Capítulo 44
LUCAS se quedó en la posada con Saulo durante muchos días. Lo alimentaba y lo bañaba. Compraba el mejor vino para él y lo mezclaba con ciertas pociones medicinales.
Timoteo se sentía como un hijo sin padre. Para distraerlo, Lucas le encargaba redactar la correspondencia y hacer los mandados, mientras él se quedaba en la alcoba, contemplando con dolor a Saulo y estrujándose las manos.
Enterado Pedro de tan dramáticos sucesos envió una afectuosa carta al hombre que en otros tiempos había motejado de espina clavada en sus pies. Le recordaba que el Mesías había dicho que los hombres, aunque mueran, vivirán de nuevo en la radiante sombra de Su Ser, y que los que perecen en su nombre estarán inmediatamente a Su lado. Séfora escribió también una consoladora carta, y lo mismo muchos miembros de la comunidad de Jerusalén, dignatarios y diáconos que antes riñeran con él y ahora sufrían con Saulo. Lucas le leyó todas aquellas hermosas cartas, sin que Saulo dijera nada. Los miembros de la comunidad cristiana de Tarso vinieron en grupos a consolarlo, pero él se negó a recibirlos. Prometieron oraciones por el alivio de su dolor, pero él no contestó.
Llegó el invierno a Atenas, y Lucas compró un pequeño brasero, para la alcoba de Saulo, en la que ahora también dormía él, para asistirlo mejor.
Una noche despertó Saulo de su letargo con todos sus sentidos alerta. Vio a Lucas que dormía cerca de él. Vio la débil llama de la vela. Confusos recuerdos volvían a su mente, pero los apartó. Luego cayó dormido y empezó a soñar.
Soñó que vagaba por un gran jardín de enormes árboles bañados en una neblina de oro; todas las flores brillaban como con rocío de plata.
Entonces vio a un ángel que se le acercaba sobre la hierba, con sus grandes alas de luz palpitando desde sus hombros. Una espada colgaba de su cinto de gemas, una espada en forma de rayo, y había también un rayo en su frente.
-Saulo ben Hilel -dijo con voz a la vez íntima y lejana, que llenaba el silencio del aire-. Tengo un mensaje para ti.
Saulo se arrodilló ante él, unió las manos y esperó, mirando el rostro angélico.
-Hay un tiempo para el dolor, y ese tiempo ha pasado -dijo el desconocido-. Has olvidado demasiadas cosas, pero se te ha perdonado todo, ya que todo se perdona a los que aman. Ahora debes levantarte como un hombre y continuar con lo que se te ha ordenado, o los que te aman lamentarán que su muerte haya terminado tu vida y tu misión. Multitudes han llorado antes que tú, y multitudes llorarán después que tú, pero el dolor es vano, pues sólo Uno puede curar, y no se lo has pedido.
-Mi corazón es humano -dijo Saulo-. Lloro con un corazón humano.
-También Él tiene un Corazón humano -dijo el desconocido con severidad- Ha llorado y llora aún como ningún hombre podría lamentarse. La humanidad de Su Corazón sobrepasa al tuyo, Saulo ben Hilel, y Su dolor es como una montaña.
Saulo empezó a llorar: El ángel continuó: "-Dios también tiene un Hijo, y lo vio ofrecerse por la humanidad; vio su carne destrozada, clavada, rasgada. Vio su humillación y el temor de aquel humanísimo Corazón. Vio la malicia que lo rodeaba y presenció su muerte.
Saulo alzó el rostro lleno de lágrimas, extendió los brazos, miró al cielo y dijo:
-Perdóname, mi Señor y mi Dios, y dame fuerzas para que pueda soportarlo, para que no me olvide de nuevo. Extiende tus alas y condúceme. Pues no soy Dios .. Sólo soy un hombre, y Tú me has hecho para sufrir como hombre.
Cuando miró hacia el ángel, éste había desaparecido. La oscuridad envolvió a Saulo, que se despertó para ver que ya era la mañana, y que Lucas llenaba de carbón el brasero.
Entonces dijo con voz débil pero clara: -Querido amigo, he visto un ángel y él me ha reprobado -lloró ahora, en realidad sus primeras lágrimas, y Lucas lo sostuvo en sus brazos y no se lo impidió, sino que lo confortó en silencio.
