III
ESTÁBAMOS VIENDO EL FINAL del programa de juegos cuando Jake dijo que se iba. Salí fuera con él. La lluvia había cesado, todo parecía brillante y nuevo, incluso a la luz del anochecer. Una luna pálida se dibujaba en el cielo oscuro sin nubes.
—Ahí tienes —comentó Jake—. No va a llover eternamente.
Yo me reí y le pellizqué en un brazo.
—¿Qué opinas de ella? —pregunté.
—¿Rachel? —frunció el ceño—. Es extraña.
—No me digas. ¿Te has fijado en sus ojos?
—Sí —me miró y sonrió—. También la habrían quemado por bruja hace quinientos años.
No sé por qué, pero me estremecí cuando dijo eso.
Nos despedimos en la puerta del jardín. Yo marqué el código de noche y él salió.
—Nos vemos mañana —se montó en la bici y empezó a pedalear.
—Ten cuidado —dije en voz alta.
Le vi desaparecer carretera abajo. En la distancia, las luces de la Ciudad daban al cielo un brillo anaranjado. Los árboles se dibujaban sobre él, negras siluetas contra un telón de fuego. En el horizonte, ojos verdes, rojos y azules hacían guiños cuando los aviones dejaban el aeropuerto para volar a todos los rincones del Mundo.
Me quedé un minuto allí, mirando las sombrías colinas. Parecían aún más misteriosas. Como las espaldas encorvadas de grandes ballenas extinguidas descansando en el horizonte. La tarde era fresca, buena parte de la polución se la había llevado durante un rato la lluvia y el viento.
Por alguna razón, Rachel se coló en mis pensamientos. Traté de imaginarme cómo sería no encajar, no estar en su ambiente, ser diferente. Sin hogar, sin casa, sin refugio de la lluvia, el viento o la nieve. Dormir en las frías piedras del suelo, bajo los puentes, en edificios abandonados, en cajas de cartón…, en cualquier lugar que encuentres.
Aparté las imágenes de mi mente, volví a entrar, cerré la puerta y tecleé el código.
En la cocina, la atmósfera era deprimente.
—¡Tú estás loca, Asia! —papá trataba de esquivar a Archie, que no paraba de moverse para llenar el lavavajillas—. Nos estás poniendo a todos en peligro.
—-Ya lo sé. Lo siento, pero era algo que tenía que hacer. No puedo explicarlo.
—¿De dónde demonios viene? Probablemente se ha escapado de una casa de locos en cualquier sitio.
—No lo sé —gritó mamá.
—Pero bueno, ¿no le has preguntado?
—No, no me apetecía. Parecía aturdida, desorientada… Lo único que me ha dicho ha sido su nombre.
Papá resopló burlón.
—Podría ser un peligro para nosotros, para los niños.
—Sí, ya lo sé —no era propio de mamá estar de acuerdo con él.
—¿Y qué es esa cosa que lleva alrededor de la muñeca? Podría ser una alerta médica…, podría tener algo contagioso. Esa gente no tiene acceso a programas de inmunización, ya lo sabes.
—Sí, no soy tan estúpida.
Archie había cerrado la puerta del lavaplatos. Empezó a zumbar y a susurrar, felizmente inconsciente del tornado que bramaba a su alrededor.
La puerta de la cocina se abrió de repente. Me eché atrás. No les gustaría saber que estaba escuchando.
—Harías mejor en librarte de ella, Asia —papá salió gritando y se dirigió a su despacho—. ¡Ahora! ¡Y si tú no quieres decirle que se vaya, yo lo haré! Y sería mejor que guardaras bajo llave el vino —chilló por encima de su hombro—. Y los tranquilizantes. Desaparecerán más deprisa que un paquete de chocolatinas.
—¡No voy a hacer tal cosa! —mamá tenía las manos en las caderas. Juró, hizo un gesto con el dedo, se fue a su propio despacho y cerró de un portazo. Horrible.
Vi entonces a Rachel de pie al final de la escalera. Llevaba en brazos a Bon, que dormía pacíficamente. Su suave cara blanca reflejaba satisfacción. Subí y me paré delante de ella. Parecía alterada.
—Oh, querida, la verdad es que he metido el lobo en el redil.
—De todas maneras, siempre están riñendo —dije.
—¿Crees que debería irme?
En realidad no sabía por qué me preguntaba a mí. Me encogí de hombros.
—Eso es cosa tuya —dije, aunque desde luego no lo era. Lo que debía haber dicho era: «Sí, lárgate… ahora».
