VI
RAZZ estaba oyendo la música rock salvaje y dura que le volvía loco.
Debajo de la fina manta, movía todo el cuerpo al ritmo frenético de la batería. Estaba en otro mundo.
Cuando terminó la música, volvió en sí. Estiró el brazo y apagó la radio.
Dio un gruñido, se levantó del colchón y fue hasta la ventana. Echó a un lado el áspero trozo de arpillera que cubría los cristales rotos. Bostezó y estiró los brazos por encima de la cabeza. El olor del río impregnaba el aire pesado y caliente. Un olor denso, turbio, a basura. Pasaba una barcaza, que se abría camino hacia el muelle entre las oscuras aguas. Iba cargada con cajas. El sol se levantaba por el este y la pesada nube de polución adquiría un pálido tono rojo. Las torres y agujas de la Ciudad se destacaban oscuras sobre un fondo carmesí.
Razz fue al lavabo. Si no llegaba temprano al muelle, no habría ocasión de conseguir mercancía. Puso las manos bajo el agua fría y herrumbrosa que chorreaba constantemente del grifo roto. Se enjuagó la cara deprisa, después se frotó los dientes con el dedo índice. Mirándose en el trozo de espejo roto, peinó con los dedos su largo pelo rizado y se lo ató atrás con el viejo lazo de zapato que había encontrado el día anterior cuando ayudaba a Swampy en el puesto. Luego se agachó y levantó la tabla suelta del suelo. En aquel hueco guardaba sus euros. Cogió un fajo, lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta y se subió la cremallera. Después, agarró su monopatín, se lo puso bajo el brazo y salió corriendo, bajando de dos en dos los doce tramos de escaleras. Abajo cogió el viejo coche de niño que usaba como carretilla y se dirigió a la puerta principal.
Fuera, casi choca con una pareja de desconocidos que parecían perdidos.
La chica debía de ser de su edad. Llevaba el pelo limpio, largo hasta la cintura. Era de un color que nunca había visto, rojo oscuro como el cielo de la mañana, y brillante de tantos cepillados. Tenía la piel nacarada y una nariz respingona y pecosa, ojos verdes y una barbilla pequeña y puntiaguda. Era como el dibujo de un elfo que había visto una vez en un libro. La miró un momento y después bajó los ojos. Ella le estaba mirando a él y aquello le produjo una extraña sensación, como si la chica fuera capaz de ver dentro de su cabeza.
—¡Dejen paso! —gruñó. Saltó sobre su monopatín y se fue arrastrando el cochecito. Sentía que ella le observaba, pero no se volvió. Su compañero había dicho algo, una palabra: el nombre de la chica. Lo había gritado para advertirle cuando Razz casi se lanza contra ella. Había dicho «¡Kari!», y la había agarrado del brazo para apartarla del camino.
Razz se fijó en sus ropas y sonrió para sus adentros. Moderna ropa deportiva, calzado grueso y mochilas de colores fuertes. Debían ser muy tontos para ir allí vestidos de aquella forma. Destacaban como algo molesto y fuera de lugar. Esa ropa, las mochilas…, se las quitarían antes de un minuto si no estaban atentos. No se explicaba qué hacía en aquel lugar una pareja así; probablemente se habrían perdido. Ningún extraño aparecía por allí a propósito.
Ya había cola en el muelle.
—¡Tú, no empujes! —le gritó una mujer con un niño de cara sucia en un cochecito mugriento. La verdad es que se había parado de golpe sin intención de empujar. Le iba la vida en ello. La mujer parecía inofensiva, pero podía ser una de las espías del Barón.
—Lo siento, señora —murmuró bajando los ojos. Eso siempre funcionaba: no mirar a los ojos, no desafiar. La gente que le conocía pensaba que era algo tonto, y eso era exactamente lo que él quería que pensaran. La mayor parte de los chicos de su edad iban por ahí formando bandas. Razz no. Le gustaba andar a su aire.
Cogió su monopatín y se lo puso bajo el brazo. Estiró el cuello. El encargado estaba descargando en el muelle y otros dos hombres fornidos se ocupaban de apartar a la gente hasta que todo estuviese listo para la venta.
Razz adquirió una caja de software. En ella estaba escrito Timescan. ¡Estupendo! Le había costado un ojo de la cara, pero podría venderlo por el doble. Se volvió para dirigirse a casa, sonriendo tontamente a todos los que se veía obligado a empujar para abrirse paso entre la muchedumbre. Una vez que clasificase el material, sabría cuál sería el lugar ideal para venderlo, el lugar donde conseguir más dinero.
