20.
Muy pocos biógrafos han entendido el verdadero significado de lo que Hitler leía y los motivos que se ocultaban detrás de su elección de los temas y los libros que devoraba en aquellos días.
El profesor Alan Bullock, un historiador de gran integridad, ha hecho una relación de todos (o al menos de varios) de los temas en los que se hallaba inmerso Adolf Hitler en aquella época; pero, a pesar de ello, la verdad que se abría ante sus ojos no fue suficiente para desvelarle el verdadero motivo que se escondía detrás de los estudios de Hitler.
Después de señalar con dureza y tal vez equivocadamente que lo único que perseguía Hitler era impresionar a los demás y que estaba lleno de fantasías y de ideas inconsecuentes, Bullock escribe: «Sus intereses intelectuales parecían seguir el mismo modelo. Pasaba mucho tiempo en las bibliotecas públicas, pero su lectura era indiscriminada y nada sistemática: ¡La Antigua Roma, Religiones orientales, Yoga, Ocultismo, Hipnosis, Astrología....!»21.
Vamos a demostrar que a raíz de todos estos temas Hitler formuló su Weltanschauung personal, que cambiaría el curso de la historia tres décadas después.
Las obras de Schopenhauer y de Nietzsche, sembradas de comentarios elogiosos sobre el pensamiento oriental, llevaron al joven Hitler a realizar un detallado estudio sobre religiones orientales y yoga. Hay que reconocer que no incurrió en los errores contenidos en la mayoría de los libros de teosofía publicados en la última década del siglo XIX y la primera de nuestro siglo. Los teosofistas, a excepción de unos pocos individuos que poseían una visión y una intuición genuinas, veían pocas o ninguna diferencia entre el hombre antiguo y el moderno por lo que respecta a sus facultades y a su consciencia. Hitler se guardó de cometer semejante error y se negó a hacer interpretaciones puramente intelectuales de obras tan sobrecogedoras como el Rig-Veda, los Upanishads, el Gita, el Avesta, el Libro egipcio de los muertos y otros.
No aceptó la creencia tan extendida de que estas obras, que presentaban una visión tan penetrante de las relaciones entre el cosmos, la tierra y el hombre, hubieran nacido de facultades remotamente parecidas a las de las formas modernas de intelecto. Y también se dio cuenta de que los conocimientos contenidos en estas obras eran mucho más antiguos de lo que se creía, y que su contenido había sido escrito cuando las facultades que lo habían originado ya estaban atrofiadas. Al cabo de poco tiempo, Adolf Hitler empezó incluso a pensar que el proceso histórico era una condición en transformación constante de la consciencia humana.
Mientras estudiaba el nacimiento y la caída de las antiguas civilizaciones, advirtió que su curso en el proceso histórico era paralelo a la pérdida gradual de las facultades espirituales. Y empezó a pensar en la posibilidad de que semejante atrofia de la visión espiritual pudiera atribuirse a la menguada magia de la sangre de las razas, y de que ambas circunstancias fueran las responsables del surgimiento y el dominio del pensamiento materialista. Llegó a la conclusión de que con el paso del tiempo la humanidad había entrado en una especie de letargo, de forma que las anteriores edades doradas, en las que el hombre había gozado de una relación mágica con el Universo, habían sido olvidadas, y en la que las únicas pruebas de tan mágica relación se ocultaban en los mitos y las leyendas a los que ya nadie daba crédito.
Al contrario que los sacerdotes católicos romanos («parásitos malignos») y los pastores puritanos («perros sumisos que empiezan a sudar de vergüenza cuando se les dirige la palabra»), Hitler se negó a aceptar la historia de que los antiguos hebreos habían jugado un papel importante en la larga historia de la humanidad. Empezó a culpar a los judíos del surgimiento del materialismo y la falsificación de todo aquello que el hombre del pasado había amado22.
Cuando Adolf Hitler empezó a pensar en el significado de Cristo y del Cristianismo, el espíritu del Anticristo, que se manifiesta con tanta fuerza a lo largo de toda la obra posterior de Nietzsche, azuzó su fértil imaginación. Por lo que a él respecta, no había necesidad de emitir un juicio sobre el valor del Cristianismo, puesto que Nietzsche ya lo había hecho a la perfección en su magistral análisis de esta religión para «esclavos, débiles y los disecados residuos de la escoria racial».
