Capítulo 12
-NO vayas al lugar de la ejecución, te lo suplico -dijo Hilel a su hijo-. Eres joven. Te destrozará el corazón. Acompáñame al Templo, donde rezaremos por las almas de aquellos valientes.
-No -dijo Saulo secamente, Su padre vio que cada día se emancipaba más, y que había una fría austeridad en su frente, y una ardiente mirada en sus ojos-: Sería menos que ellos si no fuera con ellos.
-Te atormentas, te muerdes en los flancos, como las bestias desgarran sus heridas -dijo Hilel-. ¿Has olvidado que fuimos llevados al exilio por Nabucodonosor, rey de Babilonia? Los que quedaron libres se reunieron e iniciaron una rebelión contra nuestros opresores. El profeta Jeremías vio que aquellos promoverían nuevas calamidades en nuestro pueblo y se puso sobre el cuello un yugo de madera, para simbolizar ante todas nuestras temerarias esperanzas y la realidad de la catástrofe. Pero el falso profeta Ananías rompió el yugo, destrozándolo en fragmentos y diciendo: "Así romperé el yugo de Nabucodonosor dentro de dos años".
Hilel continuó:
-Jeremías se alejó del falso profeta, pero Dios, bendito sea Su Nombre, le ordenó que le hablara, y así le dijo: "Has roto barras de madera, pero Yo haré en su lugar barras de hierro". Y Ananías murió al cabo de dos años. La hora de la liberación no había llegado. Tenía seguridad de que Dios nos librará, pues ¿no tenemos Su Promesa? Los jóvenes que hoy mueren son impacientes.
-Padre mío -dijo Saulo-. Hablas con palabras de Chebua ben Abraham, a quien desprecio aunque sea mi abuelo. No te comprendo. Apenas hace dos años que buscabas ayuda para los héroes que hoy morirán; sin embargo, ahora te muestras tan ambiguo como José de Arimatea, a quien también desprecio.
-No quiero que sufras -dijo Hilel, sin poder contenerse. Pero Saulo, con un débil y torturado gemido, lo dejó; echándose la capa por los hombros.
Bajo un cielo enrojecido, soplaba un aire fresco; en la lejanía se recortaban las montañas peladas, color de uva madura. Saulo, a pie, se dirigió a la Puerta de Damasco, pues en, su cercanía, fuera de las murallas, en el campo desolado, los ardientes jóvenes serían sacrificados por los romanos. Jerusalén retenía el aliento: las tiendas estaban cerradas, ningún chiquillo corría por las calles. En el luto invisible del ambiente, sólo se veían soldados armados para la guerra. Toda luz parecía haber desaparecido de la ciudad, quieta y abandonada, y en todas partes resonaban ecos de gritos y gemidos distantes. A lo lejos se extendía Siria, y las duras montañas sombrías, y el cielo cercano y opresivo. En un lugar plano, cincuenta cruces esperaban sobre la tierra, y aliado de cada una de ellas había un hombre, con barba, silencioso, con los ojos fijos en el cielo, el cielo que nadie respondía.
Saulo, y los que vinieran con él, se unieron a los que ya aguardaban allí en filas inmóviles, hombro con hombro. Había muchos soldados romanos, de ojos fríos y furiosos, extraordinariamente silenciosos, pues aquellos a los que iban a ejecutar habían asesinado a sus camaradas y oficiales, habían violado la ley y el orden, habían alzado la mano con violencia contra los que, por orden de los dioses, los gobernaban, en nombre de la justicia y la paz.
Saulo miró los rostros de los condenados, rostros remotos, labios que oraban. Algunos eran más jóvenes que él; pocos eran los de edad madura. Deseaba llorar, pero no podía. Deseaba maldecir, pero sus labios estaban mudos. Lentamente se dio cuenta de un murmullo sordo, que apenas se oía, y comprendió que eran las plegarias por los moribundos. Él era incapaz de rezar. Sólo podía mirar los rostros de los condenados, que parecían ya muertos, tan inmóviles estaban, tan indiferentes, tan lejanos. Como si nada latiera en ellos; como si ya hubieran partido...
Entonces, en aquel terrible silencio, surgió la voz de un hombre, pura, fuerte y segura:
"El Señor, que hizo el cielo y la tierra, vela por ti. Él que nos sostiene no vacilará. Él, que mantiene a Israel, no vacila ni duerme. Él guardará tu alma."