—¡Eh, Razzy! —le llamó Swampy cuando Razz pasó disparado por el mercado.
Se paró y sonrió. Swampy tenía hoy fruta fresca en su puesto. Se había levantado mucho antes del amanecer para alcanzar la primera barcaza que se acercó traqueteando por el río. Era amigo de Razz desde que éste podía recordar.
Swampy había viajado por todo el mundo, hasta que chocó con la ley y se refugió en el puerto. A Razz le gustaba oírle contar cosas de sus viajes.
Miró con ansia la fruta de Swampy, que se estaba abrochando el cinturón donde guardaba el dinero.
—Guárdame alguna de esas naranjas, ¿eh? —se le hacía la boca agua al pensar en su dulzura.
—Enséñame el dinero antes —le espetó Swampy, y sonrió cuando Razz salió corriendo.
—Más tarde —gritó el chico por encima de su hombro.
De regreso en el bloque, encontró a dos drogadictos que parecían haber tropezado en el portal y estaban tirados en la basura al pie de las escaleras. Razz agarró con fuerza su caja al pasar por encima de ellos y corrió escaleras arriba. Oyó una llamada, pero la ignoró. El corazón le latía como uno de esos solos de batería que le volvían loco. No quería que nadie le estropeara la sensación de que iba a ser un gran día. Se metió en su cuarto, cerró la puerta y la sujetó con una barra. Aquellas dos personas no parecían estar en condiciones de subir, pero era mejor tener cuidado.
Se sentó en el suelo y empezó a clasificar el material. Había un grupo en el Complejo que se mataría por ello. No tenía ni idea de la clase de operación en la que estaban metidos, pero en realidad no le importaba. Podría incluso conseguir bastantes euros para comprarse un chándal como los que llevaban aquellos desconocidos que había visto a primera hora. Si los veía de nuevo, les preguntaría dónde los habían adquirido. Hasta podía intentar acercarse al oeste, si se sentía rico… e imprudente.
Cuando terminó de ordenarlo todo, Razz estaba muerto de hambre. Se fue al puesto de hamburguesas.
—¿Tienes algo de comida hoy? —preguntó a Vi.
Ella se limpió las manos en el delantal grasiento y negó con la cabeza.
—Sólo verdura.
Razz se encogió de hombros y le dio todo su dinero suelto.
—Es todo lo que tengo.
—Sí, apuesto a que sí —se rió Vi. Lo cierto es que tenía cierta debilidad por él. Incluso lo había alojado en su casa durante algún tiempo cuando era más pequeño. Hacía recados para Vi, llevaba cosas aquí y allá, recogía paquetes. Nunca sabía lo que había en ellos, y era lo bastante sensato para no preguntarlo.
Vi le sonrió y le tendió la hamburguesa vegetal.
—Que te aproveche.
—Gracias —cogió la botella de ketchup y cubrió la hamburguesa de salsa.
Vi inclinó su enorme cuerpo sobre el mostrador de la camioneta y miró el cochecito:
—¿Qué traes hoy?
—No mucho —mintió él.
Ella arrugó la nariz.
—Nada para mí, si no es para comer.
Él sonrió y dijo adiós con la mano.
—Nos vemos, Vi.
Tomó la calle que bordeaba el río. Había edificios sólo a un lado, y eso era más seguro. El calor, que había alejado a la gente de las calles, se hacía más intenso a los lados del muelle, sobre los coches abandonados e incluso en los mon-
tones de basura llenos de ratas que cubrían la calle. Como de costumbre, había algunos inadaptados merodeando por allí, pero no le preocupaban. Un grupo había encendido un fuego en un viejo bidón de petróleo y estaban bailando alrededor, ululando y gritando como en una danza guerrera.- Razz bajó la cabeza y los evitó.
Tardó más de una hora en llegar al Complejo. Fue corriendo hasta más allá de lo que una vez habían sido bloques de apartamentos de lujo, ahora destrozados. Sus ventanas abiertas eran como narices aspirando desolación. Trepó después por tres barricadas, esquivó patrullas, se paró una vez para mirar una bandada de gaviotas que se disputaban los restos irreconocibles de un animal muerto.
