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En el Hospital Psiquiátrico de Methuen, la psiquiatra encargada de valorar el estado psicológico de Wilt también estaba teniendo graves dificultades. Wilt había superado todos los exámenes visuales y simbólicos rutinarios con una facilidad tan asombrosa que la psiquiatra habría jurado que había pasado un tiempo considerable practicándolos. Sus habilidades verbales eran aún más desconcertantes. Sólo su actitud hacia el sexo resultaba sospechosa. Al parecer consideraba que la cópula era una práctica aburrida y agotadora, además de absurda y repulsiva. La admiración que expresaba por los hábitos procreadores de las lombrices y las amebas, que se reproducían simplemente dividiéndose, voluntariamente en el caso de las amebas y, si Wilt no se equivocaba, involuntariamente en el de las lombrices cuando las cortaban por la mitad con una pala, parecía indicar una libido gravemente deprimida. Dado que la psiquiatra desconocía por completo el tema de las amebas y las lombrices, pero le interesaba la atracción sexual que pudiera despertar su aspecto, por poco que fuera, aquella información fue para ella una desagradable revelación.
—¿Quiere eso decir que preferiría que lo bisecaran a acostarse con su esposa? —preguntó con la esperanza de llegar a la deducción de que Wilt tenía tendencia a la doble personalidad.
—Claro que no —respondió Wilt indignado—. Pero cuando conozca usted a mi esposa comprenderá que podría ser que lo prefiriera.
—¿Su esposa no lo atrae físicamente?
—Yo no he dicho eso, y además no veo qué tiene eso que ver con usted.
—Sólo intento ayudarlo —repuso la psiquiatra. Wilt la miró con escepticismo.
—¿En serio? Creía que me habían traído aquí para hacerme una valoración, y no para que me formularan preguntas lascivas respecto a mi vida sexual.
—Su actitud sexual forma parte del proceso de valoración. Queremos hacernos una idea general de su estado mental.
—Mi estado mental no se ha visto afectado por el hecho de que me hayan atracado, dejado inconsciente y golpeado en la cabeza. No soy ningún delincuente, y creía que a estas alturas usted ya se habría dado cuenta de que estoy completamente cuerdo. Y de que preferiría que se ocupara de sus asuntos y no se metiera en mi vida conyugal. Y si cree que soy una especie de pervertido, déjeme decirle que mi esposa y yo hemos tenido cuatro hijas, o mejor dicho, que Eva, mi esposa, tuvo cuatrillizas hace catorce años. Y si lo que quiere es que siga haciendo unos cuantos exámenes mentales de una simpleza absurda, estaré encantado de complacerla. Lo que no estoy dispuesto a hacer es seguir hablando de mi matrimonio. De eso puede hablar usted con Eva. Me ha parecido oír su voz. Ha sido muy hábil por su parte acudir a mi lado en un momento tan oportuno. Y ahora, si me disculpa, creo que voy a solicitar protección policial.
Wilt dejó a la psiquiatra mirándolo boquiabierta a través de las gafas, salió precipitadamente de la habitación y echó a correr por el pasillo, alejándose del sonido de la voz de Eva, que exigía ver a su querido Henry. A lo lejos oía a las cuatrillizas asegurándole a alguien a quien no le hacía ninguna gracia lo que estaba viendo que no veía doble.
—No somos gemelas, somos cuatrillizas —dijeron a la vez. Wilt siguió corriendo en busca de una puerta que no estuviera cerrada con llave, pero no la encontraba. Entretanto, el inspector salió del lavabo para visitantes donde se había refugiado, Eva salió de la sala de espera y la psiquiatra salió de su despacho, escudriñó el pasillo para ver qué demonios estaba pasando y chocó con Eva. En medio del tumulto que se produjo, la psiquiatra, que había caído al suelo y a la que el inspector Flint ayudó a levantarse, modificó la opinión que tenía de Wilt.