Y ahora comenzaron sus largos viajes misioneros. Acompañado por Timoteo y Lucas siguió con la colosal tarea que le parecía interminable, frecuentemente dolorosa, desesperada, ingrata por la oposición, persecución y terquedad de los miembros de la joven Iglesia. Al recibir una carta de Corinto, ciudad que no había vuelto a visitar, contestó triste y tiernamente: "He hecho propósito de no ir otra vez a ustedes, mientras me domine la tristeza. Porque si yo los contristo, ¿quién va a ser el que a mí me alegre, sino aquel que se contrista por mi causa? Y esto mismo les escribo para que, cuando vaya, no tenga que entristecerme de lo que debiera alegrarme. Les escribo en medio de una gran tribulación y ansiedad de corazón con muchas lágrimas, no para que se entristezcan, sino para que conozcan el gran amor que les tengo.
Conforme pasó el tiempo empezó a molestarle el ojo enfermo, y sus fuerzas, que por años fueran pura energía de corazón y espíritu, se debilitaron de modo alarmante. En vano Lucas lo exhortaba a trabajar de forma menos agotadora, a descansar entre los viajes. —Si he de poner orden en este caos doctrinal -respondía-, he de darme prisa. Ya llegará la hora de morir, y ¡ojalá la muerte no me encuentre durmiendo en la ociosidad y en el olvido! Mi tarea no está terminada.
El dolor y los años habían extinguido el brillo de su rojiza cabellera, blanca ahora lo mismo que sus cejas; profundas arrugas surcaban su rostro y un leve aunque persistente temblor le afectaba la boca. Pero caminaba erguido, fuerte sobre sus arqueadas piernas, y la mirada era aún leonina y dominante, y la voz tenía todavía una nota imperiosa, y una fascinación que retenía los corazones de los hombres. Nadie podía mostrarse indiferente hacia él. Era fiera y apasionadamente amado, o bien fiera y apasionadamente odiado. Riñendo, exhortando, condenando, alabando, enseñando, convirtiendo, confortando, riendo o llorando, marchaba aparentemente sin fatiga con su mirada tierna o brillante de ira, según el caso; y los modales secos, violentos, impacientes o conciliatorios, según los que encontrara. Si se sorprendía á menudo ante la ciega estupidez del hombre, que abrazaba el error, el pecado y la muerte del alma que tanto lo aterrorizaba, también sabía ver ahora su dolorosa situación, su desamparo, su desconcierto, el ansioso dolor y las enfermedades; y se maravillaba de que una criatura tan frágil poseyera asimismo la fortaleza y el deseo de la verdad, y la certidumbre que debía mover los corazones de los ángeles.
Mientras viajaba desde las escarpadas costas de Listra al dorado Éfeso, a Macedonia, a Filipos, rodeado de sus grandes montañas rocosas y de llanuras pobladas de álamos, crecieron sus dificultades. En Filipos fue donde los romanos -cada vez más exasperados por los cristianos-, al oír que se trataba de un hombre turbulento que "insultaba a los dioses, profanaba los templos y animaba la rebelión entre los esclavos, los libertos y el populacho", lo encarcelaron.
Los romanos lo llevaron ante un magistrado. Saulo dijo con su antiguo orgullo;
—Soy ciudadano romano, y no por compra de derechos, sino por nacimiento, y exijo un tribunal competente. Pues soy inocente de los cargos que se me imputan, de todas esas mentiras y calumnias. Vine en paz, y quisiera irme en paz.
El magistrado quedó impresionado, e hizo que le quitaran las esposas de manos y pies -pues sólo se esposaba a los esclavos y siervos-, y que le dieran un vaso de vino, pan, queso y carne tres veces al día mientras aguardaba su juicio en la cárcel.
Lucas, ciudadano romano también, podía visitarlo y llevarle mantas, y los romanos se sentían desconcertados ante el aspecto del griego, su voz y su profesión.
-¡Ah, que tengas que encontrarme aquí! -dijo Saulo, e inmediatamente le preguntó por la comunidad cristiana. Lucas no le reveló que era como todas las jóvenes comunidades, lacerada por las disensiones, amenazada por el cisma, las luchas doctrinales y los fanáticos que hablaban de "la espada de Dios". En cambio dijo que era grande y floreciente -cosa cierta-, y que se hacían muchos conversos entre los gentiles. Aseguró a su amigo que pronto quedaría libre de falsas acusaciones y en libertad, aunque no estaba demasiado seguro de ello. En cuanto a él, debía seguir sus propios viajes, como evangelista.
Los dos amigos se abrazaron, dándose ánimo. Saulo, a través de los barrotes de su celda, lo vio retirarse por el pétreo corredor.