Cuando llegó, el lugar estaba completamente desierto. Montones de basura y restos de hogueras hacían evidente la presencia de vagabundos e inadaptados. Pero parecía que ahora se habían ido a otro lado. Razz se paró durante un minuto o dos, observando…, escuchando… Se estremeció. Aquel lugar le provocaba escalofríos. Estaba lleno de ecos fantasmales, de voces del pasado. Le gustaba el ruido real, los motores, la gente, la música, el agua corriendo. Pero allí los únicos sonidos eran los producidos por el viento al gemir a través de las ventanas rotas y sacudir los listones desprendidos de las persianas. Por todas partes crecía hierba y maleza, entre las losas del pavimento, al borde de los tejados. Había incluso un árbol que se abría paso entre uno de los destrozados marcos de las ventanas. Razz se preguntaba cómo había podido echar raíces y desarrollarse en semejante lugar. Suponía que era un poco como él mismo: él también vivía a duras penas de cualquier cosa que encontraba. Pero lo que no entendía era por qué aquel grupo o compañía había elegido semejante sitio para instalarse. Sólo había venido un par de veces antes. La primera cuando había conseguido algo de hardware para vender y alguien le había dado el soplo de que una nueva compañía se había instalado allí.
La otra… La verdad era que no le gustaba pensar en ello. Lo único digno de recordar era que había conseguido escapar por uno de los viejos depósitos de agua abandonados y por fin perdió a sus perseguidores en aquel laberinto de túneles. Con más exactitud, se había perdido él… Se sentía tan agotado que se había quedado allí toda la noche. Luego había pasado miedo, había tenido pesadillas… Luces que brillaban, gente que venía hacia él.
No había podido salir con suficiente rapidez.
Rodeó la torre de cristal derribada y echó a andar por uno de los estrechos callejones que llevaban a la plaza. Alguien había construido un desvencijado refugio con madera y pedazos de lona alquitranada, pero al mirar dentro vio que estaba vacío, con la excepción de un montón de jeringuillas usadas, latas de cerveza y una cuantas botellas. Una rata salió corriendo cuando dio una patada al montón, y subió el cochecito por encima de los escombros. Al final del callejón había un contenedor lleno de trozos de vigas y material para techar, ordenadores viejos y bolsas de plástico. Razz se agachó a mirar para asegurarse de que podía seguir adelante.
Un par de perros negros sarnosos estaban olisqueando la fuente abandonada. Razz esperó uno o dos minutos para ver si se iban y después silbó. Se acercaron a él con las orejas hacia atrás y moviendo el rabo con precaución. Les echó los trocitos de hamburguesa que había guardado por si acaso. Los perros saltaban pidiendo más.
—Lo siento, amigos… —extendió las manos para mostrar que estaban vacías. Quiso tocarlos, acariciar su piel áspera, pero perdieron interés y se alejaron lentamente.
Miró a su alrededor. Era un lugar espeluznante. Le habían contado que habían visto fantasmas por allí. Hacía años que había habido un matadero; quizá los fantasmas de los aterrados animales pululaban por el lugar donde habían encontrado la muerte.
Se sentó en la pared y empezó a golpearla impaciente con los talones. La última vez alguien le había localizado y había aparecido de repente en una de las puertas. Recordaba que se había llevado un buen susto. Se estremeció. Sentía que alguien le observaba desde algún sitio. ¿Podría ser uno de los fantasmas? Miró hacia arriba con los ojos casi cerrados, pero no pudo ver a nadie.
Después oyó algo. Música. Se volvió de repente y casi tiró la carretilla. Aguzó el oído y frunció el ceño. Sonaba por todas partes, brotando de las paredes, saliendo de las ventanas ciegas y ascendiendo hacia el cielo. Contuvo el aliento y se volvió de nuevo para tratar de localizar el punto de origen.
De repente se paró; alguien la había interrumpido. El silencio le cogió de improviso y se dejó caer pesadamente en el muro de la fuente. Se sorprendió ante el deseo de que empezase de nuevo. No era el heavy metal que generalmente le gustaba. En comparación, resultaba sosa. Pero las cuerdas… la percusión… le habían hecho sentir vértigo.
Oyó una voz, y un hombre apareció súbitamente en una de las puertas:
—Hola…, Razz, ¿no es así?
Razz se puso en pie de un salto. El cochecito se inclinó, se volcó, y las cajas cayeron, esparciéndose en pequeños montones sobre los adoquines. Se lanzó a recogerlas y las sujetó contra su pecho, con miedo a que el hombre pudiera quitárselas. Cuando se levantó, estaba de pie delante de él.
