la cabeza, la policía tenía graves sospechas respecto a la causa de la muerte.
Igual que los miembros del Cuerpo Especial que habían enviado a asesorar a la policía local de Oston. Lo que más les interesaba era la relación entre aquella muerte y las pruebas de que la sangre de aquel tipo al que habían encontrado en New Estate, en Ipford, era la misma encontrada en un trozo de tela en el garaje de Leyline Lodge y en los vaqueros que Ruth había tirado en el camino de detrás de Meldrum Manor. En opinión de Ruth Rottecombe, lo peor de todo era que el número de la matrícula de su Volvo familiar había sido grabado por una cámara de la autopista cuando ella conducía a casi ciento sesenta kilómetros por hora en un intento de llegar a casa antes del amanecer. El hallazgo de la mochila de Wilt en el desván era otra prueba que la incriminaba. Por primera vez en su vida, Ruth lamentó que Harold hubiera sido ministro en la sombra de Bienestar Social. Su cargo hacía que la investigación policial tuviera una altísima prioridad. Cuando un ministro en la sombra moría en circunstancias sospechosas, muy sospechosas, podían modificarse las normas de los interrogatorios. Y para evitar más intrusiones de los medios de comunicación, habían trasladado a Ruth Rottecombe desde Oston hasta Rossdale.
Mientras tanto, la policía registraba meticulosamente Leyline Lodge, y se había llevado varios bastones y cualquier objeto contundente que pudiera haber sido utilizado para infligir la herida en la cabeza a Harold Rottecombe antes de que, como imaginaban que había ocurrido, lo hubieran tirado, inconsciente, al río. A instancias del Comité Central del Partido, habían descartado la posibilidad de que la muerte del ministro en la sombra hubiera sido accidental.
—Se ahogó en el río, de eso no cabe ninguna duda —dijo el inspector jefe del departamento de investigaciones criminales al grupo de agentes que se encargaba del caso—. Los forenses han analizado el agua encontrada en sus pulmones, y no era agua de mar. De eso están absolutamente seguros. De lo que no están seguros es de la fecha de la muerte, pero la sitúan entre una semana y diez días atrás. Quizá más. De eso podemos estar seguros. Otra cosa que sabemos es que su jaguar todavía está en el garaje, de modo que no fue con él hasta la costa y se tiró desde los acantilados. Eso está totalmente descartado. También sabemos que su mujer ha conducido el coche o que al menos lo ha movido de sitio, porque hemos encontrado sus huellas dactilares en el volante, ¿no es así?
El comisario de Oston lo confirmó.
—Indican que fue la última persona que utilizó el coche —dijo.
Luego estaba la sangre de Wilt encontrada en el suelo del Volvo familiar.
—Lo cual confirma qué era lo que hacía la señora Rottecombe en Ipford. De modo que podemos acusarla de varias cosas, y lo que es más importante: ese tipo, Wilt, tenía el mismo tipo de herida en la cabeza que el señor Rottecombe. Así que lo que vamos a hacer es interrogarla sin descanso hasta que se derrumbe. Ah, y hay otra cosa. Hemos investigado su pasado y está podrida. Certificado de nacimiento falso, prostituta especializada en sadomasoquismo… Ha hecho de todo.
—¿No ha pedido que la dejaran llamar a su abogado? —preguntó otro detective.
El inspector jefe del departamento de investigaciones criminales sonrió.
—Ha llamado al abogado de su marido, pero curiosamente no lo ha encontrado. Dice que está de vacaciones. Bueno, eso es lo que me ha contado. Que se ha ido a Francia. Muy listo, ese tipo. Pero puede tener asistencia legal, desde luego. Le hemos asignado a un zoquete que le haría más daño que bien, y ella, como lo sabe, lo ha rechazado.
En la sala de interrogatorios, Ruth la Salvaje había decidido no contestar más preguntas.