Capítulo 3

3

Lugares Seguros, destinos peligrosos

—Siempre tiene el escritorio hecho un caos —le comentó Tayend a Lorkin.

Dannyl miró con el entrecejo fruncido al académico, que desplegó una gran sonrisa al tiempo que las pocas líneas que le surcaban la frente se suavizaban. «Nadie diría que tiene más de cuarenta años —pensó Dannyl—. Yo me estoy convirtiendo en un esqueleto arrugado, y en cambio Tayend…». Tenía mejor aspecto que nunca, advirtió Dannyl. Había engordado un poco, pero le sentaba bien.

—Solo parece desordenado —se defendió Dannyl, no por primera vez—. Sé dónde está todo.

Tayend soltó una risita.

—Estoy seguro de que es solo una estratagema para asegurarse de que nadie le robe su investigación ni sus ideas. —Sonrió a Lorkin—. En fin, no dejes que te mate de aburrimiento. Si notas que se te empieza a secar la mente, ven a charlar conmigo y abriremos otra botella de vino.

Lorkin le devolvió la sonrisa y asintió.

—Así lo haré.

Tras agitar la mano para despedirse, el académico salió de la habitación con un andar desenfadado. Dannyl, reprimiendo el impulso de poner los ojos en blanco, suspiró y se volvió hacia el hijo de Sonea. El joven estaba ojeando las pilas de documentos y libros que se alzaban sobre el escritorio de Dannyl con aire dubitativo.

—Hay orden en la locura —le aseguró Dannyl—. Comienza en la parte de atrás. Esa primera pila contiene todo lo relacionado con los documentos más antiguos sobre magia. Abundan las descripciones de lugares como la Tumba de las Lágrimas Blancas y las conjeturas, basadas en los jeroglíficos, sobre aquello para lo que se usaba la magia. —Dannyl sacó los bosquejos que había hecho Tayend cuando habían visitado las Tumbas, más de veinte años atrás. Señaló el jeroglífico de un hombre arrodillado ante una mujer, que estaba tocando las palmas de sus manos levantadas—. Este jeroglífico significa «magia superior».

—¿Magia negra?

—Tal vez. Pero también podría ser magia sanadora. Quizá solo sea una casualidad que nuestros predecesores llamaran «magia superior» a la magia negra. —Dannyl rebuscó en la pila de papeles y extrajo otro esbozo, esta vez de una media luna y una mano.

—¿Qué es eso? —preguntó Lorkin.

—Un símbolo que encontramos en Armje, una ciudad en ruinas. Era un emblema que representaba a la familia real de la ciudad, del mismo modo que los incales simbolizan las Casas de Kyralia. Se cree que Armje está abandonada desde hace más de dos mil años.

—¿Sobre qué estaba trazado el símbolo?

—Estaba grabado en los dinteles de varias casas, y en una ocasión lo vimos en lo que me imagino que era un anillo de sangre. —Dannyl sonrió al recordar a Dem Ladeiri, el excéntrico noble coleccionista junto con el que Tayend y él se habían alojado en un viejo castillo de las montañas de Elyne, cerca de Armje. La sonrisa se borró de sus labios cuando le vino a la memoria la caverna subterránea que había encontrado en las ruinas, denominada «Cámara del Castigo Último». Unas extrañas paredes cristalinas lo habían atacado con magia y lo habrían matado si Tayend no se lo hubiera llevado a rastras justo cuando su escudo se había debilitado.

Akkarin, el Gran Lord anterior, había pedido a Dannyl que mantuviera la Cámara en secreto para evitar que otros magos acudieran allí, poniendo sus vidas en peligro. Después de la Invasión ichani, Dannyl le había hablado de la caverna a Balkan, el nuevo Gran Lord, que le había ordenado que pusiese por escrito lo que sabía, pero que no lo divulgara. Cuando el libro estuviera terminado, Balkan se replantearía la posibilidad de informar a otros sobre aquel lugar.

«¿Habrá enviado Balkan a alguien a investigar? Dudo que el guerrero pueda resistir la tentación de intentar averiguar cómo funciona la Cámara, sobre todo por el potencial que tiene como arma defensiva».

—Entonces, ¿sabían elaborar anillos de sangre hace dos mil años?

Dannyl alzó la vista hacia Lorkin y asintió.