Si aquella imponente mujer que la había derribado era la señora Wilt, y la presencia de las cuatro adolescentes casi idénticas así lo indicaba, comprendía perfecta mente que no le interesara el sexo conyugal. Y que creyera necesitar protección policial. Buscó a tientas sus gafas, se las puso y se retiró a su despacho. La siguieron Eva y el inspector Flint; Eva para disculparse y Flint, de mala gana, para preguntarle cómo había ido la entrevista con Wilt.
La psiquiatra miró a Eva con recelo y decidió no poner objeciones a su presencia.
—¿Quiere saber qué opino del paciente? —preguntó.
El inspector asintió. Estando Eva presente, cuanto menos hablara, mejor.
—Creo que está perfectamente. Le he hecho todos los exámenes rutinarios que hacemos en estos casos y yo diría que no presenta ningún síntoma de anomalía. No hay ningún motivo por el que no deba volver a su casa.
Cerró la carpeta y se levantó.
—Ya se lo decía. No le pasa nada. Ya ha oído a la doctora —dijo Eva con brusquedad a Flint—. No tiene derecho a retenerlo más. Me lo llevo a casa.
—Creo que deberíamos continuar esta conversación en privado —replicó el inspector.
—Por mí no hay ningún inconveniente. Resulta que trabajo aquí, y éste es mi despacho —dijo la psiquiatra, que evidentemente estaba deseando librarse de aquella imponente y peligrosa mujer que ensayaba jugadas de rugby por los pasillos—. Pueden irse y continuar su discusión en la sala de espera.
Flint siguió a Eva al pasillo y a la sala de espera.
—¿Y bien? —dijo Eva cuando el inspector hubo cerrado la puerta—. Quiero saber qué ha pasado para que trajeran a Henry a un lugar tan espantoso como éste.
—Señora Wilt, si hace el favor de sentarse, haré todo lo posible por explicárselo —dijo el inspector.
Eva se sentó.
—Eso espero —le espetó.
Flint intentó pensar cómo explicarle la situación lo más razonablemente posible. No quería enojar a Eva.
—He traído al señor Wilt aquí para que le hicieran una sencilla valoración porque quería sacarlo del otro hospital antes de que llegaran dos agentes secretos enviados por la Embajada de Estados Unidos para interrogarlo acerca de algo que ocurrió en ese país. Algo relacionado con drogas. No sé qué era exactamente, ni quiero saberlo. Lo más importante es que Wilt es sospechoso de estar implicado en el asesinato de un ministro en la sombra, un tal Rottecombe, y… Sí, ya sé que no puede ser que él asesinara… —empezó a decir, pero Eva ya se había levantado.
—¿Se ha vuelto loco? —gritó—. Mi Henry no podría matar ni una mosca. Es un hombre bueno y cariñoso, y no conoce a nadie del gobierno.
El inspector Flint intentó tranquilizarla.
—Ya lo sé, señora Wilt, créame que lo sé, pero Scotland Yard tiene pruebas de que estaba en esa zona cuando desapareció el ministro en la sombra, y por eso quieren interrogarlo.
Eva, por una vez, recurrió a la lógica.
—¿Y cuántos miles de personas más había allí, dondequiera que sea?
—En Herefordshire —dijo el inspector involuntariamente.
Eva miró al inspector con los ojos como platos y se puso lívida de ira.
—¿Herefordshire? ¿Ha dicho Herefordshire? Está loco. Henry no conoce a nadie en Herefordshire. Nunca ha estado allí. Nosotros siempre vamos a Lake District en verano.
Flint levantó las palmas de las manos en un gesto de rendición. Al parecer, las respuestas incoherentes de Wilt eran contagiosas.
—Estoy seguro de ello —masculló—. No tengo la menor duda. Lo único que digo…
—Es que Scotland Yard busca a Henry por el asesinato de un ministro en la sombra. ¿Le parece poco?
