I EL TALISMÁN DEL PODER
Adolf Hitler estaba frente a mí, me tomó las manos y las oprimió con fuerza. Nunca había hecho un gesto parecido. A través de este gesto advertí que estaba profundamente conmovido. Sus ojos brillaban con entusiasmo febril. Las palabras no fluían con suavidad de sus labios como era habitual, sino más bien a borbotones, roncas y estridentes. Nunca antes y nunca después de aquel momento oí hablar a Adolf Hitler de aquella manera.
Me invadía una sensación extraña que nunca había advertido antes, ni aun cuando hablaba conmigo en momentos de gran excitación. Era como si otro ser hablara desde el interior de su cuerpo y le conmoviera tanto como a mí. No se trataba del típico caso en el que un orador se deja llevar por sus propias palabras. Al contrario, daba la impresión de que él mismo escuchaba con asombro las palabras que se escapaban de su interior con fuerza primitiva..., como las aguas que rompen el dique, así brotaban sus palabras. Conjuraba su propio futuro y el de su pueblo en imágenes grandiosas. Hablaba de un Mandato que algún día recibiría del pueblo para que los guiara desde la esclavitud a las alturas de la libertad; una misión especial que algún día le sería confiada.
August Kubizek, Young Hitler — the Story of our Friendship.
Esta escena, que ilustra la visión temprana de Adolf Hitler sobre el hecho de que el destino del mundo estaría en sus manos, tuvo lugar cuando contaba quince años. Después de escuchar con ardiente entusiasmo la ópera de Wagner, Rienzi, que narra la historia del meteórico ascenso y caída de un «tribuno» romano, Hitler había subido desde el pueblo a la montaña de Freinberg, desde la cual se dominaba toda su ciudad natal, Linz. Detrás de él, apenas capaz de mantener el equilibrio, caminaba su único amigo, Gustl Kubizek, el hijo de un pobre carpintero. Y allí, bajo el brillante cielo estrellado de una noche de verano, había pronunciado las proféticas palabras que habrían de cumplirse con tan espeluznante precisión.
Cuatro años más tarde, cuando Adolf Hitler y Gustl Kubizek compartían un cuchitril en los suburbios de Viena, casi podía asegurarse que las esperanzas juveniles de Hitler no eran más que castillos en el aire.
Había fracasado en su intento de ingresar en la Academia de Bellas Artes de Viena, porque sus bocetos no estaban a la altura de las exigencias, y la Facultad de Arquitectura también le rechazó por tener calificaciones demasiado bajas. Y ahora, sin ganas de incorporarse al mundo laboral, malvivía con los ahorros de su ya fallecida madre, los cuales se habían agotado prácticamente, en una diminuta pensión para huérfanos en la que había conseguido entrar gracias al trabajo de su padre en el Departamento de Aduanas, empleo que pronto tocaría a su fin.
Los que le conocieron aquel año en Viena no comprendían la contradicción entre su apariencia bien educada, su lenguaje culto, su comportamiento seguro y la existencia miserable que llevaba, y lo consideraban altivo y pretencioso. No era ni lo uno ni lo otro. Simplemente no encajaba en el orden burgués... En el corazón de una ciudad corrupta, mi amigo se rodeó de un muro infranqueable de principios férreos que le permitían construirse una libertad interior a pesar de todas las tentaciones que le rodeaban. Recorría su camino sin inmutarse por lo que sucedía a su alrededor. Siguió siendo un hombre solitario, y conservaba con espíritu de asceta «la sagrada llama de la vida».2
Abandonado a sus propios recursos e incapaz de entablar amistades, Hitler se convirtió en un personaje cada vez más solitario y amargado. Su decepción se había agudizado a causa del sorprendente éxito que Gustl Kubizek había alcanzado en el Conservatorio. Pero a despecho de su falta de perspectivas, se había obligado a sí mismo a llevar adelante estudios autodidactas con enorme determinación. Nadie podía acusarle de inactividad durante aquel año, aunque muchos creían que sus esfuerzos iban mal encaminados.
Pasaba muchas horas en la Biblioteca Hof estudiando mitología nórdica y teutona y profundizando en la historia, literatura y filosofía alemana. Pero Hitler consagraba sus mayores esfuerzos a la arquitectura y realizaba proyectos que jamás tendrían la oportunidad de ser puestos en práctica:
La antigua ciudad imperial se transformó, en la mesa de dibujo de un joven de diecinueve años que vivía en un cuartucho poco higiénico del barrio de Mariahilf, en una ciudad espaciosa y resplandeciente con viviendas de cinco, ocho y dieciséis habitaciones para familias de la clase trabajadora.