Los condenados se alzaron como un hombre, los harapos de sus trajes fue lo único agitado en aquel lugar donde nada se movía, y volvieron los jóvenes rostros morenos de sol, buscando ansiosamente; y ahora parecían niños que creen haber oído la voz de su padre.
Una nube se extendió sobre la tierra, y un viento tórrido alzó el amarillento polvo, Y el cielo se oscureció; un oficia] miró hacia arriba, inquieto, pues los romanos eran supersticiosos y habían oído historias de la venganza del Dios judío. "Procedamos", se dijo, e hizo un gesto con la mano. Los soldados cogieron al joven más próximo y lo lanzaron sobre la cruz. Inmediatamente se escuchó el doloroso y terrible sonido del martillo, conforme los clavos atravesaban la carne de las manos y pies; y no hubo nada más, ni un grito.
"Los valientes mueren con valentía", pensó Saulo, escuchando el martilleo que parecía demasiado cercano, demasiado horrible, demasiado inminente en aquel silencio. Cuando los soldados alzaron la cruz con el joven en ella, y la clavaron en un agujero, en el amarillento suelo, el ruido pareció repetirse en el corazón de Saulo; tan horrible era, tan definitivo, tan desesperanzado. El crucificado se desplomó bajo su propio peso, pero no profirió ningún gemido.
Uno a uno fueron crucificados todos; y ni un grito, ni una protesta, ni un gemido de angustia, surgió de sus heroicas gargantas. Algunos se mostraban orgullosos y desdeñosos, otros cerraban los ojos. Algunos, como hundidos en un extraño sueño, miraban al cielo.
Los soldados se retiraron a distancia y permanecieron de pie en torno a sus estandartes, sin hablar, sin mirarse. Sólo se escuchaba el murmullo de las lamentaciones. Ya no había sol; sin embargo, brillaban las armaduras de los soldados, y sus espadas, y los rostros parecían iluminados con una luz fantasmal.
Saulo, sumido en el dolor y la desesperación, oyó un extraño sonido y sintió un rápido movimiento a su alrededor. Alzó la cabeza y vio al joven campesino de la plaza del mercado atravesando las filas de los que lloraban. Vestía una oscura túnica marrón y sus pies estaban polvorientos. Pero se movía con lenta majestad hacia las cruces, caminando sin ruido, con sus rubios cabellos y barba brillando a la luz crepuscular. Su rostro era tranquilo y sereno, elevado su perfil. Era alto, delgado y musculoso, y dejaba profundas huellas en el polvo, que revoloteaba alrededor de sus tobillos. Un aura parecía rodear sus hombros.
Saulo fijó en él sus ojos. Los que observaban olvidaron su llanto. Los soldados lo miraron, alerta, pero nadie se movió para detenerlo. Empezó a caminar entre las filas de los torturados, desmayados y moribundos. Se detenía ante cada cruz, y alzaba los ojos azules a los rostros de los jóvenes. Sonreía amablemente. Y seguía, lenta, pausadamente, sonriendo. No decía una palabra.
Sin embargo, los ojos de los moribundos lo seguían y sus rostros distorsionados quedaban serenos, y las bocas se abrían como para responder a algo que sólo ellos podían oír, y que los había consolado. Era como si hubiera dado una poción a cada uno, borrando su dolor y desesperación, dejándolos en paz. No olvidó a ninguno; a ninguno ignoró. Su aire era tierno y valiente, doliente pero consolador. Todos los hombres lo observaban, incluso los soldados, tan quietos como los crucificados. Sólo los ojos se movían.
Se aproximaba ahora a la última fila, cerca de los soldados romanos que lo miraban con fruncidas cejas y gesto inquieto: Se detuvo por un momento ante ellos, y, con asombro de Saulo, la cólera no alteró su pacífico rostro, ni se abrieron sus labios en imprecaciones, ni los miró con ira. En realidad, su expresión se hizo extraordinariamente compasiva, incluso más amable que antes.
El campesino había terminado ya su recorrido. Ahora se detuvo ante la primera fila de cruces, y miró a los moribundos. Alzó la mano en un saludo a todos, y dijo, con una voz que tenía el poderoso son del distante trueno.
