Capítulo 8

AUNQUE Chebua ben Abraham había construido su imponente casa greco-romana en una de las calles más retiradas y quietas de Jerusalén, y aunque sus hijos habían nacido allí y su esposa había gobernado sobre ella, seguía la moda romana y se refería a la mansión como "la casa de Claudia Flavia, esposa de mi hijo". Pues Chebua era ahora viudo, su esposa había muerto justo antes del fallecimiento de su hija Débora. Chebua había: pagado literalmente una fortuna por aquel edificio de mármol blanco, con columnatas y estatuas, amplios jardines y pórticos decorados con magníficos murales y frisos. Situada en la altura de la ciudad, dominaba toda la campiña, y las colinas de espliego y las praderas, y, en la distancia, el pequeño Belén. Era una casa imponente, una auténtica "ínsula", y enormemente admirada incluso por los lánguidos y burlones griegos. Herodes era con frecuencia un estimado visitante, y también los altos oficiales romanos, ya que Chebua era famoso por su cortesía, elegancia, sabiduría y delicadeza, tanto de mente como de gusto.

Los fariseos lo aborrecían. No sólo tenía una multitud de esclavos a su servicio, sino que jamás los libertaba, como ordenaba la ley. Tenía dos concubinas en magníficas habitaciones, y ni siquiera la fría desaprobación de Claudia podía forzarlo a despedirlas. Una de ellas era una jovencita árabe, de sinuosa belleza; la otra un encanto de Nubia. Después de todo, se decía él, ¿no era la Reina de Saba tan negra como la noche y tan encantadora como la luna? Los fariseos no sólo estaban en desacuerdo en que la Reina de Saba fuera negra como la noche, sino que despreciaban a Chebua como un renegado de su religión y su raza, y lo odiaban como saduceo, y, en consecuencia, opresor de su pueblo. Todos los miembros del gran tribunal, el Sanedrín, eran amigos suyos, y él observaba, por complacerlos, dos o tres de los solemnes días santos, pero no creía en nada; sobre todo, no en el firme Dios de sus padres, ni en la llegada del Mesías.

Era un noble, un epicuro, un exquisito, y en su alma -según él creía, un auténtico griego. Había visitado Atenas muchas veces, y su verdadero amor, decía a menudo, estaba en el Partenón, donde la belleza había sido plasmada en piedra, donde Fidias se paseara a medianoche, y Sócrates hablara muchas veces entre las columnas.

Poseía numerosas granjas, tenía cuantiosos intereses invertidos en bancos, negocios mercantiles y navieros. Una vez Claudia le había preguntado con amarga sonrisa por qué no vivía en Grecia, puesto que la adoraba, y él le contestó como a una niña: "Querida nuera, debo ayudar a mi pueblo en su progreso, separándolo un poco de la contemplación de su Dios, transformando su negativa a unirse al mundo, y haciendo que forme parte de la Humanidad. ¿No somos todos uno?"

Entonces Claudia lo dejó asombrado, pues jamás la había juzgado muy erudita:

-Recuerdo lo que dijo Aristóteles: "Amo a Platón, pero prefiero la verdad". Platón fue un iluminado, que nunca conoció a la humanidad. Su República no era un noble sueño, sino el sueño de una cruel aristocracia. Por tanto, los hombres la refutarán siempre, pues los hombres de corazón aman la libertad.

Aunque entre sus amigos mantenía seriamente el ideal de la libertad, para Chebua "la humanidad" era una abstracción, y no tenía nada que ver con las masas que veía en las ciudades que visitaba. Esas gentes olían, y a Chebua ben Abraham le molestaban extraordinariamente los malos olores.

Tal era el hombre que recibió al séquito procedente de Jaffa con magnificencia, afecto y solicitud, esperándolos en el atrio iluminado con lámparas alejandrinas y egipcias, de aceites, perfumados con jazmín y rosas. Llevaba una toga blanca, al estilo romano, y la túnica inferior sujeta con cinturón de oro, brazaletes enjoyados en los brazos, muchos anillos en los dedos, y sandalias cubiertas de gemas. Les habló en perfecto griego, con la entonación de un erudito rodeado por las serenas estatuas en sus hornacinas.

