Capítulo 27
PARA el pueblo de Israel, Poncio Pilato era el terror del momento, ayudado por Herodes Antipas y las legiones romanas, y tolerado por los saduceos en nombre de la paz y por los exigentes fariseos en nombre de la Ley. Pero ahora había surgido otro terror, a quien los romanos llamaban Pablo de Tarso, un piadoso judío, erudito fariseo, alumno del gran rabino Gamaliel, hombre de posición, ciudadano romano, ejecutor de la ley romana y miembro de una notable casa de Israel. Hasta los más piadosos que creían en el castigo de los blasfemos y herejes estaban alarmados, y hablaban con piedad de los judíos que, aunque engañados en su idea de que Yeshua de Nazaret fuera el Mesías, eran hombres amables, de mente gentil, inocentes como palomas y sin la menor violencia. Se adherían a la Ley de los profetas y los Mandamientos con más devoción aún que los propios judíos que se reían al oír el nombre de Yeshua, y eran más caritativos y pacientes.
Muchos se decían preocupados: "¿No tenemos muchas sectas en Israel, todas luchando entre sí y decididas a prevalecer? ¿No vivimos en paz con esos hombres de nuestra misma sangre? ¿Por qué, entonces, los que creen que el Mesías ha nacido no han de ser mirados con la misma tolerancia, aunque nos riamos de ellos? ¿Por qué esa terrible furia y persecución, esa pérfida alianza de Saulo de Tarso con el opresor romano? ¡Qué excesos ha estado cometiendo en cada provincia y ciudad, y en el campo, llevándose a esposas y niños de los llamados herejes, encarcelándolos y reteniéndolos como rehenes hasta que padres y esposos juran no extender más el erróneo mensaje! Jamás Israel había visto nada de esto. Nuestros amigos judíos son azotados en las calles hasta que huyen para salvar su vida. ¡Ni siquiera el más salvaje de los esenios y zelotes, de los que gritaban en los mercados la abierta rebelión contra Roma, ha sido tan terriblemente perseguido como esos pobres e inocentes judíos! Saulo de Tarso lanza a los legionarios romanos contra las indefensas criaturas, a las que azotan ante sus propias puertas y encarcelan a una orden de Saulo".
Pero, en temeroso secreto, miles de judíos en Jerusalén, e incluso sacerdotes del Templo, escuchaban las historias de los llamados Apóstoles y Discípulos, y a centenares eran bautizados en la oscuridad de la noche en el estrecho río, cerca de la ciudad. A su vez buscaban a otros a los que contar la "buena nueva". Pero, con discreto temor, trataban de quedar en la oscuridad, y, como muchos eran pobres y humildes, no era tarea difícil. Sin embargo, las noticias viajaban e invariablemente llegaban a oídos de Saulo ben Hilel, cuya rabia crecía diariamente.
Frecuentemente consultaba con Pilato y con el sumo sacerdote.
Aquél empezaba a encontrar divertido todo el asunto. Siempre había odiado a los judíos y le complacía que un judío vigoroso, en la persona de Pablo de Tarso, estuviera persiguiendo, denunciando, encarcelando y castigando a su propio pueblo. También Herodes Antipas se portaba como un hombre osado, que murmuraba constantemente bajo su barba roja, ofrecía sacrificios a Júpiter en su templo y luego cumplía regularmente con la Pascua. Pilato encontraba que la vida se estaba poniendo interesante.
Saulo supo que la nueva y blasfema secta judía se había extendido como las alas de la mañana más allá de Israel, que ya estaba en Siria ahora, en su propia tierra de Cilicia y, por increíble que pareciera, ¡estaba llegando a Grecia! Era de nuevo la Pascua, y la secta florecía como las plagas de Egipto, apareciendo en los lugares más insospechados. Había rumores de que muchos soldados romanos se habían afiliado a ella, así como humildes sacerdotes del Templo, y Saulo pensó en su primo, Tito Milo Platonio, en Roma con sus ancianos padres, y su rabia llegó al paroxismo. Sentíase sin amigos. No era bien acogido en la casa de sus parientes en Jerusalén, si bien éstos no hacían nada abiertamente para ganar conversos (aunque, con su gran intuición, sospechaba que darían ayuda y consuelo a los perseguidos).
