VI UNA VOZ DE ULTRATUMBA: «ALEJAOS DEL FALSO PROFETA»

«¡Seguid a Hitler! ¡Él bailará, pero yo soy el que ha invocado la melodía!

»Yo le he iniciado en la "Doctrina Secreta", he abierto sus centros de visión y le he proporcionado los medios para comunicarse con los Poderes.

»No lloréis por mí: Yo habré influenciado la historia en mayor medida que cualquier otro alemán.» Así habló Dietrich Eckart cuando yacía agonizante por los efectos del gas mostaza en Múnich, en diciembre de 1923. Uno de los siete fundadores del partido nazi, este imponente bávaro era conocido como poeta, escritor e historiador de talento, bon viveur y amante de los chistes ingeniosos. Aun así, aquellos que le veían aparentemente inmerso en la alegre vida social de los Bierkellers muniqueses, nunca habrían podido imaginar que detrás de la fachada jovial de aquel oficial del ejército se escondía un satanista entregado, el adepto supremo a las artes y los rituales de la magia negra, y la figura central de un poderoso y muy extendido círculo de ocultistas, el Grupo Thule.

Adolf Hitler oyó hablar por primera vez del que sería su futuro mentor a través de informes acerca de sus repulsivas actividades en tiempos del golpe de Estado comunista de Múnich que siguió a la firma del armisticio.

Kurt Eisner, el líder judío del golpe de Estado relámpago con el que los socialdemócratas expulsaron a la monarquía y al Gobierno bávaros, fue muerto a tiros en la calle. Sus enfurecidos seguidores colgaron un enorme retrato de Eisner en la pared que había junto al lugar en el que había sido asesinado, y todos los transeúntes estaban obligados a saludarle mientras eran encañonados por los seguidores.

Dietrich Eckart, el organizador del asesinato, ordenó llenar bolsas de papel con la sangre de perras en celo y lanzarlas contra el retrato. Acudieron perros de todo el distrito y el retrato y sus centinelas desaparecieron tan deprisa como habían llegado.

«Este Dietrich Eckart me parece un hombre digno de admiración —dijo Adolf Hitler—.

Parece conocer el verdadero significado del odio y sabe cómo expresarlo.» El Adolf Hitler de la preguerra en Viena, el desharrapado sin trabajo y medio loco que no había hecho más que mordisquear los grandes misterios escondidos, no habría interesado en lo más mínimo a un iniciado en ocultismo del calibre de Dietrich Eckart.

Eckart iba en busca de un discípulo bien distinto. Aseguró a sus compañeros del Grupo Thule que había recibido una suerte de anunciación satánica de que estaba destinado a preparar el recipiente del Anticristo, al hombre inspirado por Lucifer para conquistar el mundo y llevar a la raza aria a la gloria.

El Adolf Hitler que emergió de la sangre y la matanza de las trincheras del frente occidental ya no era un ser patético. Se había convertido en una figura de poder casi sobrehumano. Y fue este maduro y curtido Adolf Hitler, con la Cruz de Hierro, Primera Clase, colgada de la pechera y el destello de orgullo demoníaco en los místicos ojos azules el que de modo increíble impresionó al profeta que le aguardaba.

Dietrich Eckart había sido de los pocos que habían reclamado el regreso de las Reichskleinodien, las coronas, los cetros y otros tesoros del antiguo imperio alemán, que incluían la Heilige Lance, cuando la dinastía de los Habsburgo había sucumbido en 1917. El momento del reconocimiento llegó cuando Adolf Hitler habló de sus propias investigaciones acerca de la leyenda de la Lanza de Longino y aseguró que la Providencia le había protegido del granizo del hierro para que pudiera llegar a poseerla y cumplir su destino en la historia del mundo.

«Aquí está aquel para el que yo fui sólo el profeta y predecesor», declaró Eckart de forma blasfema a sus compañeros de la Thule Gesellschaft.