-¡Oye, oh, Israel! ¡El Señor es eterno, el Señor es Uno! Ahora, por primera vez los moribundos hablaron al unísono y sus voces eran triunfantes, exultantes, y gritaban también: -¡Oye, oh, Israel! ¡El Señor es eterno, el Señor es Uno! Aumentaba el éxtasis en sus rostros ausentes. Sólo veían al desconocido; él les sonreía, con una sonrisa de infinito amor y amabilidad, como un padre, y ellos bebían en aquel amor, aquella dolorosa pero tranquilizadora dulzura, como los que mueren de sed beben las aguas vivificadoras de la vida.
El hombre inclinó la cabeza y se cubrió los dorados cabellos con la capucha, y oró, y uno a uno fueron pasando los moribundos al desmayo que antecede a la muerte, la cabeza caía sobre el pecho. La sangre corría en regueros oscuros por manos y pies. Los cuerpos se relajaron. Todo fue silencio otra vez,
El desconocido se volvió y Saulo vio su rostro, pálido e inmóvil como el de una estatua. Unos ojos que ya no parecían ver a nadie. Se acercó a la muchedumbre de observadores y se mezcló con ellos, y Saulo, contra su voluntad, deseó estar entre los que lo rodeaban de cerca. Pero, cuando llegó al centro de la multitud, sólo oyó voces desconcertadas, en susurros.
-¿Dónde está? Estaba aquí, pero se ha ido. ¡Estaba entre nosotros, pero ya no está! -y buscaban, y echaban aun lado a sus camaradas, y preguntaban, y exclamaban agitando la cabeza y alzando las manos desconcertados-: ¡Estaba aquí, pero ya no está!
Entonces fue cuando el estruendo de un enorme trueno agitó el tranquilo cielo y las montañas color púrpura; y un gran viento se alzó, y pareció agitarse la tierra. El cielo se oscureció, negras nubes corrieron por él y empezó a caer un repentino aguacero.
Saulo sintió que alguien - lo tomaba del brazo y se volvió salvajemente, pero vio que a su lado estaba José de Arimatea, con la capucha cubriéndole la cabeza.
-Ven conmigo -dijo, y se llevó a Saulo que, aunque quería resistirse, no pudo. Cruzaron la Puerta de Damasco, donde estaba la litera de José, y éste le hizo pasar al interior, sobre los almohadones, y se sentó junto a él. Los portadores alzaron la litera y echaron a correr bajo dos repentinos ramalazos de rayos y truenos y el viento que hacía volar las cortinas.
Saulo se sintió débil, acabado, destrozado en cuerpo y alma.
Lo que había visto, lo que había soportado, lo abrumaba. Estaba horrorizado, y empezó a llorar. José lo observó compasivamente a la luz. de los rayos. Saulo encontró un pañuelo en la bolsa, se secó los ojos, se sonó.
No deseaba hablar con José de Arimatea, pero preguntó: -¿Quién era ese presunto profeta que intentó consolar a los condenados?
-No es un profeta -repuso José con tono peculiar-. Y los consoló.
Saulo intentó ver su rostro, pero la oscuridad aumentaba: -¿Quién es?
José calló por un momento. Finalmente, con voz amable, contestó:
-Un día lo sabrás, Saulo ben Hilel. ¡Ah, sí, lo sabrás!
Abandonado a su pesadumbre, Hilel deambulaba por el patio cuando apareció su cuñado David. Éste se mostraba muy seco, cosa extraña en él.
-Has molestado gravemente a mi padre, Hilel ben Borucho
-Él me ha molestado gravemente a mí -dijo Hilel, enrojeciendo de humillación, pues, ¿no era acaso, aunque a pesar suyo, un huésped en esa casa?-. ¡Supongo que te refieres a la noche en que imploré su intervención ante Pilato, el cónsul romano, y ante el rey Herodes, en beneficio de su pueblo!
David alzó una mano impaciente: -No sólo eso. Lo has perturbado desde que llegaste.
-Eso lo siento en verdad -dijo Hilel-. Pero nuestros caracteres están en conflicto. Estamos uno frente a otro a causa de nuestras creencias. Me temo que tu padre me considera estúpido, provinciano y sin cultura. Yo lo considero superficial.
-Creo -dijo David- que, según las enseñanzas de los "antiguos" judíos, uno debe respeto a sus mayores en todas circunstancias, y particularmente a los que ocupan una posición patriarcal -la sombra de una sonrisa pasó por sus hermosos labios-: Tendría que pedir perdón a mi padre por sugerir siquiera que él es un patriarca. Esa sola idea le repugnaría.