Había momentos en que pensaba en el Nasi del Templo, Gamaliel, que ni lo buscaba ni le escribía; en esos momentos Saulo ardía de apasionada cólera, de furia incluso. Pero intentaba creer que Gamaliel deseaba que luchara, que cayera o ganara por su propio esfuerzo, pues, ¿no había dicho siempre que cada hombre ha de enfrentarse solo con Dios y crear su propio destino? Esa confrontación, temerosa e inevitable, llegaba a todos los hombres. Los demás no se atrevían a interferir en esas horas finales de lucha, oscuridad y pelea, con los ángeles de Dios. La victoria debía ser de cada hombre; no la de otros. Saulo intentaba mostrarse agradecido por el silencio del gran rabino, que sabía más que él. Sin embargo..., una sola carta, una sola palabra de ánimo... "Estoy cayendo en la debilidad", se decía Saulo con firmeza.
Una o dos veces pensó que nada sabía de Aristo, en Tarso, aunque le había escrito varias veces. Finalmente escribió una carta al rabino Isaac, y recibió una breve nota de su nieta, la viuda Elisheba, en la que le comunicaba que su abuelo yacía ahora en el seno de Abraham. No hablaba de Arista, aunque Saulo había preguntado por él. Le abrumó la noticia de la muerte de su antiguo mentor, y le pareció que era otro eslabón que se rompía en una cadena que lo unía a los que quiso y lo habían querido.
Le parecía oír las palabras que Dios había dicho a Job:
¡Cíñete los lomos como un hombre! ¡Yo te llamaré y te declararé mío!
¡Vístete con majestad, y arréglate con gloria y belleza Pon a los malvados en su lugar. Húndelos en el polvo, y oculta su rostro en secreto. Entonces yo también confesaré que Mi propia mano puede salvarte!
-¡Señor, Señor! -gritó Saulo, dominado por la humildad y el remordimiento de haber sido tan humano como para quejarse de que nadie le ayudaba. ¿No tenía a su Dios como abogado y general, y no l1evaba su inmortal estandarte? Él, Saulo ben Hilel, debía regocijarse ante sus pruebas como singular manifestación de gracia, sin dudar jamás de la victoria. Pero, por alguna terrible razón, no se sentía confortado, y temía que Dios hubiera rechazado su arrepentimiento, ofendido por su debilidad.
-Esos rebeldes son como la langosta -decía Poncio Pilato con placer ante la frustración y furia de Saulo-. Un día son diez, al día siguiente miles. ¿Qué vamos a hacer con ellos?
Saulo sospechó lo que Pilato quería hacer con todos los judíos.
A veces se preguntaba si no estaría poniendo en peligro a todo su pueblo en aquella persecución, pero inmediatamente rechazaba el pensamiento como tentación de Lucifer. Sólo podía seguir, cada vez más desesperado pero más resuelto, en el servicio de Dios. Ante las multitudes del Templo gritaba: "¡Al proteger y ocultar a los blasfemos, o callar acerca de ellos, están provocando la ira de Dios, bendito sea Su Nombre, pues Él no soportará mucho tiempo la herejía de tantos! Por eso, entréguenme a los malhechores para que sean castigados y silenciados, y la paz vuelva a Nosotros, y Dios se deleite en su Tierra Santa. '¡Hacer lo contrario es atraer la ruina y muerte sobre todos, y la destrucción de Israel!"