—Hola —dijo otra vez—. Déjame ayudarte.
Razz se echó a un lado para esquivar la mano extendida.
—Está bien, no quiero quitártelas. Sólo quería ayudar.
—Lo siento —murmuró Razz. Miró al hombre a los ojos y comprobó que era el mismo con quien había tratado la otra vez. Alto, con el pelo rubio. Asombrosos ojos azules, inquietos; una mandíbula que parecía esculpida en cemento. Una imagen perfecta para una estrella de cine.
Razz se tranquilizó en la medida de lo posible. El hombre se puso en cuclillas a su lado.
—¿Esto es para nosotros?
—Eh… sí, si podéis pagarlo —dijo el muchacho. Volvió a apilar las cajas en la carretilla.
—Claro que podemos pagar. ¿Quieres subir y elegiremos algo? —los dos se pusieron de pie.
—¿Subir? —preguntó Razz. La última vez habían hecho el negocio en la plaza. No se había fiado lo bastante del hombre como para entrar en el edificio con él. Después de cerrar el trato había salido disparado de allí. Tragó saliva nerviosamente. Quería ir dentro con él, pero estaba paralizado de miedo.
El hombre le puso una mano en el brazo. Razz vaciló y dio un paso atrás. Su corazón latía deprisa. Miró a un lado y a otro; había muchos lugares hacia los que podía correr para esconderse, pero ¿sería bastante rápido? Aquel tipo parecía bien entrenado.
El hombre se dio cuenta de sus temores.
—Mira —dijo amablemente—, me llamo Jon. No tienes nada que temer.
Con suavidad, pero con firmeza, llevó a Razz hacia uno de los edificios. Marcó un código en la puerta, se oyó una voz que decía algo en un idioma extraño y Jon respondió.
La cerradura se abrió y Jon empujó la puerta. Razz se quedó atrás, todavía indeciso.
—Todo está bien, de verdad —le tranquilizó Jon.
Razz estuvo a punto de decir que no tenía miedo, pero aquel hombre sabría que era una mentira.
Dentro, todo era distinto. Al mirar en torno suyo, Razz se quedó boquiabierto. Escaleras alfombradas, paredes brillantes y pasamanos de acero inoxidable. Jon le sujetó por el brazo al subir.
Ya arriba, Razz se quedó atrás, cegado por las luces. Trataba de asumirlo, pero le costaba trabajo creer lo que veía.
—Vamos, entra por aquí —insistió Jon.
Había un rótulo en la puerta: Starhost. Después, una línea de símbolos extraños en color azul, verde, amarillo, rojo… Dibujos que parecían retorcerse y bailar ante sus ojos.
Por fin, Razz recuperó el habla.
—¿Qué es este lugar? —preguntó con voz ronca. Se aclaró la garganta—. ¿Quién lo ha arreglado?
—Nosotros —Jon abrió la puerta y Razz empujó la carretilla hasta dentro. El brillo le cegó de nuevo. Se oía música al fondo, y había flores en un jarrón junto a la ventana. El aroma dulce casi le hizo retroceder. Todo era tan extraño, tan diferente, y Razz estaba tan asustado que quería correr…, bajar volando las escaleras…, cruzar la plaza…, volver a casa. Ya no le importaba ni el material ni el dinero. Sólo quería marcharse.
—Mal —le dijo Jon a la mujer que estaba detrás del mostrador—, éste es Razz. Nos trae algo de software.
—¡Estupendo! —ella miró a Razz con una mirada tan francamente curiosa que le hizo enrojecer.
Después de haber hecho el trato, Jon preguntó:
—¿Te gustaría echar un vistazo por aquí?
Razz manoseó el fajo de euros de su bolsillo. Cuanto antes volviera a casa y lo guardase, mejor. Había bastante para comprar el chándal, pilas para la radio, quizá incluso unas botas de segunda mano… con algo brillante en la puntera, como siempre había querido. Sería mejor marcharse antes de que el otro se arrepintiera por haber sido tan generoso.
Pero la curiosidad pudo más.
—Eh… sí, está bien —dijo.
Ya en el camino de vuelta pensó que no había descubierto exactamente lo que hacían. El recorrido le había deslumbrado tanto que apenas se había dado cuenta de nada. Casi había sido como visitar otro planeta.