Hilel tampoco pudo evitar el sonreír. -Cierto -dijo-. Tal vez yo fuera imprudente, pero tú sabes que dije la verdad, David ben Chebua, y lo mismo tus hermanos. Ellos me odiaron, y ésa es prueba suficiente. ¿Está mal interceder por los condenados?· Esto molestó a tu padre más que nuestras anteriores conversaciones.
David suspiró. Fijó los ojos ahora en una pared distante y meditó: -Mi padre -dijo- no es lo que tú crees. Es la creación del estilo y modos de pensar de otros. Es un espejo de lo que él juzga admirable. Tú alteraste ese espejo. Ahora se halla confinado en cama, con sedantes.
Hilel quedó asombrado: ¿Es posible que hiciera tanta impresión en él? ¿Qué yo lo alterara? Lo creí muy fuerte, seguro en su desdén por los hombres como yo.
-No comprendo -dijo David-. Mi padre no puede vivir sin la estimación de los demás. No puede soportar que uno solo lo desprecie o lo critique. No es un hombre. Es una imagen, fácilmente alterada, fácilmente manchada; Es como yeso pintado.
Hilel quedó aún más asombrado, pero también incrédulo: -He oído decir que, de todos los comerciantes de Israel, de todos los banqueros y bolsistas, es el más astuto. He oído que en esas empresas es un hombre de hierro, al que nada puede conmover.
-También eso es verdad -admitió David-. Pero los que tratan con él esos asuntos son hombres como él, de sudor, hierro y bronce. Sin embargo, sólo se siente así en el mercado. El Chebua ben Abraham que vuelve a esta casa y se va a su baño y a sus concubinas, y a sus perfumes y togas, es un hombre completamente distinto. Ya no recuerda a los adversarios o aliados, o a los diestros tratantes. Ahora es el noble patricio, culto, refinado, artificial, en esta casa y en las casas que visita..., que no son las de sus compañeros de la jornada. El Chebua ben Abraham listo y firme en el mercado, no es el Chebua ben Abraham que visita a Pilato y al rey y que cena con los filósofos y elegantes griegos. Este Chebua es un cosmopolita; otro aspecto, otro aire, otro fin, otro deseo, otra aspiración. Y este hombre es fácilmente alterado, fácilmente injuriado, si los demás lo miran por un momento como si fuera aún el hombre del mercado.
-Confío en que recuerdes eso -dijo David, serio de nuevo-. Hay otra cosa. Mi padre amaba mucho a mi dulce hermana Débora, y no puede perdonarte el que la hicieras desgraciada.
Los ojos castaños de Hilel se abrieron de estupefacción: -¡Débora! ¡Yo la quise de todo corazón! No pensé en otra cosa sirio en su felicidad. La amé, la protegí. Ella era como una hija para mí, y muy preciosa. Hubiera dado mi vida por ella.
David lo estudiaba intensamente:
-No es eso lo que ella escribió a mi padre. Hablo de tu falta de interés por ella, de su soledad; decía que la evitabas y descuidabas, entregando tu devoción a cosas más espirituales, y que la relegaste al nivel de una concubina o a la simple dueña de la cocina.
-¡Ante Dios que eso no es verdad! -gritó Hilel, sintiendo la angustia de la traición insoportablemente amarga. No podía creer que su adorada Débora, su encantadora niña por la que su corazón estaba tan destrozado, lo hubiera traicionado de tal modo, y con palabras tan crueles y falsas, enviando cartas que él ignoraba, y acusándolo de cosas de las que era inocente. El rostro de Débora cambió sutilmente en su interior. Se convirtió en el rostro de una maliciosa desconocida que lo odiaba, que se burlaba arteramente de él.
Hilel se levantó:
-Deseo llamar a mi hija Séfora.
-Ah -dijo David-. Está acompañando a mi padre. Él la adora. Si tú se la negaras en matrimonio a mi hijo, él se la llevaría. -¡Volverá a mi hija contra mí! -grito Hilel.
-No -dijo David-. Tu hija es muy lista, y tú mi buen Hilel, eres como las pupilas de sus ojos.
"Pero ahora no tengo nada -pensó Hilel-, ni esposa, ni hija, pues ésta se casará con un extraño y me olvidará, y mi hijo está obsesionado con Dios y no pertenece a nadie; ni a él, y tal vez ni siquiera a Dios, bendito sea Su Nombre."