—Y quizá muchas otras cosas. Pero esos conocimientos se han perdido. —Señaló la segunda pila, más pequeña que la primera—. Esto es todo lo que tengo sobre la época anterior a la conquista de Kyralia y Elyne por parte del Imperio sachakano, hace unos mil años. Los pocos documentos de que disponemos se conservan solo porque son copias, y parecen indicar que solo había dos o tres magos, cuyas habilidades y poderes eran limitados.

—Así que si las personas que sabían fabricar anillos de sangre y lo que era la magia superior murieron sin transmitir estos conocimientos…

—Bien porque no confiaban en nadie lo suficiente para enseñárselo, bien porque nunca encontraron a alguien lo bastante dotado para aprender.

Lorkin se quedó pensativo; Dannyl advirtió, aliviado, que no parecía en absoluto aburrido. El joven mago dirigió su atención a la tercera pila.

—Tres siglos de dominación sachakana —le dijo Dannyl—. He conseguido que tengamos más del doble de información sobre aquella época, aunque no me ha resultado muy difícil, pues teníamos muy poca.

—Una época en que los kyralianos eran esclavos —dijo Lorkin con expresión sombría.

—Y esclavistas —le recordó Dannyl—. Creo que los sachakanos trajeron la magia superior a Kyralia.

Lorkin lo miró con incredulidad.

—¿Me está diciendo que enseñaron magia negra a sus enemigos?

—¿Por qué no? Tras la conquista, Kyralia pasó a formar parte del Imperio. Los sachakanos no mataron a todos los nobles, solo a quienes no juraron lealtad al Imperio. Sin duda hubo matrimonios mixtos y herederos mestizos. Trescientos años es mucho tiempo. Los kyralianos seguramente eran ciudadanos de Sachaka.

—Pero aun así lucharon por reconquistar su país y librarse de la esclavitud.

—Sí. —Dannyl dio unas palmaditas a la parte superior de la pila—. Y eso consta claramente en documentos y cartas anteriores y posteriores a la decisión del emperador de conceder la independencia a Kyralia y Elyne. Ambos países abolieron la esclavitud, no sin topar con cierta resistencia.

Lorkin contempló el montón de libros, documentos y notas.

—Eso no es lo que nos enseñan en la universidad.

Dannyl rió entre dientes.

—No. Y la versión de la historia que te enseñaron era incluso menos aséptica que la que estudié yo cuando era aprendiz. —Dio unos golpecitos con el dedo a la pila siguiente—. A mi generación nunca le explicaron que en otros tiempos los magos kyralianos utilizaban la magia negra para absorber energía de sus aprendices a cambio de sus enseñanzas sobre magia. Fue una realidad que nos costó mucho aceptar.

El mago joven observó la cuarta pila de volúmenes con una curiosidad cautelosa.

—¿Son los libros que mi padre encontró debajo del Gremio?

—Algunos son copias de esos libros, pero expurgados de información peligrosa sobre la magia negra.

—¿Cómo va a escribir una historia de aquella época sin incluir información sobre magia negra?

Dannyl se encogió de hombros.

—Mientras no incluya instrucciones, no habrá peligro de que alguien aprenda a utilizarla a partir de mis escritos.

—Pero… mi madre dice que la magia negra se aprende de la mente de un mago negro. No puede aprenderse en los libros, ¿verdad?

—Creemos que no, pero no queremos arriesgarnos.

Lorkin asintió con aire reflexivo.

—Entonces… ¿lo que sigue es la guerra Sachakana? La pila de libros es muy alta.

—En efecto. —Dannyl contempló el considerable cúmulo de libros y documentos que se elevaba junto al de la «independencia»—. Hice correr la voz de que quería documentos de la época, y desde entonces no dejo de recibir diarios, cuentas y registros de todas las Tierras Aliadas. —En lo alto de la pila había un librito que él había encontrado en la Gran Biblioteca veinte años atrás y que le había abierto los ojos a la posibilidad de que la versión de la historia que se conocía en el Gremio fuera errónea.

—Debe usted de tener ese período bien documentado.

