Capítulo 42
SAULO, desolado por el abandono de Bernabé, que prefirió acompañar a Marcos a Chipre, decidió trasladarse a Atenas.
Las colinas plateadas de Atenas lo maravillaron. Todo era iridiscente a los rayos del ardiente sol, bajo un ciclo increíblemente brillante. Caminaba por el Ágora mirando las tiendas, los comerciantes. Se detenía ante el templo de la música para oír a los que estudiaban. Visitaba academias y tribunales, donde las disputas de los abogados lo excitaban y divertían, y cuyos magistrados lo hacían reír. Visitaba las bibliotecas establecidas por Marco Tulio Cicerón hacía tiempo, y se detenía a admirar los libros. Iba a las colinas a contemplar las aguas del puerto del Pireo y los barcos anclados. Bajo aquella luz, vivacidad y brillo, incluso los romanos le parecían más amables e ilustrados. Sobre todo le fascinaba la Acrópolis y la gigantesca estatua de Atenea, ante el Partenón, y subió a la cumbre para caminar por los suelos de mármol entre los templos, fuentes y columnatas, y mirar desde allí la blanca ciudad a sus pies. Sentíase reverente. Por primera vez pensó: "¡Qué noble es la mente y el alma del hombre cuando se liberan de la grosería del materialismo! ¡Qué portentosa su propia sombra en mármol, cuando vence su naturaleza! La belleza ha dejado aquí su huella monumental en la piedra, y la belleza ha surgido del propio espíritu del hombre."
Pero la comunidad cristiana no compartía su entusiasmo por la ciudad. Los cristianos judíos consideraban el grandioso espectáculo de la Acrópolis "una trampa del diablo" para apartar la mirada y el espíritu del hombre de las eternas verdades, y Saulo, a punto de reñirles con ásperas palabras, recordaba que también en su juventud le había dicho tales cosas a Aristo. Los cristianos gentiles que trataba eran pobres, antiguos libertos, o campesinos, cansados por el polvo y el trabajo, y, aunque griegos, no sentían orgullo por su herencia ni podían captar sus ojos lo que Saulo veía. Lo miraban con maravillada sorpresa. ¿Qué tenía que ver todo eso con su presente o futura existencia? Las obras de los hombres, por espléndidas que fueran, eran polvo y cenizas, e indignas de un cristiano.
Después de algunas semanas, Pedro, inspirado sin duda por el Espíritu Santo, desde Jerusalén envió a Saulo un joven llamado Timoteo, de padre griego y madre judía. En consecuencia, según la ley judía, Timoteo era judío aunque no estuviera circuncidado. Pero esto desconcertaba a los judíos de las sinagogas que él frecuentaba como judío y cristiano, y Saulo, recordando su acuerdo con la comunidad de Jerusalén, le dijo suspirando que debía ser circuncidado:
-Pues visitaremos las sinagogas allí donde viajemos, para hablar a nuestros hermanos, y es pecaminoso humillar a otros, ofenderles y obligarlos a enojarse. Yo he dicho y enseñado que no es necesario que un gentil se haga judío y sea circuncidado para ser admitido en la comunidad cristiana. Pero tú, mi querido Timoteo, mi joven amigo, eres caso aparte.
Saulo tuvo por un instante el convencimiento de que Pedro, que tenía su mismo humor, se estaba burlando de él. Sin embargo, Timoteo, un joven Hermes por su aspecto, obedeció su sugerencia con una prisa que Saulo halló conmovedora, recordando a Marcos. El mismo Saulo llevó a cabo el rito y la ceremonia al modo israelita y fue el padrino de Timoteo. A partir de entonces siempre lo llamaría "mi querido hijo, mi hijo según la fe". Concibió por el joven un cariño similar al que sentía por su verdadero hijo Bóreas, cuya esposa Tamara bas Judá, le había dado ahora dos hermosos hijos. El niño fue llamado Hilel ben Enoc; la niña Dacil bas Enoc, y, al recibir la noticia, Saulo lloró con mezcla de gozo y dolor -aunque orgullo por su hijo- de que hubiera honrado a su madre, muerta tan joven. El anhelo de ver a su hijo y a sus nietos, perseguía sus noches, pero comprendía con angustia que no podía realizarlo. Confió su dolor a Timoteo, que rápidamente simpatizó con él con verdadera emoción. "Siempre estoy suspirando estos días -pensó Saulo-, y eso es una mala costumbre, que indica desesperación."