Capítulo 16

"SALUD a mi padre, Hilel ben Boruch, de su hijo, Saulo ben Hilel. "Confío en que tu silencio, querido padre, no sea debido a enfermedad, sino a los preparativos de los Días Santos. No he sabido de ti desde la primavera, aunque Aristo me escribe que te visita a menudo desde su huerto de olivos y dátiles, y que te encuentra bien, gracias sean dadas a Dios. Sin embargo, su última carta me preocupó, pues insinuaba que parecías triste, y que sabía por los sirvientes que pasabas más y más tiempo en la tumba de mi madre, aunque hace ya diez años que murió (la recuerdo en mis plegarias). "He seguido los consejos, que con frecuencia me diste, de manifestar menos impaciencia de palabra y obra, y aquietar mis pensamientos. Pero mi temperamento es como un aguijón en mi carne, y me temo que siempre será así. No nos hemos visto desde hace dos años, cuando visitaste Jerusalén por última vez, y, según te he escrito, los asuntos no mejoran aquí, sino al contrario. He visitado hace poco las provincias, especialmente Galilea, y la muchedumbre de campesinos y artesanos sufre cada día más. Es costumbre que hombres hambrientos y desamparados sean arrojados a las más asquerosas prisiones por "no poder pagar los impuestos legales", según lo define el publicano, y, ¿quién puede oponerse a la palabra de esa villanía en forma de hombre? Ciertamente se ha dicho que Dios considera al recaudador menos digno de perdón que un asesino o una ramera, un ladrón o un pederasta, un embustero o un adúltero, pues, ¿no combina en su persona los rasgos y despreciables cualidades de todos ellos? Me parece increíble que cualquier judío, por bajo que haya caído, acepte el oficio de publicano.

"Por culpa de los sacerdotes, que han traicionado a Dios y al hombre, el Templo ya no es un santuario, Morada del Todopoderoso. No es más que un mercado donde se discuten extrañas filosofías a la sombra de las columnatas, de polvorientos pasajes y tranquilos jardines, donde los hombres se reúnen, bajo sombrillas sostenidas por esclavos, para mantener complicadas conversaciones y hablar de los bancos y sus mercancías. Los sacerdotes ya no son virtuosos. Se contentan con que los romanos les paguen los estipendios y contribuyan al lujo de sus casas. No significaba nada para ellos que el pueblo los desprecie, pues no se consideran sus guías o patrones, sino que los miran como a enemigos. Dan a sus rebaños piedras como comida, y polvo como bebida, y, en vez de esperanza, los lanzan a un abismo de desesperación.

"Aunque tú me has animado a visitar a menudo a mi abuelo, Chebua ben Abraham, porque está enfermo y apenado, no puedo decidirme a hacerlo más que en raras ocasiones. Lo evito. También le ofendo. Cuando cené por última vez con él recibía a cierto número de escribas, esos intelectuales que nada hacen digno de ser llamado trabajo, sino que sólo escriben libros, aconsejan a los políticos y hablan largo y tendido de servir a "reyes" y a "un gobierno superior". ¡Se consideran enormemente inteligentes! Muchos de ellos son pederastas, según mi abuelo me dijo una vez al oído, pero se reía sin mostrar disgusto, como si eso fuera una encantadora excentricidad y no una repulsiva depravación. Algunos escriben poesías, que hacen copiar por escribas inferiores, y venden en las librerías, y su poesía es como el humo en el viento. Dudo quién resulta más despreciable, si los saduceos, los sacerdotes o los escribas, o de quién abomino más.

"Pasando a asuntos más felices: El último hijo de Séfora, una niña, es encantadora, por encima de toda descripción, y Séfora y su marido están muy satisfechos, pues tienen tres hijos y Ezequiel deseaba una niña. Séfora crece en belleza, y Claudia Flavia declara que es una joven Juno, lo que no creo te complazca. Claudia añadió después: "Y posiblemente una joven Raquel". Séfora tiene cierta ligereza de porte, y tendencia a bromear, lo que no es propio de una matrona de veinticuatro años. Pero lleva el cabello cubierto, y se muestra grave en ocasiones, y se conduce con circunspección, gracias a esa dama, Claudia; luego sus ojos brillan como el oro y se ríe sin razón, y se burla de mí diciendo que antes no era tan serio y solemne. Inmediatamente después sus burlones ojos se llenan de lágrimas y me abraza. En cuanto a mí, hallo a las mujeres incomprensibles.