—No del todo —respondió Dannyl—. Muy pocos de estos documentos son originarios de Kyralia. Todavía quedan lagunas en la historia. Sabemos que los magos kyralianos expulsaron a los invasores sachakanos, ganaron la guerra y luego conquistaron Sachaka y la gobernaron durante un tiempo. Sabemos que el páramo que debilitó el país no fue creado sino hasta varios años después de la guerra. Pero no sabemos cómo mantuvieron a los magos sachakanos bajo control, ni cómo crearon el páramo. —«¿Y cuál es el tesoro que los elyneos aseguraban haber prestado o entregado a los kyralianos y que se perdió entonces, junto con sus secretos?» A Dannyl lo invadió una frustración que le resultaba conocida y curiosamente agradable. Todavía quedaban misterios por explorar, y aquel era uno de los más intrigantes.

—¿Por qué no tiene documentos de Kyralia?

Dannyl suspiró.

—Es posible que fueran destruidos cuando el Gremio prohibió la magia negra. O quizá se perdieron durante la guerra. Se ha tergiversado gran parte de la historia. Por ejemplo, nos enseñan que Imardin quedó arrasada durante la guerra Sachakana, pero dispongo de mapas de antes y después de la guerra que muestran un trazado similar de las calles. Unos cientos de años después, sin embargo, tenemos un trazado totalmente distinto, el que conocemos en la actualidad.

—Entonces… O la datación de los mapas es incorrecta, o algo arrasó la ciudad más tarde. ¿Ocurrió algún suceso notable después de la guerra Sachakana?

Dannyl asintió y cogió el libro superior de la pila siguiente, que era mucho más pequeña.

—Hummm —dijo Lorkin cuando lo reconoció—. El Registro del Gremio. —Abrió mucho los ojos al comprender—. ¡Lo hizo el Aprendiz Loco! —Extendió la mano, cogió el libro y lo abrió por las entradas del final—. «Todo ha terminado —leyó—. Cuando Alyk me dio la noticia, no me atreví a creerla, pero hace una hora he ascendido las escaleras de la atalaya y he visto la verdad con mis propios ojos. Es cierto. Tagin ha muerto. Solo él podía desatar semejante destrucción en sus últimos momentos de vida». Su energía se liberó y devastó la ciudad.

Dannyl suspiró, sacudió la cabeza, le quitó el libro a Lorkin y lo depositó de nuevo en lo alto de la pila.

—Tagin acababa de derrotar al Gremio. No podía quedarle tanta energía como para arrasar una ciudad.

—Tal vez lo subestima usted, como hizo claramente el Gremio en aquel entonces. —El joven mago enarcó las cejas con expectación. Aquella actitud desafiante estuvo a punto de arrancar una sonrisa a Dannyl. Lorkin había sido un aprendiz inteligente, siempre dispuesto a poner en duda lo que decían sus profesores.

—Tal vez. —Dannyl bajó la vista al pequeño montón de documentos y libros—. El Gremio… Bueno, es como si no solo se hubiera propuesto ocultar todos los conocimientos sobre magia negra, sino también el hecho humillante de que un simple aprendiz por poco había acabado con ellos. De no ser por el archivero Gilken, ni siquiera contaríamos con los libros que encontró Akkarin para averiguar lo que ocurrió.

Gilken había guardado y enterrado información sobre la magia negra por temor a que el Gremio pudiera necesitarla algún día para defender el país. «Gozamos de quinientos años de paz que nos permitieron olvidar los documentos ocultos, que alguna vez habíamos utilizado la magia negra y que, al otro lado de las montañas, nuestros viejos enemigos, los sachakanos, aún la practicaban. Si Akkarin no hubiera encontrado esos libros ni aprendido magia negra, ahora estaríamos muertos o esclavizados».

—La última pila —dijo Lorkin.

Dannyl vio que el joven había posado la vista en un cuaderno grueso con tapas de piel que estaba en un extremo de la mesa.

—Sí. —Dannyl lo cogió—. Contiene los testimonios que recabé entre quienes vivieron la Invasión ichani.

—¿Incluido el de mi madre?

—Por supuesto.

Lorkin movió la cabeza afirmativamente y le dedicó una sonrisa irónica.

—Bueno, esa debe de ser la parte de la historia sobre la que no necesita investigar más.

—No —convino Dannyl.

El mago joven paseó la mirada por los montones de libros, documentos y registros.

—Me gustaría leer lo que tiene. Y… ¿hay alguna manera en que pueda ayudarle a investigar?

Dannyl miró a Lorkin, sorprendido. Nunca habría imaginado que el hijo de Sonea estuviera interesado en la historia. Tal vez el muchacho se aburría y buscaba algo en lo que entretenerse. Podía perder el interés rápidamente, sobre todo cuando se percatara de que Dannyl ya había agotado todas las fuentes de información. Había muy pocas posibilidades de que alguno de ellos consiguiera rellenar los huecos de la historia.

