IV
UNA HORA MÁS TARDE todavía estaba esperando que Jon me contara lo que estaba pasando. Se había ido con Razz para enseñarle la salida de atrás y ésa fue la última vez que le vi.
Salí al pasillo y entré en un cuarto donde había gente trabajando con ordenadores. Una chica de pelo oscuro se volvió en su silla. Antes de que su pantalla se oscureciera, me dio tiempo a ver que estaba trabajando sobre una partitura.
La miré. Volvía a tener aquella extraña sensación. Sabía que había visto a la chica en alguna parte.
Iba a preguntarle de qué nos conocíamos cuando se levantó.
—¿Te ha enseñado Jon todo esto?
—No —dije, sacudiendo la cabeza.
—Ven, te llevaré a dar una vuelta. Me llamo Eliz —añadió cuando salíamos al pasillo.
—Yo soy Kari.
—Sí, lo sé —dijo ella.
—Es curioso —comenté—, pero estoy segura de haberte visto antes —todavía estaba devanándome los sesos.
Pero en vez de intentar descifrar el misterio, se mostró reservada y preguntó:
—¿No te ha dicho nada Jon?
Yo negué con la cabeza.
—Ya lo hará, seguro.
—¿No puedes decírmelo tú? —probé.
—No. Lo siento. Me temo que es cosa de Jon.
—¿El es tu jefe, entonces?
—Algo así —contestó.
Habíamos llegado a la habitación del final del pasillo y empujó la puerta.
—Esto te va a interesar —dijo.
Pero antes de que pudiéramos entrar, sonó un grito por el pasillo. Jake. Dejé a Eliz y corrí para ver qué pasaba.
Cuando llegué, estaba gritando y dando vueltas en la silla giratoria como un loco.
—¡Lo he conseguido!
Se puso de pie, me levantó en sus brazos y me hizo dar una vuelta en redondo. Llegó Eliz y sonrió al verle portarse como un chiflado.
Jake volvió a sentarse delante de la pantalla, tecleó algo y lo que apareció fue… ¡Blenham!
Jon entró. Parecía cansado y ojeroso, como si no hubiese dormido en una semana. Era todo tan extraño. Cuando le había visto por primera vez, había tenido que hacer un esfuerzo para no correr a abrazarle. Era como ver a un viejo amigo. Nos habíamos mirado uno a otro durante unos segundos. Yo pude ver su aura… de un dorado pálido. Y cuando él me había sonreído tan dulcemente, de pronto y sin ninguna razón aparente, había sentido ganas de llorar.
Pero ahora su aura era triste y apagada. Sólo brilló un poco cuando Jake señaló excitado a la pantalla.
—¡Mira!
Teníamos ante nosotros una enorme casa antigua… un palacio. Su sólida puerta estaba flanqueada por columnas de piedra. Sus tejados estaban plagados de chimeneas y estatuas. La fachada estaba cubierta con elegantes ventanas arqueadas. Había un largo paseo de entrada y, a los lados, amplias praderas verdes con más estatuas y lagos y árboles. Debajo el nombre…
Blenham.
Todos estaban inclinados hacia delante, mirando como si aquello fuese algo de otro planeta.
—Esto es —dijo Jake, muy orgulloso. Jon estaba de pie, apoyado en su hombro, y Jake se giró para hablarle—: Tendré que entrar en sus ficheros.
Jon le dio unos golpecitos en el hombro.
—Gracias —dijo, y se acercó más a la pantalla, como si tratara de ver en su interior.
Jake comenzó a teclear de nuevo. Yo creí que estaba tratando de acceder a Tourguide, un paseo interactivo por la casa.
Pero media hora más tarde todavía lo estaba intentando.
—Deberíamos ir allá —me estaba poniendo muy nerviosa—. Cuanto antes saquemos a Rachel, mejor. Puedes venir también, Jon. Te harán más caso a ti.
