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Durante cinco días Wilt deambuló feliz por pequeños caminos rurales, atravesó campos, bosques, paseó por caminos de herradura y junto a arroyos y ríos haciendo lo que quería hacer: descubrir una Inglaterra diferente, alejada del tráfico y la fealdad de las grandes ciudades y del tipo de vida que llevaba en Ipford. A mediodía se paraba en un pub y se tomaba un par de pintas y un bocadillo, y por la noche buscaba un hotel pequeño o un Bed & Breakfast para hacer una comida decente y pasar la noche. Los precios eran razonables y la comida variada; él no buscaba nada moderno ni lujoso y la gente era amable y simpática. Además, estaba tan cansado —nunca en la vida había caminado tanto— que no le importaba si la cama era cómoda o no. Y si alguna casera le insistía de malos modos en que se quitara las botas llenas de barro y no ensuciara las alfombras, no le importaba. Tampoco se sintió nunca solo. Había emprendido aquel viaje para estar solo, y aparte de unos cuantos ancianos que entablaban conversación con él en los pubs y le preguntaban adónde iba, y se asombraban cuando él contestaba que no tenía ni idea, casi no hablaba con nadie. Y la verdad es que no tenía ni idea de dónde estaba ni adónde iba. No quería saberlo. Le bastaba con apoyarse en un portón y mirar cómo un granjero segaba heno con su tractor, o con sentarse a la orilla de un río bajo el sol y contemplar cómo fluía el agua. En una ocasión atisbó una silueta oscura que se deslizaba entre la hierba en la orilla opuesta y desaparecía en el río, y supuso que debía de ser una nutria. Algunas veces, cuando se había tomado algo más de las dos pintas de cerveza habituales a la hora de la comida, buscaba un rincón resguardado detrás de un seto y, tras asegurarse de que no había ganado en el campo (le preocupaba sobre todo la posibilidad de encontrarse con un toro), apoyaba la cabeza en la mochila y echaba una cabezadita de media hora antes de continuar su camino. No tenía ninguna prisa, podía tomarse todo el tiempo del mundo, porque no iba a ninguna parte.

Así siguió, hasta que el sexto día por la tarde el tiempo empezó a empeorar. El paisaje también había cambiado y Wilt se encontró atravesando un tramo de mullido brezal con zonas pantanosas que tenía que evitar. Unos kilómetros más allá había unas colinas, pero la desolación y el silencio de aquel lugar tenían algo ligeramente inquietante y por primera vez Wilt empezó a sentirse un tanto intranquilo. Hasta tenía la extraña sensación de que lo seguían, pero cuando volvía la cabeza, y lo hacía de vez en cuando, no veía nada amenazador, ni nada tras lo que esconderse. De todos modos aquel silencio lo agobiaba, así que aceleró el paso. Y entonces se puso a llover. Se oían truenos sobre la boscosa ladera que tenía delante, y Wilt vio caer algún rayo. Cada vez llovía más fuerte y los rayos caían más cerca; Wilt sacó su anorak y confió en que cumpliera la promesa del fabricante y fuera impermeable. Poco después se metió sin darse cuenta en una zona anegada, resbaló y cayó sentado en el agua enfangada, con un fuerte chapoteo. Siguió caminando aún más deprisa, empapado y abatido, consciente de que los rayos estaban ahora muy cerca. Ya estaba cerca de la cuesta, detrás de la cual se veían las copas de los árboles. Cuando llegara allí, al menos podría guarecerse. Tardó media hora, y para entonces estaba calado hasta los huesos. Tenía frío y se encontraba muy incómodo. Además tenía hambre. Esta vez no había encontrado ningún pub donde comer. Finalmente llegó al bosque y se sentó con la espalda apoyada en el tronco de un viejo roble. No paraba de tronar y relampaguear; Wilt nunca había estado tan cerca de una tormenta, y estaba francamente asustado. Revolvió en su mochila y encontró la botella de whisky escocés que había comprado para emergencias. En opinión de Wilt, la situación actual encajaba perfectamente en la categoría de emergencias. Unas nubes negras oscurecían aún más el cielo, y aquel bosque ya era oscuro de por sí. Wilt bebió de la botella, se sintió reconfortado y volvió a beber. Entonces se le ocurrió pensar que lo peor que podía hacer en una tormenta era refugiarse debajo de un árbol. Pero ya no le importaba. No pensaba volver a aquel fantasmagórico brezal con sus ciénagas y sus charcos.