«Si pierde interés, nadie saldrá perjudicado. No veo ningún motivo para no darle una oportunidad».

Además, una mirada fresca, un enfoque distinto, quizá le ayudaría a hacer nuevos descubrimientos.

Por otro lado, sería positivo que alguien en Kyralia se familiarizara con el trabajo que Dannyl había realizado hasta la fecha, por si este decidía marcharse en busca de nuevas fuentes.

«Cosa que podría ocurrir más pronto que tarde».

Desde la Invasión ichani, Sachaka y Kyralia se vigilaban mutuamente con mucha atención. Por fortuna, ambas partes tenían un gran interés en evitar conflictos futuros. Ambos habían enviado a un embajador y un ayudante al otro país. Sin embargo, no se permitía a ningún otro mago que cruzara la frontera.

A lo largo de los años, Dannyl había interrogado a los embajadores del Gremio y les había pedido que le enviaran material para su libro. Le habían proporcionado algo de información, pero no sabían qué buscar, y lo que le enviaban contenía alusiones tentadoras a documentos no censurados con un punto de vista inédito respecto a los acontecimientos históricos.

Aunque el puesto de embajador quedaba vacante cada pocos años, Dannyl nunca lo había solicitado, en parte por miedo. La perspectiva de internarse en una tierra de magos negros lo intimidaba. Estaba acostumbrado a contarse entre las personas poderosas de la sociedad. En Sachaka no solo sería débil y vulnerable, sino que, según todos los testimonios, los magos superiores sachakanos sentían aversión, desconfianza o desdén hacia los magos sin conocimientos de magia negra.

No obstante, según le habían contado, empezaban a habituarse a esta idea. Últimamente trataban a los embajadores del Gremio con más respeto. De hecho, habían protestado cuando el embajador más reciente había tenido que regresar a Kyralia por los problemas financieros de su familia. Incluso le habían cobrado afecto.

Por tanto, hacía falta un nuevo embajador, y a Dannyl le resultaba demasiado difícil resistir la tentación. Ya había ejercido el cargo antes, en Elyne, así que confiaba en que los magos superiores consideraran la posibilidad de ofrecerle el puesto. Si las cosas no salían bien, siempre podía regresar a Kyralia antes de lo previsto; no habría sido el primero. Mientras estuviera en Sachaka podría buscar documentos que solventaran las lagunas de su historia de la magia y tal vez descubrir nuevas crónicas mágicas.

—¿Lord Dannyl?

Dannyl alzó la vista hacia Lorkin y sonrió.

—Estaré encantado de contar con la ayuda de otro mago para mi investigación. ¿Cuándo quieres empezar?

—¿Mañana mismo le vendría bien? —Lorkin dirigió la mirada hacia la mesa—. Algo me dice que tendré que leer mucho.

—Por supuesto que me viene bien —respondió Dannyl—. Aunque… deberíamos preguntar a Tayend cuáles son sus planes. Vayamos a hablar con él… y a bebernos esa botella de vino.

Mientras guiaba al joven mago a la sala de invitados donde Tayend solía relajarse por las tardes, Dannyl dejó que sus pensamientos vagaran de nuevo hacia Sachaka.

«Se me han acabado las fuentes. No se me ocurre ningún otro lugar donde buscar las piezas que le faltan a mi historia. Por fin se me presenta una oportunidad, y creo que tengo el valor suficiente para aprovecharla».

Sin embargo, la otra razón por la que nunca se había planteado seriamente visitar Sachaka era que eso implicaba separarse de Tayend durante un tiempo. El académico tendría que pedir permiso al rey de Elyne para viajar a Sachaka, y era poco probable que el monarca se lo concediera. Esto se debía, por un lado, a que Tayend no era muy conocido ni influyente en la corte, y tampoco lo había sido antes de mudarse a Kyralia para vivir con Dannyl. Por otro lado, se debía a que era un «doncel», un hombre a quien atraían más los hombres que las mujeres. La sociedad sachakana no era tan tolerante con los donceles como la elynea. En esto se asemejaba más a la sociedad kyraliana, que echaba tierra sobre estas cuestiones y fingía que no existían. El rey de Elyne no querría correr el riesgo de ofender a un país que todavía podía derrotar fácilmente al suyo enviando allí a un hombre cuyo comportamiento les parecería inaceptable.

