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Agosto de 1569
Después de dejar su tela, los pinceles y pinturas en la Scuola di San Rocco, los pasos de Jacopo lo llevaron esa tarde a un banco de la riva dei Schiavoni. Su mirada, cansada tras una jornada de trabajo, se perdía en el horizonte. Su ánimo, como el mar, se movía al vaivén de las olas que chocaban contra el muelle. De vez en cuando, Jacopo cerraba los ojos y respiraba a pleno pulmón el aire fresco, que llegaba de alta mar y que limpiaba su cerebro nublado por los pigmentos y esencias que inhalaba desde su juventud. Lentamente, el día llegaba a su fin. La mirada del pintor se entretuvo contemplando los colores del cielo: justo por encima del horizonte, los tonos amarillo, blanco y anaranjado se superponían en delgadas líneas horizontales. Un poco más arriba, los primeros tonos de azul rodeaban los pesados nubarrones. Más arriba aún, algunas abultadas nubes negras dejaban filtrar algunos rayos rojizos. «Ahí está —se dijo Jacopo—. Ahí tengo el cielo que buscaba para mi Subida al Calvario. Un cielo que expresa la angustia, pero también la esperanza; ese es el cielo que debo pintar». Inmediatamente, mientras la noche descendía poco a poco sobre la ciudad, Jacopo decidió volver a su trabajo en la Scuola. «Si no tengo la luz del sol trabajaré a la luz de las velas».
Cuando el pintor llegó a la altura del campo dei Frari, era ya de noche. Las cargadas nubes negras que había hacía un instante en el horizonte llenaban ya todo el cielo. Sin embargo, pese a la oscuridad, Jacopo adivinó una silueta, arrebujada en una capa negra, que se dirigía hacia la Scuola di San Rocco y entraba en el recinto. Intrigado, el pintor redujo el paso y distinguió otra sombra que tomaba también el camino de la Scuola, y a la que muy pronto siguieron otras que con el mismo sigilo entraron en el palacio. «No se ve luz en ninguna de las ventanas —observó Jacopo con sorpresa—. ¿Quiere eso decir que estos hombres se reúnen a oscuras?». Al cabo de unos segundos de vacilación, también él se encaminó hacia la Scuola, donde entró con su propia llave.
Una vez en el interior, no oyó ningún ruido ni vio una sola luz que alterara la serenidad del lugar. Sorprendido de no ver a nadie por ninguna parte, Jacopo, iluminándose con un candelabro que acababa de encender, subió la escalinata, cruzó la Sala Grande Superiore, que halló también desierta, y se encontró por fin en la Sala dell’Albergo. ¿Dónde estaban los hombres a los que apenas hacía un instante había visto entrar en la Scuola?
«Probablemente, habrán vuelto a salir por una puerta que no conozco», pensó el pintor. Dejó de hacerse preguntas y se dirigió hacia la Subida al Calvario.
A la luz de las velas que movía a lo largo del cuadro, iluminaba las distintas partes del lienzo, mientras el resto de la obra quedaba en la penumbra. En primer plano, los condenados seguían un camino escarpado, débilmente iluminado; más arriba, Cristo, con el cuerpo envuelto en ropas de color rojo y azul llevaba, encorvado por el esfuerzo, la cruz más pesada. Detrás de él, un soldado, enarbolando un estandarte que restallaba al viento, contenía a la muchedumbre que se apretujaba alrededor de los condenados. «Todos mis personajes están ahí —se dijo Jacopo—, solo queda pintar el cielo, ese cielo que deberá aportar dramatismo».
Mientras cogía el pincel, Jacopo oyó un débil ruido a su espalda. Al principio no prestó demasiada atención, pero el rumor se repitió: crujidos, ruido de pasos, voces ahogadas. El pintor cogió un candelabro, se alejó del cuadro y empezó a examinar minuciosamente las paredes de la Sala dell’Albergo; finalmente descubrió un fino rayo de luz que atravesaba el revestimiento de madera. Sopló las velas, se acercó sin hacer ruido y apoyó la mano en uno de los paneles de madera; de repente, este giró sobre sus goznes y se abrió a una estrecha escalera que descendía. Por prudencia, Jacopo no entró; mientras permanecía allí, inmóvil, distinguió nítidamente voces masculinas que subían desde una habitación situada más abajo.
¿Cuántos eran? No podía saberlo con exactitud, pero en las conversaciones entrecortadas que Jacopo oía participaban por lo menos una docena de personas. De repente, alguien pidió silencio con autoridad.