Sabía que teníamos que empezar a movernos. Mientras nosotros estábamos allí discutiendo, la pobre Rachel seguía encerrada en aquel lugar siniestro que me parecía una prisión. Recordaba haber leído que fue una vez el palacio de reyes y reinas, y sólo podía imaginarlos entrando y saliendo en sus limusinas y practicando anticuados juegos en los jardines en verano. Pero tenía la horrible sensación de que ahora nadie se dedicaba a eso en Blenham.
Jon se mordía el labio.
—No será tan fácil —comentó.
—¿Por qué no? —quise saber.
Lo único que Jake había conseguido era acceder a un mapa. Lo imprimió. Blenham estaba pegado al río. El mismo río que serpenteaba por la Ciudad, por los muelles, y seguía al noroeste atravesando kilómetros de barrios, fábricas y fincas; rodeaba otra ciudad hasta convertirse en una pequeño riachuelo, y desaparecía después por completo. Sería imposible ir por carretera, pero había una línea de tranvías que llevaba esa dirección.
—Yo… nosotros… —Jon miró desolado a los demás—. No tenemos ningún documento de identidad —dijo por fin—. Nunca podríamos pasar los controles.
—Pero nosotros sí, ¿verdad, Jake? —afortunadamente no nos los habían quitado cuando nos robaron.
—Sin problemas —dijo Jake, aunque por su tono estaba claro que pensaba que podía haber alguno.
No se me ocurrió entonces que lo que Jon había dicho era bastante extraño. No tenían documento de identidad. Nadie puede moverse sin él. No se puede coger un tranvía, dar un paseo, entrar en el cinódromo, ir al barrio Oeste o al Este, o a cualquier sitio. Por eso hay tantos guetos, gente que vive en áreas de las que no puede salir. Nadie vive en sitios así por gusto, creo yo.
Más tarde, cuando pensé en ello, todo pareció encajar. Ese era el motivo de que hubieran instalado Starhost en aquel lugar a las afueras. Tenían que ser inmigrantes ilegales. De lo que no tenía ni idea era de cómo habían llegado a ser amigos de Rachel. Quizá ella lo fuera también y por eso la policía la buscaba.
Por alguna razón Razz entró de golpe en mis pensamientos. Mi corazón dio un pequeño salto. Todavía veía sus ojos color avellana mirándome. Me pregunté dónde estaba y si estaría pensando en mí. Hacía horas que se había ido y no sabíamos nada de él.
Jon desaprobó mi idea.
—No, es demasiado peligroso. De todos modos, Kari, queremos que te quedes aquí.
—Yo también quiero quedarme aquí —expliqué—. Pero no es a eso a lo que hemos venido. Vinimos para ayudar a Rachel.
Me habría gustado dividirme en dos. La mitad de mí quería quedarse con Jon y los demás, y la otra mitad tenía que encontrar a Rachel. Era difícil explicar cómo me sentía.
—Tenemos que ir —le dije a Jon—. Lo siento.
La mirada de Jon reflejaba tristeza y resignación.
—Está bien, Kari —asintió con un suspiro. Luego puso las manos en mis brazos—. Por favor, tened cuidado.
—Claro que lo tendremos —aseguré.
—Creo que haríamos mejor en mandar un mensaje a tus padres —me dijo Jake más tarde—. Deberíamos decirles que lo estamos pasando bien en casa de Vinny, antes de que empiecen a hacer preguntas. Lo haré ahora para que puedan verlo por la mañana.
Lo hizo de modo que no figurase la dirección del remitente en el mensaje.
Después pasó la mitad de la noche tratando de conseguir más información sobre Blenham a través de la red. Por fin descubrió que todos los tesoros de Blenham se habían vendido a inversores extranjeros y la casa se había cerrado después de la caída de la monarquía. Más tarde, la habían transformado en un hogar para ancianos. De modo que los amigos de Jon estaban equivocados. Blenham no era un laboratorio del Gobierno. Aunque ya era bastante malo pensar en Rachel encerrada allí. Sería horrible para ella. Todos sentados en filas mirando la televisión. No tendría la oportunidad de observar las estrellas, tocar el piano o dar uno de esos paseos por el campo que tanto le gustaban. Teníamos que sacarla de allí como fuera.