Fue a la ventana y miró al cielo. Había ahora multitud de estrellas. Se extendían luminosas por el firmamento hasta el borde de la galaxia. Tenía una extraña expresión en la cara cuando se volvió de espaldas a mí. Noté por primera vez que llevaba una especie de pulsera, una esclava. Mi padre tenía que haberla visto durante la cena. Parecía alguna clase de dispositivo de señales electrónicas. ¿O tendría razón papá? Quizá era una señal médica para advertir que quien lo llevaba era seropositivo o alguna otra cosa parecida.
Di un paso atrás para apartarme de ella. Si lo notó, no dijo una palabra.
Bon abrió un ojo, bostezó en sus brazos y luego siguió durmiendo.
Rachel me vio mirar su pulsera y rápidamente la escondió en la manga.
—Te gusta vivir aquí, ¿verdad, Kari? —dijo de repente.
—Sí —contesté. Y sin darme cuenta, me encontré contándole cómo habíamos llegado. No sabía bien por qué. Hacía media hora que no había podido soportar su presencia. Pero aquella forma amable de preguntar despertaba confianza.
—Mamá y papá querían que nosotros creciéramos fuera de la Ciudad —dije—. Vinimos aquí cuando yo tenía tres años.
—Sí —corroboró, mirándome con sus extraños ojos.
—Hace ya trece años —seguí hablando. Sin saber por qué, le estaba contando la historia de mi vida—, dos años antes de que naciera Damien. Tuvieron suerte al encontrar este lugar. Había sobrevivido a la moda de derribar edificios viejos.
—¡Oh! —dijo Rachel.
—Estuvo vacío durante años; desde que se cerró la estación y la línea fue abandonada —recordaba que habíamos vivido en una caravana en el jardín mientras mis padres reparaban el chalé y lo hacían habitable.
—¿Cuánto tiempo hace de eso? —preguntó.
—No sé…, años antes del milenio.
Miré el reloj. Era la hora de mi serial favorito y no me habría gustado perderme el principio.
—¿Antes vivíais en… la Ciudad? —preguntó.
—En los suburbios. Aunque yo no lo recuerdo.
—A tus padres tuvo que haberles resultado extraño al principio.
—Sí.
Recordaba que mamá le había contado a alguien algo que había sucedido cuando nos cambiamos y que casi los hizo renunciar y volver a su rascacielos suburbano. Algo que había sido traumático para ella. Fueron momentos terribles, había escrito, y me di cuenta de que el campo ofrece tantos peligros como la Ciudad.
No explicaba lo que la había llevado a pensar eso. Sólo siguió contándole a su amiga de la red que papá la había convencido para quedarse y que ahora le encantaba vivir allí fuera, que se sentía segura y no querría vivir en ningún otro sitio.
Los ojos de Rachel recorrían las paredes, las viejas vigas de roble. Pasó las puntas de los dedos por el alféizar de la ventana, después por los postigos, tocando la textura de la superficie de madera como si fuera algo completamente nuevo para ella.
—¿Sabes cuándo se construyó?
—En mil novecientos —dije. Lo sabía exactamente—. hace ciento cincuenta años.
—¡Dios mío! —me miró—. ¿Crees que se podría convencer a tu padre para que me dejara quedarme?
—Lo dudo. Nunca cambia de opinión.
—¿Podría dormir fuera?
Yo sacudí la cabeza.
—No creo que sea muy buena idea.
—¡Dios mío! —suspiró Rachel.
—¿Adónde vas a ir? —de repente me la imaginé vagando con sus bolsas al final del día. Hasta la Ciudad, donde podrían asaltarla, violarla, asesinarla para quitarle la ropa que llevaba encima, y terminaría muriendo en cualquier cuneta llena de basura.
Ella tenía una mirada ausente y no contestó. Sólo se volvió y se fue despacio a su habitación. Yo la seguí con la vista, y de pronto sentí ganas de llorar como una estúpida.
Algo más también… Todas mis ideas preconcebidas parecían haber volado por la ventana, y tuve la repentina y loca certeza de que Rachel no era ninguna de las cosas que yo había pensado al principio.
Todavía estaba allí cuando Damien salió disparado de su cuarto. Me empujó al pasar y fue a llamar a su puerta. Ella dijo «adelante» y él entró. Los oí hablar: ella en voz baja, murmurando; él en voz alta y excitada. Por alguna ridícula razón sentí una punzada de celos. Había algo en Rachel… su voz… el aura delicada que la rodeaba… Fuera lo que fuera, yo no podía dejar de pensar en ella. Había sentido algo así cuando conocí a Jake, pero eso era diferente. Él es un chico realmente interesante, simpático, equilibrado; Rachel es una mujer vieja, peculiar, excéntrica, misteriosa y maloliente.