El eterno amor de Dios no podía consolarlo ahora. Necesitaba el amor de una criatura humana. Entonces fue cuando lo rozó la idea del suicidio por primera vez: "En la tumba no hay recuerdos", se dijo.
El vigilante del vestíbulo entró y dijo que el rabino Gamaliel deseaba una audiencia con Hilel ben Boruch: Había abierto las puertas de bronce del atrio y la repentina tormenta de siniestras luces pareció explorar en la serena blancura del vestíbulo.
-¡Gamaliel! —exclamó Hilel, vencido su dolor, por un instante, por el gozo. Se volvió a David, y su cansado rostro estaba transformado-: Yo fui bautizado con el nombre de su abuelo, Hilel, que descanse en paz. El rabino es Nasi del Sanedrín. ¡Qué honor recibirlo aunque lo conocí en la escuela de Jerusalén y fuimos compañeros! Pero nunca lo busqué, temiendo su presunción.
-Yo conozco bien al rabino -dijo David secamente-. Pero invitémoslo a entrar, no vaya a fundirse con esa lluvia, y a volar en el viento. Sería un triste destino para el ilustre maestro de la Ley.
"Bienvenido a esta casa, rabino -dijo David, que esperaba junto a las puertas de bronce.
-Shalom -dijo Gamaliel-. Shalom a esta casa y a todos los que la habitan.
Gamaliel, uno de los más nobles judíos, era un hombre bajo, de figura delgada y manos y pies pequeños, calzados con finas botas de piel con cordones de oro, que le llegaban casi a las rodillas. Sus ropas eran excelentes, pero sobrias de color, gris y rojo oscuro, y bordeadas con la orla azul oscuro de los piadosos fariseos. Su capa era negra, pero bordada en oro, así como la capucha. A pesar de su escasa estatura respiraba autoridad, dignidad y poder. Hilel lo soltó finalmente pero retuvo su mano, como hace un niño con su padre, aunque ambos eran casi de la misma edad, y le miró el rostro con ternura.
-Me siento abrumado. Dios te ha enviado a mí -dijo Hilel. Las delicadas aletas de la nariz de David temblaron de sorpresa, y alzó los ojos con indulgencia.
-Ah, pero tú estás en Jerusalén desde hace un tiempo -dijo Gamaliel, aunque tiernamente- y no viniste a verme, ni me invitaste a tu casa, Hilel ben Boruch.
David, el diplomático, dijo: Siente perder a su hija al entregarla a mi hijo. Él es; además, modesto -y sonrió con encanto.
-He oído hablar de esa boda. ¿No voy a ser invitado al matrimonio de la hija del hombre que recibió su nombre de mi abuelo, que descanse en paz?
Chebua ben Abraham había invitado a los más importantes de sus conocidos a la boda, pero no al Nasi del Sanedrín, por temor a un desprecio, pues Gamaliel jamás se había dignado entrar en su casa, ni lo había saludado en las reuniones con demasiada cordialidad. El hermoso rostro de David brilló de placer al pensar cuán encantado quedaría su padre de recibir al rabino Gamaliel, a quien Pilato honraba y consultaba, y a quien Herodes se sentía orgulloso de abrazar.
-Sabiendo todas tus ocupaciones -dijo David-, no queríamos pecar de presuntuosos.
-¡Ah, entonces estoy invitado! -dijo Gamaliel con aire de gratitud, como si David ben Chebua hubiera sido excesivamente amable. Pero en los ojos grises latía la burla. Gamaliel era humilde ante su Dios, y se postraba en éxtasis y con fervor en su corazón. Pero no era humilde ante el hombre, conociendo a sus amigos demasiado bien, por desgracia.
-Sólo he hablado de lo que me preocupaba, de los años pasados y mis hijos, y nada he preguntado de la salud de tu familia. Perdóname.
-Soy uno de esos hombres afortunados -dijo Gamaliel- a quien Dios, bendito sea Su Nombre, parece haber olvidado -se echó a reír, agradablemente-. Es suficiente que yo Lo recuerde. No quiero ser otro Job, ni ninguno de los del Horno, a los que Dios prueba y templa. Quizás El considere que sería inútil.