—Yo no he dicho que Scotland Yard lo busque por asesinato. Sólo quieren que los ayude en la investigación.
—Y todos sabemos lo que eso significa, ¿no?
El inspector intentó poner un poco de sensatez en la conversación. Pero como le ocurría siempre con los Wilt, fracasó en el intento.
En el vestíbulo del hospital psiquiátrico, Wilt, que llevaba media hora buscando una salida, también había fracasado en el intento. Todas las puertas estaban cerradas con llave, y, vestido como iba, lo habían abordado cuatro pacientes perturbados de verdad, dos de los cuales declararon que no eran depresivos y que no pensaban someterse otra vez a terapia de electrochoque. Otros dos se le acercaron sigilosamente, sin duda bajo la influencia de algún potente medicamento antipsicótico, riendo de forma alarmante.
Wilt echó a correr, turbado por aquellos encuentros y por la atmósfera del lugar, y maldiciendo su peculiar atavío. A través de una ventana vio una extensión de césped donde había varios pacientes paseando o sentados al sol en los bancos, y más allá, una alta alambrada. Si conseguía llegar hasta allí, se sentiría mucho mejor. Pero antes de que pudieran llegar al exterior, Eva salió atropelladamente de la sala de espera y corrió hacia él.
—Nos vamos a casa, Henry. No pienso seguir escuchando las sandeces que dice ese espantoso inspector —ordenó. Por una vez, Wilt no estaba de humor para llevarle la contraria. Estaba harto de aquellos patéticos trastornados y de la asfixiante atmósfera del hospital psiquiátrico. Siguió a Eva por la puerta principal y hacia su coche, que estaba aparcado en la grava, pero antes de que llegaran junto él, resonaron unos gritos en el edificio.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Eva a un individuo bajito y sin duda demente que pasó corriendo por su lado, muerto de miedo.
—Ahí dentro hay una niña con unos pechos que se mueven de un lado a otro a toda velocidad —gritó sin detenerse.
Eva sabía a qué niña se refería el paciente. Maldiciendo por lo bajo, dio media vuelta y entró en el hospital, abriéndose paso a codazos entre la aglomeración de pacientes que intentaban escapar de la horrorosa visión de unos pechos movedizos. Freddy, la rata de Emmeline, animada por el efecto que estaba causando y al mismo tiempo alarmada por los gritos, ponía en práctica sus viejos trucos con un vigor que nunca había mostrado hasta entonces. La imagen de un tercer pecho pubescente desplazándose a toda velocidad era demasiado incluso para los pacientes psiquiátricos profundamente sedados. Ellos eran vagamente conscientes de que no estaban del todo bien, pero aquello era demasiado. No podía haber peores alucinaciones que aquélla.
Cuando Eva llegó a donde estaba Emmeline, la rata se había escondido en los vaqueros de su dueña. Mientras la histeria se extendía por el vestíbulo y desde allí a todo el hospital, incluso a la Zona de Seguridad, Eva se llevó a rastras a Emmeline y a las otras tres niñas, que estaban disfrutando de lo lindo con el caos que había causado la imitación de Freddy de un pecho móvil, por entre la engañada multitud que se había congregado junto a la puerta y, gracias a su tamaño y su fuerza, logró salir al exterior. Cuando llegaron al coche, Wilt ya estaba dentro, escondido en el asiento trasero.
—Niñas, meteos dentro y tapad a vuestro padre —ordenó Eva—. Hemos de impedir que lo vea el vigilante de la entrada.
Wilt se tumbó en el suelo y las cuatro niñas se arrodillaron encima de él. Mientras ponía el coche en marcha y bajaba por el camino, Eva miró por el espejo retrovisor y vio al inspector Flint, desmelenado, saliendo a toda prisa por la puerta del hospital; tropezó en la grava y cayó de bruces sobre la hierba. Eva pisó a fondo el acelerador y cinco minutos más tarde habían cruzado las puertas y se dirigían a la avenida Oakhurst.