Fui a mi cuarto y cerré la puerta. Saqué la flauta del cajón y me senté en la cama con las piernas cruzadas. Palpé la suave madera de boj de mi flauta y sentí su frescor entre mis dedos. Me la llevé a los labios y toqué una melodía dulce y clara, una que yo había compuesto hacía años, cuando era muy pequeña. Le había puesto «Invierno», porque fue el año en que hubo tanta nieve. Durante un rato seguí entretenida con otras cuantas melodías y, cuando ya me sentía mejor, dejé la flauta y me senté delante de la pantalla. Tecleé la dirección de Jake. Entonces oí abrirse la puerta de Rachel y pasos por el pasillo. Dejé el ordenador en espera y fui a fisgar desde la puerta. Rachel y Damien estaban entrando en el cuarto de mi hermano. Pensé que, probablemente, quería enseñarle su zapper. No sé por qué, pero estaba verde de envidia. Había muchas cosas que me habría gustado enseñarle: mi flauta, mi colección de libros viejos, las conchas fósiles que nuestro tío astronauta me trajo de uno de sus viajes por el espacio…
Jake todavía estaba ocupado. Seguramente hablando con alguno de sus amigos de la red sobre el funcionamiento interno de los viejos motores de combustión, cohetes espaciales, física cuántica, o alguna de esas cosas de las que sabe un montón. A veces se pasa la mitad de la noche haciéndolo.
Accedí al serial juvenil, miré unos diez minutos y me aburrí de ver las mismas historias de siempre.
Por fin di con él. Le conté la pelea entre mamá y papá.
—Tu padre tiene razón —dijo él. Estaba masticando un sándwich de manteca de cacahuete y llevaba puesta la gorra verde con el lema Salva tu Planeta que yo le había comprado.
Yo suspiré.
—Te pones de parte del hombre.
—No se trata de eso —Jake se echó la gorra hacia atrás—. Pero él tiene razón y tú lo sabes.
—Es sólo que me parece fatal —dije—. No haría daño a nadie si se quedase unos cuantos días.
Jake empezó a reírse.
—Has cambiado de pensamiento.
—Ya lo sé.
—¿Por qué? —preguntó—. Hace una hora más o menos era apestosa y horrible y querías que se fuera.
Me encogí de hombros.
—Ya lo sé. Tiene algo especial. No creo que sea una estafadora, ni tampoco una inadaptada o una vagabunda.
—¿Qué estaba haciendo en la carretera, entonces?
—Buscarme —dije, moviendo la cabeza.
Jake parecía pensativo.
—Quizá puedas hacerla pasar por tu abuela.
—Nadie creería eso, ¿verdad? ¿Conoces a alguien que tenga un abuelo viviendo en su casa?
—No —dijo con la boca llena.
Corté y fui a escuchar a la puerta de Damien. Todavía estaban allí. Me picaba la curiosidad, tenía que ver lo que estaban haciendo.
Cuando entré, Rachel estaba sentada delante del ordenador y él le estaba enseñando cómo utilizarlo. Damien se volvió ceñudo al oírme. Ella también se volvió, sonrió de un modo personal y secreto y después miró otra vez a la pantalla.
—Lárgate —chilló Damien, pero yo le ignoré.
Le estaba enseñando a encender, a acceder a la red y a navegar por ella. A buscar direcciones. Sentada junto a él, ella observaba y después se inclinó hacia delante. Sus dedos volaban sobre el teclado cuando accedió a la red y empezó a moverse.
De pronto sentí frío. Estaba usando el ordenador de Damien como si lo hubiese hecho toda su vida.
—Gracias, Damien —desconectó repentinamente—, creo que con esto basta. Kari —dijo—, ¿puedes dedicarme cinco minutos? Me gustaría hablar contigo.
—Claro.
Antes de salir detrás de ella, Damien me comunicó:
—Dice que ya ha usado uno antes —debió de percibir que yo estaba sorprendida.
—¿Sí? —me parecía raro. Los inadaptados no utilizan ordenadores. No están autorizados a entrar en centros de información, bibliotecas y sitios así. Y los vagabundos desdeñan la tecnología. Vivir sin ella es parte de su filosofía. ¿Entonces…? ¿Dónde había usado Rachel uno antes? Empezaba a pensar que estaba rodeada de un halo de misterio. Como esas figuras de mi sueño. Y todo llevaba a pensar que no era lo que parecía.