—Desde nuestra última asamblea hemos tenido muchos problemas para escapar de los espías enviados por el dogo y su gobierno. Hasta este momento, por fortuna, ninguno de sus hombres ha conseguido identificarnos. Todos cuantos han osado acercarse a nosotros lo han pagado con su vida, pues os recuerdo que la supervivencia de nuestra orden depende del absoluto secreto que la rodea; por tanto, estamos obligados a eliminar a todos aquellos que amenazan con desvelar nuestras actividades. No tengáis ningún escrúpulo, pues obramos por la grandeza de Dios y de su Santa Iglesia; cuando matamos, es el Señor todopoderoso quien arma nuestro brazo con la espada de la justicia. Pues solo en Dios y en la orden de los Misioneros del León tenemos fe. Sabed por último que para protegernos de los espías del gobierno de la República he tenido que poner en lugar seguro nuestros estatutos, que es, os lo recuerdo, el único documento donde figura dónde está escondido nuestro tesoro. Solo mi fiel servidor, el guardián de la Scuola, y yo mismo sabemos dónde se encuentra. Dentro de diez años, cuando llegue el momento de designar a un nuevo maestro de la orden de los Misioneros del León, desvelaré el secreto a mi sucesor, que pedirá al nuevo guardián de la Scuola que vele por él. A su vez, el nuevo maestro de la orden solo lo hará a su sucesor, diez años más tarde. De ese modo se mantendrá durante los siglos futuros la vida de la orden de los Misioneros del León, mucho después de que todos nosotros hayamos desaparecido. Pero ahora, cedo la palabra a dos de mis ministros que deseaban manifestarse.
Tras un breve silencio, Jacopo pudo oír desde su posición una voz que se elevaba hasta él. Se preguntó si debía seguir escuchando, pues temía ser descubierto en cualquier momento. Sin embargo, el deseo de saber era más fuerte. Aunque la determinación de esos hombres le producía escalofríos, no se decidía a irse; de pronto oyó que una vez más hablaban de los misteriosos estatutos.
—Como acaba de decir nuestro maestro, nuestros estatutos han tenido que ser escondidos en un lugar seguro y ninguno de nosotros podrá ya volver a verlos. Por ello, este es el momento de recordar los compromisos que figuran en ellos, a los que todos nosotros prestamos juramento en su día. Por ese motivo me gustará hablaros de la peste. De la gran peste. No de aquella que en el pasado mató a un gran número de nuestros conciudadanos, sino de esta nueva peste, más insidiosa, que es la intrusión de los extranjeros en los asuntos de la ciudad. Sean turcos, portugueses, franceses, genoveses o lombardos, todos podemos ver a esos hombres que vienen a instalar sus comercios, sus talleres o sus bancos dentro de los muros de nuestra ciudad. Pero lo peor es que ahora pintores, arquitectos o escultores vienen a dar forma a Venecia a su gusto, y lo hacen animados por el gobierno de la República, que dice pretender honrar el talento antes de honrar a los descendientes de quienes construyeron la grandeza de la Serenísima. Os recuerdo que la orden de los Misioneros del León deberá restablecer la justicia e impedir, sea cual sea el precio o la sangre que haya que derramar, que Venecia caiga en manos extranjeras. Pues solamente nosotros, los venecianos, los descendientes de los combatientes de la Cuarta Cruzada, hemos heredado la misión de velar por el tesoro traído en tiempos pasados de Constantinopla.
En ese instante la voz calló y un nuevo orador tomó la palabra:
—Venecia no debe caer bajo el yugo de una potencia extranjera, pero también os recuerdo que tampoco debe apartarse de la verdadera religión de nuestra Santa Madre Iglesia. No podemos aceptar que otra religión se imponga en la ciudad que guarda los más preciados tesoros de los cruzados. Manteneos vigilantes, pues hay nuevas doctrinas, procedentes a menudo de las ciudades del norte e infectadas de herejía, que están instalándose en el corazón de Venecia, para burlarse de nuestros dogmas y profesar falsas creencias. Quizá el gobierno de la República lo tolere, pero nosotros debemos combatir esas ideas y a quienes las difunden denunciándolos ante el tribunal de la Santa Inquisición. Si este permite que se lo engañe o da muestras de debilidad en su juicio, nosotros sabremos hacerle justicia a Dios por nuestros medios. La ciudad que conserva el tesoro histórico de la Cuarta Cruzada no puede en ningún caso escapar al reino de Dios Nuestro Señor; nosotros somos sus guardianes.
Apenas pronunciadas estas palabras, Jacopo oyó un ruido de pasos que se dirigían hacia él. Supo que era hora de salir de su escondite, cerrar la puerta secreta y abandonar cuanto antes el recinto del palacio. Una vez al aire libre, Jacopo se alejó apresuradamente de la Scuola di San Rocco y, persuadido de que nadie había advertido su presencia, se escabulló, amparado en la noche, por las callejuelas que bordeaban el campo dei Frari.