—Pero si eso es lo que realmente es —me dijo Jake con su acostumbrada lógica irritante—, ¿por qué no hay ninguna información en la red? Lo natural sería que quisieran que la gente supiera que existe. Mira —y señaló la pantalla—. 2001: Blenham se convierte en el hogar de retiro Días Felices. Después se acabó… Nada más.
—Sólo hay una manera de descubrirlo —dije.
Jake me miró sonriendo.
—Exacto. Vamos a pensar un plan.
Finalmente conseguí dormirme en uno de los sofás del vestíbulo. Me tumbé un rato escuchando los lejanos sonidos de la Ciudad, y el viento en los tejados. Oí el ir y venir de los helicópteros que patrullaban sobre las salidas de la Ciudad. Uno pasó justo por encima y pude ver las luces del láser, el rojo y el verde que provocaban un arco iris en las ventanas. Después se alejó, satisfecho al no hallar nada que investigar.
Había intentado encontrar a Jon otra vez. Subí y bajé y recorrí los pasillos como un fantasma curioso. Eché una ojeada en todas las salas. Todo estaba desierto. Todas las habitaciones a oscuras. Todos los ordenadores en espera. Fui a la planta baja con la intención de mirar en el sótano. Pero la puerta estaba cerrada y no pude entrar. Así que volví a subir. No se me ocurría dónde podían haberse ido todos. Por fin desistí.
Era cerca de medianoche cuando desperté de un sueño inquieto y fui a ver cómo le iba a Jake. Me detuve un momento a mirar por la ventana. La Ciudad brillaba a mi alrededor, una infinita extensión de luces resplandecientes hasta el horizonte. Las luces de los vehículos, un enorme collar de perlas inmóviles, formaban hileras en los pasos elevados hasta donde la vista alcanzaba. Después, uno de ellos se separó para dirigirse por la autopista hacia el centro de la Ciudad. Era un extraño mundo, un pavoroso calidoscopio. Súbitamente sentí una aguda nostalgia. Damien, dormido tranquilo en su cama; mamá, probablemente dormida también; papá, encorvado delante de sus pantallas a cualquier hora de la noche o del día. Los olores del campo entrando por los postigos en las calladas y calurosas noches de verano.
Cuando volví junto a Jake, lo encontré agotado. Tenía los ojos enrojecidos por la fatiga y los hombros inclinados. Le puse la mano en el brazo.
—Déjalo por ahora —le dije—. He estado buscando a Jon. Quiero que nos explique algunas cosas antes de que nos vayamos.
Jake se volvió a mirarme.
—¿Has notado cómo cambia de tema cada vez que le preguntamos?
—Sí, por eso es por lo que quiero localizarle.
—Entonces, ¿no le encuentras?
Moví la cabeza.
Pero Jake me propuso un sitio donde yo no había estado.
—Mira en el ático —dijo—. Oí a alguien decir que iban a subir allí.
Yo no me había dado cuenta siquiera de que había un ático.
Jake me llevó hasta un tramo de escaleras que yo había creído que subían hasta el tejado. A medio camino me paré conteniendo la respiración. Puse una mano en la manga de Jake.
—Espera…, escucha.
Una completa sinfonía de sonidos bajaba hasta nosotros. Suave al principio, después cada vez más fuerte según la música alcanzaba el crescendo. Sonaba como si toda una orquesta estuviese tocando allí. Reconocí la pieza. Se llamaba El Concierto del Milenio. Los instrumentos de cuerda giraban y bailaban, las trompetas vociferaban, los tambores golpeaban como petardos explotando en el cielo. La partitura se había escrito cincuenta años atrás para celebrar el nuevo milenio.
Me quedé allí perpleja. Mi oído había encontrado un fallo. Faltaba una de las flautas.
Mi corazón latía más deprisa. En ese momento lo habría dado todo por llenar ese vacío.