-Mis amigos griegos dicen que es conveniente que los dioses no paren mientes en tu existencia -dijo David-. Así nada te impide disfrutar de la buena suerte. Y cuando creen que los dioses los han advertido, se apresuran a hacer sacrificios al Temor.
Gamaliel rió:
-Los griegos son muy sutiles, y sus dioses admirables símbolos de filosofía y de los fenómenos, aunque no hay que tomarlos literalmente, como los letrados insisten. Pero el Dios de los judíos ha de ser tomado al pie de la letra, pues ¿no ha dicho Él que es un Dios celoso?
Miró de nuevo a Hilel, que parecía soñar tristemente. -Háblame más de tu hijo -dijo.
Hilel no contestó. Gamaliel esperó, tranquilo, pero David, muy sensible, comprendió que deseaban que se fuera. Dio una palmada y pidió al sirviente refrescos para sus huéspedes, y luego, con una excusa, partió.
-Creo que David ben Chebua es un hombre de mucha sensibilidad y verdadera aristocracia -dijo Gamaliel-. Es muy superior a su padre.
Hilel gritó con desesperación:
-¡No conozco a mi hijo! ¡Jamás lo conocí!
-Eso dicen todos los padres, y yo también -y su sonrisa no menguó, aunque en sus ojos brilló la comprensión-. No es cuestión de generaciones. Es la condición humana. Ningún hombre conoce a otro. Malo es que los hombres crean que, porque han engendrado a un hijo, tienen mayor intimidad y comprensión, como si fueran de un solo ser. Sin embargo, un amigo tiene a menudo un conocimiento más profundo de su corazón y pensamientos que un hijo, pues el parentesco no es asunto de sangre, sino de espíritu. ¡Bendito sea el hombre que descubre en su hijo a un amigo!
-Entonces, nuestros hijos son extraños para nosotros -dijo Hilel con agotada y dolorosa voz.
-Casi invariablemente -afirmó Gamaliel-. Sabio es el padre que lo reconoce desde el principio. Vistió a su hijo con su carne, pero no es padre de su alma. Que cultive la amistad de su hijo como cultivaría la de un extraño, y, si esa amistad se repudia, no debe ser exigida, pues ¿qué hombre puede ser amigo de otro si no hay una simpatía recíproca? Y esta simpatía no puede forzarse. Un hombre no debe tratar de obligar a su hijo a que lo quiera, pues quizá sea imposible por mil impulsos ilógicos. Sólo puede pedir respeto, que quizá sea de más valor.
-Tus palabras aumentan mi sentido de pérdida, querido amigo, pues ¿cómo puede un hombre que ama a su hijo aceptarlas con ecuanimidad?
-Has olvidado algo -dijo Gamaliel con irónica sonrisa-. El mandamiento nos ordena honrar a nuestros padres, pero no exige que los amemos.
A despecho de su desesperación Hilel rió con su amigo:
-'Tu comentario es muy pertinente -dijo. Se sintió repentinamente aliviado, como si Gamaliel hubiera tocado sus heridas internas con un bálsamo de dulce olor, y empezó a hablar de Saulo con menos emoción. Mientras tanto, los sirvientes habían entrado con refrescos y estaban sirviéndoles, y el vino animó los hundidos ojos de Hilel. Pues, en presencia de Gamaliel, que escuchaba con toda atención, se sentía en presencia de un amigo que lo supiera y comprendiera todo, Y el dolor de su corazón empezó a fundirse como el hielo bajo el sol.
Gamaliel dijo:
-He conocido a otros -aunque no muchos- como tu hijo Saulo. Las filas de los esenios y zelotes están llenas de ellos. No tienen dudas. Están seguros, con una absoluta certidumbre que quizás ofenda a Dios, bendito sea Su Nombre. Pues ¿cómo puede estar seguro un hombre de la voluntad y los deseos de Dios? Sólo puede hallarlo mediante la humilde búsqueda, y jamás con demasiado fervor egoísta, ni implacables suposiciones, ni convicciones enfáticas. Sería inútil que dijeras a Saulo que esos crucificados hoy, en dolor, sangre y agonía, buscaron con exaltación la muerte en el servicio de Dios (aunque, amigo mío, a menudo me pregunto si Dios desea tal pasión y si no sería mejor que primero consultaran con Él). Dios no nos pide que muramos por Él. Nos pide que vivamos por Él. Si la muerte es nuestro destino por nuestra fe y se nos impone aunque no la busquemos, es una cosa santa. Pero tu hijo Saulo no lo entendería. Y no lo achaques a su juventud. He visto hombres de barbas grises que opinan lo mismo.