Damien había vuelto a la pantalla y accedió a uno de sus interactivos. Me olvidó por completo y se dedicó a cazar a tantos monstruos como fuera posible en el tiempo establecido.
Rachel no estaba en su habitación cuando entré. Después, cuando iba a cerrar las contraventanas de mi cuarto, la divisé fuera, en el jardín. Estaba sentada en uno de los bancos, inclinada, con los codos apoyados en las rodillas, mirando al cielo. Llevaba su viejo abrigo raído echado sobre los hombros. La brisa se arremolinaba a su alrededor y mechones de pelo le caían sobre las mejillas.
Cogí un jersey, me lo puse por encima, bajé las escaleras y abrí la puerta. Al pasar por delante del despacho de papá le oí hablar con alguien por su videófono. Todavía estaba trabajando, aunque era realmente tarde.
—¿Rachel?
Al oír mi voz, se sobresaltó. Se volvió rápidamente, con cierto temor. Cuando vio que era yo, se tranquilizó y señaló con la mano el sitio a su lado.
—Ah, Kari. Ven y siéntate conmigo.
Me senté y me eché hacia atrás con las piernas estiradas. La observé de reojo. Ahora no me miraba a mí, sirio al cielo.
—Te he oído tocar la flauta —dijo.
—¿Sí? —no sabía qué más decir.
—Era bonito.
—Gracias —tocar la flauta era como parte de mí y a veces me olvidaba de que los demás también podían oírlo.
—Tienes un gran don —añadió.
—Eso es lo que me dicen —era porque nadie me había enseñado nunca a tocar. Siempre había sabido hacerlo. Mi tío me compró una armónica cuando era muy pequeña, y cuando descubrieron que sabía tocarla, me compraron la flauta.
Rachel y yo nos quedamos en silencio durante un rato. Luego le pregunté algo que me había estado intrigando desde que había llegado.
—¿Hacia dónde ibas cuando mamá te ha encontrado? Esta carretera no lleva a ningún sitio. ¿Eres una vagabunda separada de tu grupo? —la miraba de reojo mientras hablaba.
La pregunta pareció cogerla por sorpresa. Me había sentado cerca de ella. Podía oler el champú de hierbas de mamá que había usado para lavarse el pelo. Al principio no me contestó. En vez de eso, cogió mi mano y la frotó entre las suyas, ausente, como si tratase de calentarla a pesar de que ni siquiera estaba fría. Sus dedos eran suaves y delicados. Su manga cayó hacia atrás y vi con claridad la pulsera por vez primera. Estaba hecha de un metal brillante que yo no había visto nunca. Alargué un dedo y la toqué. Estaba caliente como su brazo y parecía reflejar una docena de matices de la blanca luz de la luna. Había algo grabado en ella. Antes de que pudiera ver lo que era, dejó mi mano y apartó de mi vista la pulsera.
Le pregunté de nuevo si era una vagabunda, porque no me había respondido, y hasta parecía haber olvidado que le había hecho una pregunta.
—¿Vagabunda? —dijo con esa forma extraña que tenía de repetir lo que le habían dicho, como si nunca hubiera oído la palabra—-. No, no soy vagabunda.
—No me digas que eres una turista —y me reí—. Si lo eres, has elegido un mal día para venir.
Ella movió la cabeza.
— ¿Una turista? Nooo, no lo creo.
—Algo te habrá sucedido para que perdieras la memoria —me eché hacia delante, con las manos debajo del cuerpo y los hombros encorvados. Eso era seguramente lo que le había ocurrido—. Te habrán atacado, golpeado en la cabeza o algo así, y tienes amnesia —dije—. Sabes lo que no eres, pero no sabes lo que eres, no sé si me entiendes. Pero está muy claro, ¿no?
—Que me han pegado en la cabeza —sonrió suavemente—. ¿Has visto cortes o magulladuras?
—No —tuve que admitir.
Inconscientemente se recogió un mechón de pelo detrás de la oreja. Luego se miró la otra mano. Su sonrisa se borró y en su lugar surgió un gesto preocupado. Casi era como si no pudiese creer que su mano le pertenecía…, como si acabase de darse cuenta de que estaba allí. Extendió los dedos; en uno había un anillo, un grueso aro de oro. Empezó a darle vueltas y más vueltas como tratando de desatornillarse el dedo. Yo me preguntaba cómo alguien como ella llevaba un anillo de oro. Luego me di cuenta de que no me había contestado a mi primera pregunta.