«Pero ¿y yo? ¿Por qué estoy tan seguro de que el Gremio no me rechazaría para el puesto por la misma razón?»

Lo cierto era que a Tayend no se le daba tan bien como a Dannyl disimular lo que era. No mucho después de establecerse en Imardin, el académico se había hecho con un círculo de amigos. Le había alegrado descubrir que había tantos donceles en las Casas kyralianas como entre la clase dominante de Elyne, y ellos habían adoptado con entusiasmo su costumbre elynea de celebrar fiestas. Se hacían llamar el Club Secreto, un nombre que no reflejaba precisamente la realidad. Muchas personas de la sociedad kyraliana sabían de su existencia, y varias habían expresado su desaprobación.

Dannyl sabía que la incomodidad que sentía derivaba de los largos años en que había encubierto su auténtica naturaleza. «Tal vez soy un cobarde, o tal vez demasiado prudente, pero prefiero que mi vida privada siga siendo… bueno, privada. Pero Tayend nunca me dejó elegir. Nunca me preguntó cómo quería vivir, o si me parecía bien que toda Kyralia supiera lo que somos».

Sin embargo, esta no era la única causa de su rencor. Con los años, Tayend prestaba cada vez más atención a sus amigos. Aunque había algunos miembros del grupo con los que Dannyl se llevaba bien, en su mayoría eran niños mimados de clase alta. Y en ocasiones Tayend se comportaba más como ellos que como el joven con quien Dannyl había viajado hacía años.

Dannyl suspiró. No quería viajar con el hombre en el que se había convertido Tayend. Temía que el hecho de convivir los dos solos en otro país acabara por distanciarlos para siempre. Por otra parte, no podía evitar preguntarse si pasar un tiempo separados ayudaría a cada uno a apreciar más la compañía del otro.

«Pero, aunque quizá estar unas semanas o meses sin vernos nos haría bien, ¿sobreviviría nuestra relación a dos años de separación?»

Cuando entró en la sala de invitados y se encontró con que Tayend ya había abierto la botella y se había bebido la mitad del contenido, sacudió la cabeza.

Si quería llegar a rellenar algún día los huecos de la historia de la magia que estaba escribiendo —la gran obra de su vida—, no podía quedarse cruzado de brazos esperando que alguien le mandara el registro o documento preciso. Tendría que buscar las respuestas por sí mismo, aunque eso significara arriesgar el pellejo o marcharse sin Tayend.

«De una cosa estoy seguro: pese a todos los aspectos de Tayend que no me gustan, él me importa lo suficiente como para no querer poner su vida en peligro. Él querrá acompañarme, y yo me negaré a llevármelo conmigo».

Y esto no haría muy feliz a Tayend. No lo haría feliz en absoluto.

* * *

Ella no había crecido desde la última vez que Cery la había visto. Su cabello negro, con un corte irregular y lleno de trasquilones, apenas le llegaba a los hombros. El flequillo, peinado marcadamente hacia un lado, le tapaba una de las cejas rectas como tajos. Y sus ojos…, esos ojos que hacían que le flaquearan las fuerzas desde la primera vez que los había visto, oscuros y expresivos.

Pero en aquel momento no expresaban más que una determinación despiadada y férrea mientras la joven regateaba con un cliente a quien ella prácticamente doblaba en estatura y peso. Aunque Cery no alcanzaba a oír lo que decían, la seguridad en sí misma y la actitud desafiante de la chica despertaron en él un orgullo absurdo.

«Anyi, mi hija —pensó—. Mi única hija mujer. Y ahora, es toda la descendencia que me queda…».

Sintió que algo se desgarraba en su interior cuando los recuerdos del cuerpo destrozado de su hijo se agolparon en su mente. Los ahuyentó, pero la sensación de angustia y miedo permaneció. No podía permitir que el dolor lo distrajera, tanto por el bien de su hija como por el suyo propio. Por lo que sabía, alguien podía estar vigilándolo, aguardando un momento de debilidad, preparado para atacar.

—¿Qué debo hacer, Gol? —murmuró. Se encontraban en un reservado en la planta superior de una casa de bol, con vistas al mercado del que formaba parte el puesto de su hija.