Corría el rumor de que varios de los discípulos, encarcelados por órdenes de Saulo, eran milagrosamente libertados y seguían proclamando lo que ellos llamaban el Evangelio, la buena nueva. Saulo ordenó que encerraran a los guardias por borrachera y descuido, a pesar de sus protestas de que los prisioneros habían desaparecido de sus celdas aunque las puertas seguían cerradas. A este absurdo, Saulo replicó con una sarta de coléricas atrocidades. Envió los guardias a Pilato para que éste los castigara. Pilato dijo:
-Mis hombres juran que divinas criaturas vestidas de luz abrieron las Puertas de la prisión y liberaron a los presos, y que ellos no pudieron alzar una mano -se echó a reír ante la furiosa expresión de Saulo y agitó la cabeza. Desde luego, ya no estaba tan aburrido esos días, y daba gracias a los dioses, en los que no creía. Solía decir a Herodes Antipas-: Tu Pablo de Tarso es notable. Se dice que no acepta tus invitaciones a cenar -Herodes se mordía los labios y ardían sus ojos, pero no contestaba. Tenía horribles pesadillas esos días.
Pilato llamó a Saulo una tarde, con aire de disgusto. No le ofreció vino, lo cual era mala señal, y el judío lo observó.
-Me has hablado a menudo de tu famoso maestro, el Nasi del Templo, el rabino Gamaliel -dijo-. Lo conozco bien. Lo he recibido en mi casa, y he estado en la suya. Es hombre de sabiduría, ingenio y erudición, y disfruto con su compañía, pues éste es un país incomprensible para un hombre de mundo. ¡Hay tan pocos con gustos cosmopolitas...! ¿No te has preguntado, Pablo de Tarso, por qué no lo has visto, ni has oído hablar de él?
-Sí -dijo Saulo, e inmediatamente un helado temblor envolvió su espíritu, y sintió la angustia de la premonición. -Se sospecha que también es hereje.
Saulo se puso en pie de un salto con el rostro enrojecido: -¡Ese rumor es insufrible! Tú conoces a Gamaliel; sabes que es el jefe del Sanedrín, Nasi del Templo, hombre famoso en Israel, e incluso en el mundo, por su piedad y sabiduría, su devoción a Dios, sus escritos, conferencias y disertaciones. Los que extienden esas mentiras deberían ser castigados y destruidos, pues el rabino es un hombre santo ante el rostro de Dios, y Dios no debe ser insultado en la poderosa persona del Nasi. Esto es una conjura para destrozar los fundamentos de nuestro Templo, nuestra fe y nuestra misma supervivencia. Si tal cosa puede afirmarse de Gamaliel, nadie estará ya seguro en Israel, y todos quedaremos expuestos a mentiras y blasfemias.
La voz se le ahogaba en la garganta y tenía los ojos inyectados en sangre.
Pilato lo observó con curioso interés; luego, viendo que Saulo había llegado realmente al límite de sus fuerzas, pidió vino y se lo sirvió personalmente, poniendo la copa entre sus manos, rígidas y temblorosas.
-Bebe -ordenó- seguramente morirás. ¡Dioses, qué exageración, qué extravagancia demuestran los judíos, fuera de toda proporción! He dicho que es un rumor, sólo un rumor. ¡Pero tú te pones como si te hubieran atrapado las Furias, o Caronte hubiera aparecido ante ti! Tranquilicémonos. Bebe, te lo ordeno.
Al fin, Saulo susurró con voz dura:
-No comprendes la monstruosidad de esa acusación. El romano se encogió de hombros:
-Puedo creer cualquier cosa de los judíos, Pablo. Son un pueblo increíble. Pero cálmate; te lo suplico. No me gustan los excesos de emoción. No son civilizados. y te creía un hombre culto y templado.
Recuperó cierto dominio y miró a Pilato con odio: -¿Y si yo iniciara el rumor de que tu emperador, tu César Tiberio, era pederasta? -preguntó.
Con gran sorpresa suya, Pilato se echó a reír:
-Nada me extrañaría de los Césares -dijo-. He oído cosas peores.