Ordenadores… montones de ordenadores… todos funcionando. Alrededor, gente sentada en grupos. Los operadores dejaron de teclear para mirarle con una especie de severa curiosidad. Al estrecharles la mano, había notado el latido de la sangre en las sienes. Alguno le preguntó dónde vivía, si tenía hermanos o hermanas. Él les dijo que en realidad no vivía en ningún sitio y no sabía si tenía hermanos o no.
También Razz quería hacer preguntas. Dónde vivían, cómo se las habían arreglado para instalarse allí cuando la luz había sido cortada hacía años, el túnel abandonado y las carreteras tapiadas desde que él podía recordar. Quizá hacían lo mismo que él, patinar o andar, aunque lo dudaba. De todas maneras hacer preguntas era peligroso, así que se limitó a mirarlo todo y trató de grabarlo en su memoria para poder llevarlo consigo y revivirlo cuando volviese a su triste cuarto.
Jon bajó las escaleras con él.
—Tennos informados si te haces con más… material.
—Sí —Razz se sentía aún desconcertado por la experiencia. Se preguntaba qué habría en las salas que Jon no le había enseñado.
—Sabemos que llegar hasta aquí es peligroso para ti —siguió Jon.
—Podría ser peor —dijo Razz encogiéndose de hombros.
—Sí, estoy seguro. Pero quizá la próxima vez puedas avisarnos primero. Te evitarías el viaje si se trata de un material que ya tenemos.
—¿Sí? —la mente de Razz estaba trabajando. Era bastante difícil tener acceso a un ordenador, pero si ahorraba algunos euros, tal vez podría sobornar a alguien. Y la verdad es que le gustaba aquel asunto—. Dame tu dirección, entonces.
Jon sacó del bolsillo un cuaderno de notas, escribió la dirección y arrancó la hoja. Razz la metió en el bolsillo de atrás del pantalón.
—Gracias.
Antes de despedirse, Jon dijo algo más:
—Es mejor que no digas que has estado aquí, ni le des a nadie la dirección.
—No seas tonto —Razz le hizo un guiño—. Un negociante no revela el nombre de sus clientes —«de todas maneras no me creerían», añadió para sus adentros.
Jon miró al cielo, estaba oscureciendo.
—¿Estarás bien?
—¿Bien? —Razz se dio cuenta de que lo preguntaba porque ya era casi de noche. Había estado demasiado tiempo allí dentro—. Sí, estaré bien, no tengo miedo de la oscuridad.
Sabía que Jon le estaba observando cuando bordeó la fuente, y corrió a toda prisa hacia el callejón para dirigirse al puerto. Si tenía suerte, podría subir a una de las barcazas que pasaban y evitarse el largo viaje de regreso. Podría esconderse en algún sitio hasta el día siguiente, pero prefería volver y guardar el dinero.
A la entrada del callejón se volvió para ver si Jon le estaba mirando aún, pero se había ido. Suspiró al pensar en todas las cosas que había visto. Qué bueno sería trabajar en un sitio como aquél. En una sala donde sonaba música… hicieras lo que hicieras. Si alguna vez hubiera pensado en el cielo, lo habría descrito como aquel lugar.
Se paró un rato en las escaleras del río. Abajo estaba amarrado un viejo barco de motor. No parecía que se hubiera usado durante años. Se había levantado una fuerte brisa y el agua golpeaba ruidosamente el casco.
En la orilla opuesta ya estaban encendiendo las luces, que se reflejaban en el agua y brillaban y oscilaban como una inquieta ciudad de estrellas. Las grúas destrozadas semejaban enormes calados esqueléticos sobre el cielo oscuro. Una había volcado y había chocado contra uno de los viejos muelles, donde yacía retorcida y doblada como un dinosaurio derribado.
Razz palpó su bolsillo y sacó el trozo de papel que le había dado Jon:
Ra @ starhost.dck/Cty.uk.
Miró la dirección durante uno o dos minutos para me- morizarla. Después, con un súbito arrebato rasgó el papel y lo lanzó al río. Se fue flotando con la corriente como un pequeño barco de vela.
Razz se quedó mirándolo hasta que desapareció bajo las aguas negras.
Ra @ starhost.dck/Cty.uk.
Sabía que no lo olvidaría.
Miró río abajo hacia el puente, pero no había barcazas a la vista. Suspiró y empezó a caminar hacia casa.