"La bolsa de sextercios de oro que me enviaste fue recibida con gratitud y afecto. Pero te aseguro que mis ganancias como fabricante de tiendas bastan a mis necesidades. Duermo en la parte trasera de mi tienda. Estoy contento con la comida y el vino más simple y un puñado de fruta. No me visto con lujo. Gamaliel me dijo una vez: "Si tu infancia y juventud hubieran transcurrido en la miseria, no te sentirías satisfecho con tan poco ahora", observación que me parece demasiado sutil. Implicaba que el criado en la comodidad y el lujo encuentra la pobreza posterior menos insoportable. Que la pobreza es mejor acogida por los acostumbrados a la comida excelente... ¡como si fuera una aventura, y no una dureza! Quizás el rabino no sólo tenga razón, sino sabiduría. Ceno en ocasiones en su casa, y debo confesar que disfruto en su mesa, aunque es más sencilla que la de José de Arimatea.

"No me riñas: He dado los sextercios a los pobres. José de Arimatea distribuye grano, carne, vino y ropas a los pobres, que son legión en Jerusalén, a pesar de la riqueza de la ciudad y sus miles de habitantes. Lo que esos desgraciados reciben ahora en el Templo, en nombre de la caridad, resulta vergonzoso, pues también la caridad ha decaído en estos cínicos días. Pocos se preocupan de los pobres, y, sin embargo, la caridad es una de las virtudes que Dios exige a los judíos.

"Te ruego, queridísimo padre, que me escribas con frecuencia.

Hay cosas en mi corazón de las que no puedo hablarte, pues siempre lo más mínimo ha sido para mí lo más difícil de explicar. Soy feliz. Nunca conocí la felicidad como ahora. Aún no me he realizado totalmente, aún no he alcanzado la promesa. Está todavía más allá de las distantes colinas, pero marcho hacia ella todos los días. Algunas veces estoy agotado por el trabajo y el estudio, y me duelen las manos y la cabeza, y echo de menos mi casa de Tarso, y la vista de los rostros y jardines familiares. Eso es sólo una pasajera debilidad. No cambiaría mi destino por nada del mundo.

"Siento que me acerco a alguna Revelación que está floreciendo en la oscuridad y el silencio de las noches, pero qué es, no lo sé. Sólo sé que está ahí, y mi corazón salta de gozo. ¿Qué significa a su lado mi ojo enfermo, o el hecho de que haya perdido la fuerza de la juventud, y deba arrastrarme? Dios me ha dado la fuerza del espíritu, y esto es más que suficiente. No te apenes, pues, por mí; no te preocupes ni sufras ansiedad alguna. Estoy haciendo lo que debo y por esto te imploro que te regocijes conmigo. No olvido que de no haber tenido un padre como tú, no poseería mi actual valor ni tanta paciencia. .

"Envío saludos a Aristo, mi antiguo maestro. Espero que no te robe demasiado cuando te venda el producto de sus viñas y sus huertos. Acuérdate de mí en tus plegarias, y cree que yo lo hago en las mías. Cuando visites otra vez la tumba de mi madre, llévale una rosa por mí.

"Tu hijo Saulo."

El hermoso carruaje, arrastrado por cuatro magníficos caballos negros, salió de Jerusalén al amanecer y Saulo ben Hilel y José de Arimatea iban sentados en sus almohadones de terciopelo rojo, bordeado de oro. El conductor era un enorme nubio vestido como un rey bárbaro, pues José concedía a sus sirvientes los justos deseos con amor y respeto. Otro criado sostenía una sombrilla de seda sobre la cabeza de los pasajeros, aunque aún no había salido el sol y el cielo estaba tan negro como el rostro del nubio y totalmente cuajado de estrellas sobre aquellos lugares desolados.

Hacía frío, y Saulo se envolvió en su capa oscura, de pelo de cabra, tejida por él mismo. Las ruedas del carro con llantas de hierro retemblaban sobre la grava, la arena y el polvo, y las herraduras de los caballos arrancaban chispas de fuego de las piedras. Un viento árido azotaba los rostros; era un viento que olía a rocas, a plantas del desierto, y también a siglos, pues atravesaban una tierra antigua, una tierra muerta, tumba de muchas naciones ya desvanecidas.

El alba se presenta de súbito en Oriente. Un momento antes la tierra estaba oscura y las colinas invisibles, y al siguiente todo el cielo era una brillante conflagración ambarina y las colinas resaltaban contra él, lanzando destellos cobrizos, como agua en llamas.