Aquí sólo me ocupo de pasada del problema de la génesis del Cristianismo. El primer principio para su solución es el siguiente: el Cristianismo sólo puede entenderse como la semilla de la que ha crecido. No se trata de un movimiento contrario al instinto judío, sino de su consecuencia23.
Los judíos son el pueblo más extraño del mundo porque cuando se enfrentaron a la cuestión del ser o no ser, eligieron ser a cualquier precio; este precio era la falsificación de toda naturaleza, de toda realidad, del mundo tanto interior como exterior.
Los judíos crearon por sí mismos un movimiento en contra de las condiciones naturales; transformaron la religión, el culto, la moralidad, la historia y la psicología en una incurable contradicción de sus propios valores naturales.
Nos encontramos con el mismo fenómeno otra vez, pero ahora tiene proporciones inconmensurables; la Iglesia cristiana no puede reclamar ninguna clase de originalidad si se compara a las «personas santas». Es por ello que los judíos son el pueblo más nefasto de la historia del mundo; han falseado de tal modo la humanidad que incluso hoy en día un cristiano puede sentirse antisemita sin darse cuenta de que él mismo es la consecuencia última de los judíos.
Lo que antes era tan sólo una locura, hoy resulta indecente. Es indecente ser cristiano en la actualidad. Y aquí es donde empieza mi náusea... Pronuncio mi veredicto. Condeno al Cristianismo. Alzo contra la Iglesia cristiana la más terrible de las acusaciones que se haya alzado jamás. A mi juicio, es la corrupción más terrible que uno pueda imaginar. Con sus ideales de anemia, de «santidad», de dar toda la sangre, todo el amor, toda la esperanza por la vida; la cruz es la marca que identifica a la conspiración más subterránea que ha existido jamás: contra la salud, la belleza, contra cualquier cosa que haya salido bien, contra el coraje, el espíritu, la amabilidad, contra la vida misma.
Escribiré esta eterna acusación contra el Cristianismo en todas las paredes, mientras haya paredes... Y lo llamo la única mancha inmortal de la humanidad24.
El odio de Hitler hacia el Cristianismo (esa diabólica consecuencia de los judíos) llegó a su punto culminante cuando leyó el desdeñoso torrente de palabras de Nietzsche acerca de la doma» de las tribus de la antigua Germania:
«¡Decir que la doma de un animal es su «mejora» suena casi como un chiste! Cualquiera que sepa lo que sucede en las casas de fieras duda que allí «mejoren» a los animales. Los debilitan, los hacen menos peligrosos, y a través de los efectos represivos del miedo, a través del dolor, las heridas y el hambre se convierten en bestias. Lo mismo sucede con el hombre domesticado al que el sacerdote ha «mejorado». Al principio de la Edad Media, cuando la Iglesia era de hecho y por encima de todo una casa de fieras, los especímenes más bellos de la «bestia rubia» fueron cazados, y los nobles teutones, por ejemplo, fueron «mejorados».
Pero, ¿qué aspecto tenía uno de estos teutones «mejorados» que había sido seducido para ingresar en un monasterio? Tenía el aspecto de una caricatura, un aborto: se había convertido en un pecador, estaba preso entre todo tipo de conceptos espantosos. Y allí yacía, enfermo, miserable, lleno de maldad hacia sí mismo; lleno de odio hacia los manantiales de la vida, lleno de suspicacia contra todo lo que era feliz y fuerte. En resumen, un cristiano.
De todo lo que Nietzsche escupía con tanto desprecio acerca de la destrucción de la virilidad de las tribus germánicas, orgullosas e íntegras, por parte del Judaísmo corrosivo y disfrazado de Cristianismo, Adolf Hitler encontró confirmación una y otra vez en las poderosas palabras de su tercer gran héroe, Richard Wagner, el maestro de Bayreuth.
El genio de Wagner había inspirado el interés de Hitler por la mitología y la historia de los antiguos pueblos germánicos. El magnífico Anillo de los Nibelungos, que englobaba cuatro óperas, había conseguido que el joven Hitler no cupiera en sí de orgullo por su ascendencia germánica y por la sangre aria que corría por sus venas.
