Epilogo
Epilogo
Con un último impulso mágico, Lorkin barrió lo que quedaba de polvo, pelo, restos de comida y partículas sin identificar en un montón pequeño, y luego fue en busca de una cesta en la que echarlo.
Habían transcurrido unas semanas desde que se había instalado en el dormitorio masculino. Era una habitación grande con varias hileras de camas estrechas. La mayor parte estaban vacías en aquel momento, pero las pertenencias guardadas debajo evidenciaban que casi todas tenían ocupantes fijos. Aunque él sabía cómo se llamaba la mayoría de ellos, había tres o cuatro que no le habían presentado y que se alojaban allí durante tres o cuatro días para después desaparecer durante un período similar.
—Estas camas son para hombres que ya no quieren vivir con su familia y que no se han emparejado con una mujer —le había explicado Vytra—. No hay suficiente espacio para que todos tengan su propia habitación.
—¿Hay dormitorios femeninos? —había preguntado Lorkin.
—Algo por el estilo. —Ella se había encogido de hombros—. A veces las amigas o hermanas comparten habitación.
Al principio, los Traidores hombres lo habían recibido como una novedad y lo habían asediado a preguntas sobre Kyralia, sobre cómo había llegado a Refugio y qué pensaba hacer allí. No podía ofrecerles una respuesta satisfactoria a esto último, pues no le interesaba confesarles su interés en Tyvara, y ellos se mofaban de sus planes de negociar acuerdos entre su pueblo y las Tierras Aliadas.
—Eres un mago —había señalado uno de ellos—. Seguro que te asignan alguna tarea que requiera el uso de magia.
A pesar de que Savara había asegurado a las otras portavoces que le encontraría una ocupación, todavía no le habían encargado ningún trabajo o cometido. Por consiguiente, los hombres le habían encomendado que limpiara el dormitorio. Les había sorprendido enterarse de que él no sabía limpiar, porque en el Gremio tenía criados que se ocupaban de las tareas más humildes. Sin embargo, no consiguió que le adjudicaran otra labor. Le dieron unas instrucciones muy generales y lo dejaron para que se las arreglara solo.
Él les había hecho a su vez muchas preguntas sobre las normas y leyes de Refugio, incluidas las más sutiles, las que regían los modales y las relaciones justas, normas a las que todos se ceñían para minimizar los conflictos que surgen cuando se convive en un espacio reducido.
Tal como le había advertido Chari, Refugio estaba gobernado por mujeres. Pero, aunque los hombres no podían acceder a los puestos de poder, participaban en todas las demás actividades de la ciudad. Las fundadoras habían decidido que Refugio sería ante todo un lugar en el que mandarían las mujeres, pero donde por lo demás todas las personas serían iguales. A Lorkin le impresionó descubrir que los hombres gozaban de más libertad y respeto allí que las mujeres en Kyralia. Le había preocupado que la sociedad de los Traidores fuera igual, pero a la inversa. Lo que había visto le había hecho plantearse las cosas desde una óptica distinta y cobrar conciencia de lo injusta que era la sociedad kyraliana con las mujeres, pese a que era mucho mejor que otras sociedades, como la lonmariana y la del resto de Sachaka.
Aun así, había ámbitos destacados en los que las mujeres tenían preferencia sobre los hombres. A los hombres se les permitía aprender magia, pero no magia negra. Solo las mujeres sabían cómo evitar los embarazos, y tenían la custodia de todos los niños.
En el pequeño almacén de la sala principal —Lorkin había notado que, incluso allí, la iluminación procedía de gemas embutidas en el techo—, encontró lo que buscaba. Cogió una cesta de tejido denso de una pila y comprobó que no tuviera agujeros.
—Pues yo creo que ocurrirá pronto.
Era una voz masculina que procedía de la sala principal. Lorkin titubeó.
—No —respondió otro hombre—. Es posible que falten años para que estemos preparados.
—Pero han duplicado las sesiones de entrenamiento de combate. Tenemos más exploradores ahí fuera que nunca.