Saulo, siempre sensible a la vista de la tierra y la belleza, quedó atónito. Miró a José de Arimatea, pero su grande y calva cabeza, y parte de su rostro, quedaban ocultos por la capucha, y ahora se adelantó y murmuró algo al conductor nubio, que se llevó el látigo a la frente. Los caballos brillaban de espuma y el conductor los dirigió a un arroyo para que se refrescaran y bebieran. José dijo a Saulo: "Tenemos que ir aún muy lejos, así que descansa". Dejaron el coche y se lavaron la cara y las manos polvorientas en la corriente, y bebieron; José sacó fruta fresca, vino y pan, y un queso excelente. Lo compartió con los sirvientes, cortésmente, y, como el sol calentaba mucho, Saulo se retiró la capa, quedando sólo con la túnica de lino gris. Su pelo rojo parecía inflamado por el sol, y José dijo mirándole el rostro: "No está bien exponerse en estos lugares, Saulo, así que vuélvete a poner la capucha para abrigarte el rostro y protegerte los ojos." .

Los suyos lo miraban con afecto, y de nuevo Saulo quedó asombrado de la amabilidad con que lo trataba aquel hombre tan bueno. No podía verse como José lo veía: un joven de ardientes aunque sombrías pasiones, con un rostro ascético de fuertes y angulares huesos, y ojos que parecían relucir de visiones.

Había muchos que consideraban impresionante a Saulo, implacable, arrogante a causa de sus conocimientos, e intolerante. Saulo tenía muchas imperfecciones; no soportaba a los estúpidos, y no tenía paciencia con la debilidad y fragilidad de carácter, y con aquella afeminada amabilidad que muchos de los escribas y saduceos cultivaban como parte de su vida civilizada.

Para José -y éste conocía bien a los hombres-, las manifiestas virtudes de Saulo, algunas de ellas extremas, vencían sus imperfecciones como un magnífico y brillante esmalte vence la básica rudeza de la cerámica. No eran virtudes que lo hicieran estimable, sino que más bien despertarían el desprecio, la inquietud y la hostilidad. Era incapaz de toda hipocresía, y ofendía a muchos, con sorpresa por su parte, pues aún conservaba cierta ilusión de que los hombres prefieren la verdad a la mentira.

Siguieron adelante bajo la luz; ahora era ya plena mañana, y el calor les llegaba a través de las ropas.

Saulo había meditado a menudo en la idea de que le gustaría retirarse al desierto por algún tiempo, a este inmenso silencio de luz incandescente. Pero al mirar ahora en torno confesó que no podía comprender cómo los fervorosos zelotes y esenios elegían un lugar tan parecido al infierno. Seguían penetrando en el desierto, y Saulo adivinó, por la seguridad del nubio que dirigía los caballos, que este territorio no era nuevo para él, que ya le resultaba familiar. Sus grandes pendientes lanzaban destellos dorados sobre sus negras y pulidas mejillas, y miraba en torno con indiferente orgullo. Saulo empezó a sentirse más agradecido por la sombrilla colocada sobre su cabeza y la de José.

Éste alzó la mano y señaló hacia las colinas, y Saulo vio bajo ellos, entre olas de calor, un grupo de cuevas que subían escalonadamente por la ladera de la colina más cercana.

-Nuestro destino -dijo José.

De pronto apareció una pequeña figura en la parte superior de la cueva más baja, tan negra y recortada como la de un buitre contra el cielo. Hizo un breve gesto de reconocimiento y se quedó allí observándolos. Al cabo de un rato se le unieron otras figuras similares, y ya se adivinaban las ropas de piel que rodeaban sus muslos. No llevaban capa, ni capucha, ni abrigo contra el sol y el calor, y, cuando el carro se acercó, Saulo pudo ver sus rostros, casi tan negros como el del nubio, y barbudos. Las manos, brazos y piernas eran delgados, pero musculosos, y ahora saltaban como cabras sobre el terreno y se oían sus voces, débiles como flautas:

-¡Shalom!, ¡Shalom!