El guardaespaldas se removió en su asiento y comenzó a volverse hacia la ventana, pero se detuvo. Posó en Cery una mirada cargada de incertidumbre.

—No lo sé. Creo que es peligroso hablar con ella, y también no hacerlo.

—Y perder el tiempo intentando decidir equivale a no hacerlo.

—Sí. ¿Hasta qué punto te fías de Donia?

Cery meditó sobre la pregunta de Gol. La propietaria de la casa de bol, que ofrecía varios «servicios» adicionales, era una vieja amiga de la infancia. Cery la había ayudado a montar el local cuando su esposo Harrin, otro viejo amigo de Cery, había muerto cinco años atrás a causa de la fiebre. Sus hombres impedían que las bandas la extorsionaran a cambio de protección. Aunque no la hubiera conocido hacía tiempo, o aunque ella no se hubiera mostrado agradecida por la ayuda que le había prestado, Donia le debía dinero y estaba lo bastante familiarizada con las costumbres de los ladrones para saber que traicionarlos traía consecuencias.

—Más que a nadie.

Gol soltó una risotada breve.

—Eso no es mucho.

—No, pero ya le he pedido que no pierda de vista a Anyi, aunque ella no sabe por qué. Hasta ahora no me ha defraudado.

—Entonces no parecerá raro que pidas que traigan a la chica para hablar con ella en persona, ¿verdad?

—Raro, no, pero… le picará la curiosidad. —Cery suspiró—. Acabemos con esto de una vez.

Gol irguió la espalda.

—Voy a ocuparme de esto y a cerciorarme de que nadie esté escuchando.

Cery contempló al hombre por unos instantes y asintió. Echó un vistazo por la ventana al tiempo que su guardaespaldas se encaminaba hacia la puerta y se percató de que un nuevo cliente había reemplazado al anterior. Anyi observaba al hombre mientras este deslizaba el dedo por la hoja de uno de sus cuchillos para probar el filo.

—Y asegúrate de que el puesto esté vigilado mientras ella se encuentre allí.

—Por supuesto.

Unos minutos más tarde, cuatro hombres salieron de la casa de bol y se acercaron al puesto de Anyi. Cery advirtió que los otros comerciantes fingían no haber reparado en ellos. Uno de los hombres le dijo algo a Anyi. Ella sacudió la cabeza y lo fulminó con la mirada. Cuando el tipo extendió el brazo, ella retrocedió y, veloz como el rayo, desenfundó un cuchillo y lo amenazó con él. El hombre alzó las manos con las palmas hacia delante.

Siguió una larga conversación. Anyi bajó el cuchillo despacio, pero no lo guardó ni apartó los ojos del hombre. En un par de ocasiones, miró fugazmente hacia la casa de bol. Finalmente, mientras él se apartaba de su puesto, ella pasó de largo y se dirigió a la casa de bol, envainando el cuchillo.

Cery soltó el aire que había estado conteniendo y se percató de que tenía el estómago revuelto y el corazón desbocado. De pronto deseó haber dormido un poco la noche anterior. Quería estar totalmente alerta, para no cometer el menor error ni perderse un solo momento de ese encuentro con su hija que esperaba estar en condiciones de mantener. Hacía años que no hablaba con ella, desde que era una niña. Ahora era una joven. Seguramente los hombres intentaban llamar su atención y llevársela a la cama…

«Mejor no pensar mucho en eso», se dijo.

Oyó voces y pasos que se acercaban por la escalera que conducía al reservado. Respiró hondo y se volvió hacia la puerta. Al cabo de un momento de silencio, una voz masculina conocida animó a alguien a seguir subiendo, y se oyeron las pisadas de un único par de pies.

Cuando ella asomó la cabeza por el vano de la puerta, Cery se planteó la posibilidad de sonreír, pero sabía que no sería capaz de reunir los ánimos suficientes para resultar convincente. Decidió limitarse a fijar la vista en ella con lo que esperaba que fuera una seriedad cordial.

Ella parpadeó, abrió mucho los ojos y, con el ceño fruncido, entró en la habitación con grandes zancadas.

—¡Tú! —exclamó—. ¡Tenía que haber imaginado que eras tú!

Sus ojos relampaguearon, acusadores y llenos de rabia. Se detuvo a unos pasos de distancia. Él aguantó sin pestañear la mirada de Anyi, aunque lo asaltó un sentimiento de culpa que conocía bien.