Tras unos cuantos tragos de whisky más empezó a tomarse las cosas con filosofía. Al fin y al cabo, cuando uno emprendía una excursión a pie a ningún lugar en particular y sin ir debidamente equipado, lo lógico era que lo sorprendieran aquellos cambios meteorológicos repentinos. Y la tormenta se estaba alejando. El viento ya no soplaba tan fuerte. Las ramas de los árboles ya no se sacudían en todas direcciones y los truenos y los relámpagos se habían alejado. Wilt contó los segundos entre el relámpago y el trueno. Alguien le había dicho una vez que cada segundo correspondía a un kilómetro y medio. Wilt bebió un poco más para celebrar que según sus cálculos el ojo de la tormenta estaba a diez kilómetros de distancia. Sin embargo no paraba de llover. Incluso estando debajo del roble, la lluvia resbalaba por su cara. Pero a Wilt eso ya no le importaba.

Finalmente, cuando llegó a contar diez segundos entre el relámpago y el trueno, Wilt guardó la botella en la mochila y se puso en pie. Tenía que continuar. No podía pasar la noche en el bosque, porque si lo hacía pillaría una neumonía. Consiguió cargarse la mochila a la espalda, lo cual no resultó fácil, y dio unos cuantos pasos, y entonces se dio cuenta de lo borracho que estaba. Beber whisky a palo seco con el estómago vacío no había sido muy sensato. Wilt intentó ver qué hora era, pero estaba demasiado oscuro y no veía la esfera de su reloj. Tras media hora durante la cual tropezó dos veces con troncos caídos, volvió a sentarse y sacó la botella. Si tenía que pasar la noche empapado y perdido en un bosque, lo mejor sería que estuviera completamente borracho. Entonces le sorprendió ver las luces de un vehículo entre los árboles, a su izquierda. Estaba lejos, pero al menos indicaba que por allí había una carretera, y por lo tanto alguna forma de civilización. Wilt había empezado a valorar la civilización. Metió la botella en el bolsillo del anorak y se puso de nuevo en marcha. Tenía que llegar a aquella carretera y encontrar a alguien. Ya no le importaba no encontrar un pueblo. Un granero, o incluso una pocilga, servirían igual que un Bed & Breakfast. Ahora lo único que necesitaba era un sitio donde tumbarse y dormir, y por la mañana ya vería dónde estaba. De momento eso era imposible. Descendió por la ladera haciendo eses, chocando contra los árboles y tropezando con los helechos, pero avanzó bastante. Hasta que de pronto se le enganchó un pie en la raíz de un espino y se precipitó de cabeza. Por un instante, su mochila, enganchada también en el espino, estuvo a punto de impedir que saliera despedido, pero al final se desenganchó y Wilt aterrizó en la parte de atrás de la camioneta de Bert Addle y perdió el conocimiento. Era jueves por la noche.