Adolf Hitler acogió la declaración de guerra como una oportunidad para poner fin a sus días de hambre y desilusión en Múnich, que no habían sido mucho mejores que su estancia en la pensionsucha de Viena. Sin embargo no le resultó fácil alistarse en el ejército, el cual le proporcionaría un estómago lleno, estatus social y la oportunidad de probarse a sí mismo.

Como austriaco se vio obligado a poner una instancia a fin de conseguir permiso para alistarse como voluntario. Tras un corto retraso el rey Luis de Baviera le otorgó dicho permiso. Hitler describió aquel momento en Mein Kampf: «Abrí el documento con manos temblorosas; no tengo palabras para expresar la satisfacción que sentí... Me hinqué de rodillas y agradecí al cielo de todo corazón el favor de haber sido admitido a la vida en un momento como aquel».

Se alistó en la primera compañía del decimosexto regimiento de infantería bávaro, más conocido como el regimiento Lizt por el nombre de su fundador. Después de un breve período de instrucción en Baviera, llegó al frente justo a tiempo para participar en la dura lucha contra los ingleses en la batalla de Ypres. Aunque sólo sobrevivieron seiscientos de los tres mil quinientos hombres de su regimiento, Adolf Hitler, al parecer, disfrutó de este duro bautismo de fuego, gracias al cual le fue otorgada la Cruz de Hierro, Segunda Clase.

A excepción de un breve lapso en 1916, durante el cual una pierna herida le dio un respiro en un hospital, Hitler estuvo en el frente durante toda la guerra y sobrevivió a algunas de las batallas más sangrientas, incluyendo la larga batalla del Somme.

Adolf Hitler servía como Meldeganger, un mensajero que llevaba mensajes desde el cuartel general del regimiento hasta las unidades de la vanguardia, y viceversa. La vida de un mensajero en tiempo de guerra no es todo lo agradable que la gente puede creer. A menudo tiene que salir de los refugios mientras sus compañeros se quedan a salvo y a cubierto del fuego enemigo. En muchas ocasiones es también blanco de los disparos de los francotiradores.

La mayoría de las veces se ve obligado a pasar los momentos más difíciles en completa soledad, por lo cual este trabajo requiere un tipo muy especial de iniciativa.

En tiempos de paz Hitler había sido un paria; en la guerra se sentía realizado y como en casa. Sin embargo, Hitler no estaba lleno de patriotismo como muchas personas creen equivocadamente. El retrato más realista es el de un Hitler que consideraba la guerra como la mejor oportunidad para probar su fe en su propio destino, y que tentaba, en todas las ocasiones posibles, la protección de la Providencia, que según él le salvaguardaba de la muerte para que llegara a cumplir una misión en el destino del mundo. Y aceptaba la dureza de su vida en las trincheras como una oportunidad para desarrollar las cualidades de la fuerza de voluntad que necesitaba para convertirse en el recipiente de ese Espíritu intransigente que le había invadido y que pretendía poseer su alma.

Tan sólo si juntamos los escasos retazos de información obtenidos de sus compañeros de guerra podemos hacernos una idea de cómo era Hitler en aquella época, en la que se produjo una transformación de su personalidad y le proporcionó una fuerza inconmensurable.

«Un tipo peculiar —comentó Hans Mend, un soldado que lo conoció—. Se sentaba en un rincón cuando oíamos misa... y se sujetaba la cabeza con las manos en actitud contemplativa.