En ese momento, Hilel alzó los ojos y vio a su hijo Saulo en la puerta. Se agitó en la silla. Hubiera deseado hablar, pero el aspecto de Saulo lo obligó a guardar silencio.
-Los vi morir -dijo Saulo con voz áspera-. Ví su sangre.
Oí cómo los clavos se hundían en su carne. Y había uno allí, un vulgar campesino que los consoló, y no hubo nadie más que los confortara, sino una congregación de cobardes, de la que yo formaba parte.
-Saulo -dijo Hilel, vacilando-. Tenemos un ilustre visitante de quien a menudo te he hablado. El rabino Gamaliel, mi querido y viejo amigo, Nasi del Sanedrín, Sacerdote del Templo, Maestro de la Ley, a quien nada está oculto...
Saulo se sacudió el brazo de su padre y se adelantó hacia el rabino, que lo miraba en intenso silencio. Con gesto despectivo dijo:
-¡Pero no estabas allí, rabino!
Hilel quedó horrorizado ante tan desesperada insolencia, que se acercaba a la blasfemia. Pero los ojos de Gamaliel brillaron con luz propia sobre el joven, y dijo con voz amable:
-Estaba en el Templo, y vi sus almas cuando recé por ellos. ¿Qué es la vida? ¿Qué importancia tiene cómo morimos, o cuándo morimos? ¿No es destino del hombre el perecer? Te digo, Saulo ben Hilel, que esos celosos jóvenes nunca conocerán el dolor, la pérdida y la soledad de la edad, el triste anhelo de los rostros que se han ido, el amor perdido, el silencio, las habitaciones abandonadas, los espejos que ya no reflejan la sonrisa de los, seres amados. No conocerán la traición, la desilusión, la frustración. El dolor de vivir es mucho peor que el dolor de morir, y todo dolor es inevitable.
Saulo lo miró con los vacíos ojos de una estatua, e Hilel pensó que nada había oído, hasta que el joven dijo con la misma voz, ruda y áspera:
-Entonces ¡lo horrible es que murieran por nada, y que nadie se preocupara de que morían, de por qué morían!
El rostro del rabino Gamaliel cambió, haciéndose de hierro: -y ¿quién te dijo eso, Saulo ben Hilel? ¿Quién susurró esas cosas en tu oído? ¿Es que Dios te ha confiado en secreto la razón por la que muere un niño en brazos de su madre, o una mujer es arrancada a los de su marido, o un marido a los de su esposa? ¿Te ha dado también el conocimiento de que murieron por nada, y de que nadie se preocupó del porqué murieran? ¿Es el alma del hombre tan sin valor ante Dios que no se entera de su muerte? ¿Él, que la creó? Tú has hecho de Dios un Ser más indigno que el hombre más bajo, un Ser tan insensible como una bestia.
Hilel retuvo el aliento, pues aquéllas eran palabras terribles en labios de Gamaliel, y le pareció que el eco del Sinaí tronaba en ellas.
Entonces, con alivio de su padre, Saulo estalló en lágrimas y se cubrió el rostro, temblando de pies a cabeza. Gritó en voz alta: -¡Oh, si yo supiera dónde encontrar su morada...!
Se volvió y salió huyendo, a pesar de que Hilel trató de retenerlo.
Gamaliel se levantó y, acercándose a su amigo, lo abrazó.
-No te aflijas, Hilel ben Boruch. Saulo llora por sí mismo, y sus lágrimas son sagradas, pues oí sus palabras y es el primer joven que he conocido que las dijera con tanta angustia. Mi corazón se siente exaltado con misteriosa alegría. He enseñado a miles de jóvenes. Dios ha hablado a mi alma. Enseñaré a tu hijo. Envíamelo dentro de dos años a Jerusalén. El signo de Dios está en su frente, y no a muchos se da el verlo, pero yo lo he visto, y aunque su destino aún me parece oscuro, sé, sin embargo, que será mayor gloria de Dios, bendito sea Su Nombre. El nombre de tu hijo está en los santos rollos de Israel.
Hilel se sintió reconfortado, dejó caer la cabeza en el hombro de su amigo y no se avergonzó de su llanto. Nada tenía antes, y ahora alguien había llenado sus manos de dones.