Capítulo 30
"... Saulo, respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se acerco al Sumo Sacerdote pidiéndole cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que, si allí hallaba quienes siguiesen .este camino, hombres o mujeres, las llevase atados a Jerusalén. Estando ya cerca de Damasco.”3
Habían dejado Jerusalén seis días antes, cruzando el verde Jordán, estrecho pero muy lleno en la primavera, y cuyas orillas se cuajaban de flores de almendro y menta, de tomillo y capullos salvajes, y de árboles de tiernas hojas.
Los jóvenes soldados encantados con el nuevo gozo de la tierra primaveral pasaron cerca de Jericó, de sus altas y oscuras casas. Pero, al segundo día, la tierra ya no estaba llena de vida y verdor. Los rodeaba el desierto, terrible y agostado, el cielo hirviente de calor, el suelo gris y áspero por las piedras, polvo y cantos rodados, los montes lejanos y cobrizos. Aquí moraba el silencio, los espinos, chacales y buitres; los manantiales eran escasos y estaban distantes, y extraños espejismos palpitaban en el horizonte: ciudades misteriosas, oasis y lagos, sombras temblorosas, templos de columnas, e incluso las costas de un mar sin nombre.
Acamparon de noche bajo las monstruosas estrellas, vívidas y heladas, y el viento del desierto atravesaba sus corazas de cuero e incluso las mantas, y durmieron armados por temor a los ladrones que asolaban el desierto persiguiendo a las caravanas. Durmieron rodeados de hogueras para mantener alejadas a las bestias del desierto, y con frecuencia las vieron, mirándolos con ojos amarillos en la oscuridad, y aullidos terribles cortaron el silencio de la abandonada tierra. Comían juntos soldados y jefes. Sólo uno se mantenía aparte, envuelto en la oscura capa, con los ojos fijos en el fuego, sin dormir, sin comer apenas, casi sin beber, con el rostro oculto a la sombra de la capucha, 'y la barbilla hundida entre las rodillas.
-Un hombre terrible, este Pablo de Tarso -murmuró el joven oficial, observándolo-. Es imposible comprender a los judíos, pero más imposible aún a éste. ¿A qué vamos? ¡A arrestar a gente de Damasco por blasfemia! Si no fuera tan misterioso, sería absurdo.
-Sin embargo -dijo uno de sus hombres-, yo he oído decir que su Dios se deja llevar con facilidad por la ira y el deseo de venganza y lanza tormentas de fuego, pues su genio es muy fuerte. Eleva montañas con una mirada de sus ojos, y demuele ciudades con el simple alzar de la mano, e incluso puede partir en dos la tierra como yo partiría una manzana. No hay que jugar con tal Deidad.
Una noche, en el largo camino a Damasco, Saulo sintió un súbito temor. Apoyó la mano en el caballo y, con creciente alarma, notó que el animal temblaba como dominado también por el pánico. ¡Pero no había nada allí, más que el silencioso y lechoso mar del desierto! Trató frenéticamente de recordar una plegaria. Su mente estaba en blanco, como la de un niño, y eso lo aterraba más, pues nunca sus pensamientos le habían traicionado ni huido de él. "Estoy agotado, agotado -pensó-. Sólo es esto, y la enormidad de la luna del desierto y la soledad y el fantasmal silencio, y el sufrimiento que he soportado. Ya pasará."
Era un hombre tenaz, y golpeó perentoriamente el cuello de su montura. Miró ante él, esperando divisar ya la ciudad, rogando porque se alzara como un espejismo de plata en el interminable desierto; para que pudiera contemplar el brillo de sus puertas. Pero nada veía.
-¿Qué es eso? -exclamó el oficial en voz alta y tensa que cortó el silencio. Tiró de las riendas de su caballo, y sus hombres se detuvieron con él-o ¡Oí la voz de un hombre! -dijo a Saulo, que seguía adelante-. ¿No oíste algo, una voz, una orden, que no venía de ninguno de nosotros?
-No -dijo Saulo, casi fuera de sí de terror, convencido de que se hallaba frente a algo objetivo, no imaginado. De pronto sujetó las riendas de su caballo.
Y entonces, ante sus ojos, hubo una enorme explosión de inefable luz, palpitante, una nube de esplendor llena de chispas de blanco fuego, que brillaba en su centro como el oro, más vívido que el sol.
Y lo vio a Él, de pie en aquella nube de oro, en el desierto. Estaba como Saulo lo recordaba en la plaza del mercado, con su madre, en la calle, en su sueño, caminando entre las cruces; sin embargo, estaba glorificado, transfigurado. Era el Hombre poderoso, el Hombre heroico y hermoso, con toda la monumental grandeza de Su divinidad, majestuoso de rostro, con el poder de sus ojos imperiosos. Su cabeza majestuosa, irradiando pureza de su frente, blancura fulgente de sus ropas, con el chal de las plegarias sobre sus hombros, cuajado de los colores del arco iris.