El Anillo, inspirado en el Nibelungenlied (literalmente, la canción de los Nibelungos), era una saga compuesta por un poeta anónimo de finales del siglo XII, y Richard Wagner había tardado unos veinticinco años en completarla. Estos mitos dramatizados, proyectados hacia el llamamiento en pro del despertar del «Volk» alemán, se convirtieron más tarde en la esencia misma de la propaganda nazi, gracias a la cual Hitler se hizo con el poder. La ópera final del Anillo, titulada Gótterdammerung (El ocaso de los dioses), muestra cómo la codicia por el oro sume a Valhalla en el olvido entre las llamas de desolación que siguen a la cruenta batalla entre dioses y hombres.
Richard Wagner, un artista de increíble talento y una imaginación casi milagrosa, intentaba «combinar el verso de un Shakespeare con la música de un Beethoven». Se veía a sí mismo como un profeta con una misión en la vida: la de despertar a los alemanes a la grandeza de su ascendencia y a la superioridad de su raza. Comparaba el ansia de oro en su Gótterdammerung con la «tragedia del capitalismo moderno y el espíritu de la usura judía», que según él amenazaba con destruir al pueblo alemán.
Según la tradición, el letargo que siguió a la Gótterdammerung no era un letargo eterno. La profecía decía que el Cuerno de Heimdall, el guardián del umbral entre los dioses y los hombres, volvería a sonar un día para anunciar el despertar de la Raza Germánica de su profundo sueño. Y Adolf Hitler sintió una gran excitación al descubrir que la predicción de este despertar de la oscuridad intelectual y materialista quedaba confirmada por textos religiosos, mitos y leyendas de casi todas las civilizaciones antiguas. Un sinnúmero de fuentes apuntaban al siglo XX como el amanecer del gran despertar espiritual de la humanidad.
Aún en mayor medida que las enigmáticas profecías de las civilizaciones antiguas, para Adolf Hitler resultaba muy significativo el anuncio de su estimado Nietzsche acerca de la llegada del Uebermensch, el Superhombre, la Élite de las Razas, el Señor de la Tierra. «Os enseñaré el Superhombre», tales son las palabras que pueden leerse en la introducción del increíblemente brillante Así habló Zaratustra:
Yo os enseño el Superhombre.
El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo?
Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de ellos mismos: ¿y queréis ser vosotros el reflujo de esa gran marea, y retroceder al animal más bien que superar al hombre?
¿Qué es el mono para el hombre? Una irrisión o una vergüenza dolorosa...
Habéis recorrido el camino que lleva desde el gusano hasta el hombre, y muchas cosas en vosotros continúan siendo gusano. En otro tiempo fuisteis monos, y aun ahora es el hombre más mono que cualquier mono...
¡Mirad, yo os enseño el Superhombre! El Superhombre es el sentido de la Tierra. Diga vuestra voluntad: ¡sea el Superhombre el sentido de la Tierra!
¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la Tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales!
Pero el Superhombre sólo aparecerá a través de la superación del hombre; porque el hombre es un puente entre las bestias y el Hombre-Dios. El hombre debe llenar la sangre con la semilla de las virtudes del Superhombre, y realizar el sacrificio desagradecido del deber de la tierra misma: crear al Superhombre.
El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el Superhombre, una cuerda sobre un abismo. Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso estremecerse y pararse.
La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso.
Yo amo a quienes no saben vivir de otro modo que hundiéndose en su ocaso, pues ellos son los que pasan al otro lado.
Yo amo a quienes, para hundirse en su ocaso y sacrificarse, no buscan una razón detrás de las estrellas, sino que se sacrifican a la tierra para que ésta llegue alguna vez a ser el Superhombre.
Para Nietzsche Dios está muerto y, por ello, el hombre debe responsabilizarse de su propia evolución y de la evolución de todos los demás reinos de la Tierra. El Superhombre sólo puede ser percibido por la voluntad indómita del hombre mismo.