De pronto, se levantaba, y corriendo de un lado para otro como un loco, decía que a pesar de todos nuestros esfuerzos la victoria nos sería negada, porque los enemigos invisibles del pueblo alemán eran más peligrosos que el más peligroso de los cañones enemigos. Otras veces, se sentaba con el casco sobre el rostro y se olvidaba del mundo que le rodeaba, estaba tan encerrado en sí mismo que nadie podía acercarse a él.» Ninguno de sus compañeros podía adivinar la naturaleza de sus fuerzas sobrehumanas de voluntad y autodisciplina que le permitieron sobrellevar su suerte sin dar señal alguna de debilidad y sin quejarse jamás. Aparentemente no pensaba en ninguna de las cosas que componían los eternos temas de conversación de sus compañeros: volver a casa, la comida y las mujeres. «A todos nos caía mal, le encontrábamos insoportable. Allí estaba ese cuervo blanco, que no quería unirse a nosotros cuando maldecíamos la guerra.» En medio de aquel panorama diario de muerte y desolación, Adolf Hitler hacía oídos sordos a la fragilidad de sus compañeros y reprimió todas las emociones naturales, de forma que fue capaz de renacer con aquella fuerza sobrehumana y aquella determinación que necesitaría para cumplir el mandato que los dioses del Folklore alemán habían dispuesto para él.

En agosto de 1918 le fue otorgada la Cruz de Hierro, Primera Clase, la condecoración más alta que un soldado corriente del ejército alemán puede obtener. En la historia oficial del regimiento Lizt sólo consta el otorgamiento de la condecoración, pero no constan los servicios por los que le fue concedida. Se supone que recibió la condecoración, que equivale a la Cruz Victoria inglesa, por un acto de asombrosa valentía en el que armado tan sólo con una pistola capturó a un oficial francés y a quince soldados.

Las pocas cartas que escribió a casa revelan hasta qué punto se estaba despojando de toda debilidad, al tiempo que aprendía a confiar en el espíritu intrépido que un día le conduciría a la cumbre del poder personal.

Konrad Heiden, que estudió con todo detalle las cartas que Hitler escribió durante la guerra, manifiesta: «Se presenta a sí mismo como el guardián apasionado. En él no queda ningún resto de suavidad. Es valiente y no da ningún valor a su vida. Pero también se advierte con toda claridad la creencia de que debe la vida a un milagro, o mejor dicho, a una cadena de milagros; que los escudos le protegieron una y otra vez; que mientras la mayor parte de su regimiento era sacrificada en un baño de sangre, él gozaba de la protección especial de la Providencia.» La fe de Hitler en la «Providencia» se debilitó temporalmente durante el último mes de la guerra, cuando se encontró en medio de un ataque de los ingleses con gas mostaza.

El gas surtió un devastador efecto en él, quedó ciego durante unos días y fue trasladado desde Francia a Paswalk, una pequeña ciudad situada al nordeste de Berlín.

Sin embargo, los efectos del gas resultaron ser una bendición en la desgracia, ya que le proporcionaron el período de mayor iluminación espiritual de toda su vida. Y en aquella incursión en el mundo de la visión extrasensorial a través de sus ojos cegados, Adolf Hitler experimentó lo que más tarde denominaría «la mágica relación entre el hombre y el resto del universo».

Según Hermann Rauschning, Adolf Hitler afirmó que «la meta de la evolución humana es alcanzar una visión mística del universo». La convicción interior tras esta afirmación, citada en numerosas ocasiones y atribuida, con toda razón, a Hitler, nació durante este período de trance forzado y totalmente imprevisto en Paswalk. Se trataba de un paso agigantado en el proceso de la posesión total por parte de un poderoso ente ajeno.

Mientras desaparecían lentamente los efectos del gas en los ojos y la garganta de Hitler en el hospital de Paswalk, llegó la inesperada noticia de que Alemania había perdido la guerra.

El profesor Alan Bullock dice en su Study in Tyranny que «el shock de la rendición alemana constituyó la experiencia decisiva en la vida de Hitler. Todo aquello con lo que se había identificado había sido derrotado, barrido».

Esto es también lo que Hitler quería hacer creer a la gente, y así lo escribió en Mein Kampf.

Pero la verdad era muy distinta. Hitler era leal tan sólo a su propia lujuria de poder y por esta razón no le desagradó en absoluto la repentina rendición. La pobreza, humillación y el caos de una nación derrotada en las postrimerías de la guerra fueron el mejor caldo de cultivo, y el único, para abrirle camino hacia el poder político. No habría habido lugar para un Adolf Hitler en una Alemania victoriosa, y fue lo bastante perspicaz para darse cuenta de ello. Su futuro éxito se basaría en la explotación de las consecuencias de la derrota y la rendición de la nación, explotación que llevaría a cabo con perspicacia política inigualable.