Los días pasaron y, una tarde, se dio cuenta de pronto de que reinaba el silencio más completo, ni roto siquiera por los pasos de las patrullas. Escuchó ávidamente. Todo estaba mortalmente silencioso, como si se hubiera hundido en el profundo seno de la tierra, donde nadie viviera más que él. Se alzó de las mantas y metió la cabeza entre los barrotes, mirando al corredor.
Lo que vio era increíble. Los soldados no dormían, sino que estaban petrificados como estatuas en las acciones y posturas en que se hallaban. Unos seguían rígidamente sentados contra la pared, otros quietos en el instante de echar los dados; algunos de pie, con el vaso junto a la boca, otros detenidos en el acto de masticar, o en el instante de echar a andar, como si hubieran visto a Medusa. Un joven soldado estaba inmovilizado en el aire, sobre la espalda del compañero que acababa de lanzarlo por encima de su hombro, y otro, con las rodillas dobladas y el casco torcido, tenía el puño cerrado contra la boca de su compañero.
No podía creerlo. Vio que los soldados no estaban inconscientes, pues captó el brillo de sus ojos abiertos, aterrorizados, a la luz de la antorcha prendida en la pared. Aquellos ojos seguían mirándolo y por sus jóvenes rostros corría el sudor, mientras luchaban por librarse de la invisible cadena que aprisionaba sus cuerpos.
Entonces, ellos y Saulo, vieron cómo la negra puerta de hierro se abría lentamente. Al oír el ruido, los soldados rodaron los ojos en su dirección, pues ésta era la única parte de su cuerpo que podían mover.
En el umbral apareció un joven de larga túnica blanca, rubio y hermoso como un dios, e igualmente sereno e indiferente.
Miró con indiferente amabilidad a los petrificados soldados, pasó con soltura entre ellos y recorrió el corredor hasta la celda de Saulo, sin que sus sandalias hicieran el menor ruido sobre las húmedas piedras. Era como si caminara por el aire. Se detuvo ante los barrotes y miró el rostro de Saulo con aquella calma y serenidad que eran más terribles que toda violencia, más que la cólera, pues no eran humanas, y nada humano podía turbarlas.
Saulo percibió el aura luminosa que lo rodeaba, como oro pálido, surgiendo de su rostro, túnica, manos y pies. Aquel ser sonrió delicadamente, pero no con la inquietud de un amigo a otro en apuros. Dijo, y su voz despertó ecos en el corredor, como el sonido de la suave música:
-Ponte las sandalias, Saulo de Tarso, y coge tu capa, pues he venido a libertarte.
El ángel colocó las manos en los barrotes de la celda y los agitó, no vigorosamente, sino como lo haría un niño, con el menor esfuerzo. y en ese instante la tierra gimió como en un terremoto, el suelo vaciló bajó los pies de Saulo, de modo que éstos le fallaron y cayó pesadamente contra la pared de la celda mientras su corazón latía aterrorizado. El trueno despertó ecos en el aire, y las paredes oscilaron, y la antorcha también, como si una corriente de aire fuera a apagarla.
Oyó un ruido. La puerta de su celda estaba abierta de par en par; colgaba de los goznes, rota, y no por manos humanas. El visitante había desaparecido. Saulo dejó la celda con piernas temblorosas. Recorrió lentamente el corredor y dijo a los soldados que lo observaban:
-No teman, pronto estarán libres.
Pasó de la prisión a la oscuridad de la ciudad, únicamente iluminada por el rojizo resplandor de antorchas y linternas en las calles. El temblor de— tierra había hecho poco daño, pero había grupos de gente agitada, soldados alarmados. Saulo se dirigió a la posada y encontró allí a Timoteo.
-¡Saulo! -gritó el muchacho, alzándose del lecho y saltando a su cuello con una exclamación de alivio y gozo-. ¿Te han libertado los romanos?
-No -dijo Saulo-. Fue Dios. Puso las manos en los hombros de Timoteo y continuó: -Estaba llorando, me sentía perdido y olvidado, y Dios envió a su mensajero para que me sacara de la prisión.
Pero, como romano y abogado, conocía su deber. Al día siguiente, después de un tranquilo y pacífico sueño, fue al magistrado que le enviara a la prisión. Sin embargo, el rumor de lo que había sucedido la noche anterior había corrido antes que él, y el magistrado lo miró gravemente.
-He oído a los soldados -dijo-. Si los dioses no quieren que sigas en la cárcel, ¿quién soy yo para declararte culpable?