En una obra posterior, La voluntad de poderío, Nietzsche contemplaba con más optimismo la posibilidad de una aparición inmediata del Superhombre, sugiriendo que una Raza Superior (Herrenvolk) se estaba configurando, y que los hombres se preparaban para ser los antepasados —incluso los padres— del Superhombre: «Puedo decir que el Superhombre es la respuesta a las plegarias de las mujeres; yo puedo crear el Superhombre, el acto del hombre».
El aspecto de Hitler a los veintiún años degeneró progresivamente en la segunda mitad de 1910 hasta que llegó a parecer que había tocado fondo. Los propietarios de los cafés y los comedores que solía frecuentar, los encargados de las bibliotecas, los acomodadores de los teatros, así como los bedeles uniformados de la Casa del Tesoro del Hofburg, empezaban a considerarle un sujeto sospechoso, un desgraciado sin trabajo.
Al joven que había estado ante la Lanza de Longino y previsto en un flash de iluminación su futuro, las opiniones de la gente por lo que respectaba a su aspecto externo y a su pobreza le traían sin cuidado. Había alcanzado una nueva forma de consciencia a través de la que pudo percibir la naturaleza de los espíritus opuestos de la Lanza y descubrir en mayor profundidad el significado de su propio destino.
Aunque es bien sabido que Hitler estudió varios sistemas de yoga, no existe ninguna prueba de que se colocara sobre su cama de la pensión de mala muerte en la Meldemannstrasse en las posturas del Hatha Yoga de Patanjali. No tardó mucho en darse cuenta de que las asanas y las técnicas de respiración del yoga habían sido configuradas para la fisiología del hombre oriental contemporáneo. Veía el yoga como un camino para un pueblo cuyo sentido del ego era débil y en el que el poder del intelecto no había hecho más que tímidas incursiones; una técnica que pretendía purificar el cuerpo mediante el ascetismo y la meditación hasta tal punto que se convirtiera en el ojo del alma. «La última cosa que deseo es acabar en la piel de un Buda», dijo Adolf Hitler25.
Adolf Hitler se enfrentaba a la misma situación que la joven generación de hoy que busca las puertas de la percepción y un camino hacia la dilatación de la mente sin el recurso de las drogas. Entre la gran cantidad de textos antiguos que leyó, no pudo encontrar ningún apoyo seguro para empezar a escalar hacia la consciencia trascendental, ni ninguna forma inmediata y práctica de iniciación que pudiera acabar con el dominio de los sentidos y la astucia del intelecto ligado a los sentidos.
Estaba convencido de que el secreto de la Lanza de Longino estaba relacionado con un poderoso misterio de sangre y algún concepto totalmente nuevo del Tiempo. Pero, ¿en qué lugar de la historia o del panorama actual puede hallarse un camino exclusivamente occidental hacia los estados trascendentales de la mente?, se preguntaba.
La respuesta llegó de un lugar sorprendente. Sorprendente porque había vivido con la solución delante de las narices. ¡Parsifal, la ópera de Richard Wagner inspirada en los misterios del Santo Grial!
Parsifal, la última gran obra de Wagner, era una dramatización muy personal del poema del Grial cantado por Wolfram von Eschenbach, un poeta y trovador del siglo XIII. Y Adolf Hitler creyó encontrar en este notable poema de la Edad Media lo que andaba buscando: un camino occidental para alcanzar la consciencia trascendental y nuevos niveles de experimentación del Tiempo.
Richard Wagner quería dramatizar la búsqueda del Santo Grial, y había centrado el tema de la ópera en la lucha entre los caballeros del Grial y sus adversarios por la posesión de la Lanza sagrada, ¡la Lanza de Longino que había traspasado el costado de Cristo!
En las manos del caballero, sir Parsifal, que servía al arcángel del Grial, la Lanza era un símbolo sagrado de la sangre de Cristo, un talismán sagrado de curación y redención. En manos del siniestro Klingsor, rodeado de sus doncellas en la fastuosidad de una aguilera en algún lugar del sur, la Lanza se convertía en una suerte de símbolo fálico al servicio de las fuerzas de la magia negra.
Adolf Hitler se entusiasmó con estos descubrimientos que le habían ayudado a recorrer un largo camino y le abrían nuevas vías de investigación. Empezó a llenarse de impaciencia por ver la ópera Parsifal, pero tuvo que aguardar varios meses antes de que la representaran en la Ópera de Viena.