—Y tenemos cientos de gemas que no se han desarrollado del todo. No estallará la guerra hasta que maduren, y eso llevará meses, incluso un año. —El hombre suspiró—. Tengo hambre.
«¿Guerra?» Lorkin miró la cesta, consciente de que si se quedaba allí y uno de los hombres entraba en el almacén en busca de algo que comer, sabrían que había estado escuchándolos. Haciendo un esfuerzo por sonreír, salió del cuarto y, cuando los vio, enderezó la espalda y sonrió. Ellos fijaron la vista en él, sorprendidos.
—Saludos —dijo él, aunque sabía que la expresión les parecía una cortesía extraña—. Habéis vuelto temprano. ¿Queréis que os traiga algo?
Los dos hombres se miraron, y el que había dicho que tenía hambre se dirigió hacia el almacén.
—No, pero gracias por preguntar.
Lorkin comenzó a barrer la basura hacia el interior de la cesta. No era fácil conseguir que las partículas de polvo del suelo plano entraran en el recipiente circular tejido. Estaba tan concentrado que dejó de prestar atención a los dos hombres.
—Lorkin —dijo una voz cortante de mujer a su espalda.
Se quedó paralizado. Era mejor que dar un brinco, decidió en cuanto reconoció la voz. Se irguió y se volvió para sonreír educadamente a la mujer.
—Portavoz Kalia —respondió.
Ella lo miró de arriba abajo. Lorkin iba vestido con los pantalones y el jubón sencillos que se ponían los otros hombres, salvo los que preferían la túnica que llevaban tanto hombres como mujeres.
—Sígueme —dijo Kalia.
Giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta con grandes zancadas. Lorkin dejó la cesta en el suelo y la siguió a toda prisa. Echó una mirada a los dos hombres, que le dedicaron un gesto de conmiseración.
Para tener las piernas tan cortas y un cuerpo tan rechoncho, Kalia andaba con rapidez. Lorkin se percató de que él daba un paso por cada dos de ella, y sin embargo la mujer no parecía cansarse. Se imaginó que alguien que los viera a los dos sabría al instante quién estaba al mando. «Decididamente no soy yo. Ah, qué bajo he caído desde que me marché de Imardin…».
Ni el ritmo al que caminaba Kalia ni su expresión invitaban a la conversación, pero aquella mujer había querido ejecutar a Tyvara. Lorkin no pensaba dejarse intimidar por ella. O, al menos, no dejaría que se notara que se sentía intimidado.
—¿Adónde vamos? —se atrevió a preguntar.
—A un lugar donde podrás realizar tareas más apropiadas para ti que limpiar tu dormitorio. —Clavó en él sus ojos penetrantes y calculadores—. Aquí en Refugio intentamos asignar a las personas trabajos acordes con su temperamento y sus aptitudes. No estoy segura de que la labor que he encontrado para ti esté acorde con tu temperamento, pero no me cabe duda de que es adecuada para tus aptitudes.
De algún modo consiguió apretar aún más el paso, dando a entender que no deseaba proseguir con la conversación. Cuando llegaron a una gran entrada arqueada, se detuvo, con la respiración un poco agitada. Inspiró profundamente, soltó el aire y señaló el contenido de la sala espaciosa que había al otro lado.
Como en el dormitorio masculino, allí había varias hileras de camas, pero en vez de estar vacías a aquella hora, muchas se encontraban ocupadas por hombres, mujeres y niños. Lorkin percibió unos olores que le resultaron familiares y otros que no acertó a reconocer.
El lugar olía a enfermedades y medicamentos.
Se le hizo un nudo en el estómago, pero no por la presencia de tantos enfermos, sino por la constatación de que los Traidores habían encontrado la mejor manera de hacerle pagar la traición de su padre, y de poner a prueba su determinación de enseñarles la sanación mágica a cambio de algo igual de importante.
—Esta es la sala de asistencia —le dijo Kalia—. A partir de ahora, trabajarás para mí.