Cuando Adolf Hitler regresó a Múnich en noviembre de 1918, encontró a su ciudad adoptiva de la preguerra en estado de sitio. El rey de Baviera había abdicado y el Gobierno había puesto pies en polvorosa cuando los socialdemócratas ocuparon el Parlamento y proclamaron la República. La violencia política en las calles era el pan de cada día, el comercio se había paralizado, los precios de los alimentos subían mientras la masa de los pobres se moría de hambre. Los veteranos de guerra que volvían a sus casas deambulaban en bandas armadas sin control ni disciplina algunos.

Hitler conservó el uniforme, e iba a buscar su paga semanal y sus cartillas de racionamiento a las barracas centrales de la Infantería de reserva en Múnich. No quería enfrentarse a la perspectiva del desempleo permanente en la vida de civil, en la que la visión de largas colas para obtener alimentos era una constante. No tenía nada que perder si se quedaba en la Reichswehr, y la Cruz de Hierro, Primera Clase, contribuyó a convencer a sus superiores de que era un hombre que merecía la pena retener. Aceptó de buen grado la oferta de servir como guardia permanente en un campamento de prisioneros de guerra en Traustein, cerca de la frontera austríaca. Allí, mientras realizaba tareas simples, Hitler tenía tiempo para evaluar la situación nacional y planear su propia entrada en la arena política. Volvió a Múnich en enero de 1919, cuando los prisioneros fueron liberados y enviados a casa y el campamento fue cerrado.

La primera oportunidad para hacerse notar llegó poco después de su regreso a la ciudad cuando asumió misiones de espionaje. Cuando se proclamó una República Soviética el 6 de abril, después de la caída del Gobierno de Hoffmann, Adolf Hitler estaba entre un pequeño grupo de soldados especialmente seleccionados, a los que se había ordenado permanecer en la sombra en Múnich y circular libremente entre las filas de soldados rojos que apoyaban la revolución.

El régimen comunista fue aplastado de forma rápida y brutal por fuerzas de la Reichswehr procedentes de Berlín, y Hitler caminó por las filas de soldados rojos y señaló a los dirigentes, que fueron ejecutados de inmediato.

De pie junto a los pelotones de ejecución, contempló a las víctimas que él había seleccionado mientras eran ejecutadas. Las cualidades potenciales del soldado con la Cruz de Hierro fueron advertidas y recompensadas sin tardanza. Fue destinado al departamento político e ingresó en un curso de formación política.

El ejército alemán, en contra de sus arraigadas tradiciones del siglo XIX, estaba ahora implicado en gran medida en el panorama político, sobre todo en Baviera, donde la Reichswehr había sido el instrumento para derrocar a los comunistas.

Los comandantes de los distritos apoyaban y equipaban en secreto a bandas de veteranos que aparecían por toda Alemania, y las utilizaban como instrumento para dominar el panorama político y aplastar la revolución socialista.

Los oficiales que dirigían estas bandas sedientas de sangre, aseguraban que la guerra no había terminado y se negaban a aceptar la derrota. Todos sus esfuerzos se concentraban ahora en derrocar al gobierno republicano, al que consideraban responsable del «espantoso crimen, el vergonzoso y deliberado acto de traición» que había sido la rendición.

Cuando Adolf Hitler entró a servir en el departamento político de la comandancia del distrito VII del ejército, descubrió que se había convertido en un centro de inteligencia para la dirección del terrorismo político en toda Alemania. Desde Múnich, los conspiradores organizaban los asesinatos políticos, asesinatos tan crueles como el de Matthias Erzberger, el hombre que firmó el armisticio, y Walter Rathenau, el Ministro de Asuntos Exteriores judío, cuya desgraciada tarea consistía en hacer cumplir las «Dictungs» del odiado Tratado de Versalles.

