Capítulo 33

CHEBUA ben Abraham había muerto mientras Saulo se hallaba en los desiertos de Arabia; el rabino Gamaliel murió justo antes de su regreso, y lo mismo la noble dama romana Claudia Flavia. David ben Chebua era ahora un hombre rico, tan juicioso y moderado como siempre. Los hijos de Chebua, Simón y José, habían abrazado la nueva fe, pero con un positivismo que Saulo respetaba y comprendía. Sin embargo, ellos no lo aceptaban, pues recordaban su carácter apasionado y ahora lo veían más apasionado y dogmático que antes.

Por tanto, de la casa de Chebua ben Abraham sólo le quedaba su hermana Séfora, cuyo marido había enfermado y muerto hacía pocas semanas.

-Estamos de luto en esta casa -decía Séfora llorando-, pero los que amamos murieron en el conocimiento del Mesías, y ahora descansan en Su Seno -sus hijos eran jóvenes amables, aunque el más inteligente era Amos ben Ezequiel, resucitado de entre los muertos por el Mesías, y a este joven, ahora de diecinueve años, pero aún soltero, se volvió Saulo en su dolor.

Amos era de espíritu claro y sincero, tranquilo de palabras, determinado en la acción, justo, devoto y patricio. Una vez decidido su camino, nada lo apartaba de él. Escuchaba las apasionadas diatribas de Saulo contra los judíos, tanto los nazarenos como los no creyentes, con serenidad.

-Él te lo dirá -decía Amos. Saulo, a punto de estallar en imprecaciones, vio los ojos dorados de Amos brillantes como monedas, radiantes, y comprendió que sus palabras venían a caer sobre su corazón como una fría catarata de aguas vivificadoras, y dijo:

-Sólo eres un joven imberbe, y yo soy tu tío; conozco el mundo y he tenido una revelación. Sin embargo, algo misterioso me dice que has hablado palabras de sabiduría y que yo he pecado en mi impaciencia.

Los encuentros de Saulo con Simón Pedro no habían sido muy felices. Simón, un fiero pescador, no tenía la mente sutil de Saulo. Era tan terco como aquél, y frecuentemente tan obstinado, y sus voces se habían alzado con acrimonia.

Pedro se sentía ofendido. ¿Acaso Saulo había conocido al Mesías en carne mortal? ¿Había caminado con Él por el polvo? ¿Había presenciado su crucifixión? ¿Había escuchado Sus palabras a lo largo de muchos días? Juan había dicho, en verdad, que todo lo que el Mesías había dicho y hecho llenaría "muchos libros". Saulo afirmaba haber visto al Señor en el desierto, y Pedro no lo dudaba ni por un instante. Pero primero había perseguido a los seguidores del Mesías más que ningún romano. ¿Quién había dormido junto al Señor y partido el pan con Él sino Simón Pedro? ¿Acaso no le había lavado los pies? ¿No había estado con Él durante cuarenta días después de salir de la tumba? Sin embargo, este Saulo de Tarso, este fariseo, este hombre de altiva seguridad e inteligencia, parecía Creer que tenía más conocimiento del Mesías que los que habían vivido con Él.

Mediante Pedro, Saulo había conocido también a los tempestuosos hermanos Juan y Jaime ben Zebedeo. Ellos, como Pedro, eran hombres acostumbrados al trabajo, y algo más jóvenes, aunque todos los apóstoles lo eran. Sin embargo, éstos eran más parecidos a Saulo, fieros, inclinados a veces a excesos de palabras y gestos, de fuerte e indomable genio. Pedro consideraba pecaminosa la cólera de Saulo contra la docilidad de muchos nazarenos, y le aconsejaba que mirara a los que trabajaban con la misma diligencia que antes o más. También le decía que no se podía echar toda la culpa a los judíos por no aceptar sus enseñanzas, pues lo temían y desconfiaban de él.

"¿No somos todos imperfectos? -preguntaba Pedro. -y ¿no hemos de buscar la perfección? -exigía Saulo. Pedro suspiraba. Era un hombre de sereno humor:

-Sólo podemos intentarlo —decía, observación que Saulo juzgaba frívola. Juan y Jaime los escuchaban con viva emoción reflejada en sus rostros, y Saulo, con placer, veía que estaban de acuerdo con él, y no con Pedro. Sin embargo, también coincidían con éste en que antes que un gentil pudiera ser nazareno debía hacerse primero judío, ser circuncidado y aprender las Sagradas Escrituras. ¿Cómo comprendería, si no, al Mesías, que había sido profetizado a través de los siglos?

Juan decía:

-Cuando estábamos en Samaria, y las gentes rechazaron a Nuestro Señor y no quisieron oír hablar de Él, yo Le imploré que bajara fuego del cielo y los destruyera.

-y ¿qué contestó el Señor? -preguntó Saulo.

-El Señor riñó a Juan -dijo, con tono que implicaba que el reproche no había sido amable. Juan enrojeció y se envolvió en su capa. Jaime alzó la cabeza con gesto vigoroso.

Los tres habían logrado convertir a muchos, y hasta hacían que los ociosos, avergonzados, reiniciaran su labor.

Esto desconcertaba a Saulo. Él era rechazado, pero a los otros apóstoles se les concedía respetuosa atención.

Pedro había dejado Jerusalén, y Jaime y Juan habían partido lejos también, y ningún judío, ortodoxo o nazareno, reconocía la existencia de Saulo, que se sentía solo.