Los ecos del sonido llenaban el hueco de la escalera y nos rodeaban. Vi que Jake estaba tan impresionado como yo, aun cuando generalmente sólo se interesa por el rock duro. Cuando terminó, el silencio era ensordecedor. Después oímos una explosión de aplausos, el golpeteo de los arcos de violín y los músicos que charlaban unos con otros.
—¡Guau! —dijo Jake—. Alguien ha instalado un fantástico sistema de sonido.
Pero yo sabía que no era eso.
—Ven, vamos a echar un vistazo.
Empujé la doble puerta, con cuidado al principio, y eché un vistazo. Jake tuvo que oírme aspirar el aire con fuerza, porque me dio un codazo.
—¿Qué pasa?
Me aparté para que él pudiera verlos. Tenía que haber unos cien músicos sentados en el ático circular. Estaban todos los que habíamos visto trabajando en los ordenadores. Jon también estaba allí, de pie en un podio, en el centro, con una batuta en la mano.
—¡Guau! —Jake se volvió hacia mí, con los ojos muy abiertos, incrédulo. Todavía los abrió más cuando algunas de las guitarras y tambores empezaron a tocar de nuevo. Esta vez era una pieza de rock que puso una amplia sonrisa en la cara de Jake.
—¡Guau! —dijo otra vez, como si fuese la única palabra que conocía.
Yo no podía decir nada. Tenía una especie de nudo en la garganta. Tocar con una verdadera orquesta era algo con lo que había soñado desde que era pequeña. Un pensamiento me cruzó por la cabeza. Si les faltaba una flauta, quizá entonces…
Oímos una voz detrás de nosotros. Eliz. Yo no sabía cuánto tiempo llevaba allí.
-¿Por qué no entráis?
—¿No les importará?
—-¿Importar? Tenían la esperanza de que vinieras.
En cuanto aparecimos, alguien me pasó una flauta. Era la más bonita que había visto en mi vida. Deslicé por ella las puntas de mis dedos y miré a Jake. El sonrió y asintió con la cabeza.
—¡Vamos! —dijo.
Y al mirar, vi que había un sitio vacío en el sector de instrumentos de viento. Intuí que aquél era mi puesto.
Un hombre con un oboe seguía el ritmo de las baterías y las guitarras. Me sonrió cuando me abrí paso hacia él y señaló la silla que tenía a su lado como si hubiese estado esperándome.
Me senté con la flauta en el regazo hasta que terminó la pieza de rock. Al final todos gritaron y aplaudieron. Jake estaba de pie junto a la puerta aplaudiendo como un loco. Después todo quedó en silencio y Jon se volvió lentamente a mirarme. Me tendió la mano y yo supe que no había nada en el universo capaz de detenerme en mi camino entre los músicos para ir hasta él. Era como si algo tirase de mí con hilos invisibles.
—Esperábamos que nos oyeras, Kari —dijo cuando llegué a su lado.
Sujetando mi mano, se volvió y miró al gran piano que estaba silencioso en un rincón.
—Desearíamos que Rachel estuviese también aquí con nosotros —dijo.
Y cuando yo tocaba la flauta y las notas se elevaban danzando hasta el tejado de cristal del ático, lo entendí de repente. Como las piezas de un rompecabezas, encajaban limpiamente una en otra.
Por qué estaba yo allí. Por qué querían que volviera Rachel.
Porque… sin nosotras la orquesta no estaba completa.
Pero eso todavía dejaba un montón de preguntas sin respuesta. ¿Eran realmente toda aquella gente inmigrantes ilegales? Si era así, ¿de dónde venían? ¿Y por qué no trataban de conseguir la eurociudadanía? Entonces no habrían tenido que esconderse en aquel lugar, camuflados como la compañía Starhost, cuando por derecho propio deberían demostrar al mundo entero qué grandes y maravillosos músicos eran.
—Pero mucha gente toca la flauta y el piano —me dijo Jake después—. ¿Por qué teníais que ser tú y Rachel precisamente?