Saulo alzó las manos y abrió la boca, y al fin supo a quién había estado buscando, con anhelo y desesperación, con esperanza y amor..., y con vehementes negativas. Sus ojos, aunque llenos de aquel esplendor que brillaba sobre él, no parpadeaban, no se abrasaban. Una quietud, tan inmensa como el océano, lo dominó. Su corazón se agitó y se alzó en su pecho. Pero el éxtasis aumentaba por momentos. Saulo trataba de hablar, de susurrar, pero al fin le bastaba única y exclusivamente con poder percibir lo que tenía ante él.
Entonces habló Él, con aquella gran voz potente y masculina que Saulo oyera antes:
-¡Saulo! ¡Saulo de Tarso!
La Voz corrió sobre el desierto, y a Saulo le pareció que las montañas escuchaban, que la tierra retenía el aliento.
Y la voz de mando, a la que nada podía oponerse, gritó de nuevo:
-Saulo! ¡Saulo de Tarso!
Éste no supo que había caído al suelo del desierto y que yacía en él. Lo que veía era toda la vida, todo el conocimiento, toda la certidumbre y culminación, la explicación de los misterios, la Revelación. Olvidó dónde estaba, e incluso quién era. Olvidó a los soldados que lo rodeaban, apiñados por el temor, pues oían una voz y nada veían.
Pensó que iba a expirar en su éxtasis. Sus manos se movieron sobre la dura grava; trató de incorporarse. No podía apartar los ojos de la poderosa Figura envuelta en aquella nube de oro. -¿Quién eres tú, Señor? -preguntó, exaltado. Sólo deseaba tocar aquellos divinos pies, apoyar su cansada mejilla en ellos, descansar en la bendición del conocimiento.
La voz perdió algo de severidad, como si sintiera piedad de él: -Yo soy Jesús, a quien tú persigues. ¿Por qué te revuelves contra mí?
"Aunque Él me destruya en castigo y me mate para siempre, ¡me regocijaré porque me ha hablado! -pensó Saulo-. ¡Que el mundo caiga sobre mí y me reduzca a la nada ... y yo gritaré de gozo, cantando Hosanna, porque Él me ha recordado!" .
-¿Qué deseas que haga, Señor? -preguntó.
-Levántate -dijo el Señor- y ve a la ciudad, donde se te dirá lo que has de hacer, Saulo.
Y ahora sonrió como un padre, o el más querido amigo que el hombre pueda conocer, y el gozo dominó a Saulo de nuevo, y se sintió transportado. La eternidad fue suya...
Los soldados, casi fuera de sí de temor, por haber escuchado una voz pero no palabras, y no haber visto nada, desmontaron y corrieron hasta donde estaba el hombre caído en tierra. Vieron su rostro, sus labios abiertos. El rostro era más brillante que la luna, como si hubiera contemplado la divinidad, pues, estaba transfigurado. Los asustó tanto que se retiraron un paso, temblando, pues era peligroso acercarse a uno tocado por la visión de lo divino.
-Ha visto a Júpiter, Apolo o Mercurio -susurró un soldado a su oficial-. Tiene el aspecto del que se ha acercado a los dioses.
El centurión venció su temor al cabo de unos momentos. Había de mantener su honor de romano. Tocó a Saulo en el hombro y éste se levantó.
Entonces dijo, como si anunciara un maravilloso mensaje de tanta importancia que apenas podía pronunciar las palabras: -No veo, y sin embargo veo. ¡Que ya no vea más con estos ojos para que la dicha no me sea quitada!
Los soldados se miraron. Entonces el oficial preguntó tímidamente:
-¿Has quedado ciego, señor?
Saulo juntó sus manos:-¿Qué me importa a mí, ahora que he visto al Mesías?
Era como si hubiera mirado demasiado tiempo al Sol, y ahora veía su aureola, su eterna imagen grabada en su retina. Pero no sentía miedo.
-He visto mi vida -dijo sin ver a los soldados-. He visto la Verdad, la Eternidad. He visto al Santo de Israel y eso es suficiente para mí. Mi búsqueda ha terminado. Lo he encontrado al fin. ¡Oh, mi Señor y mi Dios..., al fin!
Se dio cuenta de la alterada respiración de los hombres que lo rodeaban, y sintió su temor, y una profunda ternura dominó su corazón:
-Estoy ciego -dijo-; por tanto, llévenme a Damasco, a casa de Judas, en la calle llamada Recta.