Abrazó primero a Hilel, y dejó que las lágrimas inundaran sus ojos.

-¡Mi querido Hilel! -dijo-. Esta ocasión es, a la vez, triste y alegre. Pero tú pareces estar bien, a pesar de tus tribulaciones.

Hilel siempre lo había detestado, a despecho de su amable carácter. Dijo: -Mis tribulaciones vienen de Dios, y por eso no las rechazo, sabiendo con humildad que Dios, bendito sea Su Nombre, tiene sus razones, que nacen del amor.

Saulo había estado observando agudamente a su abuelo, a quien nunca había visto. Chebua era más alto que Hilel, muy esbelto y amable, con finas y delicadas manos, un rostro alargado y pálido, nariz de aletas trémulas, y boca suave y casi siempre sonriente.

Sólo cuando uno miraba sus ojos, extraordinariamente grandes y casi incoloros, veía el carácter frío y decidido de Chebua ben Abraham, su glacial modo de pesar y medir a todos cuantos conocía; la indiferencia ante el espíritu, sufrimiento y dolor ajenos, y su gigantesco egoísmo.

Chebua inició ahora gentilmente un intercambio de saludos con Aula Platonio, pues no sólo era un oficial romano, sino de una rica familia. Aula, como "antiguo" romano, juzgaba a Chebua afeminado y pesado, y no le sorprendía que fuera íntimo del rey Herodes Antipas y de Poncio Pilato, cónsul romano en Israel. Ambos eran hombres depravados, aunque Pilato era más cruel e inteligente. Había llegado hacía poco a Israel, y Aula no lo apreciaba en absoluto. No era de la fibra y alma de los patriotas sobrios e industriosos, antepasados de Aula. Enviado a Judea por motivos disciplinarios por el César Tiberio, odiaba a los judíos, a los cuales encontraba, además, poco sumisos a los romanos. Por pura mala intención, creaba dificultades para impedir que sus oficiales y soldados se casaran con muchachas judías. Incluso a menudo se burlaba de Aula, a causa de Ana.

El departamento de las mujeres no era demasiado lujoso. Respiraba la austeridad de la Roma antigua, casi sin más adornos que los dioses familiares de Claudia, sus lares y penates. Carecía de pinturas murales, las lámparas eran sencillas, no perfumadas. Y las cortinas que cubrían las ventanas eran, de simple lana rayada en rojo, negro y blanco, por ser de la Tribu de Levi. Séfora encontró divertido, pero no incongruente, hallar allí una mezcla de costumbres y mobiliario romano y judío, pues había un curioso parecido y armonía entre ellos.

Claudia estaba sentada en una silla sin almohadones ni adornos, y era como la diosa Demeter en su reposo y dignidad. A su alrededor las mujeres no estaban ociosas, cosían, hilaban o bordaban, aunque era de noche y no abundaban las lámparas. La misma Claudia tenía un montón de ropa en sus rodillas, y, al parecer, se hallaba remendándola. Alzó sus tranquilos ojos castaños al rostro de Séfora, escrutándolo breve y agudamente para observar su expresión.

-Bienvenida, hija mía -dijo en latín-, Mi hijo Ezequiel es muy honrado y bendecido por tu causa.

Su cabello castaño estaba en parte cubierto con la misma sencilla tela de su estola, de tono rojo. Sus manos eran las de una mujer que no se avergonzaba de utilizarlas en las labores o en la tierra, morenas y cortas., No era tan alta como Séfora. Sin embargo era el terror de la casa, a la cual gobernaba según el estilo de una antigua romana, y sus hijos tenían muy buenas razones para temerla.

Cenaron juntas en el austero comedor de Claudia, pequeño y pobremente iluminado. Pero las cortinas estaban corridas para dejar paso al cálido viento de la noche, y Séfora veía las luces rojas y blancas de Jerusalén y podía oír el estruendo de la ciudad aún despierta.