—No lo sé. Cuando le he preguntado a Jon, sólo me ha dicho que teníamos que ser nosotras.
Habíamos salido cuando el sol empezaba a asomar por el horizonte. Estuvimos seguros de que no había señales de los hombres de Zeon al ver que todos salían del edificio para vernos marchar. Parecían tristes. Aunque Jon no decía nada, se notaba que estaba asustado por dejarnos ir. Cuando nos volvimos para decirles adiós con la mano antes de entrar en el callejón, sentí que se me rompía el corazón.
—Volveremos, no te preocupes —Jake me echó el brazo sobre los hombros y me apretó un poco—. Se mueren de ganas de ver a Rachel, y tú tienes que oír la pieza que han prometido componer para ti.
Yo estaba demasiado emocionada para contestar. Sabía que era una estupidez. Sólo les conocía de hacía unas horas, pero era como abandonar a amigos de toda la vida.
—Iremos siguiendo el río —dijo Jake—. De esa manera no nos perderemos. Es lo que hizo Razz cuando vinimos aquí.
Al oír el nombre de Razz, volví a sentir toda mi preocupación por él.
—Sabe cuidar de sí mismo —me dijo Jake cuando le hablé de ello—. Recuerda que es un chico de las calles. Estará bien.
Traté de arrinconar mis temores, llevarlos al lugar donde colocaba todas las cosas en las que no me atrevía a pensar. No funcionó. Razz seguía presente en mis pensamientos como una determinada melodía que no consigues quitarte de la cabeza. Su nombre giraba en ella sin parar. Razz… Razz… Casi era como si él estuviese haciéndolo a propósito.
Jake andaba a lo largo del río con la cabeza baja. Nos cruzamos con unas cuantas personas: un hombre que pescaba en las aguas turbias, un par de chicas que rebuscaban en un montón de basura portando sendos bebés a su espalda, una vieja que revolvía los trastos de un contenedor sin dejar de murmurar palabras ininteligibles. Ninguno de ellos hizo caso de nosotros. Si al principio de nuestra aventura hubiéramos tenido más sentido común, no nos habríamos vestido como lo hicimos. Nadie mira a una pareja de golfillos desarrapados que pasan de largo. Por eso ahora llevábamos, en vez de nuestras flamantes mochilas, una marrón, vieja y raída que habíamos encontrado entre un montón de desperdicios en el callejón junto a Starhost. Las nuestras iban en la carretilla de Razz, de la que tirábamos haciendo turnos. Ahora éramos como cualquier otro.
—Todavía no entiendo por qué Jon no explica las cosas —se quejó Jake.
—Nos ha prometido que lo haría cuando volvamos con Rachel —le recordé.
—Si volvemos, quieres decir —sonaba desacostumbradamente sombrío en Jake.
—Ha dicho que era mejor que no lo supiéramos todavía. Si no sabemos nada, no podemos contar nada, ¿verdad?
Habíamos llegado al lugar donde una escalinata de piedra conduce hasta el río. El agua turbia lamía el casco de un barco viejo. Tenía pintado un submarino amarillo completamente desconchado, y el toldo de lona, agujereado y rasgado. Había un nombre en un lado, medio borrado, pero pude descifrarlo. La Corriente.
Me paré un momento a mirarlo. La semilla de una idea estaba germinando en mi mente. No había ninguna necesidad de que fuéramos a la terminal. Probablemente no la encontraríamos tampoco. Podríamos ir a Blenham por el agua… si teníamos un barco.
—Vamos, Kari —me llamó Jake impaciente. Había arrastrado la carretilla por encima de un montón de escombros y estaba esperando a que yo le alcanzara.
—Ven aquí -—le grité yo—. Ven a mirar esto.
Se volvió y empujó otra vez la carretilla sobre los cascotes para ver de qué se trataba.
Cuando vio el barco de motor, dio un silbido.