Crecían en número. Ahora eran al menos cincuenta, luego más, y más, hasta ciento. Parecían surgir no sólo de las cuevas, sino de la misma tierra. Saulo vio que eran jóvenes, algunos casi muchachos, pues apenas tenían barba. Sintió que el sudor le corría por la barbilla. Él no llevaba barba, pues tenía una piel tan delicada que la barba le irritaba y producía heridas, y el rabino Gamaliel había dicho: "Dios desea que lo amemos y lo sirvamos, pero no que suframos dolores innecesarios en su servicio, pues eso es vanagloria. Y, ¿no dijo Luciano, el griego, que si las barbas fueran símbolo de la sabiduría, una cabra sería un auténtico Platón?"

Algunos de los jóvenes moradores del desierto no pudieron resistir su entusiasmo al ver a José de Arimatea, y llegaron corriendo hasta el carro, alzando espesas nubes de polvo amarillo. Saulo miró las provisiones que José trajera: botas de vino, ruedas de queso, pan de trigo y avena, fruta y alcachofas en vinagre y ajo, y cerveza y aguardiente. Había también cestos de cebollas, y limones, y montones de dátiles e higos, y cajas de pasta, y carne seca. Había pequeñas bolsas de piel que, sospechó Saulo, contenían respetables cantidades de oro romano. También muchos libros, atados con cuerdas, y mantas, cacharros y cubiertos. En realidad el carro estaba tan lleno de provisiones que apenas había sitio para los cuatro que en él viajaban.

Los jóvenes habían llegado ahora al carro, y gritaban y reían como niños, sonriendo a José y lanzando miradas curiosas a Saulo. Y éste, que había esperado ver tristones reclusos de rostros remotos, pensó que jamás había visto una reunión tan alegre y gozosa. Lanzaban preguntas a José, interrogándolo acerca de su familia y mutuos amigos. Soltaban alegres juramentos a la mención de los sacerdotes del Templo. Algunos, en su exuberancia, se enzarzaban en pequeñas peleas en broma. Iban con los pies descalzos, casi negros; a lo más llevaban sandalias de cáñamo. Podían estar tan delgados como cañas. Sólo huesos y carne endurecida, pero sus ojos brillaban de gozo de vivir y de ardiente pasión por todo lo que les deparaba la vida.

El nubio lo observaba todo con la indulgencia de un hombre bastante más viejo que aquellos polvorientos jóvenes, e incluso se dignaba sonreír ocasionalmente, y jugaba indiferente con el collar que rodeaba su cuello. Era como un emperador bárbaro entre sus súbditos salvajes, semidesnudos. El aire resonaba con sus alegres voces. Guiaron al nubio hasta un lugar, junto a las cuevas más cercanas. Allí, con sorpresa de Saulo, la sombra de la colina era casi fría, y en su centro había un manantial. Recordó:

"La sombra de la gran Roca en una tierra agostada", y comprendió plenamente, por primera vez, todo el significado de la frase de las Escrituras.

Ahora salió un hombre del abrigo de su cueva, un hombre mayor, de unos treinta años, ancho de espaldas, alto e increíblemente delgado, pero que daba la impresión de una enorme vitalidad, de una indomable fuerza autoritaria. Su barba era negra, espesa y rizada; su nariz aguda, de ave de presa, la boca sonriente y los negros ojos grandes y brillantes bajo espesas cejas. Cuando los jóvenes lo vieron se retiraron respetuosos, y él tendió sus brazos a José y casi lo levantó del carro. Los dos entonces se abrazaron. José, como siempre, iba magníficamente vestido, pero el otro iba casi desnudo, con una piel de cabra sobre los flancos, y su piel quemada brillaba de sudor. Se alejaron y se miraron a los ojos sonrientes, y de nuevo se abrazaron murmurando el más santo de los saludos, que concluía con un apasionado: "¡Oye, oh Israel! ¡El Señor es eterno, el Señor es Uno!"

Entonces, reteniendo firmemente la mano de su amigo, José se volvió a Saulo, que había bajado del carro y retirado su capucha para disfrutar de la frescura de aquel lugar:

-Juan, hermano mío, te he traído a aquél de quien te escribí, Saulo de Tarso, que prefiere, como nosotros, obedecer y servir a Dios más que al hombre,.

Saulo miró directamente a Juan, a quien José saludaba como a un hermano y el más querido de los amigos, y descubrió, con una especie de miedo, la pura y terrible santidad de aquellos grandes ojos negros, que parecían forzar la mirada en su corazón para el escudriñar cuanto allí había y someterlo a juicio inexorable. Era como enfrentarse al brillo del sol, del que nada puede escapar.