—Sí. Yo —respondió—. Siéntate. Tengo que hablar contigo.

—¡Pues yo no quiero hablar contigo! —declaró ella, y dio media vuelta para marcharse.

—En realidad no tienes alternativa.

Anyi se detuvo y miró hacia atrás, achicando los ojos. Se volvió lentamente de cara a él y cruzó los brazos.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó antes de exhalar un suspiro teatral que estuvo a punto de hacer sonreír a Cery. La resignación hosca y teñida de desprecio era algo que muchos hombres con hijas de su edad tenían que soportar. Sin embargo, la resignación de Anyi nacía más del conocimiento de que él era un ladrón que de su respeto por la autoridad paterna.

—Prevenirte. Tu vida corre… aún más peligro que de costumbre. Hay muchas posibilidades de que alguien intente matarte pronto.

La expresión de ella no cambió.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

Él se encogió de hombros.

—Por la simple y desafortunada razón de que eres mi hija.

—Pues hasta ahora me las he arreglado bastante bien para sobrevivir.

—Esto es distinto. Es mucho más… fuerte.

Anyi puso los ojos en blanco.

—Ya nadie usa esa palabra.

—Entonces yo soy un don nadie. —Arrugó el entrecejo—. Estoy hablando en serio, Anyi. ¿Crees que pondría en peligro nuestras vidas reuniéndome contigo si no estuviera convencido de que sería peor no hacerlo?

El desprecio y la rabia se esfumaron del rostro de la joven, dejándola sin una expresión que él pudiera interpretar. Entonces apartó la mirada.

—¿Por qué estás tan seguro?

Él inspiró y exhaló despacio. «Porque mi esposa y mis hijos han muerto. —Sintió un dolor cada vez más intenso en su interior al pensar en ello—. No estoy seguro de poder decirlo en voz alta».

—Porque, desde anoche, eres la única hija que me queda con vida.

Ella abrió mucho los ojos, lentamente, conforme asimilaba la noticia. Tragó en seco y cerró los párpados. Permaneció inmóvil por un momento, con una arruga entre las cejas. Luego abrió los ojos y clavó en él la misma mirada de antes.

—¿Se lo has dicho a Sonea?

Él frunció el ceño al oír la pregunta. ¿A qué venía aquello? La madre de la chica siempre había estado un poco celosa de Sonea, tal vez porque intuía que en el pasado él había estado enamorado de la joven de las barriadas que había llegado a ser maga. Cery dudaba que Anyi hubiera heredado los celos de Vesta. ¿O es que sabía más de lo que debía sobre el vínculo secreto que su padre mantenía con el Gremio?

¿Cómo responder a una pregunta así? ¿Convenía responder, en realidad? Cery pensó en cambiar de tema, pero se percató de que sentía curiosidad por saber cómo reaccionaría ella ante la verdad.

—Pues sí —le dijo, y se encogió de hombros—. Y también la he informado de otras cuestiones.

Anyi asintió en silencio, lo que resultó frustrante para Cery, pues no revelaba los motivos por los que le había hecho aquella pregunta. Ella suspiró y desplazó su peso de una pierna a otra.

—¿Qué sugieres que haga?

—¿Hay algún lugar seguro al que puedas ir? ¿Personas en quienes confíes? Te ofrecería protección, pero… Bueno, digamos que la decisión de tu madre de dejarme resultó ser correcta y… —Al percibir la amargura en su voz, pasó a otras razones—. Es posible que mi propia gente me haya traicionado. Convendría que no dependieras de ellos. Excepto de Gol, claro. Aunque… sería prudente que tuviéramos una forma de ponernos en contacto.

Ella movió la cabeza afirmativamente, y Cery se animó al ver que se erguía con determinación.

—Estaré bien —le aseguró Anyi—. Tengo… amigos. —Sus labios se apretaron hasta quedar reducidos a una línea fina. Él supuso que eso era todo lo que pensaba decirle. Buena decisión.

—Bien —dijo, y se puso de pie—. Cuídate, Anyi.

Ella lo contempló, pensativa, y por un momento la comisura de su boca se movió ligeramente. Cery concibió la súbita esperanza de que su hija comprendiera por qué se había mantenido alejado de ella durante tantos años.

Entonces Anyi giró sobre sus talones y salió a toda prisa de la habitación, sin esperar a que él le diera permiso y sin despedirse.