—¡Guau! Un yate con camarotes de cuatro literas, aproximadamente de 1999… con motor de doce cilindros. Parece que no se ha utilizado en muchos años.
—Vamos a echar un vistazo —bajé corriendo las escaleras, agarré una de las amarras y tiré de ella para acercarlo a mí y poder saltar a bordo.
—Eh, Kari, ten cuidado —había pánico en la voz de Jake cuando saltaba detrás de mí.
Pero yo ya estaba mirando por debajo del toldo. La cabina del piloto estaba llena de basura, pero el timón y los instrumentos parecían estar intactos. Levanté una esquina de la lona y entré a gatas. Jake me siguió.
Me volví hacia él.
—¿Crees que podrías hacerlo funcionar?
Él parpadeó.
—¿Qué, esto?
—Sí, claro, esto —dije yo impaciente—. Si pudieras ponerlo en marcha, podríamos ir río arriba… derechos a Blenham. No necesitaríamos coger un tranvía.
Jake sacó el mapa del bolsillo y lo estudió durante un minuto. Después me miró.
—Sí, tienes razón —volvió a guardar el mapa y miró a su alrededor.
—Apártate un momento —dijo, y cuando lo hice, se agachó y levantó la compuerta sobre la que yo había estado. Dentro estaba el motor. Se arrodilló y estuvo comprobándolo durante un rato. Después, sacudió la cabeza.
—Necesito un manual.
—Voy a mirar —bajé a la cabina, que estaba hecha un asco. Botellas rotas, un saco de dormir viejo y raído, un montón de jeringuillas usadas. Además olía muy mal. Al agua contaminada del río, a alcohol y a otras cosas en las que prefería no pensar. Abrí los cajones del lavabo y busqué en los armarios. Entonces, en un armarito debajo de algo que parecía un calefactor, lo encontré. El manual del motor. Encontré también algo más: una lata medio llena de gasolina.
Jake se enfrascó en el libro durante un rato y después levantó la mirada.
—Si están todas las piezas, creo que podré hacerlo. Aunque necesitaré aceite y algunos trapos secos.
—Lo encontraré —salté fuera y volví a subir corriendo las escaleras, agarré la carretilla y la arrastré por la orilla del embarcadero. Las dos chicas todavía estaban rebuscando en el montón de desperdicios. No se dignaron mirarme. Fui al contenedor y encontré algo de ropa vieja que podría servir. Después fui echando a un lado latas, botellas y bolsas de plástico llenas de cosas pesadas, hasta que localicé una caja llena de botellas de aceite vacías. Sacudí una, y algo se movió en el fondo. Las abrí todas y eché en un solo recipiente los pocos gramos de aceite que quedaban en cada uno. Cuando terminé, estaba casi lleno. Cargué las cosas en la carretilla y volví corriendo, sin aliento y con el corazón desbocado.
Jake estaba echado boca abajo en la cabina, con la cabeza metida en el motor.
Siglos después dijo:,
—Bueno, ponlo en marcha.
El motor sonaba, pero no acababa de arrancar. Jake se puso en cuclillas. No pude evitar reírme. Tenía los brazos negros hasta los codos y en la cara un largo churrete de aceite. Se inclinó otra vez y volvió a hurgar en el motor.
—Inténtalo ahora.
Los dos dimos gritos de júbilo cuando el motor gruñó, eruptó y, por fin, recobró la vida. Le eché los brazos al cuello y le di un beso.
—Jake, eres un mago.
—Sí, lo sé —sonrió él.
Yo me reía.
—Sabía que tanto estudiar te resultaría útil algún día.
Fui a la orilla y arrastré a bordo la carretilla de Razz. Después solté las amarras y las levanté con un palo largo que había encontrado en cubierta. Jake echó atrás el acelerador y fuimos bamboleándonos lentamente hasta el medio del río. En la orilla, las dos chicas con sus bebés nos miraban con curiosidad mientras navegábamos hasta el recodo y nos perdíamos de vista.
Lo único que sentía era haber dejado atrás a Razz.