Adolf Hitler estaba destinado al Buró de Información y Prensa del departamento político, el auténtico centro de las actividades subterráneas de espionaje y propaganda. Le pusieron en un curso de aprendizaje político en el que prosperó por encontrarse inmerso en semejante atmósfera de terrorismo encubierto y pronto se convirtió en el alumno más aventajado.

Al cabo de poco tiempo al capitán Ernst Rohm, la personalidad más destacada de la comandancia del distrito VII del ejército, le llamó la atención el alumno que tenía una voz de poder casi mágica y la mística mirada de un profeta.

Rohm era un soldado profesional que había vuelto de la guerra con una reputación de hombre de gran iniciativa y un expediente brillante a causa de su valor. Era un hombre de corta estatura, rechoncho, de gran vitalidad, y en poco tiempo había demostrado ser el tipo de oficial al que las tropas respetan y siguen. Resultó herido en tres ocasiones, le habían volado media nariz de un disparo y una cicatriz de color violeta desfiguraba su mejilla.

Se dice que Rohm se echó a llorar cuando «estalló la paz» y admitía que creía que la guerra sacaba a la superficie lo mejor de los hombres. Desdeñó el regreso a la vida civil, consiguió apoyo económico de industriales adinerados y organizó un ejército privado para combatir la amenaza comunista en el sector industrial. En un momento dado estaba al frente de 100.000 hombres que se alistaron en su Einwohnerwehr, una suerte de fuerza civil de defensa.

Adolf Hitler se convirtió de inmediato en un admirador de este entregado capitán de la Reichswehr, al que después nombró jefe de Estado Mayor de la Sturmabteilung (SA) nazi. Se había producido una especie de reconocimiento mutuo entre ellos durante su primer encuentro, y más tarde Rohm admitió que desde el primer momento había percibido el inmenso potencial de liderazgo de Hitler.

Otra persona que se sintió también muy impresionada en su primer encuentro con Hitler fue un tal Gottfried Feder, un ingeniero que enseñaba economía en el centro político, en el que Hitler estaba obteniendo la cualificación necesaria para convertirse en un Bildungsoffizier.

Feder estaba entusiasmado con el poder y el veneno de la voz de Hitler, impresionado por su olfato político innato, inspirado por la envergadura de su aparente patriotismo y cautivado por el carisma casi mágico de su personalidad.

Feder no tardó mucho en informar de su hallazgo a su amigo Friedrich Eckart. Eckart se mostró un poco escéptico (tenía a Feder por un hombre un poco chiflado), pero se quedó atónito al comprobar que Ernst Rohm, siempre realista, estaba igualmente impresionado por el soldado Hitler. Rohm llevó a Hitler a conocer a Eckart en su rincón favorito, la bodega de Brennessel. Y de ese modo el Maestro en Ocultismo conoció al discípulo al que había esperado durante tanto tiempo, el discípulo al que instruiría e iniciaría, el hombre que le daría motivos para mascullar en su lecho de muerte: «No lloréis por mí: Yo habré influenciado la historia en mayor medida que cualquier otro alemán».

Una de las mayores invenciones del siglo XX es la descripción que Hitler hace en Mein Kampf del modo en que descubrió el partido obrero alemán y el terrible dilema al que se enfrentó ante la decisión de abandonar la seguridad de la Reichswehr para unirse a lo que él llamaba «una colección inconsecuente de no-identidades». Y sin embargo, ¡la mayoría de sus biógrafos han dado como cierta esta parte de la historia de su vida!

Adolf Hitler afirma haber descubierto el partido obrero alemán por casualidad, en el curso del cumplimiento de sus deberes, que incluían la investigación de nuevos grupos políticos. En Mein Kampf narra su sorpresa al recibir una tarjeta que decía que había sido aceptado como miembro del partido obrero alemán, después de haber asistido a una de sus reuniones. Era presuntuoso y estaba fuera de toda discusión, escribe, y volvió a asistir a otra de sus reuniones, sólo para expresar sus motivos personales para no unirse a semejante «organización pequeña y absurda».