Sentado en el gallinero de la Ópera, se sintió transportado por la majestuosidad de la música, por el leitmotiv similar al de Tristán e Isolda, aunque aún más sobrecogedor y etéreo.
Salió de la representación perplejo, sumido en un sentimiento de gozo y asco a la vez.
Por una parte, no le cabía duda que Richard Wagner era el profeta supremo de Alemania. El modo en que Wagner había exaltado la «fraternidad de los caballeros», que tenían la misma sangre pura y noble, le había conmovido profundamente. Y la idea de que la sangre misma contenía el secreto de la iluminación espiritual de los misterios del Grial había despertado en él sentimientos que jamás había experimentado con anterioridad a aquella noche.
Sin embargo, mientras se sucedían las escenas de la ópera, otra parte de su naturaleza había sentido una repugnancia inexplicable hacia la procesión del Grial y los rituales en el castillo del Grial, y de hecho, hacia toda la parafernalia cristiana y la mistificación del Viernes Santo.
Cuando salió del teatro y se adentró en la fría noche, se dio cuenta de pronto de la causa de su repugnancia. Le habían causado nauseas los votos cristianos y los compasivos ideales de los caballeros. «No encontré que fueran dignos de admiración —escribió más tarde—. Porque los caballeros habían traicionado su "sangre aria" y se habían entregado a las supersticiones del judío, Jesús. Estaba totalmente de parte de Klingsor».
Hitler no tardó mucho en descubrir que Wagner había construido el tema de Parsifal alrededor de la Lanza de Longino a consecuencia de los estudios que había realizado sobre la «Heilige Lance» de la Casa del Tesoro del Hofburg.
Richard Wagner y Friedrich Nietzsche habían viajado especialmente a Viena para contemplar juntos esta Lanza de la Revelación. Un viaje que tendría un final triste para ambos.
Fue el mutuo estudio de la historia de la Lanza y el significado de su leyenda lo que separó al final a estos dos amigos hasta ahora inseparables, el genial músico y el cínico filósofo. Una separación que llevaría a ambos a experimentar una amarga y patética soledad, y más tarde un odio recíproco creciente qué desembocó en una tormentosa controversia pública para destruir hasta los cimientos el idealismo pangermánico y místico-pagano.
El último encuentro entre Nietzsche y Wagner en Bayreuth es bien conocido porque el gran ascético y crítico lo plasmó con su acostumbrada brillantez. Al parecer, Wagner, que no se daba cuenta de la repugnancia que sentía Nietzsche hacia sus pensamientos acerca de Cristo, había expuesto su tema de Parsifal, proyectándolo a través de su recién adquirida experiencia religiosa de redención y retorno a Cristo (todo ello, por supuesto, bajo la premisa de que Jesús no era de sangre judía, sino de gloriosa sangre aria).
Nietzsche, para el que el Cristianismo era una depravación, un «decir no a todo», una capitulación al veneno de Paulina, apenas pudo dominar sus sentimientos de repulsión y volvió la espalda a Wagner y a Bayreuth para siempre.
«La verdad es que ya era hora de decir adiós», escribió (en «Nietzsche contra Wagner») después de asistir al hecho de que su único amigo se arrastraba como un desgraciado por el sendero de la renuncia, «un decadente que caía en picado, desesperado, sin remedio, destrozado delante de la cruz cristiana».
Nietzsche describió cómo se marchó de Bayreuth, el gran hogar del Festspiel de Wagner, para sentir «ese estremecimiento que todo el mundo siente después de haber pasado inconscientemente por un tremendo peligro».
En verso, parodiando el estilo del Fausto de Goethe, Nietzsche plasmó sus pensamientos acerca de la conversión de Wagner:
¿Sigue siendo esto alemán?
¿De un corazón alemán, este tórrido chirrido?
¿Un cuerpo alemán, esta autolaceración?
¿Alemana, esta afectación sacerdotal, este olor a incienso, este sermoneo fantástico?
¿Alemán, este devaneo vacilante, bajo, este campanillazo dulzón?
Estas miradas incitantes, cual de monja, toda esta falsedad, cielo estático sobre cielos