Preguntó cortésmente por su viaje, le ofreció sus condolencias por la muerte de su madre, y logró infundirle serenidad. Séfora no la encontró intimidante. En verdad, la muchacha se relajó y descubrió que podía hacerle confidencias como si fuera su madre, y algunas de sus observaciones fueron tan ingeniosas que Claudia soltó la carcajada en algunos momentos.

Bebieron vino, ahora ya más a gusto, y comieron las ricas frutas: Séfora empezó a hablar de su hermano, y su amor por él brilló en sus dorados ojos. Habló a Claudia de lo extraño que le había parecido en el pasado año, Y de la melancolía que nadie conseguía borrar.

-¡Ah! -dijo Claudia-o lo ví desde mi pórtico, a la luz de las lámparas de la entrada del atrio. Se mantenía apartado. Esto es muy extraño en un joven, ya que los jóvenes siempre están charlando. ¿No quiere a nadie?

-Sólo a Dios y a mi padre -dijo la muchacha con melancolía-.En otro tiempo me quería, pero ya no. Ahora me repudia y me juzga trivial. No puedo llegar a él.

-He visto algunos jóvenes como tu hermano Saulo, pero muy pocos. Me recuerda a mis propios hermanos. También nosotros éramos muy estrictos ante nuestros dioses, y amaba mas a nuestro país con fervor. A veces -y ahora miró de pronto a Séfora y sus ojos, generalmente severos, estaban alegres- lo encontraba muy pesado. Naturalmente, nunca he dicho esto a mi padre o a mis hermanos, ni a mi marido, David ben Chebua, pero las mujeres tenemos más humor que los hombres. La virtud es muy necesaria, lo mismo que la disciplina. Hay que aprender esto, niña, o no soportaremos el mundo de los hombres. Debemos ser firmes, y guiarlos sin piedad, o el mundo se hundirá en el caos. Hemos de ser verdaderas Penélopes en este mundo masculino, verdaderas Junos..., o nuestros hombres se convertirán en bárbaros. Es su naturaleza, aunque ellos pretenden, en estos tiempos, ser excesivamente refinados. ¡Ay, las mujeres de ahora tratando de ser tan corrompidas como los hombres, tan viciosas como ellos, están llevándonos a todos a la destrucción!

Era medianoche y Saulo yacía, bañado en sudor, en el magnífico dormitorio, en casa de Chebua ben Abraham, y su espíritu estaba sumido en las tinieblas y en el dolor. Había recitado sus plegarias fervorosamente, esta primera noche en tierra de sus padres, pero no, le habían llevado consuelo alguno.

Interminables noches había rezado así, con desesperación y fe a la vez. Sin embargo, nunca había sido confortado. Nunca se había creído perdonado, jamás había sentido la inminencia de Dios como una vez la sintiera. Algo obstinadamente frío y oscuro existía entre él y Dios. Creía que era su pecado, por el que no podía perdonarse.

Agotado, cayó de nuevo sobre el lecho y quedó instantáneamente dormido. No soñó. Pero, de pronto, mientras dormía y la luna se hundía tras las montañas y una nueva brisa agitaba las palmeras, oyó una grande y tremenda voz:

-¡Saulo! ¡Saulo de Tarso!

Saltó de la cama, corriéndole el sudor por el cuerpo, los ojos desorbitados mirando a la oscuridad. Y gritó:

-¡Sí! ¡Sí! ¿Quién es? ¿Quién llama?

Las mismas paredes resonaban todavía con el eco de aquella voz ultraterrena, aquella voz de mando, aquella terrible y masculina voz. Un lacerante dolor atravesó la cabeza del muchacho y cayó hacia atrás. Escuchó con todas sus fuerzas. Ahora sólo oía el ligero viento, la llamada de un pájaro solitario, y el distante aullido del chacal.

"He soñado -se dijo al fin-, pero aunque Él me rechace y no me perdone, aunque Su cólera corra sobre mí como las olas del mar, yo Lo amaré y Le serviré con toda mi alma, y al fin Él me recibirá de nuevo."

Lloró y dijo las palabras de Job: "¡Oh, si yo supiera dónde puedo encontrarlo ...!"