La taberna en la que iba a tener lugar la reunión era la Alte Rosenbad, en la Herrenstrasse, un sitio de mala muerte... Crucé el comedor mal iluminado, en el que no había ni un alma, abrí la puerta del salón trasero y allí me encontré con el comité. A la luz mortecina de una lámpara de gas se sentaban cuatro personas alrededor de una mesa, y me saludaron al unísono como un nuevo miembro del partido obrero alemán. Se leyó el acta de la última reunión y el secretario dio un voto de confianza. Después llegó el informe de la tesorería (en total, el partido contaba con siete marcos y quince pfennigs), para el cual el tesorero obtuvo un voto de confianza. Esto también se incluyó en el acta...

¡Terrible, terrible! Esto era vida de club de la peor especie. ¿Acaso debía unirme a una organización semejante?

Adolf Hitler hace un retrato de sí mismo y de sus pensamientos y sentimientos en el momento en que asegura haber considerado la posibilidad de probar suerte con aquel insignificante partido político. Quería que los lectores de Mein Kampf le vieran sopesando la cuestión sentado en su cama de la barraca pobremente equipada en la que afirma haber compartido su escasa comida con los ratones que también habitaban en los alojamientos, «los pequeños ratones que me recordaban constantemente mi pobreza».

El hecho de ser pobre y carecer de medios me parecía la parte más soportable del asunto; lo más duro era ser un número más entre los que no tenían nombre, uno de los millones a los que el azar permite vivir o deja morir sin que ni siquiera sus vecinos más próximos se dignen darse cuenta de ello.

Además se añadía la dificultad que resultaba de mi falta de formación académica. Después de dos días de reflexión y de ponderación profundas, llegué a la conclusión de que tenía que dar ese paso.

Esto es lo que Hitler quería hacer creer a los millones de personas que leyeron Mein Kampf, el libro que se convirtió en la Biblia nazi. «La mentira descarada siempre deja rastro, incluso después de haber sido concretada», dijo Hitler a sus secuaces. Y hasta la fecha las mentiras de Hitler en este sentido no han sido concretadas. La verdad era muy distinta.

En el período inmediatamente anterior a su entrada en el partido, sintió del modo más intenso que ya no era un miembro más de las masas sin nombre, sino un hombre que había sido elegido para llevar a cabo una carrera política meteórica que le llevaría al cumplimiento de sus sueños infantiles sobre su papel en el destino histórico del mundo. Y también se daba cuenta de que su duro aprendizaje había terminado y de que el modelo de destino tan esperado había empezado a dibujarse para él, pues ya podía reconocer a las personas y las oportunidades que le llevarían en línea recta a la cumbre del poder.

La verdad es que Adolf Hitler había recibido órdenes del departamento de inteligencia de la Reichswehr de unirse al partido y asumir la dirección del mismo. Y le había puesto al corriente con todo detalle de cómo la Reichswehr había refundado el partido con la intención de que se convirtiera en el movimiento más poderoso de Alemania40. Adolf había recibido del general Von Epp la garantía, y de su ayudante, el capitán Rohm, de que obtendría todo el apoyo económico que necesitara, así como la promesa adicional de que contaría con todo el apoyo necesario en tropas y veteranos a fin de engrosar las filas del partido en su primera fase y proteger sus primeros mítines públicos de las interrupciones violentas de los comunistas.

Había otros factores importantes que Adolf Hitler sólo mencionaba de forma velada o no mencionaba en Mein Kampf, además del hecho de que él mismo avanzaba hacia la cima del poder en calidad de subordinado y representante de la Reichswehr. Sobre todo guardaba silencio acerca del hecho de que el Comité y los cuarenta miembros originales del nuevo partido obrero alemán procedían sin excepción de la más poderosa Sociedad de Ocultismo de Alemania, la cual también era financiada por la Alta Comandancia... La Thule Gesellschaft.

