12

El poeta Luigi Groto, confortablemente instalado en uno de los sillones de su casa, guardó silencio. Frente a él, su amigo Jacopo, también silencioso, se acercó a la mesa más grande de la estancia y abrió el volumen que acababa de comprar. Pasó rápidamente las páginas; recorría tan solo las primeras líneas y pasaba por alto deliberadamente numerosos párrafos en busca de uno en concreto. Al cabo de unos instantes, su amigo Luigi se dirigió a él:

—Me decías que querías hacerme algunas preguntas; bien, pues estoy a tu entera disposición.

—A decir verdad —confesó entonces Jacopo—, no sé exactamente por dónde empezar. Estoy buscando un episodio concreto de la Cuarta Cruzada y…

Pero Jacopo no acabó la frase porque su amigo lo interrumpió con voz muy animada.

—Si me preguntas por dónde empezar, te propongo que escuches la historia desde el principio; te contaré ese glorioso episodio de nuestra historia. Así, mientras yo hablo, tú puedes seguir buscando con tranquilidad ese pasaje que deseas estudiar en tu obra.

Jacopo le dio las gracias a su amigo. Luigi Groto, después de toser brevemente para aclararse la voz, inspiró profundamente y empezó su relato:

—En la época en que mis ojos me servían todavía fielmente, leí muchos libros acerca de la Cuarta Cruzada y, si la memoria no me falla, recuerdo que los primeros cruzados que partieron de Francia deseaban llegar a Egipto. Pero para ello necesitaban una flota y fueron a solicitar ayuda a la rica República de Venecia, representada entonces por el gran dogo Enrico Dandolo. Este, después de consultar con el Gran Consejo, aceptó prestar las naves de la Serenísima a los cruzados por un importe de ochenta mil marcos de plata. Incapaces de reunir una suma semejante, se vieron obligados a aceptar que el dogo en persona encabezara la expedición. Pero Egipto, admitámoslo, interesaba muy poco a Venecia en esos tiempos, y el viejo Enrico Dandolo decidió conducir sus tropas hacia Constantinopla. Así, el 17 de julio de 1203 la ciudad cayó en manos de los venecianos. Menos de un año después, y durante dos largos días, los cruzados arrasaron la ciudad a sangre y fuego; saquearon palacios, profanaron las iglesias ortodoxas y los iconos, saquearon las casas y violaron a mujeres, muchachas y religiosas…

—¡Aquí está! Precisamente tengo ante mis ojos el pasaje que cita el saqueo de Constantinopla. ¿Quieres que lo lea?

—Nada me complacería más.

—Aquí está entonces —continuó Jacopo— el relato que hace el cronista Geoffroi de Villehardouin: «Cada uno reunió a su gente e hizo guardar su tesoro. Los otros soldados, que estaban dispersos por la ciudad, hicieron un gran botín; el botín fue tan grande que nadie podría calcular su valor: oro y plata, vajillas, piedras preciosas, satenes, tejidos de seda y objetos de valor que nunca antes se vieron sobre la tierra».

—¿El autor no detalla en qué consistían exactamente esos maravillosos tesoros? —preguntó Luigi Groto.

Jacopo pasó algunas páginas, volvió varias veces atrás y respondió, decepcionado:

—No, menciona algunas piezas del tesoro, pero no habla de lo que yo busco.

—En tal caso, has llamado a la puerta adecuada, pues aunque tu libro sea mudo, el humilde poeta que tienes delante conoce la respuesta a tu pregunta.

Luigi Groto se quedó en silencio largo rato, mientras buscaba en su memoria a la vez que lentamente se acariciaba el cabello.

—Cinco fueron los tesoros más valiosos traídos de Constantinopla —anunció—: primero, la cuadriga de bronce que todavía hoy se yergue encima de la entrada de la basílica de San Marco; vienen a continuación el icono de la Virgen Nicopeia, que se encuentra en el interior de esa misma basílica, y las reliquias de san Jorge y las de san Juan Bautista.

—¿Y cuál es el quinto tesoro? —preguntó Jacopo con ansiedad.

—El quinto tesoro que los venecianos trajeron de Constantinopla en ese año de 1204 seguramente debía de ser a sus ojos el más precioso. Y esa es sin duda la razón por la que nadie sabe dónde se encuentra hoy. La única certeza que se tiene es que no ha salido de Venecia, pues es inimaginable que una ciudad tan piadosa y que dispone, desde hace tres siglos, de la fuerza militar más poderosa de Oriente y de Occidente pueda separarse de semejante tesoro. Ese tesoro es…

Luigi Groto bajó la voz y continuó su relato en un susurro:

—Ese tesoro… son los tres clavos de la cruz de Cristo.

Jacopo se quedó pensativo un instante.

«¿Así que ese sería el valioso tesoro que trajo a Venecia la Cuarta Cruzada?…».

Luego, dirigiéndose a su amigo, preguntó:

—Y según tú, ¿su emplazamiento secreto se anotó por escrito?

—Es posible; sería demasiado arriesgado confiar un secreto semejante a la memoria de una sola persona. Sí, creo incluso que es razonable pensar que el secreto del emplazamiento de los clavos de Cristo se conserva en Venecia en un documento escrupulosamente escondido.

—Luigi —dijo entonces Jacopo en tono de duda—. Desde hace poco, creo que sé el lugar exacto donde se encuentra ese documento, aunque me ha sido imposible leerlo.

—Ten cuidado, Jacopo; conozco tu curiosidad. Pero debes renunciar a saber más sobre ese asunto; es un tesoro de tanto valor para sus dueños que seguramente imponen el silencio para siempre a quien se acerca a él, y lo llevan haciendo desde hace más de tres siglos. Para unos guardianes como ellos, es fácil suponer que se considera a cualquier extranjero que llega a la ciudad un espía al servicio de una potencia extranjera que viene a apoderarse de su precioso bien traído antaño de Constantinopla. Mucha sangre ha tenido que correr ya para que tal secreto se mantenga, y es muy probable que todavía corra mucha más para conservarlo dentro de las murallas de nuestra ciudad.

—Te agradezco, Luigi, la valiosa información y tu consejo. Pero quédate tranquilo, no intentaré averiguar más. No obstante, me temo que otros no serán tan sensatos como yo. Ahora me despido, pues hace rato que me espera mi trabajo en la Scuola.