18
Unos meses más tarde, la epidemia tocó a su fin. Luigi Groto salió de la cárcel, al igual que la mayoría de los detenidos de Venecia que estaban secuestrados en los calabozos o en los desvanes del palacio de los Dogos. En ese invierno de 1577, estaba, como era su costumbre, sentado junto a la ventana de su casa; a su lado, un fuego crepitaba en la chimenea. Su cuerpo, debilitado por los años de reclusión, estaba muy delgado. Su tez estaba pálida y sus gestos habían perdido vigor. Como si hubiera salido de una larga pesadilla, parecía absorto en sus pensamientos.
Pero si ese día estaba más quieto de lo habitual era porque enfrente de él su viejo amigo Jacopo había empezado a pintar su retrato. Después de instalar el caballete, el pintor empezó a reproducir la imagen de su amigo tal como lo veían sus ojos. Vestido con un largo manto negro bordeado de piel gris, el poeta, que mantenía los ojos cerrados, sostenía un libro en cada mano. Jacopo trataba así de reflejar un mundo invisible y secreto, un mundo que sin duda ningún pintor había conseguido nunca expresar: el de los pensamientos de un hombre que mira en su interior. A la derecha del poeta, pintó el marco de la ventana. En el exterior, una luz ocre indicaba un poniente sobre el que caía la amenaza de un cielo oscuro cargado de lluvia.
Al oír que su amigo interrumpía el trabajo, Luigi preguntó:
—Jacopo, acércate a esta ventana y dime si te gusta lo que ves en la cara de los paseantes.
—Veo abatimiento y la desgracia de los que han perdido a una mujer, un marido o a sus hijos en esta terrible epidemia.
—¿Y no ves algo más, Jacopo?
—¿Qué otra cosa debería ver en sus caras?
—Quizá observando con atención la mirada de esos paseantes podrías reconocer un sufrimiento distinto, causado por una pérdida todavía mayor.
—¿Qué quieres decir, Luigi? —preguntó Jacopo, sorprendido.
—Mis ojos no ven, pero mi corazón siente las cosas, y adivino en la mirada de los hombres y mujeres que pasan junto a esta ventana que, además de a sus seres queridos, lloran la muerte próxima de la que hasta hace poco se llamaba la Serenísima. Fíjate en qué lamentable estado se encuentra nuestra ciudad. ¿Adónde han ido su grandeza, su orgullo, su destino? ¿Qué se ha hecho de su ambición? ¿Cuáles son sus próximas conquistas? ¿Quién la teme aún? Tú y yo somos viejos y pronto dejaremos este mundo, pero Venecia es muy vieja también. Está agotada, y esta terrible epidemia la ha debilitado aún más. Tal vez, Jacopo, no veamos su caída, pero no hay duda de que la República está llegando a su fin. Solo Tiziano ofrecía aún la ilusión de una sociedad segura de sí misma y de su futuro, pero ahora que también a él se lo ha llevado esa maldita peste, tú te has convertido en el más grande de los pintores y tus obras, por como me hablas de ellas, solo reflejan desasosiego y dolor.
Cuando Luigi calló, Jacopo se quedó en silencio unos minutos, repitiendo en su interior las palabras que acababa de pronunciar su amigo. Luego, mientras la luz del día declinaba pausadamente, el pintor dejó los pinceles y se dispuso a despedirse del poeta, pero antes le dijo:
—Aunque el destino te haya condenado a mantener los ojos cerrados, tú, mejor que nadie, sabe ver la verdadera Venecia.