Las actividades secretas del grupo Thule funcionaban como tentáculos de una dimensión superior detrás de todos los aspectos de la vida en Baviera, y ante todo en el panorama político, en el cual sus maquinaciones eran responsables de buena parte de las acciones terroristas, el racismo y la mayoría de los asesinatos cometidos a sangre fría, que en aquellos tiempos eran prácticamente el pan de cada día.

El poderoso círculo ocultista incluía entre sus miembros y adeptos a jueces, jefes de policía, abogados, catedráticos, profesores, familias de la aristocracia, antiguos miembros del séquito de los reyes de Wittenbach, industriales, médicos, físicos, científicos, así como una larga lista de burgueses ricos e influyentes, tales como el propietario del famoso hotel Las Cuatro Estaciones de Múnich.

Por ejemplo, Franz Gurtner, el ministro de Justicia bávaro, era un miembro activo de la Thule Gesellschaft; también lo eran Pohner, el presidente de la policía de Múnich, y Wilhelm Frick, su ayudante, que se convertiría en el ministro del Interior del Tercer Reich. Gurtner también obtuvo reconocimiento por los servicios que prestó a Hitler en sus primeros tiempos, ya que se convirtió en el ministro de Justicia nazi.

No eran sólo civiles los que pertenecían al grupo Thule, sino también oficiales y ex oficiales de la Reichswehr, a quienes se permitía asistir a las reuniones, a los demás actos e incluso a los rituales secretos en calidad de «invitados». De este modo contravenían la Ley del ejército según la cual los oficiales alemanes, debido a su juramento de lealtad, no debían afiliarse a otras organizaciones o a otros movimientos que les exigieran un juramento.

El hombre elegido para infundir nueva vida al partido obrero alemán no era otro que Dietrich Eckart, la figura central de la Thule Gesellschaft. A este fin se unió al Comité de Antón Drexler, después de prometer que se le daría todo el soporte militar necesario.

Eckart era demasiado astuto para creer que el partido obrero alemán podría convertirse en un movimiento popular a escala nacional sin que surgiera un líder que fuera capaz de encender el entusiasmo de las masas y obtener el apoyo de las clases trabajadoras.

Konrad Heiden, un periodista de Múnich de la época, narra cómo Eckart debatió este problema a un nivel puramente externo con los asiduos de la bodega Brennessel en la primavera de 1919: «Necesitamos a un hombre que encabece el movimiento, un hombre que pueda soportar el sonido de una ametralladora. Es necesario que la chusma sienta el miedo en las entrañas. No podemos utilizar a un oficial porque la gente ya no los respeta. El hombre más adecuado para este trabajo sería un trabajador que supiera hablar».

Esta forma de expresión era característica de la fachada exterior que Dietrich Eckart gustaba de crear para sí mismo. En realidad, como ya hemos explicado anteriormente, estaba esperando la aparición de una clase muy distinta de héroe, un Mesías germánico, con la elocuencia salvaje y los místicos poderes del profeta Mahoma que fusionara política y religión en una cruzada pagana contra los ideales del mundo cristiano.

Dietrich Eckart y un grupo de la cúpula de los thulistas habían estado preparados para la aparición inminente del Mesías alemán, a través de una serie de sesiones espiritistas que habían llevado a cabo junto con el séquito de los inmigrantes rusos más notorios, los generales Skoropadski y Bishupski. Estos dos generales rusos, conocidos en toda Baviera por sus violentas opiniones antisemitas y antibolcheviques, proporcionaron más tarde los medios necesarios a Hitler para que comprara el Vólkischer Beobachter, el periódico en el que Dietrich Eckart ejercería de redactor jefe.

Los asombrosos dones psíquicos de la médium, una sencilla y analfabeta campesina, habían sido descubiertos por el doctor Nemirovitch-Dantchenko, un personaje tortuoso que actuaba de «agente de prensa» para el gran círculo de rusos blancos que se habían establecido en Baviera.