Entonces Juan puso sus largas manos en los hombros de Saulo y sonrió sin dejar de examinarlo, y luego se fruncieron sus cejas. Finalmente pareció relajarse y dijo con voz amable y compasiva:

-Shalom. Saludos al amigo de mi amigo José de Arimatea, y que Nuestro Padre, bendito sea Su Nombre, te conceda todo lo que El desee concederte. Bienvenido, Saulo de Tarso.

Juan pasó un brazo sobre los hombros de Saulo, y el otro sobre los de José, y los condujo a otra cueva de acogedora sombra. La cueva era grande, y estaba amueblada con un pobre lecho, una mesa de madera y dos bancos. En el suelo se veían también unas pieles de cabra y en un rincón había un montón de rollos. Nada más. Los dos huéspedes se sentaron y Juan dijo, con una voz en la que Saulo advirtió el rápido y profundo timbre varonil:

-Gracias de nuevo, José; tendremos un banquete.

Dos jóvenes entraron con unos platos para los huéspedes y otro lleno de queso, pan, fruta y carne, y vasos de barro con cerveza y una botella de vino. Saulo descubrió que tenía hambre, pero Juan comió muy poco, y lo mismo José, y los dos hablaron con voz grave de asuntos misteriosos para Saulo.

-Me voy antes de la luna llena -dijo Juan-. Por tanto, no nos veremos durante algún tiempo. -¿Has recibido la llamada?

-Sí.

Incluso en la oscuridad pudo ver Saulo la repentina tristeza del rostro de José y lo oyó suspirar. -Entonces, comienza el drama -dijo. Unió sus manos sobre la mesa y las miró meditabundo.

Y nunca termina -dijo Juan-. Vamos, querido amigo, ¿acaso lo querrías de otra forma?

José quedó silencioso por algún tiempo. Finalmente dijo, contemplándose las manos:

-No podemos evitar, ni con plegarias, lo que se ha ordenado desde la eternidad. Ciertamente debiéramos alegrarnos de que se nos haya permitido conocer esta hora. Sin embargo, como hombre mortal, me siento lleno de dolor. Moriría mil veces, diez mil veces para impedirlo. Pondría mi cuerpo a sus pies, y me sentiría bendecido. Me dejaría azotar por él y lo celebraría. Pero éste no es mi destino.

Juan tocó brevemente sus crispadas manos:

-No, no es tu destino. Tienes otro. Pero alégrate conmigo, porque finalmente he recibido la llamada y debo ir con él.

Con asombro de Saulo, los ojos de José se llenaron de lágrimas e inclinó la cabeza. ¿De qué hombre estaba hablando? ¿Qué desconocido profeta, qué santo? Si lo conocían, ¿por qué no se le permitía a él, Saulo ben Hilel sentarse a sus pies?

Como si José hubiera oído esas preguntas, alzó la cabeza y trató de sonreírle: -Perdónanos, hablamos en acertijo, Saulo. Aún no podemos decírtelo, pero, a su tiempo, Dios te iluminará. Eso me ha dicho Juan.

Mientras se preparaban para marcharse, Juan estaba como en éxtasis, con el rostro transfigurado, y sus jóvenes lo miraban sin moverse, sin enterarse siquiera de que los huéspedes partían. Al fin, Saulo oyó que todos alzaban el tremendo grito.

-¡Oye, oh Israel! ¡El Señor es eterno, el Señor es Uno!

El carruaje corría rápidamente hacia Jerusalén, y el aire del desierto era frío ahora. Saulo estuvo silencioso durante largo rato y después dijo:

-No entiendo a ese hombre tan peculiar. No sé de quién habla.

Repetía las palabras de Isaías. Sin embargo...

José dijo, y Saulo apenas pudo creer a sus oídos: -Él supo de esta hora en el vientre de su madre. Como Sara, Isabel era ya de mucha edad cuando lo concibió. Su padre, Zacarías, había sido sacerdote en el Templo, y un ángel le dijo que su esposa le daría un hijo, y él no lo creyó. Isabel estaba ya doblada por la ancianidad, con arrugas y el pelo blanco. Como él no había creído, quedó mudo. Pero en realidad, sucedió que Isabel dio a luz, y el hijo fue I1amado Juan, y cuando los hombres fueron a besar la barba de Zacarías, le fue devuelta el habla y alabó a Dios. Te ruego, Saulo, que no me preguntes nada más. Aún no ha llegado tu hora.