De: William Jeffers
A: A.Baldi@questura-veneto.it
Asunto: Las angustias de Tintoretto
Ahora me toca a mí confesarle algo: mientras usted está comenzando a interesarse por la pintura, yo estoy empezando a apasionarme por su investigación. Le confieso que consulto varias veces al día mi correo electrónico con la esperanza de encontrar un mensaje suyo. Aunque sé que se trata de un asunto serio, puesto que me ha dicho que una joven ha muerto, me estoy divirtiendo de lo lindo y no dejo de imaginarlo recorriendo las callejuelas de Venecia con una ropa pasada de moda como la de Hércules Poirot: traje tres piezas, sombrero hongo hundido en la cabeza, y ajustándose de vez en cuando en el puente de la nariz unas pequeñas gafas…
Esta misma mañana le hablaba de usted a la joven enfermera que viene a cuidarme todos los días: «Manténgame con vida tanto tiempo como sea posible —le he dicho—, pues hay una persona en este mundo que me necesita». Ella se ha mostrado muy intrigada, pero no tema, no le he dicho nada más…
Pero volvamos a su investigación. Me dice que ha visto en los cuadros de Tintoretto angustia y dolor y a eso debo responderle que ha visto bien. En efecto, el arte de este pintor visionario no refleja la calma, la armonía y la serenidad que suele encontrarse en el espíritu del Renacimiento. Al contrario que Tiziano, Miguel Ángel o Giorgione, Tintoretto es veneciano, y su arte no es sino el reflejo de las inquietudes que compartían entonces todos los ciudadanos de la Ciudad de los Dogos. En esa época, la República de Venecia entraba ya en una fase de declive que sería irreversible. La pérdida de Bizancio y de la ruta del Levante, las galeras berberiscas que amenazaban a la flota veneciana en el Mediterráneo y el descubrimiento de América anunciaban la agonía de la ciudad. Si a esto añade los estragos de la peste y el tratado de Cambrai que firmaron el Papa y los reyes de Francia y de España para combatir a la Serenísima, comprenderá fácilmente cuáles eran las preocupaciones de los venecianos a mediados del siglo XVI.
En su visita a San Rocco ha revivido angustias que se remontan a cinco siglos atrás. Y ese es, mi querido inspector (permítame que le llame así), uno de los milagros del arte.
Cordialmente,
William Jeffers