Sumida en un profundo trance, esta sencilla mujer expulsaba por la vagina cabezas y sudarios ectoplásmicos que se manifestaban como en un nacimiento fantasmal del mundo inferior. No eran las emanaciones lo que interesaba a aquel grupo de ocultistas, que de un modo tan malvado explotaban a la pobre mujer, sino las voces que sonaban cuando hablaba en forma casi poética en diferentes lenguas extranjeras.

Dietrich Eckart era el maestro de ceremonias, pero era otro personaje importante, Alfred Rosenberg, un refugiado alemán de Moscú, quien se encargaba de interrogar a los espíritus siempre cambiantes que invadían y poseían por breves instantes a la médium. Y Alfred Rosenberg también era el profeta del Anticristo de los «protocolos de Sión», que se atrevió a anunciar la presencia de la Bestia de la Revelación, el Leviatán luciférico que se había apoderado del cuerpo y el alma de Adolf Hitler.

Según Konrad Ritzler, uno de los primeros miembros del grupo Thule y más tarde el editor literario de sus publicaciones secretas, todos los presentes estaban aterrorizados ante aquellos poderosos poderes que habían desencadenado. El aire de la estancia se hizo espeso e irrespirable, y el cuerpo desnudo de la médium se volvió translúcido en un aura de luz ectoplásmica. Rudolf Glauer, el fundador de la Thule Gesellschaft, se dispuso a salir corriendo de la habitación, pero Eckart lo agarró y lo lanzó al suelo. Nadie tuvo la presencia de ánimo para poner por escrito las extrañas palabras que escupían los labios de la médium como si de una adivinanza se tratara.

Mensajes de gran importancia y claridad fueron transmitidos en aquellas sesiones, en las que se invocaba a los espíritus de miembros del grupo fallecidos. La profecía más importante en relación a la aparición del tan esperado Mesías alemán fue pronunciada por el príncipe de Thurn und Taxis, al que los comunistas habían dado muerte en el Liceo de Luitpold aquel mismo año (abril de 1919).

El príncipe, que tan sólo contaba treinta años cuando lo mataron a tiros, también había sido miembro de los Místicos de Baviera, una secta fundada a finales del siglo XVII, a la que más tarde se unieron miembros de la orden de los Germanen. Empapado en las tradiciones de los antiguos emperadores alemanes, había participado activamente en las acciones contra el régimen comunista. Pálida y fantasmal, la cabeza del príncipe apareció por encima de un sudario ectoplásmico, mientras la médium, sumida en un profundo trance, comunicaba, imitando a la perfección la voz terrenal del príncipe, los pensamientos de éste en la lengua alemana que, en estado inconsciente, la campesina era completamente incapaz de utilizar.

El príncipe, que en vida había trabajado con Dietrich Eckart en la organización de grupos de presión para la devolución de los antiguos tesoros germánicos a Núremberg cuando la dinastía de los Habsburgo terminó en 1917, identificó ahora al hombre que se convertiría en el nuevo líder de Alemania como el próximo poseedor de la Heilige Lance, alrededor de la cual se había tejido la leyenda acerca de la conquista del mundo.

La «sombra» de la antaño rubia y hermosa Heila, la condesa de Westarp, que en vida había sido la secretaria de la Thule Gesellschaft hasta que los comunistas la habían asesinado, dio a los conspiradores de medianoche la sorpresa más desagradable.

Como una Cassandra translúcida, la profetisa de la muerte, Heila salió del regazo de la médium desnuda y amodorrada para advertir que el hombre que se estaba preparando para asumir al liderazgo de Thule demostraría ser un falso profeta. Detentaría un poder total sobre la nación, y un día sería responsable de que toda Alemania se viera reducida a escombros y de que su pueblo sufriera una derrota y una degradación moral sin precedentes en la historia.

Huelga decir que su anuncio de la inminente llegada del Mesías fue acogido con gran júbilo, pero nadie prestó la más mínima atención a su advertencia procedente de la tumba, que resultó ser estremecedoramente cierta.

Hitler: la conspiración de las tinieblas
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