Bert Addle contemplaba Meldrum Manor desde la verja del jardín, cercado por una tapia. Había ido hasta allí en la camioneta de un amigo suyo que se había ido a Ibiza a correrse una juerga de drogas y alcohol (aderezada, suponiendo que le quedaran energías, con un poco de sexo y alguna pelea), y Bert empezaba a preguntarse si las luces de la casa se apagarían y el capullo de Battleby y la señora Rottecombe se irían de una puta vez al Club de Campo. Lo único que tenía que hacer era coger las llaves de la viga del granero y entrar por la puerta de la cocina cuando Battleby hubiera salido. Finalmente, a las once menos cuarto, se apagaron las luces, y Bert vio cómo la pareja cerraba la puerta de atrás y se marchaba en el coche. Bert esperó para asegurarse de que hubieran llegado al Club de Campo. Ya se había puesto unos guantes quirúrgicos y media hora más tarde entró en la cocina y, con ayuda de la linterna, subió para buscar el armario del pasillo, enfrente del dormitorio. Lo encontró exactamente donde Martha le había indicado, y dentro estaban las cosas que necesitaba. Bajó con ellas a la cocina y buscó el cubo de basura de plástico. Lo sacó de debajo del fregadero, metió dentro unos trapos impregnados de aceite y unas botas de goma que había llevado con él. «Tiene que haber mucho humo, para que vayan los bomberos», había dicho la tía Martha, y Bert estaba dispuesto a que su tía se saliera con la suya. Quemando las botas de goma se aseguraba de que el humo fuera abundante y apestoso. Pero antes tenía que sacar el Range Rover del patio y poner las revistas pornográficas y los artículos sadomasoquistas en el asiento delantero. Una vez hecho eso, y tras cerrar con llave las puertas del Range Rover, volvió a la cocina y prendió fuego a los trapos. Cuando los trapos empezaron a arder, salió por la puerta trasera, se sacó las llaves del bolsillo y la cerró. Cruzó volando el patio, fue al granero y dejó las llaves en la viga. Entonces corrió hacia la camioneta, metió una capucha y dos látigos en la parte de atrás y salió por el camino hasta la carretera, que estaba un kilómetro más allá. Ahora tenía que ir a Leyline Lodge. La propiedad de los Rottecombe estaba a tres kilómetros de allí, y convenientemente aislada. No había luces encendidas. Bert entró con la camioneta, paró, se apeó y fue a coger los látigos y la capucha; entonces tocó, horrorizado, la pierna de Wilt. Por un instante no dio crédito a lo que veían sus ojos. ¿Qué hacía un hombre en la parte de atrás de su camioneta? ¿Cuándo se había metido allí aquel desgraciado? Seguramente cuando dejó la camioneta en el camino de Meldrum Manor.

Bert no quería perder más tiempo. Metió los artículos sadomasoquistas en el garaje, abrió la portezuela trasera de la camioneta y bajó a Wilt, que cayó al suelo de cemento con un fuerte golpe. Se sentó de nuevo al volante y salió a toda prisa de Leyline Lodge. Hizo muy bien.

En Meldrum Manor, las esperanzas de la señora Meadows de que el humo atrajera a los bomberos habían superado todas sus expectativas. También habían superado sus peores temores. No había tenido en cuenta la exagerada afición de la empleada filipina por los ambientadores exóticos y extremadamente intensos, ni la aversión que les tenía Battleby. Aquella mañana, Battleby había tirado seis latas presurizadas de Flor de Jazmín, Capullo de Rosa y Esplendor Oriental a la basura, y le había prohibido terminantemente comprar más. Como consecuencia de las actividades de Bert Addle, ya no las iban a necesitar. El humo que Bert había encontrado tan satisfactorio cuando empezaron a prender las botas de goma se había convertido, lento pero seguro, en un feroz incendio. Cuando el fuego alcanzó las latas presurizadas, el Esplendor Oriental hizo honor a su nombre y explotó. Las otras latas también explotaron. Con un rugido que lanzó trozos de plástico en llamas por toda la cocina e hizo estallar las ventanas, anunció a Meldrum Slocum que Meldrum Manor se estaba incendiando.

No hacía falta. Las sirenas ya se oían a lo lejos. Los Sawlie salieron atropelladamente a la calle a mirar el resplandor. Detrás de ellos, Martha Meadows se sirvió una buena medida de licor de endrina. ¿Y si le había pasado algo a Bert? Tomó un trago del licor y se puso a rezar.

Martha Meadows estaba en su casa, muy ocupada procurándose una coartada. Había pasado la tarde, como de costumbre, en The Meldrum Arms y luego había invitado al señor y la señora Sawlie a su casa a tomar una copita de licor de endrina que ella misma había hecho el invierno anterior. Estaban cómodamente sentados delante del televisor cuando explotaron las latas.

—Un coche que petardea —comentó la señora Salwlie.

—A mí me ha parecido más bien algo así como una granada —dijo su marido. El señor Sawlie había luchado en la guerra. Cinco minutos más tarde, la bombona de gas de la cocina alcanzó el punto máximo de calentamiento. Esta vez no cabía duda de que había explotado algo parecido a una bomba. Se vio un resplandor rojizo en Meldrum Manor, y poco después las llamas.

—Que Dios nos asista —dijo el señor Sawlie—. Meldrum Manor está ardiendo. Hay que llamar a los bomberos.