Me cogió la mano otra vez.
—Kari —dijo—, yo quería hablar contigo —se interrumpió para hacer algo muy extraño. Señaló arriba, a las estrellas—. Mira —dijo—: La Ciudad de las Estrellas.
La noche era tan clara que casi se podía ver la curva del Mundo.
Yo me reí. Quizá estaba chiflada, después de todo.
—¿La Ciudad de las Estrellas? ¿Qué es eso?
—¿No crees que es eso lo que parece el cielo por la noche? —señaló otra vez—. Mira, la Osa Mayor, Casiopea, Andrómeda, todas las regiones de una gran metrópoli.
Miré hacia arriba y fue como si estuviera viendo las estrellas por primera vez en mi vida. Sabía que todas tenían nombres, pero no podía distinguir unas de otras. Imaginé una gran galaxia de ciudades con luces brillando desde torres y campanarios, rascacielos, catedrales y aeropuertos. Parpadeé y la visión se borró.
—¿No estás de acuerdo? —me estaba diciendo Ráchel en voz baja.
—Sí —me estremecí de repente—. Nunca lo había pensado.
—Es bueno ver las cosas con nuevos ojos —dijo—. Algunas veces sólo necesitas que alguien te señale el camino.
Yo seguía mirando las estrellas. Era raro. Rachel me hacía ver algo que nunca había visto antes. No sabía cómo lo había hecho. Lo que sabía es que era misterioso. No era la misma sensación espeluznante que había tenido al principio, cuando ella había llegado. Se parecía más a la de mi sueño. La sensación de que mi vida estaba a punto de cambiar para siempre.
—Quédate esta noche, Rachel —dije de repente—. No va a pasarte nada.
—¿Y tu padre?
—No lo sabrá. Apenas sale de su cuarto más que para comer.
—Está bien. Pero tendré que irme mañana.
—¿Adónde? —dije—. ¿Adónde irás?
—A la Ciudad.
—¡La Ciudad! ¿Tienes idea de cómo es aquello? —dije asustada—. No durarás ni cinco minutos.
Ella me miraba intensamente.
—Estaré bien. Tengo amigos… Pero primero necesito…
Entonces oyó llamar a mi madre y su frase se interrumpió.
—Vamos —se puso de pie—. Hablaré contigo más tarde.
La seguí un poco fastidiada. Me habría quedado muy a gusto toda la noche en el jardín..
Mamá venía a nuestro encuentro por el pasillo.
—¡Kari! Yo creía que estabas en la carda.
—Hemos estado charlando —explicó Rachel antes de que yo pudiera decir una palabra.
—Eso es agradable —mamá jugueteaba con su pendiente, como siempre que está nerviosa—. Rachel, tengo que hablar contigo —me lanzó una mirada que quería decir «desaparece… y rápido».
Cogió del brazo a Rachel y la llevó al salón. Oí que apagaba el televisor y después el murmullo de sus voces. Pegué la oreja a la puerta, pero estaban hablando tan bajo que no pude enterarme de nada.
—Buenas noches, Kari —dijo Archie desde su rincón < leí pasillo cuando subía a mi cuarto.
Ya en la cama, no podía dormirme. Había entrado en un programa de relajación, pero ni la suave música de flauta ni la voz leyendo poesía me ayudaron.
Me di la vuelta, tratando de ponerme cómoda. Por alguna razón, me sentía verdaderamente desgraciada.
Por fin puse la máquina en stand by y me quedé escuchando el distante zumbido de los coches que hacían cola para atravesar los controles de la Ciudad. De noche, llegaba hasta aquí el runruneo de los motores.
Me imaginé a Rachel tratando de pasar las patrullas armadas, perdiéndose en el laberinto de calles. Pensaba que, probablemente, no duraría ni cinco minutos. Parecía frágil y vulnerable y carecía de la dureza que los vagabundos necesitan para sobrevivir. Y sería culpa nuestra por haberla obligado a que se marchara.
Y una vez que se hubiera ido, ya nunca tendríamos ocasión de saber nada de ella.
Oí a distancia el silbido de las sirenas de la policía y el zumbido de un helicóptero de la patrulla nocturna. En noches claras se les oye siempre bien, pero aquella noche parecían más cerca que nunca.
Después oí algo más. Las tristes notas de una sonata desde el vestíbulo. Mamá debía haber terminado su charla con Rachel y estaba tocando el piano. Escuché durante un rato, dejando que la triste melodía me arrullara como una canción de cuna.
Me di la vuelta otra vez y me hundí en un sueño inquieto y confuso.